
Autor: Sala de redacción
El camaleón es una revista digital, independiente y anárquica, sin fines de lucro y abierta a todas las propuestas artísticas.


De un hilo rojo
pendiendo de un espacio inconcreto
nace el caoba de tu pelo
que nutre sus raíces en un mar infinito de cuestiones
y certezas.
La soledad del hemisferio norte ahoga el volumen presuroso de tus celos
que se pierden en el eco de un país sin nombre
al que tú llamas hogar.
Prejuicios, temor y tormento
hilvanan sus fibras quejumbrosas en una trenza que salpica tu negra inquietud.
Los laureles que ganaste en el quiz show de primavera
se han desecado
y su cadáver botánico alberga tonos de nostalgia otoñal.
El hueso más largo de tu cuerpo
es el fémur de Bill Joe,
quien relincha cada vez que cercenas tu ya miserable agenda
para sacarlo de paseo.
De aquí a Kuala Lumpur
hay cientos de millones de inhumanos que se jactan de saber hacer un huevo frito,
pero ninguno
es como el tuyo.
Aunque al final siempre decides joderlo
sembrando la cena de cizaña
y derramando tu Chardonnay sobre mi desvelo.
Alimentas tus dientes de alimaña con rumorología telenovelesca
y te puedo decir todas las veces que me citaste a Belén Esteban
como si fuese un argumento de autoridad.
Como dos polillas que ansían el calor letal de la llama de una vela
nos desvestimos
y follamos
como si del núcleo de nuestro evidente hastío pudiese brotar una esperanza.
Con todo el desdén del mundo
te tumbas boca abajo y te echas a dormir.
Y miro tu cuerpo
y miro la puerta
y miro tu cuerpo…
Si no tuvieses esa oquedad bajo tu omóplato…
Fernando Antolín Morales (Zaragoza, España, 1984). Estudió Matemáticas y Lengua y Literatura Españolas. En la actualidad reside en Nitra, Eslovaquia, donde organiza anualmente recitales de poesía en español que lo han animado a dar a conocer su obra. Recientemente ha publicado su primer poemario, La esfinge del pino (Multiverso Editorial, 2020).

Este es el libro con el que María Elena Walsh se dio a conocer como poeta. Lo publicó en 1947, en una edición que pagó ella misma, cuando tenía 17 años. Recoge una selección de los poemas que venía escribiendo desde apenas entrada en la adolescencia. Llama enseguida la atención la temprana madurez de esta escritora, la destreza a un tiempo conceptual y musical con que maneja las palabras. También se advierte aquí el germen de su imaginería personal, cosechada en el paisaje suburbano, que desbordaría posteriormente en sus poemas y canciones, también en las dedicadas a un público infantil. Y esa difícil sencillez en el armado de las frases, esa fluidez sólo aparentemente natural en la expresión. Otoño imperdonable, cuyo título es en sí mismo todo un hallazgo, atrajo de inmediato la atención de poetas consagrados como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez, y le abrió las puertas de los suplementos y las revistas literarias de la época.
Escribí Otoño Imperdonable entre los 14 y los 17 años. Esto no es disculpa ni jactancia: es una dedicatoria. Si veinte años después algunos adolescentes sienten alguna complicidad con este libro, la reedición está justificada.
Nota a la tercera edición, 1967
La sombra
Todo persiste en su razón primera
—frágil andanza, precio del encanto—:
La araña en su ritual devanadera
y el pájaro en la forma de su canto.
Yo también nombraría, si pudiera,
esa versión alegre del quebranto,
pero cautivo de mi cabecera
está el silencio que me duele tanto.
Está mi esencia, sueño amortajado,
por equivocaciones y cadenas,
por floraciones muertas en retoño.
Y el mar de pensativo acantilado
que enfría en el tumulto de mis venas
sus peces importados del otoño.
El lugar
Un día —no sé cómo— me di cuenta que amaba
este cielo encauzado en dosel de follaje,
que amaba este silencio iluminado en trinos,
este paisaje triste que casi no es paisaje.
Por aquí pasé un día con el primer asombro,
con el ardiente asombro de saber ya pensar.
Y, vírgenes los labios de palabras lejanas,
hablaba con los árboles mi voz elemental.
Esta calle ha vivido paralela a mi infancia
¿y con los ojos fríos pasaba junto a ella?
Olvidé que hay alzadas mil perpendiculares
de su nombre y mi nombre a todas las estrellas.
Ahora, ya advertido su abolengo infantil,
me persigue el recuerdo con sencillo reclamo.
Por eso la contemplo con amor, prevenida.
Como si ya mis ojos la buscaran en vano.
La víspera
Ya preguntaba por el mundo mío,
por la calle sin voz, por el pausado
retorno de la noche en el rocío
y por el aldabón desmemoriado.
Sorprendían los pájaros del frío
la soledad del parque ensimismado
y regresaba el nombre del estío
puntual como la sangre a mi costado.
¡Oh voluntad de estrella en la bujía!
¡Oh cortejo de llantos vegetales
que en el perfil del viento renacía,
cuando al temblar la savia en su retoño,
bajo un aire aturdido de panales
amaneció la infancia del otoño!
La casa
Allá estarán las cosas todavía,
a punto de no ser, contradiciéndose.
En el hastío de las escaleras
y en la resignación de las paredes
aun seguirá creciendo aquella sombra
con su sed de presagios inminentes.
Aquella sombra, ay, aquella sombra
fría como la sal y como el verde.
Su perfume inquietante, su leyenda
de confidencias y de pareceres
caía en el ramaje de mis hombros
con la perseverancia de la nieve.
