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La musa desnuda

The Crucible, y la caza de brujas que aún continúa.

Arthur Miller da nacimiento a The Crucible en 1952. Una obra de teatro, pero también una prueba irrefutable de lo ilimitado de la ignorancia, cuyo título en español ha resultado ser Las Brujas de Salem, pero cuya fiel traducción del inglés arrojaría la palabra crisol. Frente a esta aclaración inicial nos encontramos con que, una vez más, la exactitud es aliada. Si bien las brujas son parte fundamental del texto, su esencia puede ser mejor experimentada a través del entendimiento del crisol. Y es que el crisol es una reproducción metafóricamente exacta de la sociedad que Miller retrata a través de sus palabras: una cavidad, dentro de un horno particularmente especial, que bien podría soportar las inhumanas temperaturas que van desde los 500 hasta más de 1500 grados centígrados. Y que es, claro, totalmente capaz de derretirlo todo (hasta incluso, por qué no, a las almas más puras). 

Vivir lo presente a través de fabulosos relatos del pasado resulta, en ocasiones, más sencillo. Después de todo, por algo los cuentos de niños, aquellos con moralejas de antaño, aún son bastante efectivos y universalmente utilizados. Es por eso que, si bien Miller nos sitúa en el Massachusetts de 1692, perfectamente podríamos aventurarnos a afirmar que los ahogos y calores infernales del crisol bien pueden sentirse hoy día. 

Miles de interpretaciones diferentes, y todas ellas válidas por igual, pueden desprenderse de esta lectura que, personalmente, recomiendo. Para Miller, por ejemplo, su obra fue algo así como un merecido suspiro, después de la cruel persecución hacia su persona llevada a cabo por el macartismo de los cincuenta. Para los puritanos del siglo XVII, la amenaza era Satán…y para los norteamericanos de mediados del siglo XX, Marx. Ambos, claro, de color rojo.

Sin embargo, me gustaría analizar esta maravillosa obra desde otra perspectiva. Una que me direccionará hacia territorios que muchos sentirán incómodos, pero también necesarios de transitar. La civilización, aquella que alimentamos con avances materiales de todo tipo, debería pasear un poco por las tinieblas de aquellos hornos sutiles, estratégicamente escondidos, que aún queman las pieles de millones. 

No podría imaginar el oscuro frenesí de dolores y furias que deben sentirse mientras el fuego avanza, con solemne lentitud, hacia los pies de la mujer señalada. Para nuestra fortuna (pero no una fortuna total, por supuesto), lo común ha dejado de serlo, y la humanidad ha, aparentemente, avanzado hacia formas de violencia generalizada un tanto más implícitas. Que el lector no se confunda, eso no es una guerra ganada sino, tal vez, simplemente, un camino mejor pavimentado hacia el destino final. 

La sociedad teocrática descrita por Miller poco se asemeja a las sociedades contemporáneas, que se esfuerzan cada vez más por diferenciar la Iglesia del Estado. Sin embargo, las conductas humanas son las que llevan en sus manos el timón de todos los caminos: del político, del social, del espiritual en la tierra. Hasta que aquellas manos no estén completamente limpias, libres del hollín de generaciones manchadas de odios profundos, el barco no estará a salvo. 

Entonces, los invito a pensar si el rumor ha cesado en su interminable poder de convencimiento. O si los egocentrismos de los poderes tradicionales han dejado de actuar simplemente en pos de intereses individuales que pretenden disfrazar de bien común. O si las peleas por propiedad, por capital, no generan hoy el mismo mareo moral que generaban antes. O si, en una desesperación absurda por limpiar vestiduras que sin auténtico jabón jamás podrán ser impolutas, muchos no utilizan la acusación y la denuncia para desviar las miradas inquietas hacia sus propios pecados (públicos y privados). 

