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Textos de la triste bahía

Fuego y carne, símbolos del poder | Comentarios sobre El señor de las moscas

—¡Qué ilusión, pensar que la Fiera era algo que se podía cazar, matar! —dijo la cabeza. Durante unos momentos, el bosque y todos los demás lugares apenas discernibles resonaron con la parodia de una risa—. Tú lo sabías, ¿verdad? Que soy parte de ti. ¡Caliente, caliente, caliente! ¿Que soy la causa de que todo salga mal? ¿De que las cosas sean como son?

El Señor de las Moscas, capítulo 8, Ofrenda a las tinieblas.

Quizás, desde los inicios de la civilización, el concepto del poder nunca giró alrededor de la idea de la posibilidad, sino de la posesión.

Sin gran protocolo, Golding ubica a un puñado de niños víctimas de un accidente aéreo en medio de una isla desierta que aspira a convertirse en hogar. Digo aspira, porque cualquier intento de civilización no será más que eso, un intento. La isla posee tantas cualidades paradisíacas como hostiles. Desde un principio, la novela se consolida como un terreno dual: sus personajes, sus símbolos, sus escenarios… una constante que pondrá en evidencia dos de las mil caras del mundo: la razón, representada por el fuego, la luz; y la ambición por el poder, representada por la carne, la fuerza, la violencia, Con esto no quiero decir que el poder y la razón sean conceptos antagónicos, pero a menudo pienso que la naturaleza humana no busca a priori que estos coexistan o que uno sea consecuencia del otro. Esto último, no voy a engañar, es divagación.

Los niños más grandes buscan establecer un gobierno práctico ante lo que es incierto: el rescate, y que es sostenido por la esperanza. Mientras esto sucede, surgen otras necesidades, como la comida y el refugio. Sin embargo, a medida que todo avanza, la dualidad impera nuevamente, los intereses se bifurcan y de pronto la idea del rescate se ve trastocada por el deseo de carne. Este ideal no es más que la representación de la fuerza. La preocupación real del líder de los cazadores, quien luego será el jefe de los salvajes, es la de demostrar que es capaz de matar, que es él quien debería ser el jefe de la isla, pues es fuerte, provee alimentos y no conoce el miedo. Con su ambición se concreta el antagonismo. Por un lado tenemos a Ralph, elegido democráticamente, emplea una caracola como símbolo de esa democracia: tiene voz quien tiene la caracola. Del otro lado se encuentra Jack, la fuerza y la brutalidad: tiene valor quien es capaz de matar.

Ahora bien, la intención de esto no es hacer un resumen de la obra, sino desahogar la experiencia.

En cierta forma, Golding nos acostumbra a un ritmo lento. Tanto las descripciones como los hechos son desarrollados con calma, sin tiempo, de la misma forma que no existe el tiempo concreto en la obra, ni horas ni semanas, que es otro símbolo de la civilización, del orden. Existen el día y la noche, no más. Ese ritmo, engañosamente, podría ser una constante, hasta que, intempestivamente, todo explota, todo se incendia. A la lista de símbolos, entonces, me atrevería a añadir la estructura en sí la novela. Todos los hechos están acomodados de una forma tan cuidadosa y paciente y que repentinamente estallan y nos sumergen en un trance violento, en una persecución. Yo lo veo como la hoguera que estalla agresiva.

Cuando todos los elementos se colocaron, el rescate se vuelve un anhelo olvidado. El deseo ahora es el poder, es el dominio. En ese momento se crean dos tribus, la de los racionales, conformada inicialmente por la mayoría de niños, y la de los salvajes, conformada inicialmente por una persona, Jack. A medida que avanza el tiempo, la cantidad de los bandos se intercambia, pues la mayoría de niños se ven atraídos por la fuerza, por la carne, por, digámoslo de una forma, la posibilidad de ser brutales e impunes. El nuevo símbolo que emerge, pues, es la máscara.

Para mí, este es el punto de inflexión. Descubren que la vergüenza no existe cuando se cubren el rostro. A partir de entonces se tornan violentos y sanguinarios. La máscara les da la posibilidad de no ser ellos, de obviar los códigos éticos y morales que poseían antes de accidentarse, en la civilización, ante sus padres, ante la sociedad sólida. Eso antes de saberse dueños de una isla solo para ellos. Lo que me hace pensar nuevamente en el motor del poder, en la verdadera intención de quienes aspiran a él.

Cuando el inconveniente de la vergüenza se ve solventado con la máscara, matan, y lo hacen sin remordimiento. Más que la carne, el verdadero alimento de los salvajes de Golding es la sangre, es ver que su fuerza está por encima de cualquier ente vivo. En ese momento, después de la sangre, el único atisbo de civilización es Ralph. quien es una representación de los códigos morales con los que habían vivido apenas un instante antes de que el avión se desplomara. Lo único que podían hacer ya, pues, era matarlo, pues era también el recuerdo de todo lo que habían perdido al haberse accidentado. En el deseo de Ralph por ser rescatados estaba encomendado el calor, el hogar, el afecto, y tanto más. Los salvajes, a la vez que estaban ciegos por el poder y por la sangre, estaban resignados. No pensaban más en el mundo que habían perdido.

Aquí, la sensación de persecución y desquicio alcanzan el punto más alto. Ralph huye de una horda enfurecida y ansiosa por matarlo. Nada los detiene, y el fuego es un arma más para saciar ese deseo. Incluso el símbolo de la razón, su mayor obsesión, se vuelve en su contra. Todo a su alrededor arde. Y uno como lector se pregunta ¿qué caso tiene para Ralph seguir vivo? Es el único cuerdo en una isla desierta y en llamas. La brutalidad y el hambre imperan. Los únicos niños que podían ser un soporte racional estaban muertos y el resto solo busca sangre. Tanto que sentir y tampoco nosotros somos capaces de ver un final, también nosotros nos olvidamos del anhelo primario: el rescate.

Cuando todo apunta a ser una feria de sangre y vísceras, el final del final, bum, todo se detiene. Intempestivamente, de nuevo, todo se detiene. El rescate llegó. Y la excitación, fruto de la narración desbocada, en la cúspide. Fue tanto, que olvidamos ya el momento en el que eso cambió y dejó de ser una sucesión cuidadosa de hechos y descripciones. Nosotros también fuimos parte el trance y no nos dimos cuenta. También nos pusimos una máscara, también pudimos haber asesinado a Simon y a Piggy. También nos olvidamos del rescate.

En menos de tres líneas todo se detiene, y nos bajamos del trance. De vuelta a la civilización. Llega uno, por momentos, a sentirse burlado. Duda uno de cuánto de lo leído fue percibido de una forma lúcida y mesurada, o si la narración nos llevó a extremos, a exagerar un mero juego de niños, o a minimizar actos de barbarie. Uno, a esas alturas, tampoco se sabe.