Hay vacíos que no se llenan,
silencios que el sonido no rompe
y sonidos que el silencio no calla.
En este mundo ya nadie duerme,
el coro de sirenas invita al desvelo
con ese trémolo que compuso
el aguijón de la muerte.
Las calles susurran pesadillas,
hablan del pasado entre hilos que ríen,
que se confunden con gritos
y el hedor de una vida
que terminó una mañana en el noticiero
(fue culpa del hombre, dijo la naturaleza;
fue culpa del ser humano, dijo el hombre).
Cae el sol y siguen los rumores detrás de la ventana,
bajo la puerta por la que se arrastra la melancolía
y repta el miedo convertido en serpiente
(este no era el Edén y los árboles estaban llenos
de frutas plañideras que regaban el suelo con bilis).
No hay nada más que un silencio
que suena a hambre, miedo y muerte.
Con cada amanecer, la noche empieza sin estrellas,
sin luz que señale el camino hacia un nuevo día
o a un pueblo perdido en medio de la selva.
Las calles susurran más que ayer,
recuerdan que la salida está bloqueada,
que volverán a contar sus historias
que transcurren escondidas en lamentos,
frutos rojos y estatuas olvidadas.
Las calles susurran
con lenguaje de muerte.