¿Quién ha de llamar, sombra mía,
en la neblina de una noche de otoño?
La tempestad de acero, un trueno de sangre
estalla en una colina invisible, allende.
Hay un eco, profundo como herida,
que va taladrando con caricias el sueño,
las sienes del olvido.
“Buenas noches”, susurran los drenajes.
¿Cuántos desvelos se asoman bajo la puerta?
La cama sigue ahí, hierática, sola,
cadáver asfixiado por una lenta agonía.
Los días, los viajes, los misterios,
dudas y ataraxia fingidas, son maquillaje, bálsamo,
asesino del sonido, de aromas pútridos
que se confunden con la hora pico.
“Hay luna llena”, anuncia el silencio.
¿Cuándo se secó la arena en sus pupilas?
La ventana clava su mirada en la oscuridad;
se asoma el velo de un tren en marcha,
vuela una hoja del árbol que crece en el patio.
Estación equivocada. Pensamientos equívocos.
Pasó el tiempo en una vuelta;
pero no hubo tiempo, no hubo vuelta.
No hubo viaje alguno por mar,
por tierra, por lugares remotos.
Solo hubo una larga noche del pasado.
Un llamado etéreo que no existió
sino en una tarde de lluvia.