La víspera de la Fiesta Nacional, la ciudad de Pyongyang se hallaba en plena ebullición, algo que no era de extrañar teniendo en cuenta que solo faltaba un día para una celebración que llevaba tres meses preparándose.
En la estación de Pungnyeon, Han Kyeong-hui logró abrirse paso entre la multitud que abarrotaba el metro y se sentó en el último asiento libre del vagón. Debajo de la ciudad había tanta gente como en la superficie. Soldados, estudiantes universitarios, grupos de jóvenes obreros encargados de montar las figuras que se utilizarían durante la ceremonia, ciudadanos con ramos de flores, bachilleres de uniforme, chicos del Sonyeondan con bastón de mando que subían y bajaban de los vagones en cada estación como una marea… Por sus atavíos y por los enseres que llevaban, era fácil adivinar que se dirigían al ensayo general de la Manifestación del Millón, fiesta que se celebraría al día siguiente.
Al tiempo que se revolvía en el asiento con el fin de preservar el espacio que se iba estrechando por ambos lados, Kyeong-hui miraba con atención la cara de su hijo de dos años. Lo llevaba sentado sobre las rodillas, casi comprimido entre el pecho y el maletín de la oficina. Con la mejilla aplastada contra su torso, el niño observaba a su alrededor con una mirada sombría, asustada y nerviosa. Cuando el tren se puso de nuevo en marcha dio la sensación de que el ambiente opresivo de calor y de ruido se iba disipando y se respiraba un poco mejor. Entonces, a Kyeong-hui le vino a la mente la voz de la profesora de la guardería, casi como si pudiera oírla elevándose por encima de la barahúnda. Por el aspecto y el vigor de ambas se decía que se parecían como si fuesen hermanas. La profesora le había puesto a su hijo en brazos y, delante de los demás padres, le había espetado:
—¡Camarada encargada de la pescadería! ¡Camarada encargada! ¿Le has contado a tu hijo alguna historia sobre el Obi? ¡Sí! ¿Sobre el Obi que mete a los niños malos dentro de un saco para luego tirarlos al fondo del pozo? Durante la siesta el niño se ha despertado sudando, llorando y chillando: «¡Obi! ¡Obi!». ¡Ah! ¿Cómo ha podido salir un niño tan débil de una madre tan grande y tan fuerte?
—¡Ja, ja, ja! Si hubiese salido a mí no haría estas cosas, pero a lo mejor se parece a su padre solo por darle a usted la lata —dijo Kyeong-hui con una sonrisa forzada.
Kyeong-hui tenía treinta y cinco años y fama de ser una mujer valiente y de fuerte personalidad. Sin embargo, al escuchar la palabra «Obi» en boca de la profesora se estremeció. Lo cierto era que la profesora se había quejado del escándalo del niño sin darle mayor importancia, pero Kyeong-hui tuvo la impresión de que detrás del comentario se escondía algo más profundo. Se preguntaba qué podría haber advertido la profesora en su hijo y por qué había mencionado precisamente la palabra «Obi». Sin embargo, al final se dijo: «¿Qué más da? ¿Qué importa ahora eso? ¡No sé por qué me preocupo por estas tonterías!».
No obstante, al bajarse en la estación de Sungli camino de su casa, Kyeong-hui no pudo evitar que le asaltaran de nuevo los mismos pensamientos. Al llegar a la plaza de Kim Il-sung pudo ver una multitud de patrullas ciudadanas en formación que ensayaban la aclamación al líder gritando «¡Viva!». En ese momento pareció que sus elucubraciones cesaban. Tras el gentío se divisaba la ventana de su casa, que se hallaba en la sexta planta del edificio número 5. Kyeong-hui tan solo debía cruzar la plaza para alcanzar el bloque de apartamentos, pero aquel día fue incapaz de hacerlo. No solo a causa de la multitud que estaba ensayando, sino también porque, al entrar en la plaza, el niño, ya de por sí alarmado por los incesantes gritos, se había sobresaltado al toparse de frente con el Obi: el retrato de Karl Marx situado a un lado de la plaza.
—¡Ay, mocoso, eres débil como tu padre!
Mientras regañaba a su hijo, Kyeong-hui rodeó la plaza en dirección a la tienda de ropa infantil. «¡De verdad que eres igualito que tu padre, enclenque por dentro y por fuera como un brote de soja! ¿Cómo puedes ponerte a temblar así por un simple retrato?». De no ser por su marido, Kyeong-hui ya habría ido al hospital hacía tiempo para pedir algún tipo de tratamiento. Pero su marido, a pesar de todo, siempre la obligaba a callarse. Bien podía un niño de dos años asustarse con la imagen de Karl Marx, pero la cosa era más grave tratándose del hijo de un jidowon del servicio de propaganda. Y todo ello sucedía, además, pensaba Kyeonghui, durante los días en los que se estaba preparando la Fiesta Nacional. ¡Justo cuando todo el mundo estaba nervioso y dispuesto para obedecer y salir de casa en cualquier momento, incluso en plena noche! El marido de Kyeong-hui no quería llamar la atención y exponerse a que las autoridades tomasen medidas contra ellos. La cuestión era pasar como fuese la Fiesta Nacional, sin quebraderos de cabeza, y después ya se vería. Esa era la única solución que su marido había planteado para las fobias de su hijo.
