Los libros de autoayuda me provocan incomodidad. La última vez que tuve uno en mis manos con intención de leerlo fue en los años de mi juventud, cuando leía lo que me cayera en las manos menos por decisión que por falta de recursos (no es que ahora tenga como comprarme los libros que quiero, pero al menos tengo internet para descargar sus versiones en pdf).
No me gustan por una sencilla razón: porque reducen la vida a una serie de indicaciones fáciles.
Y, sin embargo, no pocas veces me he visto atrapado en argumentos sobre la vida que después juzgo fáciles. Como si el solo hecho de enunciarlos ya llevara consigo la carga de sentido suficiente para resolver el problema de mis interlocutores. Esto fue lo que sentí después de hablar con mi amiga Marcela, que estaba pasando por un mal momento. Más específicamente, a través de los escuetos mensajes del WhatsApp me contó que se sentía como si un tren le hubiera pasado encima y la sacó de su centro.
Yo tengo una teoría del centro. La tengo desde hace muchos años y aunque no puedo decir que me ha ayudado a vivir (cuando uno anda en la pura experiencia de la vida las teorías no siempre son lo más importante) si me ha ayudado a darle sentido a lo vivido. Dicho de otra manera, es una teoría que opera posteriormente: no para vivir sino para justificar lo vivido. Pero esta vez, cuando Marce me decía que había perdido su centro, mi teoría pegó brincos en mi memoria a través de un recuerdo. Así como aquellos niños que en una fiesta infantil saltan porque se saben la respuesta de los acertijos del payaso. El recuerdo que asaltó mi memoria, decía, sabía cómo no perder el centro. Involucraba a dos amigas en un 15 de septiembre, en la feria de independencia de Quetzaltenango.
Leocadio y yo estábamos terminando nuestro único litro de cerveza de la noche. Una noche sin mayor perspectiva ni futuro. Salíamos de la nada excepcional garnacheria de feria cuando Carmen y Ana aparecieron por una de las angostas avenidas que forman los puestos de feria. Venían ya trastabillando y sosteniéndose una con la otra. Para esas épocas ambas tenían una personalidad tan extrovertida que hubiera sido imprudente decir que venían borrachas. Pero venían.
Al vernos anunciaron con entusiasmo etílico su destino: los juegos mecánicos. Les ofrecimos volver a la garnacheria y tomarnos otro litro de cerveza. Pero la insistencia de sus planes daba a entender que se trataba de una tarea fraguada con una convicción tal que no daba para cambiarla. Aún más, insistían en que fuésemos cómplices de esos planes que, a juzgar por el estado en el que estaban, solo podían ser tachados como la más imprudente locura.
Leocadio nunca se caracterizó por la condescendencia. Y yo, me caracterizaba por la condescendencia en exceso. Así que minutos después, mansa y resignadamente, me encaminaba junto a ellas hacia el área donde estaban los juegos mecánicos. No recuerdo el nombre del juego elegido, pero sonaba a algo milenarista, galáctico o casi apocalíptico. Era un enorme artefacto de metal mal pintado que se antojaba una araña a la que le había caído un bote de pintura encima. Las patas, que remataban en los cubículos donde era sujetada la irreflexiva concurrencia en parejas, giraban alrededor de un cuerpo de metal maltrecho. ¡Pero también giraban sobre su propio eje! Y de arriba para abajo y viceversa. Valgan estas descripciones para decir que aquella cosa se movía como bestia. Como la bestia que era, diseñada para zangolotear la existencia.
Antes de poner un pie sobre la plataforma de metal que anticipaba la entrada a los cubículos, mi voluntad y mi entereza se pusieron de acuerdo. Aflojaron. Di un paso atrás dispuesto a perder con dignidad el costo del jueguito. Carmen me detuvo con razones que tampoco ahora recuerdo, pero seguramente habrán retado mi frágil masculinidad. Y, como tal, el reto tuvo efecto porque segundos después me vi soportando el tufo del aliento de uno de los operadores del juego mecánico que, sin chistar una sola palabra y con sonrisa socarrona, daba a entender que durante cinco minutos nuestras vidas estarían completamente en sus manos.
El aparato aún no se movía, pero Ana ya gritaba. Gritaba con una especie de vehemencia insana. Habrá notado mi angustia porque extendió el brazo tratando de alcanzarme y dijo: si te aferrás a un punto fijo te vas a marear.
Ahora que escribo esto me pregunto qué gran libro hubiera sido escrito si quien hubiera escuchado aquella frase mientras se aferraba a las inciertas correas del asiento hubiese sido Donna Haraway o Gilles Deleuze. Pero fui yo. Y lo único que he logrado hacer con aquel recuerdo es contarle esto a mi amiga Marce, que estaba perdiendo su centro.
Seguí mi relato.
La araña mecánica comenzaba a crujir y mi miedo aumentaba más. Ana seguía alzando hacía mí su mano moviendo los dedos con frenesí. Como si me estuviera lanzando polvos mágicos de la tranquilidad. Vi el momento en que un mechón de su pelo atravesó su rostro feliz. Olvidáte que el centro está ahí, dijo como sabiendo que en ese momento mi mirada se clavaba en algún punto de la tierra firme. Vi a Leocadio tomando su cerveza al pie del juego riéndose de mí, vi un puesto de algodones y uno de elotes, vi a una pareja enamorada. El centro va con vos, remató Ana justo a tiempo. Justo cuando Leocadio desaparecía de mi vista. Justo cuando los puestos de algodones y de elotes cambiaban su posición en el universo y cuando el color marrón del suelo era sustituido por el negro estrellado de las noches quetzaltecas.
Eso que dejé no es el centro. El centro va conmigo. El centro va con mi mirada. El centro es hacia donde veo. No hay un centro único, me repetí tantas veces como pude y tantas veces como nunca lo volví a hacer. No era una lección moral. No en ese momento, sino hasta que comencé a experimentar que la fórmula de mi amiga estaba dando resultado y las aceleradas imágenes de la realidad se me presentaban con una mezcla de terror y fascinación. (¿Será eso lo que sienten quienes hacen paracaidismo? ¿parapente? ¿o cualquier otra actividad que suponga el desafío a la gravedad? ¿y que hay de los que se suicidan tirándose de un puente? Tal vez este relato debiera titularse: «El hermoso paisaje que se contempla antes de estrellarse»).
Olvidé la lección de vida cuando puse pie en tierra y comencé a vomitar. Vomité al pie de la araña intergaláctica. Vomité detrás de la nueva garnacheria a la que entramos con Ana, Carmen y Leocadio para conmemorar aquella hazaña. Volvía vomitar en mi casa, hasta que el mundo comenzó a recobrar la estabilidad.
Que chida tu historia. Escribió Marce en el WhatsApp.
Quise sacar una lección de aquel recuerdo. Pensé en subrayar la idea de no aferrarse a un solo punto. Pero fui ahí cuando sentí que comenzaba a atravesar la delgada línea entre compartir la vida y dar recetas sobre como vivirla. Al final de cuentas, si había una lección en todo aquello aplicaba para mí, que me prometí nunca más subir un juego mecánico. Promesa que por supuesto no cumplí, solo por reafirmar lo que ya hace cientos de años dicen que dijo acerca de la tierra Galileo Galilei, frente al tribunal inquisidor: y sin embargo, se mueve.