A finales de noviembre de 1994, un equipo de la Nippon Television (NTV) se puso en contacto conmigo para solicitarme una entrevista acerca de un caso de asesinato que desde hacía un mes tenía en vilo a ciudadanos y fuerzas policiales en Japón. Deseaban que comentase el caso y aventurase el perfil del posible autor, o autores, del asesinato.
Acepté el cometido con agrado porque a lo largo de mi vida profesional he intentado siempre sondear en la psique del homicida. El interés se despertó en mí de niño y siguió fascinándome mientras cursaba estudios de criminología en la Universidad Estatal de Michigan, mientras trabajaba en la División de Investigación Criminal del Ejército de Estados Unidos y a lo largo de mi carrera profesional de veinte años en el FBI. Precisamente mientras ocupaba este último cargo entrevisté en la cárcel a más de un centenar de asesinos y llegué a ser uno de los primeros expertos del mundo en trazar perfiles psicológicos de criminales, lo que me permitió aplicar mis conocimientos a centenares de casos de asesinato no resueltos y en no pocas ocasiones ayudar a la policía local a identificar a un asesino y llevarlo ante la justicia. Como parte de mi intento de entender a los asesinos múltiples, a mediados de la década de 1970 acuñé el término «asesino en serie».
En Japón yo era una persona conocida por mis libros anteriores, en especial el autobiográfico El que lucha con monstruos, y por mis intervenciones en la televisión de aquel país. Llevaba ya varios años alejado del FBI y me ganaba la vida dando conferencias y ejerciendo de testigo experto en juicios penales y civiles, aunque de vez en cuando me requerían departamentos de policía, psicólogos criminales y agencias de noticias de todo el planeta para que colaborase en el esclarecimiento de casos que rehuían una explicación sencilla.
El siguiente relato de los hechos está basado en la información que se había hecho pública antes de que la Nippon TV despertara mi interés por el caso del médico arrepentido. No se había efectuado ninguna detención todavía.
El 3 de noviembre de 1994 el doctor Iwao Nomoto denuncia a la policía la desaparición de su esposa y de sus dos hijos. Nomoto es un médico eminente de treinta y un años, muy bien considerado en la ciudad de Tsukuba, a unos cincuenta kilómetros al norte de Tokio; su esposa, Eiko, trabaja en un centro de investigación médica; el matrimonio tiene dos hijos pequeños, un niño y una niña. El doctor Nomoto es el hijo menor de una familia acomodada y el segundo marido de Eiko, que había estado casada con el dueño de una tienda de pastas alimenticias. El matrimonio vive en una casa suntuosa en un barrio residencial privilegiado y los niños están matriculados en colegios caros. Sorprende que Nomoto, tan joven, sea jefe de medicina interna del Hospital de Howarei, cargo que entraña gran responsabilidad. En el centro todos le consideran «un hombre sereno y tranquilo», un trabajador infatigable que se gana el afecto de sus pacientes. Declara a la policía que no está especialmente preocupado, ya que su mujer va con frecuencia a visitar a sus padres, pero a unos amigos les confiesa que tal vez haya huido de casa con los niños.
Aquel mismo día, antes de la denuncia a la policía, aparece flotando en la bahía de Yokohama una bolsa de basura de plástico blanco. En su interior se encuentra el cadáver de una mujer adulta que lleva varios días muerta. El cuerpo está atado con tres cuerdas alrededor de abdomen, piernas y pecho, cada una de distinto color. La mujer está además envuelta en plásticos, y entre éstos hay unas halteras puestas para que el cuerpo se hundiera. Va vestida con ropas normales, tiene los pies limpios y descalzos. El cadáver ha subido a la superficie porque los gases emitidos por la carne en descomposición han contrarrestado la fuerza de las halteras y han llevado la bolsa a flote. El reconocimiento preliminar de la policía determina que la causa de la muerte ha sido el estrangulamiento. En ese momento no se establece la identidad de la mujer pero, cuando el doctor Nomoto notifica la desaparición de su familia, se relacionan los hechos.
