He salido a correr cada mañana desde hace un par de semanas. Los obstáculos más difíciles de vencer han sido la pereza y el frío. Salir de las cobijas y enfrentarme al ambiente helado de la casa, del bosque que me rodea ha sido un reto enorme. Espero a que salga un poco el sol, preparo una rebanada de pan tostado con un poco de crema de cacahuate. Como frente a la ventana del quinto piso y observo el movimiento de las ramas de los árboles, los rayos de sol. Después de esos minutos de contemplación ajusto mi gorra y salgo.
Bajo las escaleras corriendo, saltando de dos en dos escalones. Me alegra el reto diario, la recompensa íntima de saber que lo he logrado. Algunas veces llevo conmigo unos audífonos y escucho algunas canciones que me permiten ir más rápido. Otras veces solo voy en silencio y observando los sitios por los que paso. En ocasiones pienso que podría guardar silencio el resto de mi vida. Una vez me mudé cerca del mar y permanecí callada, sin hablar con nadie, durante tres semanas. Me gusta creer que así es el comienzo del silencio perpetuo.
Continúo mi camino con una ruta diseñada en mi mente. No busco los caminos de la memoria; en esta región nada es conocido, lo descubro a diario con estas carreras matutinas. Diseño el plan sin pensar en el kilometraje ni la ruta. Solo tengo en la cabeza que quiero llegar al bosque. Durante el trayecto debo atravesar avenidas, mercados, paraderos de camión. En las ciudades como esta, los pocos bosques sobreviven acorralados por la urbanización, el bullicio y la gente. Así que me abro camino por las diferentes aceras que debo transitar. Me guío por la señalización de los autos. Sigo cada flecha que me permita llegar.
Además del trayecto imagino lo que piensan los demás transeúntes sobre la mujer que pasa corriendo cerca de ellos. Me pregunto si mirarán algo de mí, si en su cabeza se formularán teorías sobre la razón de mi andar por las calles. Usualmente no utilizo las mismas rutas, regreso a casa por otros caminos. Siempre pienso que si alguien me ve pasar, quizá en su recuerdo se quede la idea de que mi camino continúa, sigue cada minuto del día. En su memoria quiero ser la que no retorna, la que corre siempre hacia un lugar desconocido. O tal vez nadie me note, ni se pregunten quién soy. Después de todo, he pasado muchos años construyendo mi anonimato. Incluso a veces me siento orgullosa de mi hermetismo, de que nadie me conozca. En un recuento podría asegurar que apenas soy unos cuantos fragmentos de alguien que ya no recuerdo. Cada versión de mí que interactúa con otros es una parte, pero no es la estampa completa. Esa la guardo para el silencio, para cuando no hay testigos. Constantemente me pregunto quién era antes de este anonimato, quién fui antes del estallido, de la implosión.
Sigo corriendo, ahora siento el ardor en los muslos, en las pantorrillas. Dejo de sentir el aire helado que me rozaba las mejillas. Noto el sudor recorriendo por la espalda desde la nuca hasta la cintura. Sonrío para mí. Comienzo a ver más letreros que anuncian mi inminente llegada al bosque. Me apresuro. Quiero entrar lo más pronto posible. El bosque tiene una entraba de piedra, un arco de bienvenida. Di un paso para mirar la vista completa y de pronto me vi ahí. Reconocí el sitio en lo más lejano de la memoria. Yo estuve en ese lugar un día hace muchos años; seguramente décadas atrás. Mientras dirigía mis pasos hacia adentro me recordé de niña y sobre un caballo. Estaban también mis padres. No habrán tenido más de veintidós años. Cada paso parecía aterrizar sobre un espejismo de un pasado que no sabía que existía. Luego de aquello recordé el camino entero sobre el que corrí. Sigo preguntándome quién era yo antes de ahora. ¿Cómo andar sobre un camino que se ha olvidado?
Seguí corriendo hasta perderme de la gente que se aglomeraba en las atracciones de la entrada. Disfruté del aire y el olor a pino. Seguí los senderos, hice algunos nuevos. En una de aquellas vueltas reconocí otro recuerdo. Esta vez no fue del sitio, sino de un aroma. A lo lejos, como perdido entre lo más profundo del bosque había un anafre. El olor lejano a carbón me trajo a la memoria la casa de mi abuela. Recordé su risa, nuestra última conversación. Mi certeza, al despedirme aquella vez, de que sería nuestro último encuentro, nuestro último abrazo. Después de siete kilómetros más decidí regresar a casa.
Llegué con más silencios a cuestas, con el llanto contenido. Un llanto desconocido, sin sentido, quizá provocado por esa vida que ya no existe, por aquella que ya no soy. Un llanto que solamente puede llorarse bajo la regadera para evitar el sobresalto. Después de la ducha llamaré a mi madre. Le preguntaré si hace más de treinta años estuvimos ahí. Si era yo esa niña, si era ella aquella joven. Si algo queda de aquellas nosotras que fuimos antes.