He vivido, sin grandes problemas ni sobresaltos, la mayor parte de mi vida adulta en soledad. Es cierto que habito en una casa grande, enorme dirán otros, que podría albergar a una familia numerosa, si así me lo propusiera. Pero, salvo contadas visitas ocasionales para subsanar naturales apetencias, esa soledad, de la cual no me arrepiento, continuó siendo mi predilección. Somos seres gregarios, lo sé, pero a veces debemos ser nosotros mismos, cosa que se logra en soledad.
Y fui yo mismo por mucho tiempo. Pero, como sucede siempre que la paz y algo que podría llamarse felicidad, nos rodea, las condiciones cambiaron de modo un tanto inesperado. Siendo feliz como lo era, y encontrándome en paz conmigo mismo como lo estaba, difícil resulta argumentar que ese cambio haya sido, en modo alguno, para mejor. Más bien, y como no podía ser de otro modo, fue lo contario.
Un leve crujir en las maderas del suelo, en el piso inferir de la casa mientras me encontraba ocupado en mis quehaceres, fue la primera señal. Golpes sordos, apagados, como cosas que caían sobre las viejas y gastadas alfombras de las habitaciones, le siguieron a los pocos días. Restos de comida donde antes no había nada y olores rancios y nauseabundos que cambiaban el aire siempre húmedo de la casa, se sumaron más tarde. Detalles que dejaron de ser aislados convirtiéndose en algo habitual e interrumpiendo mi existencia.
El miedo que me producía en encontrar con estos cambios me llevó a dejar de vagar libremente por la casa; dudaba de cuanto veía y escuchaba. Permanecía durante horas en un mismo rincón asegurándome que todo permanecía en silencio y en la más perfecta quietud, antes de ir de un extremo al otro. Limitaba mis paseos por la casa previendo cualquier situación problemática que prefería evitar.
Imposible negar que mi vida estaba cambiando. Los ruidos, los roces sobre el yeso de las paredes, pasos pequeños, cortos pero rápidos en las habitaciones que esperaba encontrar vacías, lograban hacer que mis nervios se estuvieran siempre a flor de piel. De aquella tranquilidad a la que me encontraba habituado apenas quedaba el recuerdo; continuar viviendo en semejante situación se volvía intolerable. Me sentía cada día más rodeado, más cercado por los ruidos, por las presencias que se intuían pero nunca se dejaban ver. Sabía que allí estaban, se hacían notar, durante el día y, para peor, también durante la noche.
Tuve que hacerme a la idea de que había perdido mi hogar. Algo que había sabido desde el primer día, desde el primer crujir de las maderas; pero me negaba a aceptarlo, como cualquiera se negaría a aceptar una derrota sin haber presentado antes batalla. Sabía que cualquier cosa que intentara sería por demás inútil; la casa estaba infectada, desde los sótanos hasta la buhardilla en la que tanto me gustaba contemplar el atardecer. La casa había dejado de pertenecerme, debía irme, alejarme y buscar otro lugar donde pasar mis últimos años.
Cualquier confirmaría que en estos casos lo mejor es poner la mayor distancia posible entre alguien tan pequeño y solitario como yo y esa plaga tan terrible que ocupaba mi antiguo hogar. Aunque me dolía desde lo más profundo de mi ser, nada podía hacerse frente a una invasión semejante de humanos.
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