Yo nunca tuve edad. Por eso entonces
crecí en la medida de mi muerte
ante la certidumbre del dolor
y la presencia de lo inexistente
y esa frialdad de las antiguas voces
sólo atentas a sus atardeceres.
Dejadme que imagine: allí quedaron
los guantes amarillos del jinete,
el crucifijo, las lamentaciones,
la ácida vigilia de la fiebre.
(Consternación que pudo perpetuarse
en el mundo asombrado de mi frente).
Yo sé que quise huir de los espejos
deshabitados insistentemente,
de la cal angustiosa, de la fecha,
de la persecución de los caireles,
de sombras que llovían por los muros
lentas como la miel, y amargamente.
Es verdad que nací para estar triste
junto a cualquier ventana, cuando llueve.
Pero eso sí: guardadme mi silencio,
aquel tan habituado a mis papeles,
desordenado como las estrellas,
amigo de mi voz, sencillamente.
No me llevéis a las habitaciones
donde sollozan coloridos seres,
en donde no podría habitar nunca
el aire que respiran los juguetes.
Porque no quiero ver anochecida
mi propensión a los amaneceres.
MARÍA ELENA WALSH (Ramos Mejía, Argentina, 1930 – Buenos Aires, 2011). Poeta, novelista, cantante, compositora, guionista de teatro, cine y televisión, es una figura esencial de la cultura argentina. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. A los quince años comenzó a publicar sus primeros poemas en distintos medios, y en 1947, apareció su primer libro: Otoño imperdonable. En 1952 viajó a Europa donde integró el dúo Leda y María, con la folclorista Leda Valladares, grabando discos en París. Desde 1960, ya en la Argentina, escribió programas de televisión para chicos y para grandes, y realizó el largometraje Juguemos en el mundo, dirigido por María Herminia Avellaneda. Asimismo, escribió guiones para cine y su música fue incorporada a filmes de trascendencia. En 1962 estrenó Canciones para Mirar en el teatro San Martín, con tan buena recepción que, al año siguiente, puso en escena Doña Disparate y Bambuco, con idéntica respuesta. Esas obras se publicaron como libros en 2008. A partir de 1960 nacieron muchos de sus libros para chicos: Tutú Marambá (1960), Zoo Loco (1964), El Reino del Revés (1965), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Versos tradicionales para cebollitas (1967). Su producción infantil abarca, además, El diablo inglés (1974), Chaucha y Palito (1975), Pocopán (1977), La nube traicionera (1989), Manuelita ¿dónde vas? (1997), Canciones para Mirar (2000), Hotel Pioho’s Palace (2002) y ¡Cuánto cuento! (2004).

—Sí —dijo el comerciante—, tenemos gangas de varias clases. Como algunos clientes son ignorantes, yo percibo un dividendo gracias a mi conocimiento superior. Otros son picaros —y al decirlo levantó la vela, de modo que la luz iluminara de lleno a su visitante—, y en tal caso —continuó— obtengo beneficio de mi virtud.
Markheim acababa de entrar con la vista acostumbrada a la claridad de las calles y no se había acomodado aún a la semioscuridad de la tienda. Al oír aquellas palabras, y ante la cercana presencia de la llama, parpadeó penosamente y volvió la cabeza a un lado.
El comerciante dejó escapar una risita.
—Usted viene aquí el día de Navidad —continuó—, cuando sabe que estoy solo en mi tienda, con los postigos echados y dispuesto a no hacer ninguna transacción. Bueno, tendrá que pagar por esto; tendrá que pagar por mi pérdida de tiempo y, además, por algo raro que observo en su actitud con más intensidad que otras veces. Soy la esencia de la discreción y no hago preguntas capciosas; pero cuando un cliente no puede mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello. —El comerciante rio de nuevo; y luego añadió, en su tono habitual de hombre de negocios, aunque con cierta ironía—: ¿Puede usted dar, como de costumbre, clara cuenta de cómo entró en posesión del objeto? ¿El gabinete de su tío, también? ¡Un notable coleccionista, su señor tío!
Y el bajito y pálido comerciante casi se puso de puntillas, mirando por encima de los cristales de sus lentes con montura de oro, al tiempo que movía la cabeza en un gesto de incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita piedad mezclada con cierto horror.
—Esta vez —dijo— está usted equivocado. No he venido a vender, sino a comprar. No dispongo de ningún objeto raro, el gabinete de mi tío está vacío; pero, aunque estuviera lleno, en las presentes circunstancias no me aprovecharía de ello. Busco un regalo de Navidad para una dama —continuó, hablando con más desparpajo a medida que se adentraba en el discurso que había preparado—. Y, desde luego, le debo una disculpa por haberlo molestado por esa nimiedad. Pero ayer me olvidé de adquirir el regalo, y debo ofrecerlo hoy a la hora de la cena. Como sabe usted muy bien, el matrimonio con una dama rica es asunto que merece algún desvelo.
Siguió una pausa, durante la cual el comerciante pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de numerosos relojes en la semioscuridad de la tienda, y el ocasional ruido de algún carruaje en las calles contiguas llenaron el intervalo de silencio.
—Bueno —dijo finalmente el comerciante—, lo que usted diga. Después de todo, es un antiguo cliente; y si tiene la oportunidad de casarse en condiciones favorables, lejos de mí la intención de ser un obstáculo. Aquí hay algo muy apropiado para una dama —continuó—. Este espejo de mano: siglo quince, garantizado; procede de una buena colección; aunque me reservo el nombre, en beneficio de mi cliente, el cual, como usted mismo, es sobrino y único heredero de un notable coleccionista.
