El liberal es un marco para la realización de toda apropiación violenta que subyace a la ontología lockeana del “trabajo”. Es esta una de las caras fundamentales de toda política moderna, eurocentrada por definición. Las correcciones y las teorías que dicen seguir los liberales mexicanos son marcos del poder decir y del deber ser que contienen un elemento excluyente sin el cual les es imposible legitimarse: deslegitimando/negando a los otros se construye como afirmación de una conciencia soterrada y mejor, dotada de un natural elemento de infalibilidad que otras épocas no habían conocido: la razón. Según Marcos Roitman, los Estados-nación posindenpendentistas, repúblicas oligárquicas que se van a consolidar ya hacia fines del siglo XIX,
…buscarán acentuar las diferencias entre los pueblos que constituían la población aborigen, la creación de la ‘nacionalidad’ se fundamentará en la descalificación de los vecinos geográficos. Chilenos, argentinos, peruanos, costarricenses, mexicanos o paraguayos, todos serían diferentes según el grado de blancura de la piel y el nivel de mestizaje de los pueblos indígenas. Estas diferenciaciones excluyentes y despectivas darán pie para legitimar una ciudadanía étnica que servirá de apoyo para campañas civilizatorias, facilitando argumentos en la promoción de guerras por poseer nuevas riquezas naturales y expandir las fronteras nacionales unos a costa de otros[i].
El Estado-nación del liberalismo se presenta a sí mismo como la excepción a la regla para ocultar su tendencia a la criminalidad colonizadora inherente a su monopolio de la violencia. Su violencia es así una “razón de Estado” incontrovertible, impostergable, ineludible y necesaria. Y debe serlo, porque de acuerdo con su discurso mitificador _–y su lógica de racionalización de lo irracional–, debe sentar las bases del futuro definido como progreso, mercado, equilibrio natural, etc. En este tenor, es que a la victoria de “las minorías” independentistas no le siguió la construcción de una República donde las “oposiciones” tuviesen lugar. La fundación de las repúblicas latinoamericanas (ancilares ya desde su génesis) se avanzó por medio de la eliminación violenta de la barbarie “pre-política” de los Otros. Tal estrategia de eliminación, se justificó con argumentos raciales y degradaciones de género, pilares ambos que sostendrán la clasificación social de las naciones independientes. A la vez, raza y género se combinarán para dar forma a la clasificación social que sostiene en gran parte la autoreproducción sistémica del capital en América Latina, en la época de los “descubrimientos imperiales”[ii] fundantes de la modernidad.
A pesar del desenvolvimiento de tales procesos, y aunque olvidado por los indigenistas históricos como Bustamente, dice David Brading, “el pasado indígena sobrevivió”, particularmente a través de la cuestión de la tierra, puesto que ahí el “pueblo conectaba con su principio de tenencia comunal de la tierra, a las instituciones sociales de los aztecas con las comunidades rurales del México contemporáneo”[iii]. Ya en sus trabajos, Peter Guardino, ha registrado la forma en que la cultura política dominante provoca reacciones de oposición, adaptación, negociación y resistencia por parte de campesinos y plebeyos urbanos que se adaptan y resisten ante los cambios y reacomodos del poder[iv]. Sin embargo, no se trata de una interrelación igualadora (quizá sólo, y a manera de acto simbólico que hace presentes los huecos de un poder que quiere presentarse como infalible, en los momentos en que la masa logra “ofender” al poder fetichizado); sino de un conflicto que atraviesa los campos, en una estructura de clasificación social donde los criollos desean integrarse a la dinámica del mercado mundial dirigida por las burguesías de las repúblicas centrales. Estas jerarquías sociales, “en vez de seguir sin cambio, se tenían que rehacer continuamente utilizando nuevos conceptos y tácticas políticas. El proceso les dio a los subalternos oportunidades y les presentó, a la vez, amenazas, sobre todo modificó la manera en que hicieron la política”.[v]
Las élites, en todo momento, al calor de los cambios que se dieron en su “cultura política”, provocaron modificaciones en la manera en que los marginados participaban políticamente. Con cada paso que daban “se modificó aún más la manera en que las élites justificaban tanto su poder político como [su] jerarquía social”[vi]. Estas modificaciones en la política popular son momentos del conflicto emanado de la razón de Estado que lleva a este a obtener “recursos y poder al mismo tiempo que reduce los de otras organizaciones que van desde las etnias hasta la iglesia [el Estado busca en particular] monopolizar el uso de la fuerza dentro de un territorio”[vii]. Pero también se trata de un Estado que busca ser el
…centro principal de la lealtad, así como la estructura referencial más importante para el pensamiento y la acción política; simboliza en sí mismo la personificación de la “nación” o lo que Benedict Anderson llama una “comunidad imaginada”. Ambos componentes son esenciales para el proceso, aunque no siempre han ido de la mano. En varios casos el aumento de poder del estado precedió a su representación como “nación”[viii].