Cuántos como Herrick y cuántos como Cheever, desesperados por construir una autoridad basada en la firmeza simplista, que descansa todas las noches en aquellos que aún creen que cerrar las puertas a la diversidad es la mejor forma de asegurar una pacífica y sacral  jornada nocturna. Cuántos como Tituba que, víctimas de un sistema dominantemente opresor, deben renunciar a las libertades que les corresponden para no perder lo poco que aún tienen para sobrevivir. Cuántas como Ann Putnam, que pretenden sanar sus profundos y arraigados dolores al tajear con el cuchillo de las culpas a quienes menos lo merecen. Cuántas como Betty, adormecidas y con los ojos cerrados cual candado, intentando proteger el tesoro de lo impoluto, que poco debería valer en este mundo de seres orgullosamente imperfectos (si la perfección, claro, alude tan sólo a criterios estrictos nacidos de alguna visión chata de la naturaleza). Y por último, claro, cuántos demonios en los que se han depositado las culpas de tan sólo responsabilidades humanas, cargadas de odios y resentimientos que alimentarían más las llamas del infierno que cualquier lluvia de alcohol imperfecta a la que tanto le temen. 

Cuántos gobiernos que ignoran aún hoy a las mujeres, basándose en pensamientos patriarcales heredados, que no han hecho ni nunca harán nada por lograr objetivos nobles. Cuántas silenciadas por Estados fanáticos de los anteojos selectivos, que deben seguir aguantando abusos porque la sociedad les ha simplemente por azar de nacimiento asignado roles sociales invisibles. Cuántas mujeres defensoras del patriarcado, orgullosas de señalar con el dedo a cualquiera menos a los enemigos más cercanos, que la sociedad también nos ha acunado para creer que nos corresponde amar. Cuántas como las anteriores, pero que eligen silenciarse y aguantar, sin señalar, ni tampoco levantando el puño en señal de apoyo, sino simplemente haciendo eso: durmiendo. 

La cacería de brujas no ha terminado, solamente ha encontrado maneras más “políticamente correctas” para subir las temperaturas del horno. Ha logrado que quemen las entrañas y el alma, aunque los pies se encuentren sanos y salvos. Aunque, claro, también ha logrado que quienes gustan de literalmente quemar cuerpos o recurrir a otros métodos de violencia física sean apañados por sistemas enteros. Porque, claro, aún se entiende, para muchos, que las brujas, brujas son. 

Así, las temperaturas subirán gradualmente, y tal vez a algunas les hagan sentir más el calor que a otras. Pero las temperaturas, subirán. Me pagarán menos. Invisibilizarán el sector económico que me hayan asignado ellos mismos y lo tomarán simplemente como economía informal. Me darán reglas estrictas sobre cómo ser y cómo no ser, y cínicamente me asegurarán una protección que no pueden darme. Me querrán hacer confiar en que con un pedazo más de tela en mis piernas haré desistir a aquél que sólo puede verme como un pedazo de carne para usar a su gusto.

 Seré mandona y soberbia cuando mi compañero de trabajo simplemente sea un líder nato, y seré promiscua cuando disfrute de mi sexualidad, al igual que aquél, que es tan sólo un conquistador maravilloso. Me culparán por decidir sobre mi cuerpo, y me asegurarán llenarme de condenas. Entiendo, tienen aún muchas en el bolsillo. Son aquellas que han elegido guardarse y no repartir entre aquellos que nos asesinan todos los días. 

Temo más a los manifiestos en contra de mi integridad y libertades que a cualquier conjuro. Veo la cara del mal que ellos llaman demonio cada vez que muestran los victimarios de miles de mis hermanas violadas, torturadas y asesinadas. En la calle, de noche, rezaré cuanto tenga que rezar, y buscaré frenéticamente la protección de cualquier presencia. Apretaré las manos con fuerza para que la misericordia realmente exista. Probablemente, no funcionará. Será demasiado tarde. Porque si el cazador me ha elegido como su presa, el fuego ya ha llegado hasta mis rodillas. Y no estará poseído. Estará avalado por una sociedad cómplice.  

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La musa desnuda

Morena Bao | Reflexiones desde la biblioteca

Atreverse a interpretar a Borges, queriendo acercarlo a una realidad que la finitud no le permitió conocer, me resulta casi una blasfemia. La lógica red que mantiene las verdades del mundo en orden no me permitiría, hoy, sentarme en una mesa redonda y pintoresca, de un café porteño, frente a un fantasma para preguntarle (café cortado mediante) “¿Es que esto es lo que has querido decir?”. Por eso, quisiera hacer una aclaración: no pretendo interpretar intenciones sin antes preguntarlas, ni tampoco afirmar verdades que habrán conocido almas exentas ya de este camino.