A Kyeong-hui le pareció que de repente su hijo pesaba el doble. El cielo, de un azul claro después de unos días encapotado de nubes grises, comenzó a deshilacharse, agitado por un repentino viento del sur. Salió de la callejuela en la que se hallaba la tienda de ropa infantil, las hojas amarillas de sauce mezcladas con bolsas de plástico revoloteando a su alrededor, y se encontró con la avenida central como si fuese una bestia salvaje de crin erizada y a punto de rugir. Hileras de banderas a un lado y a otro de la avenida ondeaban con violencia. Por toda la ciudad colgaban enormes carteles con todo tipo de inscripciones que rezaban «¡Felicidades!» o «¡Conmemoración!» y de las que se desprendían unos destellos cegadores. Los pitidos de los agentes de seguridad rechinaban agudos, poniendo a prueba los tímpanos de la gente. Un coche azul cruzó a toda velocidad la avenida dictando órdenes incomprensibles a través de un altavoz. Escuadrones de aviones despegaban y aterrizaban constantemente, y volaban en rasante rodeados de un fragor que provocaba temblores en las carreteras y en los corazones de los convocados, a quienes espoleaban a avanzar más deprisa hacia un lugar desconocido. Como el resto de los presentes, Kyeong-hui también caminaba a paso rápido, hasta que por fin llegó a su casa. Al entrar, desparramó los juguetes del niño por el suelo de la habitación.
—¡Ay, mi precioso Myeong-sik! Vamos a jugar, ¿no? ¡Ching! ¡Ching! ¡Piu! ¡Piu!
Mientras el niño jugaba, ella corrió la cortina doble azul oscuro cubriendo la ventana. Su apartamento, en la sexta planta de uno de los edificios de la primera hilera de bloques, se orientaba hacia el sur y hacia el oeste. Desde una de las ventanas se divisaba el retrato de Karl Marx encaramado sobre el muro del edificio del Ministerio de Defensa, y desde otra, el retrato de Kim Il-sung colgado detrás del estrado instalado en la plaza. No era un buen momento para que los ojos de Myeong-sik contemplasen esos retratos, pero las imágenes no se podían esconder totalmente con las cortinas blancas de nailon, y los perfiles de las cabezas se insinuaban a través de la tela, aterrorizando todavía más al niño. Myeong-sik ya estaba asustado a causa del retrato de Marx que habían visto en la calle, y solo faltaba que nuevas pesadillas turbasen todavía más su imaginación.
Todo había empezado el sábado anterior, por la noche. En la plaza Kim Il-sung se celebraba una manifestación en la que los participantes expresaban su compromiso de organizar la Fiesta Nacional con mayor entusiasmo. La concentración se había convocado justo después de que la gente saliera del trabajo, ya que, como el tiempo se les echaba encima, era la mejor manera de reunir al mayor número posible de ciudadanos. Aquel día el niño tenía gripe, y Kyeong-hui no tuvo más remedio que participar en el acto con su hijo colgado a la espalda. Myeong-sik había nacido débil y enfermaba muy a menudo. A juzgar por el calor que emanaba de su pequeño cuerpo, ardía de fiebre. Al grupo correspondiente al barrio de Kyeong-hui le habían asignado la primera fila, a la izquierda de la plaza, justo debajo del retrato de Karl Marx. Todavía no habían encendido las luces, y con los rayos del crepúsculo jalonando de rojo y negro el rostro y la enmarañada barba del retrato había suficiente como para atemorizar a cualquiera. Aquella visión fue la que sin duda le recordó a Kyeong-hui las frases con las que se inicia El manifiesto comunista, y que ella había leído cuando era estudiante en la universidad: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo». ¿Había escrito Marx, en realidad, una autobiografía? Aquella palabra, «fantasma», encajaba perfectamente con su retrato en aquel momento. No se trataba de la imagen de un ser humano, sino de la efigie de un espectro terrorífico. A lo mejor era la angustia por la salud de su hijo lo que provocaba la irrupción de tales pensamientos oscuros en su mente. Cuando el presentador agarró el megáfono e inició su discurso, el niño comenzó a berrear. Kyeong-hui sintió la necesidad de actuar con urgencia, ya que, aunque nadie a su alrededor protestara, imaginó que en el fondo todos censuraban que hubiese llevado a su hijo a un acto tan importante. Desplazó al niño de su espalda a su pecho y, atribulada, sin hallar otra solución, le murmuró: «¡Obi!», «¡Obi!». Pero el niño continuaba llorando. Entonces levantó a su hijo ante el retrato de Karl Marx sin dejar de susurrar «¡Obi!», «¡Obi!».
