Una selección de poemas del salvadoreño Alfred Monroy.
DESDE LA QUINTA CALLE ORIENTE De niño, cuando la lluvia caía en el recoveco de la quinta calle Oriente cerca del ventanal de la casa macilenta mi cuerpo entero se erizaba. Mis ojos se llenaban de un vago y opaco color oscuro, y llo ra ba. Me reflejaba en cada gota que caía al suelo colmado de historias repugnantes. Sentía que mi corazón se desbordaba y exigía salirse de mi pecho. Mi garganta era un nudo ciego que no me permitía articular palabra alguna o que dijera una frase de esas, taciturnas y sin sentido que un niño como yo, podría decir…, ni un gemido salía, solamente las profundas lágrimas de mi ausencia. Aquel fue el sitio perfecto para escribir un poema mal parido pero mi vientre era infecundo. La lluvia ca llen do yo, recordando; y el tiempo y su ritmo: constante e imparable. Era normal escuchar el sonido de las sirenas que se mezclaba entre la tormenta; me acongojaba, pero no me robaba mi espacio. Casi siempre me hallé en el mismo lugar, solitario y mudo esperando la llegada inerte del vaivén de la tácita alegría o la muerte… Pero solamente venía mi mamá, rompiendo charcos con sus pies mojados… MI UTÓPICO PERRO Tuve un gato llamado “Perro”, por las noches ladraba y maullaba por las mañanas. No escondía los huesos en la caja de arena, y caminaba en el tejado, dormía en mi cama. Un día, mi “Perro” salió a la calle y un auto lo arrolló. Así murió mi gato. Hubo noches en las que desperté llamándolo: - Perro, Perro, Perro – pero mi Perro no maullaba. Eché de menos a mi gato… Hay días que lo recuerdo, y humedezco el horizonte. Hay días que lo nombro solo para no abandonar la costumbre del amor que le tuve. LA HORA DE MI DESQUICIO Nunca hubo hora más melancólica y de angustia que la hora en que mamá cruzaba el umbral de la puerta; con su azafate en la cabeza, su delantal ceñido a la cintura, su adiós profundo escribiéndose en sus labios; el adiós que aprendí a leer antes de aprender a leer. La hora de mi tormento siempre fue cuando su ausencia se hacía presente. LOS NIÑOS NO LLORAN Mi abuela me enseñó que los niños no lloran, desde entonces aprendí a no llorar frente a ella pero sí en los rincones que soportaron mi llanto: La sombra del árbol, la cueva abajo del lavadero… En un amanecer de tantos, murió mi abuela; no derramé ni una sola lágrima por ella "porque los niños no lloran". DOS HERMANOS El mesón nos oyó cantar: “Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva”… Y mientras los pajarillos cantaban, se levantaba la luna resplandeciente en las pupilas de nuestros ojos. Mi hermana menor y yo, bajo algún cielo nublado veíamos llover solamente, el agua que salía de nuestros ojos. Fue un tiempo después que descubrí que la virgen de la cueva era nuestra abuela con el invierno en sus manos de rayos y su garganta de truenos.