(Microrrelato)
Después vino el amor con la turbulencia, el deseo y el drama que solo se puede vivir en la adolescencia. Con el dolor del abandono antes si quiera de haber sido amado por la causante de todo. Su nombre era Piedad (extraño nombre para una adolescente). Lo supe cuando su madre se acercó a pedirle que ayudara a repartir el chocolate a los presentes, en las postrimerías del rezo de nueve días.
Mil padrenuestros y mil avemarías compusieron el coro de aquella trágica historia de amor que comenzó cuando la vi sentada siguiendo el ritmo de la maratón de palabras puerta-del-cielo-estrella-de-la-mañana-salud-de-los-enfermos-refugio-de-los-pecadores-consuelo-de-los-migrantes-consoladora-de-los-afligidos; sin que tuviera noticia de mi corazón afligido que solo rogaba que a mi fila llegara ella con su azafate, como si la mismísima virgen se hubiera dispuesto a manifestarse al más humilde de sus hijos pecadores.
Mi madre me machucó el pie. Tarde, demasiado tarde para evitar que respondiera el coro de la letanía como si toda la vida hubiera rezado
“Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera…”
… justo en el momento en que Piedad me preguntó si quería chocolate.