De repente el llanto cesó y Kyeong-hui se sintió un poco aliviada. Pero enseguida, inesperadamente, comprobó que Myeong-sik temblaba ardiendo como una bola de fuego. El niño hundió más su cabeza en el seno de Kyeong-hui.
—¡Myeong-sik! ¡Myeong-sik! ¿Qué te ocurre, hijo mío?
Kyeong-hui se asustó mucho. El niño tenía los ojos en blanco y le salía espuma por la boca. Afortunadamente, había un médico justo a su lado en la manifestación. De otro modo, la situación hubiese sido dramática.
Una vez en casa, Myeong-sik todavía sufrió un par de convulsiones más causadas por la visión del Obi, cuyo reflejo traspasaba la ventana del apartamento. Kyeonghui podría haber impedido la segunda crisis si hubiese estado un poco más atenta. No solo tendría que haber corrido la cortina doble de la ventana que daba al oeste, sino también la de la ventana orientada hacia el sur, desde la que el niño, consternado por el pánico, todavía veía al Obi en el retrato de Kim Il-sung.
Al poco tiempo, sin embargo, Myeong-sik ya estaba jugando absorto con sus juguetes. Su madre había cerrado ya las cortinas dobles de las dos ventanas, aunque todavía se encontraba abrumada por la angustia. En todo momento le parecía oír la voz irritada de la responsable del Partido de su comunidad gritando: «¡Apartamento número 3 de la sexta planta!». Si eso sucedía de verdad, sería el tercer aviso, y esta vez la responsable del Partido no sería tan indulgente con el tema de las cortinas dobles.
—¡Apartamento número 3 de la sexta planta!
«¿No serán fantasías mías?».
—¡Apartamento número 3 de la sexta planta!
—¡Ah! ¡Sí! —respondió Kyeong-hui, primero balbuceando y luego con un tono un poco más suave.
—¡Baja!
«En fin…».
Kyeong-hui cogió a su hijo en brazos, descendió por las escaleras y salió del edificio.
—Camarada encargada, ¿eso va a repetirse muchas veces?
Aunque ya pasaba de los cuarenta, la responsable del Partido todavía se pintaba los labios de rojo brillante y llevaba unas gafas sin graduación. Su voz era glacial.
—Lo siento, camarada responsable, de veras, pero…
—¡Ya está bien! ¡Es la tercera vez! ¿Es que tengo que volver a decírtelo todo? —Y, pese a lo que acababa de preguntar, no tuvo reparos en volver a discutir el tema otra vez—. Camarada encargada, ¿tienes algún problema con las cortinas blancas de nailon? Habrá un buen puñado de invitados extranjeros durante la manifestación que pasa por nuestra avenida, de ahí que el Partido os haya permitido poner las cortinas blancas… aunque vosotros mismos las hayáis abonado…
—No, no es lo que usted piensa. Es que…
—¡Mira, en todos los apartamentos se ven las mismas cortinas, solo en el vuestro destacan las otras!
La camarada levantó el dedo señalando las ventanas del apartamento de Kyeong-hui con una mirada colérica.
—No, como le acabo de decir, no es por eso…
—Siempre dices lo mismo, no es esto, no es lo otro… ¡No entiendo nada! Pero ¿qué tienes en la cabeza, camarada encargada? ¿Cómo puedes dirigir algo si siempre te desvías de las actividades del grupo con tus extravagancias?
—¡Pero tampoco hace falta ponerse así! —protestó Kyeong-hui en voz baja, murmurando como un ratón.
—Ah, ¿no hace falta? —respondió la responsable del Partido con el ímpetu de un elefante—. ¿De verdad quieres que te lo enseñe?
Entonces la responsable del Partido agarró una libreta de información con la cubierta roja que llevaba debajo del brazo y empezó a pasar páginas a manotazos.
—Como estoy convencida de la lealtad de vuestra familia hacia el Partido te lo diré sin rodeos: «Apartamento número 3 de la sexta planta, edificio 5. Cada día, hacia las seis, cuando regresa del trabajo, y hasta la mañana, a la hora de volver a su puesto, despliega una cortina doble azul oscuro un poco sospechosa. Tal vez se trate de un código para comunicarse con alguien. Denuncia del 6 de septiembre».
La responsable cerró la libreta al mismo tiempo que levantaba la mirada y continuaba hablando con Kyeong-hui.