El 7 de noviembre el doctor Nomoto llama al laboratorio donde trabajaba su esposa, se identifica, dice que ésta lleva una semana desaparecida y pregunta cuál fue el último día que acudió al trabajo. Ese mismo día aparece otra bolsa de plástico que contiene el cuerpo de una niña muerta que aparenta entre dos y cuatro años en el momento del fallecimiento. De nuevo el cadáver está envuelto en plásticos y atado con cuerdas de distintos colores alrededor de las mismas partes del cuerpo, con unas halteras para hundirlo. También esta vez se determina que la víctima ha muerto estrangulada.
El segundo cuerpo es identificado como Manami, la hija de dos años de Iwao y Eiko. La policía empieza a investigar al doctor Nomoto, pero nadie puede creer que un médico respetado, miembro de segunda generación de la elite, pueda estar relacionado con el asesinato de su esposa y su hija.
Cuatro días más tarde una tercera bolsa aparece flotando en las aguas de la bahía de Yokohama. Esta vez contiene el cuerpo de un niño de un año, Yusaku Nomoto, de nuevo envuelto en plásticos, atado con cuerdas de distintos colores y con unas halteras como lastre.
Los asesinatos horrorizan y desconciertan a la opinión pública porque parecen obra de una secta enloquecida. El índice de criminalidad en Japón es considerablemente más bajo que en otros países desarrollados y un crimen como el perpetrado contra esta familia es un hecho poco corriente y desconocido desde hace mucho tiempo. Se empieza a sospechar que los asesinatos pueden ser un acto de venganza por algún suceso del hampa, tal vez relacionado con el mundo de la droga, o que los Nomoto hayan sido ejecutados por error y que el blanco fuera otra familia.
La relativa excepcionalidad del crimen, además del tradicional respeto por la clase alta que existe en Japón, pueden ser las causas que justifiquen que la policía tratase con tanta delicadeza al doctor Nomoto durante este período y que no registrase su domicilio hasta el 18 de noviembre, seis días después del hallazgo del último cuerpo.
Unos días más tarde se presentó en mi casa la señora Yuko Yasunaga, acompañada de un equipo de la Nippon TV, con el ruego de que hiciese una evaluación del crimen y trazara el perfil del posible asesino (o asesinos) de la familia.
La señora Yasunaga sólo traía información del estado de los cuerpos de la familia Nomoto, de las cuerdas de colores y de cómo estaban atadas, amén de una cronología de los hechos que yo he utilizado para urdir la descripción que acaban de leer. Todo el material procedía de fuentes publicadas, artículos de periódicos u otras. Yo no contaba, pues, con informes policiales, autopsias detalladas, fotografías del lugar del crimen, inventarios del sitio en que se habían hallado los cadáveres ni de la casa de la familia Nomoto de donde procedían las víctimas, ninguna información esencial sin la cual no es recomendable intentar esbozar el perfil de un posible criminal.
Me dijeron que al doctor Nomoto lo había interrogado la policía, pero no estaba acusado de los asesinatos y las sospechas no se centraban en él. Según me dijo la señora Yasunaga, en todo el país se respiraba un sentimiento de perplejidad por los asesinatos y todos se preguntaban quién podía haberlos cometido y por qué.
Aunque receloso de la escasa información en que podía basar mis observaciones, me dispuse a analizar las pruebas.
Lo primero que me vino a la cabeza fue el lugar donde se habían recuperado los cadáveres y las condiciones en que fueron encontrados. Un investigador debe considerar estos detalles como si fueran, esencialmente, comunicados de la persona que ha cometido el asesinato. Sólo entonces puede empezar a entender lo que ha ocurrido y por qué.
—Sin profundizar en el tema —aventuré—, lo que veo es que el individuo tenía un enorme interés en sacar los cadáveres de la casa, separarlos del entorno familiar, del lugar del crimen. No quería que la policía los encontrase, de modo que los arrojó al agua e hizo que se hundieran. Los tres estaban en el mismo lugar. No le interesaba deshacerse de ellos en sitios distintos, sino hacerlo rápido.
