Ronroneó con fuerza, a medida que las caricias de su dueña le sometían a una especie de trance hipnótico, logrando que acabara durmiendo en su regazo.
Adoraba aquellos momentos que ambas tenían a solas, sin que un tercer miembro se entrometiera de por medio.
Bastaba una simple mirada entre las dos para saber que su conexión era especial.
Ahora, sentadas en el sofá después de haber dado cuenta de una suculenta cena, su dueña había perdido la mirada en uno de los enormes cuadros que tenía colgados en la pared sin dejar de acariciarla.
Ella movió ligeramente la cabeza bajo sus dedos, para informarle así de que le gustaba aquella muestra de cariño, logrando llamar su atención.
—Mi pequeña tigresa. —musitó entonces, ofreciéndole una tierna sonrisa mientras acercaba su rostro hacia el del felino, quién no dudó en alzar ligeramente el rostro hacia su dueño, haciendo que su húmeda nariz rozara ligeramente la de ella.
Le encantaba sus rasgos atigrados, sus facciones salvajes pero al mismo tiempo adorables.
Realmente parecía un tigre.
Unos ligeros golpes en una de las habitaciones cercanas al salón rompieron la tranquilidad que se había formado en su hogar, haciendo que ambas tensaran sus cuerpos, incómodas.
Su momento de paz se había esfumado, el tiempo de parecer normales se había acabado.
Era hora de regresar a su mísera realidad, y afrontar el problema que tenían entre manos: deshacerse de su nueva víctima.
—Lamento tener que hacerte pasar otra vez por esto, pequeña. —se disculpó con sinceridad su dueña, tras soltar un profundo suspiro de tristeza. El pequeño felino sabía a qué se refería, pero no podía culpar a su dueña por tener que hacer lo que debía.
Se levantó de encima de su regazo, y se estiró, liberándose así del ligero entumecimiento que había empezado a agarrotar cada extremidad de su pequeño cuerpo, y se sentó sobre sus patas traseras mientras volvía la cabeza hacia su dueña, para mirarla detenidamente, esperando a que se decidiera.
Le daba cierta pena.
Era una humana excepcional, que merecía ser feliz junto a un hombre que supiera amarla y valorarla; sin embargo, a lo largo de sus seis años de vida que llevaba junto a ella, habían sido tantas las veces que había presenciado cómo le partían el corazón, que había llegado a pensar que si debía de haber una raza que merecía extinguirse, era la de los seres humanos crueles, y había podido respirar tranquila cuando su duela, parecía haber comprendido al final que no parecía existir todavía ningún ser humano que la mereciera.
Finalmente, la mujer se levantó, y empezó a dirigirse hacia la habitación dónde tenían cautivada a su última presa, tal vez decidiendo en cómo poner fin a su miserable vida.
El felino siguió sus pasos con decisión.
A pesar de haber comido hacía tan sólo unos segundos, oyó cómo su estómago gruñía, hambriento.
Se detuvieron ante la puerta de la habitación en cuestión, y se intercambiaron una rápida mirada.
Ambas sabían qué debían hacer.
Trisha Sanz nació en Talavera de la Reina, Toledo, España, en 1985. Ha participado en antologías dentro y fuera de su país.
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