—¿Te parece que este tipo de denuncia solo me ha llegado a mí, a la responsable del Partido en la comunidad? ¿Todavía crees que no hace falta que me ponga así?
Kyeong-hui se quedó estupefacta durante unos instantes, aunque enseguida le pareció que un peso insoportable le oprimía el pecho. Como era una persona abierta y tolerante tenía la suficiente paciencia como para controlar sus impulsos, pero cuando se traspasaba un determinado límite sus arrebatos se duplicaban en intensidad.
—¿Un código para comunicarse con alguien? ¡Ja, ja, ja! —estalló Kyeong-hui con grandes carcajadas—. ¡Ja, ja, ja!
No podía reprimir el ataque de risa.
—¡Mamá! —se oyó la vocecita amedrentada del niño en sus brazos, consternado por las carcajadas de su madre. Entonces fue la responsable del Partido la que puso los ojos como platos.
—Mire, se lo contaré todo —dijo Kyeong-hui levantando a su hijo en brazos con una voz repleta de confianza.
Con la risa catártica todas sus preocupaciones se habían empequeñecido y tamizado, de forma que solo quedaba en su interior un orgullo duro como una roca. A fin de cuentas, ¿de qué debía tener miedo?
Ya en el primer año de escuela, cuando ella era una niñita con la melena cortada en forma de casco, llevaba el brazalete de tres rayas rojas propio de los delegados del grupo. Después, en la época universitaria, y más tarde, cuando empezó a trabajar, todo el mundo creyó a pies juntillas en su liderazgo. Sin duda jugaban a su favor sus antecedentes familiares y la retahíla de parientes fusilados por los surcoreanos durante la guerra civil. En cuanto a su marido, aunque no parecía gran cosa, se había formado en una prestigiosa academia revolucionaria. ¡No hacía falta que él, aunque introvertido y sufridor, se preocupase tanto por las minucias del crío! Que al pequeño le asustase la cara de Marx no significaba que sus padres estuviesen en contra de sus ideas.
—Por cierto… ¡Ja, ja, ja! ¿Hay algo peor que ser acusado de espía?
Mientras Kyeong-hui intentaba reprimir la risa, le explicó otra vez a la responsable del Partido todo lo sucedido con su hijo: lo del día de la concentración en la plaza y el ataque que había sufrido hasta que había corrido las cortinas dobles.
—Pero entonces… ¿por qué cierras también la cortina de la ventana del otro lado?
—Porque por el otro lado se ve el retrato del Gran Líder, al fondo del estrado.
—¿Y?
—Pues que, como se suele decir, «al niño que le da miedo el caparazón de la tortuga también se lo da la tapa de la marmita».
Y entonces Kyeong-hui continuó explicando cómo Myeong-sik también había tenido una pequeña convulsión al ver el retrato de Kim Il-sung.
—¿Qué? ¿También ha sucedido con el retrato del Gran Líder?
La montura de las gafas de la responsable del Partido parecía reverberar con las chispas que emanaban de sus ojos, pero Kyeong-hui, segura de sí misma, no le dio ninguna clase de importancia.
—En definitiva, que se trata solo de esto, y por ello pido correr la cortina doble. No puedo estar todo el rato pendiente del niño y tampoco lo puedo encerrar en un desván. ¿Qué le vamos a hacer? Tal vez mañana, durante la ceremonia, pueda dejar las cortinas abiertas.
—¡No! —cortó en seco la responsable del Partido, antes de proseguir a trompicones en un tono muy agresivo—: ¡Esto ya no es un problema de cortinas dobles, esto afecta al corazón de la ideología única de nuestro Partido! ¿Acaso no sabes, camarada encargada, que, al final, de lo que se trata con la manifestación es de mostrar fidelidad a nuestra ideología? ¡Venga! ¡No tengo nada más que decir!
Kyeong-hui intentó replicar, pero la responsable del Partido ya se había alejado, como un águila con la presa entre las garras, en dirección al cine que se hallaba junto a la Puerta del Este. Dos horas más tarde, las cortinas dobles de casa de Kyeong-hui estaban descorridas, pero no las había abierto ella.
Kyeong-hui estaba preparando la cena, malhumorada, mientras pensaba en el último comentario hiriente de la responsable del Partido, cuando llegó su marido, un poco antes de lo que era habitual.
—Pero ¿se puede saber por qué has cerrado otra vez las cortinas, mujer, eh? ¿Por qué?
Su marido le gritaba desde la puerta de la cocina, aparentemente sin atreverse a cruzar el umbral. Sus cejas negras, arqueadas en un ángulo obtuso, parecían todavía más negras en contraste con su rostro pálido.
—¿Qué pasa hoy que todos me riñen?
Kyeong-hui frunció el ceño. Estaba cortando una berenjena mientras intentaba dirigir palabras tranquilizadoras a su hijo, que jugaba en la habitación contigua.