Mientras hablaba, con su vocecilla seca e incisiva, el comerciante había dado unos pasos para tomar el objeto del lugar en que se encontraba; y, al mismo tiempo, una especie de estremecimiento había asaltado a Markheim, reflejado en un sobresalto de la mano y el pie y un asomar de tumultuosas pasiones a su rostro. Aquel momento de emoción fue muy fugaz y no dejó más rastro que un leve temblor de la mano que ahora recibía el espejo.
—¿Un espejo? —dijo con voz ronca. Luego, tras una breve pausa, repitió, más claramente—: ¿Un espejo? ¿En Navidad? Desde luego que no.
—¿Por qué no? —gritó el comerciante—. ¿Por qué no un espejo?
Markheim lo estaba mirando con una expresión indefinible.
—¿Me lo pregunta usted? —dijo—. ¡Mire! ¡Mírese en él! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! ¡Ni a mí… ni a ningún hombre!
El hombrecillo había saltado hacia atrás cuando Markheim le había enfrentado tan súbitamente con el espejo; pero ahora, dándose cuenta de que no había nada que temer, dejó oír una risita burlona.
—Su futura esposa, sir, quedará muy favorecida —dijo.
—Le he pedido a usted un regalo de Navidad —dijo Markheim— y usted me da esto… este maldito recuerdo de mis años de pecados y locuras… esta conciencia de mano. ¿Lo ha hecho a propósito? ¿Se le había ocurrido antes la idea? Dígamelo. Será mejor para usted si lo hace. Vamos, hábleme de usted. Me atrevo a sospechar que, en secreto, es usted un hombre muy caritativo.
El comerciante miró a su compañero fijamente. Le pareció muy raro que Markheim no se riera; por el contrario, en su rostro, muy serio, había como un ávido centelleo de esperanza.
—¿De qué está hablando? —inquirió el comerciante.
—¿No es caritativo? —replicó el otro, en tono lúgubre—. No es caritativo; no es piadoso; no es escrupuloso; no ama a nadie; no es amado; una mano para coger el dinero, una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Dios mío! ¿Es eso todo?
—Le diré una cosa —empezó el comerciante, con cierta acritud, y luego dejó oír de nuevo su burlona risita—. No es usted el único hombre del mundo que ha estado enamorado…
—¡Ah! —exclamó Markheim, con una extraña curiosidad—. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de eso.
—¿Yo? —gritó el comerciante—. ¿Enamorado yo? Nunca he tenido tiempo para esa clase de estupideces. ¿Se lleva usted el espejo?
—¿Qué prisa hay? —inquirió Markheim—. Resulta muy agradable estar aquí, conversando con usted; y la vida es tan corta y tan insegura, que no me apresuro a alejarme de ningún placer, aunque sea tan modesto como éste. Por el contrario, debemos aferramos a lo que podemos obtener, del mismo modo que un hombre se aferra al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si piensa bien en ello; un precipicio de un kilómetro de profundidad, lo bastante profundo, si caemos en él, como para borrar de nosotros todo vestigio de humanidad. Por lo tanto, es preferible conversar agradablemente. Vamos a hablarnos el uno del otro. ¿Por qué hemos de llevar esta máscara? Vamos a hablarnos confidencialmente. ¡Quién sabe! Tal vez podríamos convertirnos en amigos…
—Lo único que tengo que hablar con usted es esto —replicó el comerciante—: haga su compra, o salga de mi tienda.
—Es cierto, es cierto —dijo Markheim—. Soy un estúpido. Al negocio. Enséñeme alguna otra cosa.
El comerciante se volvió para volver a colocar el espejo en la estantería. Markheim irguió todo su cuerpo, con una mano en el bolsillo de su abrigo; al mismo tiempo llenó de aire sus pulmones. En su rostro se reflejaban diversas emociones entremezcladas: terror, horror y decisión, fascinación y una repugnancia física.
—Esto puede resultar apropiado, tal vez —observó el comerciante; y entonces, mientras empezaba a volverse, Markheim saltó desde atrás sobre su víctima. El largo y afilado estilete centelleó en el aire y cayó. El comerciante agitó los brazos, se golpeó la sien contra la estantería y luego cayó al suelo, boca abajo.
El coro de pequeñas voces continuó marcando el paso del tiempo con sus monótonos tic-tacs. Luego, un rumor de pasos en la acera, al otro lado de la puerta de la tienda, se impuso al coro de latidos y sobresaltó a Markheim, el cual miró a su alrededor con aire asustado. La vela continuaba ardiendo sobre el mostrador, con un leve oscilar de la llama que llenaba la estancia de alargadas sombras que parecían asentir, hinchándose y deshinchándose como si respirasen; al mismo tiempo, los rostros de los retratos y los objetos de porcelana se transformaban y ondeaban como imágenes en el agua. La puerta interior permanecía entreabierta y atisbaba a las sombras con una franja de luz semejante a un índice acusador.
Apartándose de las pavorosas sombras, los ojos de Markheim retornaron al cuerpo de su víctima, caído en el suelo, increíblemente pequeño y mucho más delgado que en vida. Había temido contemplarlo, y ahora encontraba injustificados aquellos temores. Sin embargo, mientras miraba aquel montón de ropas viejas caídas sobre un charco de sangre, empezó a escuchar elocuentes voces. Tenía que permanecer allí hasta que alguien lo descubriera… ¿Y luego? ¡Ay! Luego, aquella carne muerta proferiría un grito que resonaría en toda Inglaterra, y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. ¡Ay! Muerto o no, aquél era aún el enemigo. «Si tuviera tiempo…», pensó Markheim; y el vocablo llenó su mente. Ahora que la hazaña estaba cumplida, el Tiempo, que se había cerrado para la víctima, se había convertido en trascendental para él.
