Comenzó la noche en la que mi tía decidió saltar desde el tercer nivel de su casa. Al principio olvidaba el lugar de los cubiertos, incluso metía sus zapatos en la alacena. Se había separado y de su divorcio, lo único que quedaba era una vieja casa y un gato al que adoraba. Después su salud mental fue en declive, decía que queríamos herirla y que su gato era brujo, el pobre animal estaba famélico, se negaba a cuidarlo. Una noche nos avisaron que se había lanzado del balcón, los detalles son demasiado horridos para escribirlos.
Con la conmoción de su muerte, mi novio y yo decidimos llevarnos al gato. Lo alimentamos y en poco tiempo creció, pero poco a poco su presencia se volvió incómoda. Noté en él actitudes extrañas como entrar a la ducha y verme, con mirada fría y completamente humana. En una ocasión, mi novio tuvo que viajar por unos días. Después de irse caí en un sueño que se vio interrumpido cuando el dichoso gato emitió un maullido gutural y áspero que me descolocó. Desperté desorientada, con la boca seca. Salí al pasillo y el animal estaba esperándome con esa mirada vil que me causaba congoja. Si el lector ha visto los ojos de estos animales, sabrá que poseen ademanes antropomorfos, pero conservan la inocencia que les da la falta de consciencia. Este gato no era nada inocente. De madrugada volvió a despertarme, golpeando la puerta. Volví a salir y el gato continuaba ahí, velando desde la oscuridad con sus iris amarillentas. La tercera vez que me desperté fue al percibir pasos. Por debajo de la puerta vi una sombra que se paseaba en el pasillo, pensé en un ladrón y bañada en sudor, salí decidida a defenderme. No estaba más que el maldito gato; se restregó en mí y vi en sus ojos una risa burlona que me heló la sangre.
Los días eran una tortura, por la mañana el gato desaparecía, pero llegada la noche me martirizaba. Yo no dormía y casi no salía al sanitario, prefería orinarme en las sábanas antes que abandonar la habitación. Sí, pensé en sacarlo e inventar una excusa sobre su huida, pero cuando lo intenté fue como cargar a un hombre de ochenta kilos, no pude.
Una noche decidí enfrentarlo. Él estaba, como una esfinge, acechando. El miedo me dominó cuando noté que la figura postrada ante mí no era animal ni hombre, sus labios emitieron un quejido agudo que tensó el aire. Vino por mí y el pánico me hizo saltar por la ventana para aterrizar no sé dónde. Los médicos hablaron de un brote psicótico. Mamá alejó al animal de mí, pero a veces lo trae a visitarme, y este me mira directo a los ojos, ronronea y maúlla amoroso. Posado en mi pecho, siento que un objeto de 80 kilos dificulta mi respiración.
Kiara Cárdenas Fernández nació en 1995. Estudió la licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericanas en Tuxtla Gutiérrez, en la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). Publicó poemas en revistas electrónicas como Mimeógrafo y Poesía de Morras, así como en la revista escolar Letra suelta. Dio un discurso titulado La mujer y la literatura, resultado de un taller por parte de la Secretaría de la Mujer. Fue parte de la Segunda Antología de Escritoras Mexicanas, presentada en la FIL Guadalajara 2019.