—¡Es que me pones de los nervios!
Él se dio la vuelta, abrió bruscamente las cortinas de ambos lados y apareció en la cocina con su hijo en brazos.
—Te lo he dicho tantas veces… ¿Y todavía no te entra en la cabeza? Si acabaras de llegar del pueblo todavía tendrías excusa, pero llevas suficiente tiempo en la ciudad como para saber cómo funciona Pyongyang.
De repente, el marido, como si se hubiese deshinchado, se sentó en cuclillas sobre el pequeño escalón que separaba la cocina de la habitación, sin dejar de mirar a Kyeong-hui.
—Anteayer, aunque fuese medio en broma, te conté el cuento del conejo que, para protegerse, debe disponer siempre de tres túneles de huida en su madriguera, y también la historia de lo importante que es golpear todas las piedras que sustentan un puente antes de cruzarlo. La moraleja es que nunca se es lo suficientemente precavido, y esa es la regla para sobrevivir en Pyongyang.
—¡Ay! ¿Por qué todo el mundo me dice lo mismo? En vez de responder, el marido, sin quitar ojo a su mujer, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió. Daba tres caladas cortas y nerviosas, a veces cuatro, antes de exhalar el humo mediante un largo suspiro.
—¿Y tú…? —dijo el marido levantando el brazo y señalando la efigie de Karl Marx—. Ahí. Ese. ¿Sabes qué teoría de entre todas las que formuló Marx es la más importante?
—¡Ay! ¡Qué raro! ¿Ahora me pides que me comporte como una universitaria? ¡No me lo puedo creer!
—En vez de tanta ironía mejor será que me escuches un poco… Si bien todo está relacionado, lo más interesante de Marx no es ni la teoría del capitalismo ni la construcción del comunismo científico. Es, de hecho, la teoría de la dictadura del proletariado. Si el arma del capitalismo es el capital, la del socialismo, tal y como lo conocemos en nuestro país, es el proletariado, la dictadura del proletariado. Lo entiendes, ¿no? En esta ciudad todo el mundo sabe perfectamente qué quiere decir eso. Aquí la gente vive «como el conejo que siempre cuenta con tres túneles para huir». Pero tú te comportas como si nada te incumbiese porque confías en tu condición de familiar de víctimas. Con todo, si algún día la gente, el proletariado, se pone en tu contra, tus credenciales familiares no van a salvarte. Tú conoces la leyenda del Obi, pero no tienes ni la más remota idea de lo que puede llegar a hacerte el Obi en la vida real.
Los ojos del marido de Kyeong-hui brillaban ardientes. Ella pensó «¡Qué apasionado es este hombre!», pero como estaba muy enfadada desde hacía un buen rato por el comentario de su marido, respondió secamente.
—¡Venga, dejémoslo correr! No sé qué te ha pasado hoy, pero no tengo tiempo de escuchar tus peroratas.
—¡Mira que eres inocente! —se lamentó él dando golpecitos con el pie mientras seguía sentado en el umbral de la cocina—. Acabo de salir de la dirección del Bowibu[*] de nuestro barrio, ¿entiendes? ¡De la dirección del Bowibu!
—¿Del Bowibu?
A Kyeong-hui le cambió el semblante mientras observaba a su marido. De repente vio claro de qué trataba el asunto.
—¡Ah, ahora entiendo! Es cosa del código para comunicarme en secreto, ¿verdad? ¡Ja, ja!
—¿Qué? ¿También te han llamado por ese motivo?
—No, pero la responsable del Partido me ha comentado antes que existía una denuncia y que no solo le había llegado a ella.
—O sea, que ya le has contado el asunto de las cortinas dobles, ¿no?
—¡Sí, se lo he contado todo! Y no puede haber nada peor que ser sospechoso de comunicarse a través de un código secreto, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja!
—¡Mejor no hacer bromas con eso! Yo le he comentado al director del Bowibu que mi hijo sufría de esta enfermedad porque había heredado mi constitución débil, y ¿sabes qué me ha dicho?
—¿Qué?
—«¿Ha heredado solo tu constitución? ¿O también tus ideas? ¿Acaso no sabes que las ideas también se transmiten?».
—¿Ideas?
—¡Sí! La idea de acongojarse ante el retrato del Gran Líder. ¿De dónde le viene eso? ¿Qué ideas son las nuestras para transmitirle estos miedos? ¿Cómo te lo explicas?
—Pero eso…
—¡Pero qué, mujer!
A pesar de la insistencia de su marido, a Kyeong-hui no se le ocurría nada.