El plan de desembarazarse de los cuerpos era importante porque decía algo sobre el estado mental del asesino. Que optara por deshacerse rápidamente de los cadáveres, de los tres al mismo tiempo, era muy significativo, y las demás pruebas revelaban también otras opciones.
—La manera de atarlos, con cuerdas de colores siguiendo el mismo orden en todos los cuerpos, me sugiere que es una persona muy metódica, un ser compulsivo. Una persona que tiene que hacer las cosas siempre del mismo modo. Este control sobre la manera de realizar un acto supone para él un bienestar psicológico. Luego, transporta las bolsas de plástico. Si hubiera atacado y abandonado los cuerpos en el mismo lugar, tal vez mutilados o malheridos, sería un indicio de que se trata de un tipo de personalidad desorganizada. Pero no es éste el caso. Demuestra que es muy organizado.
Los asesinos organizados son conscientes de sus actos. No son perturbados mentales, en el sentido en que el profano concibe la locura, sino que por lo general se les considera competentes mentalmente para conocer y comprender sus actos.
Los cuerpos estaban limpios y no tenían heridas ni magulladuras, excepto las marcas del estrangulamiento. Otro indicio del modus operandi del asesino. Probablemente los crímenes no se habían llevado a cabo simultáneamente, y las víctimas desconocían lo que había ocurrido con las demás, porque no se apreciaban señales de resistencia. Si hubiera dado muerte a una de ellas mientras las demás estaban presentes, se habría originado un forcejeo que habría producido destrozos, y sin embargo no había ni rastro de pelea. Esto me sugiere que ejercía algún control sobre las víctimas, que probablemente le conocían.
A los entrevistadores les intrigó la idea de que las víctimas conocieran a su asesino, de modo que seguí en esta dirección para profundizar en los motivos del crimen. No había ninguna razón que justificase el asesinato: la mujer no había sido violada, ni los niños mutilados. No habían robado ni desvalijado la casa. De todo esto se concluye que el móvil del crimen sólo lo conocía su autor; era un homicidio con una causa personal. No se trataba del crimen violento originado por un arrebato pasional, sino de un asesinato organizado muy metódicamente.
Señalé que el individuo en cuestión estaba muy asustado, ya que quería deshacerse de los cadáveres de inmediato, pero enterrarlos lleva tiempo. Debía cavar tres hoyos, si no quería sepultar los tres en el mismo, y tenían que ser profundos porque si quedaban a cuatro o cinco centímetros de la superficie un perro podía desenterrarlos. Aunque se tomó su tiempo para matarlos, atarlos y envolverlos, tenía prisa por deshacerse de ellos y no podía entretenerse enterrándolos bien.
Japón es un país muy poblado. Es imposible desviar el coche de la carretera y ponerse a cavar hoyos. Hay muchas posibilidades de que alguien te vea, especialmente en el área metropolitana de una ciudad importante. Sospeché que el asesino había actuado de noche; probablemente había cargado los cadáveres en un coche o una furgoneta a las dos o las tres de la madrugada y se había dirigido a un lugar que normalmente estaba desierto. Un buen emplazamiento era la orilla del mar, adonde podía llegar con su automóvil, arrojar los cuerpos y seguir su camino. Era una manera segura de eliminarlos con rapidez.
La señora Yasunaga se interesó por la circunstancia de que las ataduras estuvieran hechas con cuerdas de colores distintos (un color en la parte inferior, otro en la parte central y otro en la parte superior) y que la misma secuencia se repitiera en los tres cuerpos. La opinión pública estaba intrigada, pues lo consideraba la prueba de un comportamiento insólito.