La idea estaba aún en su mente cuando, primero uno y luego otro, con gran variedad de paso y voz —uno profundo como la campana de una torre catedralicia, otro desgranando en sus trémulas notas el preludio de un vals—, los relojes empezaron a dar la hora: las tres de la tarde.
El repentino estallido de tantas lenguas en aquella estancia poblada de sombras asustó a Markheim. Cogiendo la vela, empezó a moverse entre las sombras, sobresaltado hasta el tuétano por los reflejos casuales. En numerosos espejos, algunos de Venecia o Ámsterdam, vio su rostro repetido y repetido, como si fuera un ejército de espías; sus propios ojos lo encontraron y lo localizaron; y el sonido de sus propios pasos, a pesar de su levedad, turbaron el silencio que lo rodeaba. Y mientras llenaba sus bolsillos, su mente lo acusaba con implacable reiteración de los mil fallos de su plan. Debió escoger una hora más tranquila; debió prepararse una coartada; no debió utilizar una daga; debió mostrarse más precavido y limitarse a saltar sobre el comerciante y privarle del sentido, sin asesinarlo; debió mostrarse más osado y asesinar también a la criada; su mente iba y venía, cambiando lo que no podía cambiarse, planeando lo que ahora era inútil, estructurando el irrevocable pasado. Entre tanto, y detrás de toda esta actividad, ciegos terrores, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de alboroto las más remotas células de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro, y sus nervios brincarían como un pez enganchado en el anzuelo; o contemplaba, en galopante desfile, el banquillo de los acusados, la prisión, el patíbulo y el negro ataúd.
El terror a la gente de la calle se instaló ante su mente como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor de la lucha no hubiera alcanzado sus oídos y despertado su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus moradores inmóviles y con el oído atento: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad alimentándose de recuerdos del pasado, y ahora bruscamente arrancadas de aquel tierno ejercicio; felices reuniones familiares, interrumpidas en plena comida de celebración, la madre todavía con el dedo levantado; docenas de oídos en tensión, docenas de ojos acechando, tejiendo la cuerda que rodearía su cuello. Markheim tenía la impresión de que no podía moverse con la suavidad indispensable; el reteñir de las altas copas de Bohemia resonaba tan ruidosamente como una campana; y alarmado por el tic-tac de los relojes, sintió la tentación de pararlos. Y luego, de nuevo, con una rápida transición de sus terrores, el silencio del lugar se le apareció como una fuente de peligro, como algo que debía llamar la atención de los transeúntes; y se movió con más osadía entre los objetos de la tienda, tratando de imitar los movimientos de un hombre ocupado en su propia casa.
Pero estaba tan acosado por diferentes alarmas que, mientras una parte de su mente permanecía alerta y sagaz, otra temblaba desaforadamente. Una alucinación, en especial, afectó de un modo intenso a su credulidad. El vecino acechando con rostro pálido al otro lado del escaparate, el transeúnte detenido en la acera por una horrible premonición… éstos, en el peor de los casos, podían sospechar, pero no podían saber; a través de las paredes de ladrillo y las cerradas ventanas sólo podían atravesar los sonidos. Pero aquí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que lo estaba; había visto salir a la criada, toda cintas y sonrisas, lo cual significaba que era su tarde libre. Sí, estaba solo, desde luego; y, sin embargo, en la mole de la casa vacía encima de él podía oír unos suaves pasos: estaba consciente, inexplicablemente consciente, de alguna presencia. Su imaginación recorría todos los cuartos y rincones de la casa; y ahora era una cosa sin rostro, pero que tenía ojos para ver; y ahora era una sombra de sí mismo.
De cuando en cuando, con un gran esfuerzo, volvía la mirada hacia la puerta abierta. La casa era alta, la claraboya pequeña y sucia, y la niebla llenaba las calles, y la luz que se filtraba hasta la planta baja era muy débil y no permitía distinguir claramente el umbral de la tienda. No obstante, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no se agitaba una sombra?
Súbitamente, en la calle, un caballero muy jovial empezó a golpear con un bastón la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y chanzas en los cuales el comerciante era llamado por su nombre. Markheim, convertido en hielo, miró al muerto. Pero ¡no! Yacía completamente inmóvil; estaba mucho más allá del alcance de aquellos golpes y gritos; estaba hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que otrora le hubiese llamado la atención por encima del aullar de una tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y, de pronto, el jovial caballero desistió de seguir llamando y se marchó.
Aquello fue una especie de aviso para Markheim, advirtiéndole que debía darse prisa en lo que quedaba por hacer, para alejarse de tan acusadora vecindad, para sumergirse en un baño de multitudes londinenses y alcanzar, al otro lado del día, aquel puerto de seguridad y de aparente inocencia: su lecho. Un visitante había llamado; en cualquier momento podía presentarse otro y mostrarse más obstinado. Haber cometido un crimen y no obtener provecho de él sería un fracaso imperdonable. Lo que ahora preocupaba a Markheim era el dinero; y como un medio para llegar a él, las llaves.