Tras la ventana se vislumbró algo parecido al brillo de una espada, y después se oyó un estruendo, como el de un bidón precipitándose por las escaleras. La puerta, que se hallaba entreabierta, se cerró de golpe con el viento, y las gotas empezaron a repiquetear en los cristales. Llovió intermitentemente durante toda la noche; unas veces amainaba, otras, llovía a cántaros.
Había perdido la cuenta de las veces que Myeong-sik se había despertado asolado por los escalofríos que le causaban las pesadillas. Kyeong-hui pasó la noche en blanco mientras intentaba calmar a su hijo sentada a su lado en la cama. En la víspera de la Fiesta Nacional, a Kyeong-hui le pareció que su sufrimiento ascendía por la ladera más alta y más escarpada de una montaña. Durante los momentos en que la lluvia remitía se filtraban desde el exterior las luces de la celebración en forma de flor de tres colores como las que proyectan en otras fiestas nacionales, pero esas luces todavía aumentaban más su turbación. Kyeong-hui estaba exhausta y cabeceaba de vez en cuando, despertándose al poco, agitada, para reconfortar a su hijo con un gesto maquinal. Pero pronto volvía a adormilarse.
El sonido de la lluvia, el viento, el alboroto de la ciudad en la noche… todo el ruido iba conformando un mundo desconocido tras los párpados de Kyeong-hui. De pronto, sin saber de dónde procedía, oyó el grito de «¡Obi!» como un eco que resonaba por toda la ciudad.
«¿Qué hacéis por la calle a estas horas? Queréis echar a perder la fiesta de mañana, ¿no es así?».
¡Ay! Pero ¿qué era aquello? Un monstruo inmenso y peludo pisaba con cada uno de sus pies la azotea de dos altos bloques de apartamentos. ¡Ah, sí! ¡Aquí está el Obi! Kyeong-hui se asustó hasta el delirio y empezó a correr sin saber adónde ir. Desde las ventanas de los apartamentos aplastados por el Obi parecía que se asomaban personitas nerviosas, pero en realidad eran conejos. ¡Ah, así que este es el lugar que decía mi marido, la madriguera con los tres túneles! Y de repente, atónita, ella también se halló dentro de una madriguera. Entonces vio una cama sobre la que dormía un conejo. Era un conejo frágil. Dormía a pierna suelta, con la boca abierta, y estaba roncando. Kyeong-hui pensó que el conejo era tan poca cosa porque estaba huyendo constantemente de los rugidos del Obi. Pero ¿qué eran esos dientes? ¡Anda! ¡El conejo que dormía en la cama no era un conejo, era su marido!
—Mamá…
—Duérmete, venga, duérmete niño…
Entre el sueño y la vigilia, ella se fue durmiendo con el movimiento que mecía a su hijo. Pese a la violencia de la tormenta, la ciudad también se fue hundiendo, exhausta, en el sueño.
Al alba, lo primero que hizo todo el mundo, sin excepción, fue mirar al cielo. Todos, fueran hombres, mujeres, niños o mayores miraron al cielo en Pyongyang. Se habían partido el espinazo para que aquel día no fallara nada. El tiempo, sin embargo, parecía embrujado. Una masa de nubes negras como tinta china había descargado un diluvio, pero, afortunadamente, hacia la seis de la mañana, la lluvia cesó. Desde los cuarteles militares, desde las escuelas, desde las fábricas, desde las casas, un millón de personas empezó a moverse a la vez con gran estruendo. Sin embargo, no había pasado ni media hora cuando el tiempo, enloquecido, volvió a cambiar. Esta vez cayó un chaparrón que parecía cubrir de agua todo el cielo. En un momento, un torrente de gente se refugió en los pasillos subterráneos, bajo las cornisas de los edificios públicos, en las entradas y los corredores de los apartamentos, en las bocas del metro y bajo las marquesinas de las paradas de autobús. Las alcantarillas vertían agua a borbotones. Dieron las ocho, las nueve… Cuarenta y cinco minutos antes de que empezase la ceremonia, el aguacero por fin cesó. Apareció entonces un arcoíris radiante que surcaba el cielo desde la cima del Moran hasta el barrio de Yanggak, en la isla del río, y que parecía llevar escrito: «Imposible empezar el acto a la hora prevista».
En dirección a Sadongbol, el cielo era azul y reluciente y parecía que aclararía. Que un millón de personas esparcidas por la ciudad consiguieran concentrarse en el centro en menos de cuarenta y cinco minutos sería algo extraordinario, como si a un árbol muerto le brotaran hojas de repente. La lluvia dio paso a un cúmulo de ondas sonoras que volaban por el cielo, entre las que se distinguía la voz de un periodista occidental que afirmaba: «¡La Fiesta Nacional, preparada durante meses por el Gobierno de Corea del Norte, da marcha atrás a causa de las intensas lluvias!». Pero esa era la inocente opinión de alguien que ignoraba cómo funcionaba aquella ciudad.
