A través del cristal del carro la caminata parece leve. Llevan buen ritmo. Hasta podría decirse que lo disfrutan. Como si se tratara de una peregrinación (uno no regresa a los lugares sagrados —dice Cristina Rivera Garza—, uno peregrina hacia allá). Pero a ellos no hay santo que los espere, ni un Moisés que los guie por el desierto para llegar a la tierra prometida. No la hay. Nadie les ha prometido nada. Y si lo hizo, no cumplió. Porque ahí van: avanzando sin saber que buscar, pero con la certeza de qué están huyendo (Nadie deja el hogar —escribe Warsan Shire— hasta que el hogar es una voz húmeda en tu oído que te dice vete, aléjate corriendo de mí, no sé en qué me he convertido).
En grupos de cinco los menos numerosos y con los mejor dotados para la larga caminata: jóvenes, animosos lo suficiente para levantar la mano y pedir un “raite” con gritos jubilosos, como si en lugar de pedir ayuda estuvieran saludando. En nutridos bloques la mayoría: gente adulta, muchos hombres, muchas mujeres. Niñas, niños que dormitan en los brazos de un adulto mecidos por el bamboleo de la caminata. Niñas y niños que caminan tomados de la mano de alguien, saltando por el caliente asfalto de la costa, como si estuvieran jugando al avioncito.
No les ladran los perros de las casas de al lado del camino. Son otros los que babean rabia. Una rabia delegada. Una rabia escrita y leída entre las líneas de sus manuales de funciones. Una rabia que les dice que no basta con detenerlos: hay que odiarlos. Ellos también los ven pasar. No esperan órdenes, la orden ya está dada. Déjenlos caminar, así se cansan. Y ya cansados, los cazan. Así ha sucedido: la peregrinación hacia-ningún-lugar-que-es-mejor-que-el-que-dejamos ha sido fragmentada. Rota. Quebrada. Con los pies ardientes y la entrepierna escaldada insiste en su andar hasta alcanzar el próximo pueblo. La cancha de básquetbol que está techada puede aminorar los estragos de una probable tormenta que se ha ido formando lentamente. Las niñas y los niños son los primeros que caen en el sueño profundo sobre el lecho de concreto que los acoge. Así son los pequeños, donde quiera se duermen si tienen sueño. El ruido de los carros que pasan por la carretera y el barullo del montón de gente se tornan su canción de cuna (el país que soñé que tu habitarás —canta Norma Elena Gadea a su hija— aun nos cuesta dolor, sudor y lágrimas. Pero existe mi bien con tantas ganas. En tus ojos los vi está mañana).
¿Qué hay después de acá?, preguntan. Más camino (Caminante no hay camino —escribió Antonio Machado—, se hace camino al andar). Pero para ellos, todo es un camino que no da tregua. El camino es el castigo impuesto por ser quienes son, en un mundo sin lugar para ellos. No saben a dónde van. Es solo que ya no caben en ningún lado. Nunca han cabido. La noche y el cansancio se les juntan en los ojos a los que aún restan de tumbarse en el suelo. El pueblo ha quedado silencioso. La luz de la sirena de una camioneta que observa a lo lejos también se ha apagado. Pronto llegará el alba y con ella la rutina del día a día. La señora de la tienda de abarrotes subirá la persiana. El camión de la basura hará su ronda. Los taxis a paso lento buscarán pasaje. La gente saldrá camino a sus mandados, a sus trabajos. La camioneta encenderá de nuevo su sirena hasta asegurarse que todo se desarrolla conservando el orden y la calma.
Todos verán partir a los que, parafraseando el título de un libro, siempre estarán en ninguna parte.