Echó una ojeada por encima de su hombro a la puerta abierta, donde la sombra se agitaba aún; y sin ninguna repugnancia consciente de la mente, pero con un temblor localizado en el estómago, se acercó al cuerpo de su víctima. Lo que tenía de humano se había evaporado. Parecía un traje medio relleno de salvado, con los brazos extendidos, el tronco doblado, caído en el suelo. A pesar de todo, le inspiraba un instintivo sentimiento de repulsión. Y temió que el sentimiento se acrecentara al tacto. Cogió el cadáver por los hombros y lo volvió boca arriba. Era extrañamente ligero y flexible, y las extremidades, como si estuvieran rotas, cayeron en las más raras posiciones. El rostro estaba desprovisto de toda expresión; pero tenía una palidez de cera y aparecía manchado de sangre alrededor de una sien. Para Markheim, aquella era la única circunstancia desagradable. Le hizo recordar un día que había pasado en un pueblo de pescadores; un día gris, con un viento aullante, una multitud en la calle, el resplandor de las brasas, un resonar de tambores, la voz nasal de un cantor de baladas; y un muchacho yendo y viniendo, enterrado entre las cabezas de la multitud y fluctuando entre el interés y el temor, hasta que consiguió divisar una gran pantalla con varios cuadros, pésimamente dibujados, chillonamente coloreados: Brownrigg con su aprendiza; los Mannings con su huésped asesinado; Weare estrangulado por Thurtell; y otros crímenes famosos. La cosa fue tan clara como una ilusión; Markheim volvió a ser aquel muchacho, estaba mirando otra vez, y con la misma sensación de repugnancia física, aquellos cuadros; estaba ensordecido todavía por el resonar de los tambores. La música de aquel día volvió a su memoria; y por primera vez se sintió invadido por una sensación de náusea, una repentina debilidad de las articulaciones, la cual debía resistir y superar inmediatamente.
Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas, mirando con más osadía el rostro muerto, obligando a su mente a comprender la naturaleza y la extensión de su crimen. Muy poco antes, aquel rostro se había conmovido con cada cambio de sentimiento, aquella pálida boca había hablado, aquel cuerpo había estado lleno de vigor y de energía; y ahora, y como consecuencia de su acto, aquel trozo de vida había sido parado, del mismo modo que el relojero, interponiendo un dedo, para los latidos de un reloj. Pero sus razonamientos resultaron vanos: no consiguió despertar ningún remordimiento en su conciencia; el mismo corazón que se había estremecido con las efigies pintadas del crimen, permanecía inconmovible en su realidad. A lo sumo experimentó un atisbo de piedad por alguien que había sido dotado inútilmente con todas aquellas facultades que pueden convertir el mundo en un jardín de delicias, alguien que nunca había vivido y que ahora estaba muerto. Pero ni un solo temblor de arrepentimiento.
Aclarada en su mente aquella cuestión, encontró las llaves y avanzó hacia la puerta abierta de la tienda; afuera había empezado a llover, y el sonido del aguacero sobre el tejado había eliminado el silencio. Semejantes a una goteante caverna, las habitaciones de la casa estaban acosadas por un incesante eco, el cual llenaba el oído y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, mientras Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a sus propios pasos cautelosos, los pasos de otros pies en la escalera. La sombra continuaba palpitando en el umbral. Markheim obligó a sus músculos a un esfuerzo sobrehumano y tiró de la puerta.
La brumosa luz diurna brillaba débilmente sobre el suelo desnudo y la escalera; sobre la armadura apostada, alabarda en mano, en el rellano; y sobre los cuadros colgados contra los amarillos tableros del friso de madera. Tan intenso era el batir de la lluvia a través de toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a descomponerse en numerosos sonidos distintos. Pasos y suspiros, el desfilar de regimientos en la distancia, el tintineo de monedas en el mostrador, y el crujido de puertas entreabiertas, parecieron mezclarse con el repicar de las gotas sobre la cúpula y el discurrir del agua por los canalones. La sensación de que no estaba solo se hizo más intensa, enloquecedora. Por todos lados se sentía acosado y rodeado por presencias. Las oyó moverse en las habitaciones superiores de la tienda; oyó al muerto poniéndose en pie; y empezó a subir la escalera con un gran esfuerzo, siguiendo obstinadamente a sus pies, que huían delante de él. Sólo con que fuera sordo, pensó, poseería tranquilamente su alma… Y luego, de nuevo, despierta su atención, se bendijo a sí mismo por aquel incansable sentido que velaba por él, poniendo un fiel centinela sobre su vida. Su cabeza giraba continuamente sobre su cuello; sus ojos, desorbitados, lo escrutaban todo. Los veinticuatro peldaños hasta el primer piso fueron veinticuatro agonías.
En aquel primer piso las puertas estaban entreabiertas, tres de ellas como tres emboscadas, sacudiendo sus nervios como los estampidos del cañón. Nunca podría volver a sentirse, pensó, suficientemente acorazado contra los observadores ojos de los hombres; deseaba encontrarse en su casa, rodeado de paredes, enterrado entre sábanas, invisible para todos menos para Dios. Y ante aquella idea se inquietó un poco, recordando historias de otros asesinos y el temor que se decía experimentaban a vengadores celestes. A él no podía sucederle eso. Él temía a las leyes de la naturaleza, las cuales, en su rígida inmutabilidad, podían conservar alguna acusadora evidencia de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso, alguna escisión en la continuidad de la experiencia del hombre, alguna intencionada ilegalidad de la naturaleza. Estaba empeñado en un juego de habilidad, que dependía de las reglas, calculando las consecuencias a partir de las causas. ¿Y si la naturaleza, como el derrotado tirano que vuelca el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su sucesión? Como había derrotado a Napoleón (según algunos escritores) cuando el invierno cambió la época de su aparición. Del mismo modo podía derrotar a Markheim; las sólidas paredes podían convertirse en transparentes y revelar lo que había detrás de ellas, como las de las abejas en una colmena de cristal; la casa podía derrumbarse y aprisionarle al lado del cadáver de su víctima; o podía declararse un incendio en la casa contigua, y los bomberos invadirían la vecindad. Ésas eran las cosas que Markheim temía; y, hasta cierto punto, esas cosas podían ser llamadas las manos de Dios extendidas contra el pecado. Pero, en lo que respecta a Dios, Markheim estaba tranquilo; su acto era excepcional, sin duda, pero también lo eran las excusas que tenía para haberlo cometido, excusas que Dios conocía; era allí, y no entre los hombres, donde Markheim esperaba encontrar justicia.
