La Márgara se levanta temprano, a oscuras busca sus sandalias desde la alta cama y se pone el vestido que anduvo el día anterior, lo sacude un poco antes, luego se hace un moño, se lava la cara; escucha las chicharras, siente el sereno. Abre el chorro y deja que la pila agarre agua. Escucha el ruido que hace el portón del vecino cuando éste abre, mientras ella trata de recordar dónde puso los fósforos. Lo más duro es cocinar; cocinar se ha vuelto difícil para la Márgara, puesto que eso le trae alegres recuerdos que se quedan como ecos y bombas que explotan en la casa. Ella calienta el café y deja freír los plátanos en un viejo sartén, regresa a su habitación para hacer la cama, donde no encuentra a su marido pues a esa hora ya iba de camino; se dirige al cuarto de los hijos, bajo las sábanas de éstos cobija el suspiro que se le escapa del pecho, y hasta que el olor del café se esparce, el sol se asoma al terreno que tiene por patio trasero. Entonces la Márgara sirve el pan y los plátanos, café en una taza, y sentada en la mesa, repite lo que hizo el día que ellos partieron y ya no volvieron; a pesar que ella continúa espantando las moscas que merodean en los platos servidos, cuya comida, con el correr de la mañana, se enfría y sigue intacta.
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La Márgara
Lo más duro es cocinar; cocinar se ha vuelto difícil para la Márgara, puesto que eso le trae alegres recuerdos que se quedan como ecos y bombas que explotan en la casa