—Que atase los cuerpos es un indicio —afirmé ante las cámaras—, pero según parece lo hizo cuando ya estaban muertos. La causa del fallecimiento fue el estrangulamiento. Entonces, ¿qué sentido tenía atarlos? ¿Todos de la misma manera? Se trata de un ritual, un ritual compulsivo, un ritual que nuevamente tiene un significado para el asesino. ¿Por qué metió los cuerpos dentro de una bolsa? No había ninguna necesidad. Podía haberlos arrojado al agua sin envolverlos. Esto me sugiere que podía haber una relación personal, que este individuo sentía afecto por sus víctimas y no quería imaginárselas en el agua, mojadas, mordisqueadas por los peces. Este intento de protegerlas, incluso una vez muertas, indica que el asesino conocía a sus víctimas.
Mi explicación tenía como objetivo una expresión que no llegó a salir de mi boca durante la entrevista, un término técnico: la «voluntad de deshacer». Para mí, las ataduras y las bolsas de plástico indicaban la presencia de cierto remordimiento por parte del asesino; incurrió en este ritual con el propósito de «deshacer» el crimen en un triste intento de restitución. William Heirens, el primer asesino que estudié, había vendado las heridas de las personas que había apuñalado una vez muertas. Otros asesinos han reaccionado de manera similar. Consideré que el autor de la muerte de la señora Nomoto y de sus hijos daba muestras de un remordimiento parecido.
Otro indicio era el hecho de que los cadáveres fueran hallados completamente vestidos. Si el asesino no quería que los identificaran, ¿no habría sido más lógico quitarles la ropa? De nuevo me pareció que esto nos daba una pista del estado mental del homicida.
—Quitarles la ropa y deshacerse de los cuerpos desnudos era degradante. Sería humillante cuando los encontrasen. Por esta razón les dejó la ropa. Esto indica cierta consideración (no tanta como para no matarlos), pero de nuevo esta consideración es […] el sentimiento psicológico de un afecto previo para con las víctimas.
Llegados a este punto, estábamos más cerca de identificar al asesino. Señalé que el motivo de los asesinatos probablemente estaba relacionado con la mujer y no con sus hijos.
—No es probable que esta persona quisiera matar a los niños. A lo mejor estaban jugando fuera, o haciendo cualquier otra cosa. No eran un estorbo para matar a su madre. El asesino podía haber matado a la mujer, llevársela y dejar a las criaturas solas para que las encontrasen y siguieran su vida, con su padre o con quien fuera. La preocupación por los niños es tal que el autor del crimen no quiere que vivan sin su madre, y le parece mejor enviarlos a todos al cielo o al otro mundo; que se vayan todos juntos antes que que los niños vivan sin su madre. Es un acto de consideración muy extraño, tal vez un insólito acto de amor; no del amor que nadie desearía, por supuesto, pero es innegable que al asesino le preocupa que estos niños tengan que crecer sin madre.
Repetí que estos razonamientos eran la base para concluir que las víctimas conocían muy bien al asesino.
—Las víctimas conocían al agresor. No hay señales de lucha, o muy pocas. Cuando un desconocido aterroriza a alguien, siempre se encuentran heridas: cortes en las manos, contusiones en la cara al tratar la víctima de esquivar al atacante. Lo más probable es que los niños y la mujer conocieran a su agresor, porque no estaban asustados. Esto le habría permitido acercarse sin darles miedo, probablemente aparecer por detrás con la cuerda, en cuyo caso la muerte habría sido instantánea. Tampoco en los niños hay indicios de miedo ni de resistencia, lo cual demuestra que el agresor era una persona conocida.
A continuación la señora Yasunaga me pidió que trazara el perfil del posible asesino. Mi primera hipótesis era que se trataba de un ciudadano japonés, porque la presencia de un extranjero en el vecindario de la casa de los Nomoto habría sido advertida por los vecinos, y también porque, como ya había señalado, las víctimas conocían al atacante. También intuía que era de sexo masculino, porque la mayoría de los crímenes de estas características los cometen hombres y porque la fuerza y el peso requeridos para llevar a cabo los crímenes y deshacerse de los cadáveres eran superiores a los de la mayoría de las mujeres. Además, creía que el hombre había matado a las tres personas en solitario. Resumí así las características que había conjeturado.
