A veces solo queda sanar…
Mi abuelo te rezaba a vos. Se hincaba frente a las piedras del lago y rezaba. Hablaba que había que agradecerte, hablaba que había que pedirle a los dioses para que te mantuviera sana y para que sus nietas y sus nietos pudiéramos verte. Se hincaba y te decía que nos disculparas por menospreciarte, por contaminarte y malgastarte. Sus lágrimas se perdían entre tus aguas… “Hijos, no la dejen morir, por favor”, decía el abuelo. Te ofrendaba frutas: unas naranjas, unas mandarinas y algunos limones cada vez que iba a verte… Así te mantendrás siempre fresca, decía…
¿Qué hicimos para merecerte? ¿Qué te dimos a cambio? ¿Alguien se habrá sacrificado por vos? ¿Alguien habrá dado su vida para que hoy te tengamos con nosotras y nosotros?, vociferaba el abuelo mientras su llanto nos desgarraba. El abuelo siempre nos decía que los ilusos pensaban que nunca te acabarías, que eras infinita y que, junto a la eternidad, nos verías desaparecer. Sin embargo, nosotros nos creímos especiales. Nosotros… Hasta que llegó el día en el que dejaste de venir. Llegó el día en el que al abrir la llave de paso ya no caíste. Hasta que llegó el día en el que la ducha cesó. Por suerte el abuelo ya no vio cuando te fuiste, cuando decidiste ausentarte…
Hoy recordamos al abuelo y su rezo. Hoy tratamos de recordar aquellas palabras que decía para disculparse con vos, para contentarte y hacer que, al final, aparecieras. El último poco de agua que queda en casa es la que está en aquel vaso frente al altar para nuestros muertos… y hoy pareciera que el agua también es uno de ellos…