El mismo día que te fuiste deshice tu cama. Al hacer volar las sábanas por el aire sentí como si hubieses estado aquí por años. Puse el café, como todas las mañanas. Menos agua. Tú ya no estabas.
Antes de que te levantarás solía buscar un videíto en el teléfono. Alguna música suave que me fuera introduciendo con quietud por la mañana. Algo que me quitara la modorra del reciente sueño, el temor de que el día se nublara o de que descubriera la cantidad de tareas que me esperaban. También imaginaba que así despertarías sin sobresaltos, sin el enfado de que los ruidos del día, mis ruidos, te hubieran quitado el sueño.
Cuando te fuiste despertaste muy temprano, aun sin la luz del alba. Jamás he comprendido por qué los viajes largos deben ser siempre al amparo de la madrugada. Por eso no me gustan esas horas. Porque algo en ellas se va, algo es abandonado y uno no tiene el ánimo de hacer ningún esfuerzo para detener la inminencia de las partidas. Solo queda la mirada perdida entre el sueño y la resignación. Hasta la voz resulta insuficiente. No sale como debiera según las circunstancias. Apenas atisba unos susurros que más tarde, cuando ya el sol calienta los techos de las casas, se convierte en el inservible reclamo del porqué-no-le-dije-esto-o-lo-otro.
Por eso, para no reclamarme nada, ese mismo día que te fuiste levanté las sábanas de tu cama, las eché en la lavadora, deshice las almohadas, intenté sacudir todo tu recuerdo para no llorar porque te habías ido. Sobre todo porque no me abandonaste, solo te fuiste según lo dictaba tu destino. Imposible echarte en cara nada más que someterme a tu ausencia en las mañanas, cuando me preparaba el café y veía como transitabas ridículamente de la cama al sofá restregándote los ojos.
Te he llorado esporádicamente durante el día, lo reconozco. Hasta que me llamaste esta tarde y preguntaste si todo estaba bien y yo dije, sí, todo de maravilla, como que no hubiera cambiado nada.