«Estoy listo», me dijo sonriente una mañana. Señaló sus libros y me pidió que realizáramos un ensayo. Me tomé mi tiempo para encontrar las preguntas más difíciles, las que estaba seguro no podría responder. Después de unos minutos tuve que darme por vencido. Parecía imposible que cometiera un tan solo error.
Tomó el teléfono y marcó el número de la emisora. Yo estaba a su lado expectante, sin poder reprimir una incipiente sonrisa de orgullo.
«Lo entiendo —dijo mi padre con un hilo de voz—. Muchas gracias por atender la llamada».
Recuerdo la desolación que ensombreció la mirada de mi padre cuando colgó el teléfono.
Dio un largo suspiro antes de decirme que la emisora cerraría sus transmisiones.
Me quedé callado, sin poder encontrar las palabras adecuadas para ese momento. Lo miré a los ojos, con la esperanza que pudiera encontrar en los míos la frase de aliento que necesitaba escuchar.
A partir de ese día intentó llenar el vacío viendo la televisión o leyendo algún libro; sin embargo, cada día resultaba más evidente que nunca podría encontrar un sustituto.
Muy pronto volvió a sentarse en su sillón, mientras encendía su vieja radio y movía el dial para ajustarlo en la frecuencia precisa. Permanecía así, atento y callado, las dos horas que solía durar su programa, sin que pareciera importarle que lo único que surgiera del parlante fuera estática. Yo me quedaba en el umbral de la puerta, sin atreverme a entrar, pensando que mi presencia podría avergonzarlo. No quería que al verme se sintiera incómodo y cambiara de estación, mientras se esforzaba por encontrar cualquier excusa. Además, me decía a mí mismo, ese momento era suyo y de nadie más.
Mi padre murió pocos años después. El infarto lo sorprendió durante la madrugada. No escuché ni un ruido. Se marchó en silencio, sin darme la oportunidad de una despedida.
Su funeral fue un sábado por la tarde. El cielo estaba gris o quizás, simplemente, así sea como quiero recordarlo.
Cerré los ojos y, mientras el ataúd descendía, volví a verlo sonriente y atento, aguardando la siguiente pregunta del locutor.
Esa noche, cuando regresé a casa, no pude resistir el impulso de sentarme en su sillón y encender la radio. Hice un gesto de sorpresa, ya que, en lugar de escuchar el monótono zumbido de la estática, la sala se llenó con las notas de una melodía. Meneé la cabeza, pensando en la ironía de que la emisora hubiera encontrado la forma de volver al aire, precisamente ahora que mi padre había muerto. De pronto, extrañado, fruncí el ceño al reconocer la música. Era la introducción de aquel programa de concursos. El locutor agradeció la sintonía de todos los radioescuchas y el indispensable patrocinio de varias empresas. Luego, sin más preámbulos, dio por iniciada la siguiente ronda de preguntas. El corazón me dio un vuelco cuando, al anunciar al próximo participante, dio el nombre de mi padre.
Karlton Bruhl, Honduras, 1976. | Relato publicado originalmente en ElCamaleón1.