Cuando hubo entrado en el salón, y cerró la puerta detrás de él, se sintió más seguro. La estancia estaba completamente desmantelada, sin alfombras, y llena de cajas de embalaje y de muebles incongruentes; varios espejos enormes, en los cuales Markheim se contempló a sí mismo desde diversos ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, con marco o sin él, en el suelo, apoyados contra la pared; un escritorio de madera finamente labrada, y un gran lecho antiguo, adornado con colgaduras. Las ventanas se abrían a la calle; pero, afortunadamente, los postigos estaban echados, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim se acercó al escritorio y empezó a buscar entre las llaves. Una elección difícil, ya que las llaves eran muchas. Además, podía darse el caso de que en el escritorio no hubiese nada, y el tiempo apremiaba. Pero el ocuparse en algo definido lo tranquilizó. Con el rabillo del ojo veía la puerta… incluso la miraba directamente, de cuando en cuando, como un comandante en jefe que se complace en asegurarse de la buena disposición de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. La lluvia cayendo en la calle sonaba natural y agradable. De pronto, al otro lado, las notas de un piano atacaron los primeros compases de un himno, y las voces de numerosos niños rompieron a cantar. ¡Qué agradable era la melodía! ¡Cuán frescas las voces infantiles! Markheim tendió el oído, mientras probaba las llaves; y su mente se llenó de ideas y de imágenes: niños desfilando hacia la iglesia a los majestuosos acordes del órgano; niños en el campo, persiguiendo mariposas bajo un cielo salpicado de nubes fugitivas; y luego, otra cadencia del himno volvió a recordarle la iglesia, y la somnolencia de los días de verano, y la voz amable del párroco, y las tumbas del pequeño cementerio, y la lápida con los Diez Mandamientos en el presbiterio.
Mientras permanecía así sentado, a la vez ocupado y ausente, Markheim experimentó un repentino sobresalto que le hizo ponerse en pie de un salto. Un destello de hielo, un destello de fuego, un violento borbotón de sangre se abatieron sobre él, dejándolo traspuesto y tembloroso. Unos pasos se acercaron lenta e implacablemente, una mano se posó sobre el pomo de la puerta, la cerradura obedeció a una llave invisible, y la puerta se abrió.
El miedo mantenía inmovilizado a Markheim. No sabía lo que esperaba, si al muerto resucitado, o a los representantes de la justicia humana, o a algún testigo casual dispuesto a llevarlo al patíbulo. Pero cuando un rostro asomó por la abertura, lo miró, asintió y sonrió en amistoso reconocimiento, y la puerta volvió a cerrarse detrás de él, Markheim dio rienda suelta a su terror profiriendo un grito con voz enronquecida.
El visitante volvió a presentarse.
—¿Me llamabas? —preguntó, amablemente, entrando en la habitación y cerrando la puerta.
Markheim lo miró fijamente. Tal vez tenía una especie de velo delante de los ojos, ya que los contornos del recién llegado parecían cambiar y oscilar como los de las figurillas a la vacilante luz de la vela en la tienda; y a veces creía conocerlo; y a veces creía reconocerse a sí mismo en aquella figura; y siempre, con una sensación de indefinible horror, tenía la seguridad de que aquel ser no era de la tierra ni de Dios.
Y, sin embargo, aquel ser resultaba de lo más vulgar, de pie junto a la puerta, mirando a Markheim con una sonrisa en los labios.
—Estás buscando el dinero, supongo… —dijo, con la misma amabilidad.
Markheim no respondió.
—Debo advertirte —continuó el otro— que la sirvienta se ha separado de su novio más temprano que de costumbre y no tardará en llegar. Si te encuentran en esta casa, no necesito describirte las consecuencias.
—¿Me conoces? —gritó el asesino.
El visitante sonrió.
—Desde hace mucho tiempo has sido un favorito mío —dijo—. No he dejado de observarte, y a menudo he pensado en ayudarte.
—¿Quién eres? —gritó Markheim—. ¿El diablo?
—Lo que yo pueda ser —replicó el otro— no afecta al servicio que me propongo prestarte.
—¿Ayudarme tú? —exclamó Markheim—. ¡No, nunca! No me conoces todavía; gracias a Dios, no me conoces.
—Te conozco —replicó el visitante, con una especie de amable severidad—. Te conozco hasta el alma.
—¡Conocerme! —dijo Markheim—. ¿Quién puede conocerme? Mi vida ha sido un continuo engañarme a mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos los hombres son mejores que este disfraz que crece a su alrededor y acaba ahogándolos. Los verás arrastrados por la vida, como alguien a quien unos bravucones han atacado, cubriéndole la cabeza con una capa. Si tuvieran el control de sí mismos… si pudieras ver sus rostros, serían muy distintos, los verías como héroes y como santos. Yo soy peor que la mayoría; mi verdadera personalidad está más oculta; mi disculpa la conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría revelarme a mí mismo.
—¿A mis ojos? —inquirió el visitante.
—A los tuyos de un modo especial —replicó el asesino—. Suponía que eras inteligente. Creía, puesto que existes, que sabías leer en los corazones. Y, sin embargo, te propones juzgarme por mis actos… Piensa en ello: ¡mis actos! Nací y he vivido en un país de gigantes; gigantes que me han arrastrado por las muñecas desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de la circunstancia. ¡Y tú quieres juzgarme por mis actos! ¿Acaso no puedes mirar hacia dentro? ¿No puedes comprender que el mal me resulta odioso? ¿No puedes ver dentro de mí la clara escritura de mi conciencia, nunca borrosa, a pesar de que con demasiada frecuencia haya hecho caso omiso de ella? ¿No puedes reconocer en mí a un ejemplar que seguramente debe ser tan común como la humanidad: el pecador renuente?