—Se informa a los ciudadanos de que la celebración tendrá lugar a la hora prevista. ¡Todos los participantes en el acto deben acudir a sus puestos!
Los altavoces que emitían los tres canales oficiales rugían como si fuesen a perforar los oídos de la gente. En cuanto se dio la orden, todo el mundo salió disparado de los pasillos subterráneos, de debajo de las cornisas de los edificios públicos, de las entradas y de los corredores de los apartamentos, de las bocas del metro y de las marquesinas de las paradas de autobús… Solo Kyeong-hui permanecía tranquilamente en su casa pese al griterío y el inequívoco mensaje emitido a través de los altavoces. Ella era responsable de una unidad de organización, pero su hijo estaba enfermo y eso la eximía de participar en el acto. Como su apartamento daba al epicentro de la celebración, podría contemplar el acontecimiento mejor que nadie. Desde los tres canales de difusión no cesaban de emitir mensajes exhortando a todos a que ocupasen puntualmente el lugar asignado, aunque en la plaza todavía no había nadie. El reloj señalaba las nueve y veinticinco.
Todavía quedaban treinta y cinco minutos. Treinta minutos. Veinticinco minutos…
Y de repente se obró el milagro: se formaron pequeños cuadrados, como porciones cortadas de tofu, a los que rápidamente se les iban añadiendo más hileras de gente. Parecía que una varita mágica, como una brocheta, hubiera engarzado un montón de personas desde todos los rincones de la ciudad y los fuera distribuyendo en filas en el lugar preciso de la concentración. Finalmente, cinco minutos antes de las diez, el cubo de tofu formado en el centro de la plaza ya estaba completo e integrado por cuadrados de distintos colores. Grupos de personas se enlazaban en una procesión que se extendía hasta el infinito por las dos calles que discurrían junto a los grandes almacenes, frente al Palacio de los Niños y hasta la encrucijada de Changjeon.
Los funcionarios del Estado hacían su aparición en la tribuna. Un latido de expectación solemne recorría la plaza como el rumor de un mar nocturno tras la tempestad.
—¡Anunciamos a todos los ciudadanos que hemos conseguido el milagro, para asombro y sorpresa del mundo! Ahora mismo, cinco minutos antes de las diez y tan solo cuarenta y cinco minutos después del aguacero, un millón de personas se concentran aquí, en la plaza de Kim Il-sung…
Kyeong-hui se llevó las dos manos al pecho mientras escuchaba los mensajes que repetían, incesantes, los altavoces; el corazón le latía con fuerza.
¡Un estremecimiento! Sí, esa era la palabra exacta que definía lo que sentía al escuchar los discursos. Lo que sucedía ante sus ojos no la maravillaba, sino que la aterraba. Ni bajo la amenaza de hacerles cruzar la puerta hacia la otra vida la gente hubiese obedecido con tanta diligencia. ¿Cómo se había podido reunir a un millón de personas en una plaza en tan solo cuarenta y cinco minutos? ¡Qué fuerza! ¿Qué poder tan espeluznante podía generar un prodigio de ese calibre en aquella ciudad? Kyeong-hui conocería la respuesta a esa pregunta exactamente quince días más tarde.
La celebración se prolongó durante una semana en todas y cada una de las ciudades del país, en medio de una atmósfera exaltada cuya misión consistía en censurar cualquier atisbo de infidelidad a la ideología del Partido. En cada sala de reuniones, los responsables del Partido golpeaban las mesas instaladas sobre las tarimas y se desgañitaban sin medida mientras un montón de personas cabizbajas exhalaban un suspiro o lloraban mordiéndose los labios.
Cualquier perturbación de la ceremonia, fuese pequeña o grande, era severamente castigada. La mayor pena era la expulsión de la ciudad. Se ejecutaba como si se lanzasen palas de suciedad sobre el reo. Las personas condenadas no podían ni hacer su equipaje por sí mismas. Una vez quedaba sentenciado que «el camarada, que ha alterado el curso de la Fiesta Nacional a causa de “X”, será enviado a la provincia “Y” por decisión del Partido», la sanción era inmediatamente aplicada. Algún miembro del Bowibu y algún alto funcionario se presentaban con un saco y con un cesto de esparto y ordenaban a la gente que había trabajado con el condenado que empaquetasen a toda prisa sus pertenencias. Esto siempre sucedía un rato antes de que partiese el tren que debía llevar a la persona expulsada a su destino. Trasladaban el equipaje de casa al coche, del coche al tren y del tren al lugar establecido, tan lejos de Pyongyang que parecía el extranjero, mientras que al condenado le acompañaba durante todo el trayecto un agente del Bowibu como si fuese un compañero de viaje. Hacia las once de la noche, una hora antes de que saliese el tren en dirección al norte, cargaron todos los fardos de la familia de Kyeong-hui en un camión. Naturalmente, habían sido condenados por los siguientes cargos: «… despreciar los principios revolucionarios en el seno de su familia y fallar en la educación de su hijo. Perturbar el desarrollo normal de la Fiesta Nacional denigrando el retrato de Karl Marx, fundador del comunismo, y comparando el retrato de nuestro Gran Líder con la tapa de una marmita. Por consiguiente, son culpables de una violación grave del proyecto de instauración de la ideología única de nuestro Partido…».
