Hoy es uno de esos días en los que hay más movimiento que de costumbre; se mueve el cuerpo, se desplaza el auto, se agitan las ideas, se apaga el silencio. Día de tránsito le llamo. Tomo algunos libros y corro a la universidad. A las siete en punto bajo los cinco pisos que me separan del estacionamiento. Se mueve el cuerpo. Me corta la cara el frío de la mañana. Subo al auto, enciendo el navegador, trazo la ruta. Se asoma el sol. Llueve. Tomo atajos que evitan algunos embotellamientos. Me atrapa la inevitable hora pico en la ciudad. Una ráfaga de pensamientos sigue en el sur, en casa, en la almohada, desperdigados por la sala, el comedor y en mi escritorio. Tardan para alcanzarme en este viaje al oriente. En cámara lenta me traslado mientras que el reloj avanza desesperado.
Hay un instante de ese trayecto en el que desaparece la prisa, el frío, el desvelo. Olvido los pendientes y contemplo el aire afuera del auto, las pequeñas gotas que van saturando el parabrisas sin hacer ningún ruido. Percibo el paisaje ralentizado, atorado en un punto en el que solo cambia la luz del sol. Miro por el espejo lateral y un pensamiento me alcanza. Reviso el reloj y ese instante fue un salto en el tiempo que me alejó de la puntualidad. De nuevo regreso al embotellamiento que me abstrae. Recuerdo una canción que escuché un día antes. Apenas algunas frases y pocos acordes. “All these places have their moments…” Y un piano que satura la memoria mientras el semáforo cambia de color. Veo nuevamente el reloj. Otro agujero en el tiempo. Todo se empieza a mover. Me asusto. Por unos segundos siento que el auto va en retroceso, que un bucle invisible nos traga desde atrás. Logro entender lo que pasa y acelero. Todos avanzamos de nuevo. Me relajo y aquellos pensamientos que quedaron en casa ya están conmigo. Se encuentran adormilados aún. No son tan insistentes, se mueven lento. Se presentan uno a uno. No alcanzan la reiteración de la media tarde, pero ya están ahí. Se nubla. El semáforo nos atrapa otra vez. El paisaje en sepia permite que me calme. De vuelta la canción: «Some are dead and some are living…» Y Carlos reaparece en mi memoria. Hace poco pensé en nuestra adolescencia juntos. Mi hija está a punto de cumplir los años que él tenía al morir. Creo que extrañar ya se me ha vuelto décadas. No recuerdo si soñábamos con el futuro, pero estoy segura de que tampoco vimos venir la muerte. “In my life I’ve loved them all…” Continuamente me pregunto cómo habría sido la vida si él no hubiera muerto.
De pronto estoy entrando al estacionamiento de la escuela. Bajo del coche. Subo las escaleras, comienzo la clase. Escribo en el pizarrón, analizamos ejemplos de oraciones. Sujeto, verbo, complementos; funciones adverbiales de tiempo y espacio; nexos adversativos, pronominalización. Termina la hora de clases. De pronto también noto que es jueves. Carlos murió en jueves. O tal vez no. Ya no lo sé. Subo dos pisos y me encierro en la oficina. Escribo un rato en la computadora mientras sigo escuchando un piano que musicaliza la soledad del cubículo. Leo. Bebo un café. El tiempo se diluye y ya es mi siguiente clase. Analizamos un cuento. Al abrir el libro encuentro algunas notas viejas. Veo un nombre que repentinamente llegó a mi mente hace unos meses. Lo reconozco y pienso en las trampas de la memoria, en lo impredecible que resulta. Una alumna dice algo sobre los recursos retóricos de Rulfo. Yo apenas distingo su voz entre mis pensamientos. Al terminar la clase debo irme. Se hace tarde. Tarde para limpiar la casa, lavar los platos, hacer la comida, recoger a mi hija. Otra vez el tráfico. La música. Los cláxones. Ella y yo nos vemos cerca de la parada de autobús. Dejo el auto estacionado en un lugar cualquiera. Caminamos sin dirección. Reímos. El movimiento se hizo pausa. Olvidé las trivialidades domésticas. Otro bucle. Esta vez su sonrisa y su mirada detuvieron el reloj. Me pareció vernos desde el otro lado de la calle. Nos vi felices bailando en una acera junto a la fuente. Cerré los ojos y escuché un acorde más “…In My life I love you more…”
Fotografía @yllak