Finalmente, se encuentra en la azotea. Introduzca primero el pie izquierdo en el agua, luego el derecho unos segundos. Sienta por primera vez el agua correr por su vergonzosa y pálida piel. El agua es tan clara y cálida que no ha notado que está en lo alto de un edificio. Vea el horizonte, ese espejo radiante, saturado de naranjas y ocres, vea el ocaso, los rascacielos, ¡qué sé yo! Lentamente, se da cuenta de que no es la única persona. Primero reconoce una silueta alargada, inmóvil, como petrificada, solemne. ¡No se mueva! El sol ahora muestra solo una mísera parte de su ser. Siente usted la inquietud de dirigirse a este hombre, queda claro que es un hombre.
No será necesario concederle un nombre, solo los muertos lo necesitan. Y hablando de muertos, solo los muertos pasean por las huertas enormes, reconocen rincones, huelen el azahar. Los muertos contemplan, vienen y van, sueñan con aquel despeñadero cruzar. Ahora olvídese de los muertos, usted está más viva que nunca, tampoco necesita un nombre.
Usted se acerca a él, le regala un beso, no sabe cuánto tiempo pasa, pero al retirar poco a poco su cara, se siente asombrada. Usted recibe una sonrisa y un reproche, lo entiende perfectamente y permanece inmóvil. Llegó la hora, es momento ya. Allí está, baja la mirada como por casualidad. Primero lo reconoce por su color, una gran mancha rosada, con intentos de naranja en su derredor. Allí aparece junto a usted: un cangrejo.
Liliana Hernández Almazán (San Luis Potosí, México). Se dedica al psicoanálisis desde hace 5 años. Su interés por la literatura surgió desde la niñez. Este relato fue publicado originalmente en El camaleón III.