—Se trata de un individuo que tiene una razón o un motivo para matar a estas personas, pero sólo él lo conoce. No se trata de una agresión sexual, ni tampoco de un robo. Tampoco nos enfrentamos a un loco o a un psicópata que cumple una misión divina o que actúa como consecuencia de una alucinación, porque en este caso se observaría un mayor desorden y los cadáveres se habrían encontrado en el lugar del crimen. Todo indica que se trata de una persona inteligente, organizada, muy compulsiva, que cometió el crimen con premeditación y planificación, pero que al mismo tiempo sentía miedo y quería deshacerse de las víctimas con la mayor prontitud posible. En cuanto a la edad […] entre los veinticinco y los cuarenta […]. Una persona que había estado antes en la casa y que era reconocida por las víctimas, que no le tenían miedo.
Insistí en que el crimen había sido planificado, no espontáneo.
—Se habría planeado durante días o semanas, pero no mucho más. No estamos investigando algo que surgió de improviso, sino de un plan […]. La casa no estaba destrozada, lo cual indica que tenía el plan en mente, posiblemente el reflejo de un problema mental. No es completamente psicótico, pero es posible que se venga abajo por la presión sufrida. Yo buscaría tensiones anteriores al crimen: problemas económicos, problemas conyugales, problemas en el trabajo; todos ellos están relacionados con el estrés y pueden llevar a que el juicio de una persona se debilite extraordinariamente.
Llegados a este punto de la entrevista, la señora Yasunaga me informó de que la policía estaba interrogando al doctor Nomoto. Ésta fue mi respuesta:
—Si la policía sospecha del marido en este caso, creo que es una conclusión muy lógica. En casos similares de homicidios familiares, excepto si hay una razón de peso para no investigar al marido, por ejemplo que éste se encuentre en el momento del crimen a muchos kilómetros de distancia, el marido o el compañero que vive en la casa es el primer sujeto en el que hay que fijarse. Es esencial debido al evidente vínculo sentimental que existe entre marido y mujer, que a veces llega a ser tan pasional que el amor se convierte en odio. Teniendo en cuenta los indicios que he descrito hasta ahora (la aparente tranquilidad de las víctimas cuando les atacó el asesino), el marido es un sospechoso razonable.
Cuando la señora Yasunaga expresó su asombro por la posibilidad de que un miembro de la clase alta cometiese un crimen como aquél, le conté brevemente el caso del juez Robert Steele, de Cleveland, el argumento de mi libro Justice is served. Steele, un juez local muy respetado, había contratado los servicios de unos indeseables para que matasen a su esposa en el lecho conyugal, en su propia casa, y así él quedaría libre para casarse con otra mujer. A las fuerzas policiales nos costó más de ocho años condenar a Steele y sus cómplices por el asesinato. Para mí, el caso de Steele y otros similares que ocurren en Estados Unidos demostraban que incluso las personas que ocupaban cargos importantes y eran muy bien consideradas por la sociedad podían cometer crímenes atroces. Seguí con la entrevista para finalmente sacar una conclusión:
—El hecho de que una persona sea médico, abogado o juez, no tiene importancia. Las capas más altas de la sociedad también producen comportamientos homicidas, de modo que el marido es el primero que debe ser investigado. Si no es culpable, entonces tendremos que ir a buscar fuera de casa.
Mientras seguíamos comentando el caso, la noticia de que habían retenido al doctor para interrogarlo arrojó nueva luz sobre otras pruebas.
—No fue muy inteligente [meter los cadáveres dentro de bolsas], pero creo que hay que considerarlo desde el punto de vista de la motivación. Si de verdad esta persona había sentido afecto por su familia en algún momento, el hecho de meterlos en bolsas aun sabiendo que emitirían gases (un médico tenía que saberlo perfectamente), tal vez fuera una tentativa para que los encontraran al poco tiempo [cuando los cuerpos subiesen hasta la superficie por efecto de los gases] y pudieran así recibir adecuada sepultura.
