El calor de mi pueblo siempre ha sido legendario. Ha sido también inspiración para innumerables chistes, anécdotas y sorpresas. No era tampoco una obsesión saber a cuántos grados centígrados estaba el termómetro en cada mañana, pero cuando sentíamos un calor inusual, lo consultábamos. Alguna vez la temperatura alcanzó 50° a la sombra. Así el calor de mi tierra en cada verano.
Justo al medio día no se veía un alma en las calles. La razón era sencilla: no existía sombra donde guarecerse del tormento de asolearse. Cabe mencionar que, la medida de todas las cosas, la distancia, el tiempo y los espacios son nociones que cambian mucho cuando se vive en un lugar con un clima tropical.
Por ejemplo, el tiempo. El llamado mediodía es conocido por el común de las personas en la ciudad como las 12 del día, o las 12 pm. Pero allá, en lo que muchos amigos y conocidos llaman cariñosamente “el infiernito”, es un lapso que inicia a las 2 de la tarde. El medio día era para nosotros la mitad de un día cotidiano que se media con el trabajo. Mientras los citadinos miran el reloj esperando que den las 6 de la tarde para salir de sus oficinas, allá las 2 pm era el espacio para comer, un intermedio del día porque el regreso a casa no era sino hasta las 8:30 y a veces hasta las 9 de la noche.
A las 2 de la tarde la gente ya no salía. La pausa era generalizada, por lo menos en el centro del poblado. Los comercios cerraban sus cortinas, la gente se replegaba a las comidas familiares, los empleados tenían dos horas para ir a casa a comer y volver para continuar la faena. Con los años, esta pausa empezó a hacerse menos notoria. Los comercios dejaron de cerrar sus puertas, pero los clientes nunca fueron un tumulto entre las 2 y las 4 de la tarde. La calma, de todas formas, era más grande que el ajetreo comercial. Llegué al Distrito Federal con esta noción del mediodía que me valió varias imprecisiones.
Este calor, acompañado por un sol insoportable, hacía que las distancias se sintieran en la piel, en los pies y escurriendo por todo el cuerpo. Recuerdo aquellos años el camino a la escuela. Caminaba a la hora de la salida de la secundaria que, durante muchos años, fue una secundaria agropecuaria y que siempre estuvo rodeada de árboles de mango.
Mis caminos estaban acompañados de mis amigos, los cercanos y los odiados. Muchos caminábamos los mismos rumbos y en el trayecto unos se iban quedando en sus casas. Yo era quien iba más allá de todos los demás. El camino lo marcaba una vía férrea a Veracruz, uno de los pasos de La Bestia. Caminábamos todos dando saltos entre una traviesa y otra, a veces tropezando con el balastro que era abundante en unas zonas y casi nulo en otras. Caminar por los rieles no era cosa sencilla. Los más osados hacían malabares tratando de equilibrarse en los resbalosos y calientes rieles.
En las vías sucedieron muchas cosas. Las más terribles y algunas que marcaron mi vida en muchos sentidos. Caminando en lo alto de la vía podía sentirme poderosa, ruda. Convencida de ser temible. Fumé ahí mi primer cigarrillo. Estoy segura de que dije la primera grosería en voz alta y casi a gritos. La sonoridad irreverente me dejó con una sensación de satisfacción inigualable. También sufrí el primer asalto, pero también fue la primera vez que me defendí con todas mis fuerzas por el temor de llegar a casa sin la medalla que llevaba conmigo.
Caminar sobre la vía también regalaba cierta libertad, muchísima rebeldía porque ningún padre de familia aplaudía que fuese el camino de regreso a casa. Decían que era peligroso, pero nosotros, los rudos y desafiantes, caminábamos a diario por ahí. En ese tránsito había una palapa desvencijada; debajo de ella colocaron un tronco seco y viejo que servía de banca y que se encontraba clavado en los postes. Ahí una señora vendía elotes hervidos. En realidad eran esquites en bolsa y nosotros pedíamos “un elote”, lo comíamos ahí y tomábamos fuerzas para continuar. Esa parada estaba quizás a la mitad del camino entre la secundaria y mi casa.
Después de aquel descanso, el otro sitio obligado era la casa del loro. No había palapa, ni bancas, ni venta de nada. Era solamente una casa que tenía una jaula enorme con un ave que se sabía muchas groserías. En general distinguía entre niños y niñas por el insulto que dirigía. Los niños eran pendejos y las niñas, putas. La cómica forma de insultar que tenía el loro nos atraía mucho, algunos niños le lanzaban cosas para hacerlo enojar y que se le salieran otras palabras como “pinche huevón” y “culero”. Cada día parecía que el loro esperaba la hora de nuestro paso para jugar, cuando nos alejábamos se asomaba por entre los barrotes de su jaula y a lo lejos se seguía escuchando su vocecita chillona con algún insulto.
Mucho más lejos y más cerca de mi destino estaba la casa del pambazo. Un lugar donde vendían los pambazos preparados más ricos de todo el pueblo. La casa tenía un pórtico que debíamos atravesar para llegar a donde la señora nos daba el pambazo. De un lado y otro del pasillo del pórtico había una bandada de gansos que nos correteaban. Entrar y salir de ahí era un reto. Ganaba quien salía con su pambazo y sin ser mordido por los gansos. Algunos se comían el pambazo junto a la señora y bajo la sombra, así la salida era más sencilla. Después de los gansos mi casa estaba a unos minutos. No tardaba demasiado en llegar. Guardaba para mí el relato del trayecto. El secreto de mi rebeldía me hacía la vida más llevadera.
Es curioso recordar aquellas tardes de un camino de apenas 3 kilómetros. En mi memoria son fragmentos de una infancia lejana, de un pasado que, a ratos, me parece ajeno. De entonces ya no hay nadie, algunos compañeros de trayecto han muerto; los amigos crecieron y yo me mudé y no volví más. Lo bueno de la memoria es que puedo hacer también una banda sonora de mi relato; es hermoso recordarme en lo alto de las vías mientras tarareo la música que cantaba con mis amigas y que oía todo el tiempo en mis casets piratas, aunque la música de mi infancia será otra crónica aparte.