En este proceso de formación del Estado-nación, los mundos locales de indígenas y campesinos así como plebeyos urbanos expresaron sus diferencias con aquel modelo dominador y lo resistieron “canibalizándolo” desde sus micro-perspectivas locales. Ello no puede ser comprendido desde las formas convencionales de una racionalidad dicotómica y liberal-positivista.
En el proceso de formación del Estado-nación, estos mundos locales entienden al poder fetichizado que se encarna en dicho Estado y su razón de ser, encuentran fisuras en él o las crean y entran por ellas obligando al Estado, como dice Guardino, a constantes movimientos de modificación en las maneras en que las élites se auto-legitiman y explican su “necesario” detentamiento del poder, así como su más elevada jerarquía en la clasificación social. Estos conflictos se invisibilizan o se los ha producido como ausentes en las visiones históricas liberales que avanzan a partir de “dualismos consuetudinarios” (global y local, civilización y barbarie, capitalista y no-capitalista, etc.) impidiendo así la comprensión y enunciación de los mismos, pues ellos no son vistos. Estas reconstrucciones liberales corresponden entonces a un Estado-nación que “reclama poder y soberanía sobre los habitantes y recursos de un determinado territorio”[ix] y que corresponde, por lo general, a un poder fetichizado que va de la mano y ejerce como garante del proceso de mundialización del capital, pero para el caso latinoamericano, desde una posición ancilar que es constitutiva del nacimiento de sus repúblicas.
Este Estado-nación, entonces, se hace con el poder de denominación, con la capacidad de nombrar; por vía de la fuerza claro está. Es quien puede dar nombres y de esa manera “controlar la distancia deíctica” puesto que puede colocar a quien denomina a “una prudente distancia tan fácilmente como puede atraerlo cariñosamente más cerca”.[x] Este es un poder reservado a los criollos republicanos, extensión tropical o mímesis malograda de sus pares idealizados europeos. Esto no quita que los subalternos puedan generar o hayan generado sus propias contra-denominaciones (los estudios poscoloniales son o aspiran a ser testimonio de ello). Así, cuando las élites se sintieron amenazadas por las formas de auto-identificación y afirmación indígena, por las reapropiaciones y contra-denominaciones constantes que estos ejercían, e intentando conservar a toda costa su autoridad representativa; discursaron sobre un “indio semióticamente construido”, inofensivo con el que se pudiera entrar en “diálogo”[xi] a través de su silencio respetuoso del interés de la sociedad civil de propietarios privados; ahí se siguió hablando también sobre la necesidad de forjar una identidad mestiza. Se trató, entre otras cosas, de construir a un indio estetizado, mito inofensivo y coleccionable.
El liberalismo parte de la negación de lo político entendido como “aceptación del conflicto, [de] la alteridad y las relaciones desiguales de poder, y de aceptación del antagonismo constitutivo de visiones”[xii]. Su dirección es en verdad única: tiende hacia la puesta en juego de una política a-política cuyo poder se basa en la producción de ausencias. El espacio/tiempo es colonizado por esta pretensión, es, en verdad, una colonización por vía de ilusiones “vulgares” que pretenden ordenar y emprender reestructuraciones múltiples con la finalidad de perpetrar la dinámica del valor que se valoriza. El liberalismo introduce una noción de parentesco destinada a suprimir lo político y su pluralidad constitutiva, suprimir el entre-los-hombres de lo político[xiii]. La supresión de lo político pasa por la negación de la condición política del otro: ese otro con el que no se comparte familiaridad alguna (el indio, el negro, etc.). De esta manera se destruye lo político. El liberal es un juego del jugar a ser dioses: se busca crear al hombre increado y mejor, racional propietario de sí. Es un hombre no engendrable, sin precedente alguno, es un hombre creado por completo, nuevo, concebido dentro del específico marco normativo del liberalismo. El liberalismo agradece en cada desplante suyo la creación de ese hombre nuevo y fustiga a quienes se oponen a tal misión universal y natural. El hombre liberal es verdad pretérita, fundamento natural de la sociedad política. Su falsa pluralidad es para sí, desde sí y por sí: esta es una de sus grandes fantasías. Se trata la suya de una conciencia que se dirige hacia sí (pensamiento que se dirige al pensamiento) y que se muestra ofendida ante una realidad que se resiste a su mandato: la barbarie. En tanto que la política nace en el entre-los-hombres, dice Hanna Arendt,no se puede hablar de el hombre político, la política está fuera del hombre (de las robinsonadas) y está entre-los-hombres. La política así vista se establece como relación social central, no posible en el campo de las robinsonadas. De ahí que se hable de política a-política liberal.