En resumen, había llegado a la conclusión de que el médico era el principal sospechoso del caso, aunque advertí a la señora Yasunaga de que existía la posibilidad de que el asesino fuera otro miembro varón de la familia, tal vez un hermano, un tío o cualquier otro pariente o amigo de la familia.
Nos estrechamos la mano y el equipo prosiguió su camino. No dediqué más tiempo a repasar mentalmente la entrevista porque en el fondo no dejaba de ser una jornada laboral normal, con un tipo de razonamiento similar al de otros mil casos de mi vida profesional. Después de varias décadas de contemplar la mente criminal, puedo hacer mío el verso de José Martí: «Viví en el monstruo». Tal vez los crímenes de Nomoto fueran poco habituales en Japón, pero han ocurrido hechos similares en otras partes y, habiendo estudiado estos crímenes anteriores, no me costó reconocer elementos comunes en los asesinatos de Nomoto y señalar su trascendencia. Puesto que contaba con una información limitada, hice todo lo que estaba en mis manos con la esperanza de que la entrevista ayudase a la policía y a la opinión pública a comprender la dinámica psicológica que según mi opinión sustentaba aquel crimen terrible.
Al día siguiente, casi la totalidad de la entrevista fue emitida por la Nippon TV en su programa informativo NTV Wide, de gran audiencia. El comentarista calificaba la entrevista de convincente, puesto que hasta entonces nadie había presentado razones lógicas de tanto peso como para sospechar que el doctor Nomoto podía ser el autor de los crímenes ni nadie había explicado los extraños elementos rituales que suponían las cuerdas de colores.
El día siguiente a la emisión de la entrevista, el doctor Nomoto confesó a la policía que había matado a su esposa y a sus hijos.
Mi opinión de lo ocurrido es que la emisión de la entrevista permitió a la policía enfrentarse al doctor Nomoto con mayor agresividad que en los interrogatorios previos. La sociedad japonesa es reacia a la actitud de enfrentamiento durante una conversación; por esta razón, la policía se había dirigido a él con rodeos para no acusarlo directamente, como probablemente habrían hecho los investigadores norteamericanos en la misma situación. Los razonamientos lógicos de la entrevista también ayudaron, en mi opinión, a que Nomoto pudiera explicar sus actos y circunstancias, que él mismo consideraba inexplicables o que eran tan íntimos que no creía a nadie capaz de comprenderlos.
No me atribuyo el mérito de haber resuelto el caso. Los casos siempre los aclara la primera línea de infantería —la policía local— y no los elaboradores de perfiles que avanzan educadas conjeturas, pero tuve la satisfacción de pensar que mi información había sido útil.
Al conocerse los hechos, se confirmó que los crímenes se habían ejecutado de una manera muy similar a la que yo había sugerido. La confesión de Nomoto contenía algunas declaraciones importantes: «No quería que mis hijos tuvieran una vida difícil. Lo pasé muy mal matándolos. Usé cuerdas, halteras y bolsas de plástico que tenía en casa. Respecto a la zona donde arrojé los cadáveres, fue fácil porque la conocía bien de mis tiempos de colegial. Debía unos cientos de miles al banco después de la compra de la casa. Hundí los cuerpos en el mar por la sencilla razón de que así es más difícil determinar la hora de la muerte».
Estas declaraciones confirmaban muchas de mis suposiciones. Tal vez la más importante e inesperada de mis predicciones era el motivo por el que había matado a los niños: para que no tuvieran que crecer sin madre. Nomoto confirmó esencialmente un razonamiento retorcido pero lógico. En el fondo de su mente sabía que sería acusado de asesinato (había dejado demasiadas pistas que le identificaban), con lo cual los niños se verían obligados a crecer sin padres y con el conocimiento de que su padre había matado a su madre. Esta idea le parecía insoportable y mató a los niños para ahorrarles tan terrible circunstancia. Más tarde, según se publicó, dijo que «los niños tendrían un futuro desolador, sin madre y con un padre que era un asesino».