—Todo eso está muy bien expresado —fue la respuesta—, pero no me afecta. No me interesa lo más mínimo el impulso que pueda haberte arrastrado en una dirección equivocada. Pero el tiempo vuela; la criada se demora, contemplando los rostros de la multitud y los objetos expuestos en los escaparates de las tiendas, pero cada vez está más cerca. Y no olvides que es como si el propio patíbulo avanzara hacia ti a través de las calles navideñas… Quiero ayudarte. Y, ¿quién lo sabe todo? Te diré dónde encontrarás el dinero.
—¿A qué precio? —preguntó Markheim.
—Te ofrezco el servicio como regalo de Navidad —respondió el otro.
Markheim no pudo evitar el sonreír con una especie de amargo triunfo.
—No —dijo—, no aceptaré nada de tus manos. Si estuviera muriendo de sed, y tu mano acercara el cántaro a mis labios, encontraría el valor necesario para rechazarlo. Puedo ser crédulo, pero no haré nada que me ate irrevocablemente a ti.
—Puedes arrepentirte en tu lecho de muerte —observó el visitante—. No me opongo.
—¿Por qué no crees en la eficacia de ese arrepentimiento? —inquirió Markheim.
—Yo no diría eso —respondió el otro—. Pero yo miro esas cosas desde un ángulo distinto, y cuando la vida ha terminado cesa mi interés. El hombre ha vivido para servirme, para sembrar cizaña en el trigal… Cuando se acerca el fin, sólo puede añadir un acto de servicio: arrepentirse, morir sonriendo, y de este modo infundir confianza y esperanza a los más timoratos de mis seguidores supervivientes. No soy un amo tan severo. Ponme a prueba. Acepta mi ayuda. Complácete a ti mismo en la vida, como has hecho hasta ahora; complácete a ti mismo todavía más; y cuando la noche empiece a caer y las cortinas a correrse, te aseguro, para tu tranquilidad, que encontrarás fácilmente el modo de ponerte en paz con tu conciencia y con Dios. Yo llego ahora de uno de esos lechos de muerte, y la estancia estaba llena de deudos que experimentaban un sincero pesar y escuchaban las últimas palabras del hombre: y cuando miré aquel rostro, que había sido tallado como un pedernal contra la misericordia, lo encontré sonriendo con esperanza.
—¿Y supones, por tanto, que soy uno de esos seres? —preguntó Markheim—. ¿Crees que no tengo más aspiraciones que pecar, pecar y pecar, y, al final, colarme subrepticiamente en el cielo? ¿Es ésa tu experiencia del género humano? ¿O presumes tales bajezas porque me encuentras con las manos enrojecidas? ¿Acaso el delito de asesinato es tan impío como para secar las mismas fuentes del bien?
—Para mí, el asesinato no tiene ninguna categoría especial —replicó el otro—. Todos los pecados son asesinatos, puesto que toda vida es guerra. Yo contemplo a tu raza, como marineros muriéndose de hambre sobre una balsa, los unos alimentándose de las vidas de los otros. Yo sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todo que la última consecuencia es la muerte; y a mis ojos, la doncella que engaña a su madre a fin de poder asistir a un baile no es menos culpable que un asesino como tú. ¿He dicho que sigo los pecados? Sigo también las virtudes; no difieren entre ellos en el grosor de una uña: ambos son guadañas para el ángel de la Muerte. El mal, para el cual vivo yo, no consiste en la acción, sino en el carácter. El hombre malo es querido para mí; no el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos lo bastante lejos a través de la catarata de los siglos, encontraríamos quizá más gloriosos que los de las más raras virtudes. Y si te he ofrecido mi ayuda para escapar, no es porque hayas asesinado a un comerciante, sino porque eres Markheim.
—Te abriré mi corazón —respondió Markheim—. Este crimen que acabo de cometer será el último de mi vida. En el camino que me ha conducido a él he aprendido muchas lecciones; el mismo crimen ha sido una lección, una trascendental lección. Hasta ahora había sido arrastrado a pesar mío a lo que no deseaba; era un esclavo atado a la pobreza. Existen virtudes robustas que pueden sobrevivir en medio de esas tentaciones; la mía no era de ésas: tenía sed de placeres. Pero hoy, y a consecuencia de mi acto, voy a obtener la riqueza y la decisión necesarias para ser yo mismo. Me convertiré en un actor libre sobre el escenario del mundo; empezaré a verme a mí mismo completamente cambiado, a considerar estas manos como los agentes del bien, con el corazón en paz. Algo llega hasta mí procedente del pasado; algo de lo que había soñado al oír el órgano de la iglesia, de lo que intuía al derramar lágrimas sobre las páginas de nobles libros, o al hablar, inocente chiquillo, con mi madre. He andado a la deriva unos cuantos años, pero ahora veo una vez más mi ciudad de destino.
—Piensas utilizar ese dinero en la Bolsa, ¿no? —dijo el visitante—. Y allí, si no me equivoco, has perdido ya algunos miles.
—Sí —asintió Markheim—. Pero esta vez tengo una cosa segura.
—Esta vez volverás a perder —afirmó el visitante.
—¡Pero conservaré la mitad! —exclamó Markheim.
—Y la perderás también —dijo el otro.
El sudor empezó a empapar la frente de Markheim.