¿Y los subalternos? De lo que hablan, en cierta manera, las historias de la “subalternidad”, es de la irrupción y resistencia borradas que en las imposiciones y fluctuaciones del poder fetichizado tuvo siempre la población precarizada, que irrumpe en la ciudad letrada y en los espacios que las clases propietarias tejen para sí, y que, para nosotros, en vista del devaneo civilizatorio y la entronización del cinismo, debe ser, más allá de lo “subalterno”, una verdadera intromisión de la historia en lo real maravilloso del idealismo liberal.
Las intromisiones de los “subalternos”, sus “apropiaciones” del discurso liberal, fungen como contrapeso necesario e instantes de peligro (W. Benjamin dixit) sostenidos. Es el instante de peligro la constitución de su multiplicidad sufriente y amordazada. ¿El que hablen desde el discurso liberal (se lo reapropien) para formular sus propias peticiones, demandas, exigencias, etc. es ya pues una puesta de la voz ausente en la historia; como se relaciona ésto con posiciones posmodernas demagógicas y autocomplacientes que no hacen más que reeditar la dominación cultural (de la política y la económica ni que decir, ya que a veces la eliminan de plano)[xiv]? ¿No será que ello habla más bien de nuestra propia miseria para escuchar, de nuestra falta de “espectro de audición”? ¿No será más bien que escuchamos a partir de un epistemicidio, de un concordato para asumir que la esencia de lo real es una ausencia categorizable en clave del discurso del poder fetichizado, sea este liberal o no?
De cualquier manera, es probable que en el refilón de dichas reapropiaciones sea quizás donde haya más sobre nuestro pasado y nuestras posibilidades históricas, y sobre todo, el aprendizaje del escuchar y las posibilidades de una traducción efectiva; quizá haya más entre líneas que en aquellos desplantes donde la aritmética del discurso liberal fue correctamente seguida. Uno de los peligros inherente a tal proceder es el de producir el efecto de un ensanchamiento de la órbita liberal —donde todo cabe sabiéndolo acomodar y dejando de lado los conflictos, dominaciones y explotaciones inherentes al propio devenir del sistema que el liberalismo anuncia como el mejor de los mundos posibles; ya no sería necesario adelantar tal crítica, únicamente se trataría de negociar “al interior”, buscando en tal caso, ensanchamientos de la órbita en dirección de la izquierda política.
Habría que pensar en la importancia de aquellos momentos donde la negativa a ser nombrado por parte del “subalterno” —y con ello quitarle al liberalismo uno de sus más socorridos artilugios coloniales— confluye con el acto de criticar/interpelar al poder fetichizado valiéndose de sus categorías y de un más allá de ellas que subyace a su propia condición histórica de oprimido. Es decir, de colonizado que coloniza; colocarse en una exterioridad conciente o como proyecto asumido desde la esperanza de posesionarse de sí y desde sí en tanto comunidad en dirección conciente hacia la experiencia de un drama propio y no uno ajeno, siendo este último el lugar de consistencia de la obligación liberal referida a la lógica de la fábrica (R. Zavaleta).
Los liberales se muestran ofendidos por la irrupción de la masa bárbara. A decir de Coetzee, “la experiencia o la premonición de ser privado de poder me parece intrínseca a todos los casos en que alguien se ofende”. El discurso liberal es un discurso ofendido. El discurso liberal es un discurso ofendido ante la acción de contra-denominación que busca provocar al poderoso pues “si se puede hacer que los fuertes se ofendan, de se modo se colocarán, por lo menos momentáneamente, en pie de igualdad con los débiles”[xv].
Para fortuna del historiador, los liberales y conservadores del siglo XIX no habían hecho suyo el fetiche de una neutralidad confundida con objetividad (rasgo más bien típico de nuestro tiempo). A diferencia de los intelectuales estilo Popper (que evitarían a toda costa mostrarse ofendidos), aquéllos se mostraban ofendidos por la pervivencia de un contumelioso pasado/presente colonial (“terror colonial”), donde la razón está ausente. Hoy, ofenderse es signo de debilidad de la convicción (que no está respaldada por la razón, si lo estuviera no llegaría el momento de ofenderse); en el siglo XIX, mostrarse ofendido es un recurso retórico necesario dada la gigantomaquia con que debía presentarse la necesaria ruptura (ruptura producto de una construcción inflamada y mitificada, cesarista, de aquello con que debía romperse; el pasado es un instrumento idealizado que servirá de legitimador de la ficción liberal por establecer como reemplazo moderno).