El posterior análisis del lugar del crimen proporcionó otros datos que condujeron a nuevas confirmaciones. Los pies limpios y descalzos de las víctimas indicaban que habían sido asesinadas en casa y luego trasladadas a otro lugar. La casa de la familia Nomoto estaba situada a poca distancia de una autopista que llevaba, a través de otras carreteras principales de fácil acceso, al lugar donde fueron arrojados los cuerpos al mar. Se calcula que el trayecto desde la casa hasta el puerto, con un tráfico escaso, duró aproximadamente una hora.
Ahora estamos en disposición de reconstruir el crimen.
Mañana del 29 de octubre. La noche anterior, Nomoto y su mujer han pasado varias horas discutiendo de dinero y otros asuntos. El fastuoso ritmo de vida que llevan, las inversiones inmobiliarias de Iwao, la afición por el juego que comparten marido y mujer les han llevado al borde del desastre económico. No va a ser fácil pagar el colegio de los niños y, si no lo hacen, todo el barrio se enterará de su pérdida de posición. Por otro lado, Eiko ha descubierto que su marido ha tenido muchas amantes y que a una de ellas le ha prometido matrimonio, razón por la que quiere divorciarse. La noche anterior al asesinato, ella insiste en que piensa exigirle una suma tan importante de dinero que va a quedar arruinado. El médico ha estado toda la noche cavilando sobre la situación. Durante varias semanas, a medida que se acercaba este momento crítico, había pensado en la manera de deshacerse de su mujer, pero no había sido capaz de hacerlo. Ahora no parece haber otra alternativa. Alrededor de las tres de la madrugada, se acerca a ella y la estrangula.
Ya no hay vuelta atrás, pero aún se esfuerza por determinar cómo seguirá adelante. Finalmente decide que los niños no deben sobrevivir y, dos horas después de matar a su esposa (es decir, no de inmediato, como ocurriría en un arrebato pasional), le da unas chocolatinas a su hijo de un año y luego le estrangula. Transcurrida una hora, hace lo propio con su hija y a continuación llama al hospital para anunciar que llegará tarde. Después acude al trabajo y tras pasar el día con normalidad, según sus colegas, regresa a casa. Nadie ha notado la ausencia de la mujer y los niños. Los cuerpos inmóviles empiezan a descomponerse. En su insólita acción de «voluntad de deshacer», ata ritualmente los cuerpos para que el rigor mortis no los deforme. Tal vez se distrae pensando que la mujer y los niños muertos aparentan estar dormidos. No aplica toda su inteligencia a la tarea de envolver y deshacerse de los cuerpos, ya que olvida que objetos tales como las halteras pueden ser una pista que conduzca hasta su casa y que las fibras adheridas a los cadáveres revelarán dónde han muerto las víctimas.
Esa noche se siente incapaz de hacer nada más, y al día siguiente se toma el día de fiesta para ir al área de Shinjuku de Tokio, donde contrata los servicios de una prostituta. Este hecho demuestra que había una base sexual subyacente en los asesinatos. Regresa a casa alrededor de las diez de la noche.
Unas horas más tarde, a la una de la madrugada del 31 de octubre, se ve incapaz de seguir soportando la presencia de los cadáveres en su domicilio. Mete en el coche las bolsas de vinilo que contienen los cadáveres y enfila por varias carreteras hacia el lugar que había frecuentado en sus días de escuela, en una época mucho más feliz, sin la carga de esposa e hijos, hipotecas y matrículas de colegio, un divorcio amenazador y la ruina económica. Con un último esfuerzo, arroja al agua las bolsas con los cuerpos y las halteras y regresa solo a casa, quién sabe si abrumado por los remordimientos pero momentáneamente engañado por la idea de que ha puesto fin a sus problemas.
Doctor’s murder of wife, children stuns Japan
Tomado del libro Dentro del monstruo, por Robert K. Ressler.