            Mientras escribo esta columna en mi piso nueve, veo los árboles y me pregunto si, alguna vez, podré acercarme a ellos de la misma forma que antes. Observo las hojas de otoño y me cuestiono si podré pisarlas y respirar ese ruido de hojarasca sin que un pedazo de tela prevenga intrusos de origen viral. No me atrevo a formular una respuesta, quizás porque sé que, por ahora, no existen.

            En “La Biblioteca de Babel”, Borges relativiza y desordena para poder concretar y ordenar nuevamente. Describe pasadizos de un lugar desconocido que se presenta ante el lector, le estrecha la mano, y le deja como huella un poderoso aroma, aquél que marea, pero también es agradable. Para algunos, sería como oler gasolina. Para otros, simplemente el aroma del mar. Comienza así un viaje por los sentidos, guiado por el escritor argentino, que vuelve espirales las sensaciones más lineales. No es muy claro a dónde se dirige, qué significa, por qué lo escribe. Sin embargo, tal vez seamos nosotros, ávidos de significados y moralejas encubiertas, los que perdemos el punto cardinal de nuestro camino. Después de todo, no estamos aquí para hacer preguntas.

            No preciso conocer los elementos específicos de mi whisky para poder disfrutar su sabor, ni necesito entender precisamente los detalles del proceso que enciende mi fogata para poder abrigarme en su fuego. Preciso sentir que a mis ojos han arribado los mensajes de un alma que en papel y lápiz ha encontrado una forma de liberación. Puedo no comprender su lenguaje, y quizá nunca conozca realmente los sentidos que esconde, los secretos develados que no podría comprender sin calzar su misma talla de zapato, en el mismo momento y en el mismo lugar. Pero puedo sentir, puedo dejarme abrazar por las descripciones y las letras y los conjuntos que ha elegido un alma en necesidad de expresión. Y allá estará el sentido, que no será la respuesta a un cómo, a un qué, ni a un por qué.

            Borges explica que, en búsqueda de conocimiento y respuestas por la Biblioteca, “Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos”*. También explica que, ante la posibilidad de una sed saciada de conocimiento, ha surgido un temblor con triste desenlace: “A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva”*. Por otro lado, menciona la presencia de bibliotecarios que, en su búsqueda de certezas, se propusieron eliminar todos los libros inútiles, y detalla: “(…) a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros”*. Me pregunto qué haría a ese intenso hambre de respuestas el nacimiento de un ser minúsculo e invisible que entrase entre las páginas a cambiar las reglas, volviendo a la Biblioteca un recinto silencioso de máscaras e incertidumbres.

            A la luz de las estrellas del cielo argentino que me esconde, me pregunto si vendrán tiempos en que nos satisfagan los valores antes que la necesidad egocéntrica de respuestas infinitas. Una avalancha de insultos y gritos ciudadanos me recuerda que, quizá, será la violencia la que llegará más rápido. Será la impotencia convertida en egoísmo la que haga vencer el calendario de un conciudadano. La tolerancia, la vía racional, quizá tendrá los zapato de plomo que parece haber elegido hace años.

            Temo al encierro. Temo a una vida cercenada por un enemigo invisible. Pero, sobre todo, temo que el “afuera” y el “adentro” ya no importen tanto, ya no sean la vara de libertad. Porque no hay libertad si la sed individual está dispuesta a valerse de la última gota de agua colectiva. También temo a la incertidumbre. Y a la falta de respuestas. También a escenarios que mi mente construye a partir de esta misteriosa pandemia global.

Temo, temo, y temo un poco más. Y después, casi cumpliendo con mi deseo, Borges me regala una conclusión a uno de esos cuentos suyos que, en el desorden, también me han dado paz. Siento alguna fuerza asomándose por mi balcón y recordándome que mis incertidumbres y mis temores son mis construcciones subjetivas, y es esa misma fuerza la que me obliga a memorizar todas esas veces en las cuales temí en vano, o no pude conseguir quietud en el desorden pensando que el orden nunca llegaría. Sobre la Biblioteca, entonces, nos dice: “Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.*

13/06/2020 Día del Escritor.

*Todas las citas en cursiva en este texto refieren a Borges, J. L. (1941). «La Biblioteca de Babel». El jardín de senderos que se bifurcan. Página 103 a 120.