Las relaciones de producción en que ansiaban insertarse las élites partidarias del liberalismo demandaban un discurso que hiciese aparecer un poder naturalizado (la razón liberal y su economía política o “economía vulgar”) que estaba siendo postergado o ausentizado por la necia presencia de la barbarie colonial y sus corporaciones. Ese poder necesitaba del empoderamiento de estos nuevos ilustrados. Ellos no se permitirían “desperdiciar” más el producto social por vía del derroche antimoderno de la colonia; sentarían pues las bases del nuevo orden social partiendo de señalar la ofensa que para con la razón (postergada) tenía el “terror colonial”. Crearían binariedades funcionales a la ficción que se gestaba para abanderar el sueño de integrarse al mercado mundial. Así, el pasado será tradición y el futuro será Progreso, Orden, Modernización y Fe liberal en la propiedad privada y el mercado (expresiones fenoménicas del valor que se valoriza).
[i] ROITMAN, Marcos. América Latina en le proceso de globalización, los límites de sus proyectos, México, CEIICH/UNAM, 1994, pp. 36-37.
[ii] Con “descubrimiento imperial”, Boaventura de Sousa, se refiere a la relación de poder y de saber que implica todo descubrimiento, “es descubridor quien tiene mayor poder y saber y, en consecuencia, capacidad para declarar al otro como descubierto”. Esto es así porque hay una desigualdad del poder y del saber que hace que la reciprocidad que subyace a todo descubrimiento devenga apropiación del descubierto”. En este sentido, dice Santos, “todo descubrimiento tiene algo de imperial, es una acción de control y sumisión”. Cfr. SANTOS, Boaventura de Sousa. “El fin de los descubrimientos imperiales”, en Una epistemología del sur, la reinvención del conocimiento y la emancipación social, México, siglo XXI, 2009, pp. 213-224.
[iii] BRADING, David, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1996, p. 128.
[iv] Vid. GUARDINO, Peter. “Comentario de Peter Guardino a su obra El tiempo de la libertad”, Signos Históricos (UAM-I), julio-diciembre 2010, núm. 24, pp. 148-153.
[v] Ibid., p. 152.
[vi] GUARDINO, Peter. “Comentario…”, op. cit., p. 149.
[vii] GUARDINO, Peter. Campesinos y política en la formación del estado nacional en México. Guerrero 1800-1857, México, Gobierno del Estado Libre y Soberano de Guerrero/H. Congreso del Estado Libre y Soberano de Guerrero, 2001, p. 26.
[viii] GUARDINO, Campesinos y política en la formación del estado nacional en México. Guerrero 1800-1857, México, Gobierno del Estado Libre y Soberano de Guerrero/H. Congreso del Estado Libre y Soberano de Guerrero, 2001, p. 27.
[ix] Ibid, p. 26.
[x] COETZEE, J. M. “Ofenderse”, en Contra la censura, México, Debate, 2007, p. 16.
[xi] Vid. MURATORIO, Blanca. “Discursos y silencios sobre el indio en la conciencia nacional”; texto disponible en línea en: http://www.flacso.org.ec/docs/antciumuratorio.pdf. La autora se refiere al caso concreto del Ecuador decimonónico, aunque se desborda más allá de ese espacio concreto, para ser expresión de la producción del indio como ausencia en el devenir de las Repúblicas latinoamericanas. Muchos son los relatos comunes que conforman a dichas Repúblicas excluyentes y en crisis permanente a lo largo de su historia.
[xii] FAIR, Hernán. “El discurso político de la antipolítica”, texto disponible en línea en revista electrónica Razón y palabra: http://www.razonypalabra.org.mx/N/N80/V80/22_Fair_V80.pdf
[xiii] Cfr. ARENDT, Hanna. ¿Qué es la política?, México, Paidós, 2012.
[xiv] Eduardo Subirats retrata estos excesos propios de ciertas posiciones culturalistas muy en boga en la academia enamorada de la posmodernidad. Se trata del retrato del “último posintelectual posmoderno” dirigiéndose al “subalterno”: “Yo no soy el mismo Uno, la identidad sustancial sin fisuras del sujeto colonizador. Soy la totalidad quebrantada de los Grandes Discursos, la identidad del Sujeto escindida en una pluralidad de Otros. Me reconozco en la Otredad del Otro como otro entre otros Otros. Le reconozco a Usted como la diferencia del diferente en un tiempo y espacio decodificados. Usted es un sujeto híbrido. Está descolonizado: ¡Ahora puede hablar!”. SUBIRATS, Eduardo. “‘Antropofagia’ contra globalización”, en Una última visión del paraíso, México, FCE, 2004, p. 85.
[xv] COETZEE, J. M. “Ofenderse”, en Contra la censura, México, Debate, 2007, p. 17.