Cuatro personas se sentaron entre los paquetes arrojados dentro del camión. El frío nocturno de mediados de septiembre les helaba los huesos. Se trataba de los tres miembros de la familia de Kyeong-hui y del agente del Bowibu. Al lado del conductor, en la cabina, había un asiento libre, pero el agente prefirió sentarse detrás. El niño, despierto, lloraba todo el rato. Su llanto, así como el pañuelo triangular que cubría parte de la cara de Kyounghui, transmitían el sufrimiento de los condenados.
El marido fumaba un cigarrillo tras otro. Una chispa saltó hasta uno de los fardos y lo chamuscó, pero nadie hizo nada para apagarla.
Como no había forma de que el camión arrancase, el conductor tuvo que bajarse de la cabina y agacharse para ver qué le sucedía al motor. En ese breve lapso de tiempo, la desazón se apoderó de Kyeong-hui. Se sentía aturdida, como si le hubiesen golpeado en la cabeza, pero aun así percibió nítidamente la sucesión de recuerdos de infancia que se agolpaban en su mente: cuando jugaba a cocinitas con una amiga simulando que la arena que vertía en un cuenco resquebrajado era un puñado de arroz o cuando se peleaba arremangada y a tortazo limpio con el hijo de los vecinos porque la había llamado marimacho. También pensó en aquella vez en que, siendo universitaria, y durante las vacaciones de invierno, se apeó del tren y caminó sola en plena noche cubriendo una distancia de treinta li,[*] lo que motivó un comentario de su abuela que, chascando la lengua, le soltó: «¡A esta chica parece que la posea el espíritu de un general, porque no hay nada que le dé miedo!». Entre que Kyeong-hui era intrépida de nacimiento y que procedía de una familia mermada por la guerra, siempre había vivido sin temer a nada. Pero en ese momento entendió lo que era el miedo.
La puerta del camión se cerró con un golpe seco y en el mismo instante se oyó el ruido del motor arrancando. Todos sus pensamientos se desvanecieron y solo advirtió un tenue destello que procedía de la ventana de su apartamento, como si su casa se estuviese despidiendo de ellos. Algo húmedo y cálido ascendió desde su pecho y estuvo a punto de estallar con fuerza, pero Kyeonghui se vio obligada a reprimirse a causa de la severa mirada del agente del Bowibu y de las luces que decoraban el tejado del edificio del gobierno, que parecían gritarle: «¡Venga, espabila!». Sin darse cuenta, se giró hacia la izquierda y se topó de frente con los dos retratos completamente iluminados de Karl Marx, devorado por su barba revuelta, y de Kim Il-sung, apretando sus labios en expresión adusta, ambos como si estuviesen a punto de agredirla. Tuvo la impresión de que aquellos dos espectros vociferaban: «Si te decimos que te vayas, ¡vete de una vez! ¿Se puede saber qué tienes en la cabeza? ¿Acaso crees que la ciudad es tuya?».
Los reproches de los espectros y la fuerza de sus puños impedían que se desbordase la tristeza que ahogaba su corazón.
Su cuerpo tembló de repente, y no solo a causa del relente de la noche de septiembre, sino también porque, conmocionada, entendió que para sobrevivir en aquella ciudad debería haber aprendido a sentir miedo mucho antes. Entonces supo ver por qué un millón de personas que se hallaban desperdigadas por la ciudad se podían congregar en el centro de la misma en tan solo cuarenta y cinco minutos. Si su marido le hubiese preguntado ahora cuál era la teoría más importante de Marx, ella hubiese respondido con más seriedad, con más rigor y utilizando toda suerte de términos técnicos.
El camión avanzaba hacia la estación de Pyongyang. Los edificios y las ventanas que veía pasar a ambos lados de la calle le recordaron al sueño de los conejos de los tres túneles que había tenido la noche anterior a la Fiesta Nacional. Ya eran casi las doce, pero Kyeong-hui sentía las miradas de la gente tras los cristales. Un millón de conejitos aterrorizados miraban a la familia de Kyeong-hui y la señalaban con el dedo. ¡Si en aquel instante el Obi les hubiese ordenado a todos que se reuniesen corriendo en el centro de la ciudad lo habrían hecho en menos de cuarenta y cinco minutos!
Abril de 1993