—Entonces, ¿no puede haber salvación para mí? —gimió—. ¿Me hundiré de nuevo en la pobreza, continuaré hasta el fin renunciando a lo mejor? El bien y el mal conviven en mí, presionándome en sentido contrario. No me inclino decisivamente por el uno ni por el otro. Puedo concebir grandes hazañas, renunciamientos, martirios; y aunque he incurrido en un delito tan enorme como el asesinato, la piedad no es extraña a mis pensamientos. Compadezco a los pobres, ¿quién conoce mejor que yo sus aflicciones? Los compadezco y los ayudo; aprecio el amor, amo la risa honesta; no existe ninguna cosa buena, ninguna cosa verdadera sobre la tierra que yo no ame con todo mi corazón. ¿Acaso mis vicios han de dirigir mi vida, y mis virtudes han de quedar sin efecto, como un trasto pasivo de la mente? No, el bien es asimismo un manantial de actos.
Pero el visitante levantó su dedo índice.
—Durante los treinta y seis años que has estado en el mundo —dijo—, a través de muchos cambios de fortuna y variedades de humor, te he contemplado hundirte cada vez más. Hace quince años, la idea de convertirte en un ladrón te hubiera sobresaltado. Hace tres años hubieras palidecido ante la posibilidad de que te llamaran asesino. Si existe algún delito, si existe alguna crueldad que ahora te repugne, dentro de cinco años tu repugnancia habrá desaparecido. Cada vez más hundido: sólo la muerte podrá detenerte en tu caída.
—No puedo negarlo —admitió Markheim—. Hasta cierto punto puedo decir que he cumplido con el mal. Pero así ocurre con todos: los mismos santos, en el simple ejercicio de vivir, van haciéndose menos delicados y se adaptan al tono de lo que les rodea.
—Te formularé una simple pregunta —dijo el otro—, y de acuerdo con tu respuesta te leeré tu horóscopo moral. Has ido transigiendo paulatinamente con el mal; es posible que tuvieras derecho a hacerlo; y, en cualquier caso, lo mismo les sucede a todos los hombres. Pero, aceptado esto, ¿hay algún aspecto particular del mal que te resulte más difícil de acomodar a tu conducta?
—¿Algún aspecto particular? —repitió Markheim, meditando unos instantes—. ¡No! —añadió con desesperación—. ¡Ninguno!
—Entonces —dijo el visitante—, conténtate con lo que eres, ya que nunca cambiarás; y las palabras de tu papel sobre este escenario están irrevocablemente escritas.
Markheim permaneció silencioso largo rato, y en realidad fue el visitante el primero en volver a hablar.
—Siendo así —dijo—, ¿te digo dónde está el dinero?
—¿Y el perdón? —gritó Markheim.
—¿Acaso no lo has intentado? —replicó el otro—. Hace dos o tres años, ¿no te vi sobre el estrado en asambleas religiosas, y no era tu voz la que más se oía al entonar los himnos?
—Es cierto —dijo Markheim—. Y ahora veo claramente cuál es mi obligación. Te agradezco las lecciones que acabas de darme; mis ojos están abiertos, y al fin me contemplo a mí mismo tal como soy.
En aquel momento, el agudo tintineo de la campanilla de la puerta resonó a través de la casa; y el visitante, como si la llamada fuera una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.
—¡La sirvienta! —gritó—. Ha regresado, tal como te había advertido, y ahora se abre ante ti un camino más difícil. Tienes que decirle que el dueño de la casa está enfermo; ábrele la puerta y ofrécele un semblante serio: nada de sonrisas… No te pases de la raya, y te prometo el éxito. Una vez que esté dentro y la puerta cerrada, actúa con la misma rapidez y destreza que utilizaste con el comerciante y te librarás del último peligro que se yergue delante de ti. Cuando hayas eliminado ese peligro, tendrás toda la tarde, toda la noche, si es necesario, para apoderarte de los tesoros de la casa y pensar en tu seguridad. Ésta es una ayuda que llega a ti con la máscara del peligro. ¡Ánimo! —gritó—. ¡Ánimo, amigo! Tu vida pende de un hilo. ¡Ánimo, y actúa!
Markheim miró fijamente a su consejero.
—Si estoy condenado a actos de maldad —dijo—, hay todavía una puerta abierta a la libertad: puedo renunciar a la acción. Si mi vida es equívoca, puedo renunciar a ella. Aunque sea presa fácil para toda tentación, puedo, mediante un gesto decisivo, ponerme fuera del alcance de todas ellas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; pero a pesar de ello conservo mi odio al mal; y ese odio sabrá inspirarme la energía y el valor que ahora necesito.
Las facciones del visitante se animaron y suavizaron con una expresión de triunfo reflejando un portentoso cambio y, mientras se animaban, se hicieron borrosas y se difuminaron. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o comprender la transformación. Abrió la puerta y descendió la escalera muy lentamente, entregado a sus pensamientos. Su pasado se presentó delante de él; lo contempló tal como era, feo y asfixiante como un sueño, una escena de derrota. La vida, tal como ahora la veía, había dejado de interesarle; pero en su extremo más lejano intuía la presencia de un puerto tranquilo para su barca.
Al llegar al pasillo, Markheim se detuvo y miró hacia el interior de la tienda, donde la vela continuaba ardiendo junto al muerto. Estaba extrañamente silenciosa. La campanilla de la puerta, repitiendo su impaciente clamor, rompió aquel silencio.
Markheim se enfrentó con la sirvienta en el umbral; en su rostro se dibujaba algo parecido a una sonrisa.
—Será mejor que vaya en busca de la policía —dijo—. He asesinado a su amo.

Truman Streckfus Persons (Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924-Los Ángeles, 25 de agosto de 1984), más conocido como Truman Capote, fue un literato y periodista estadounidense, autor conocido principalmente por su novela Breakfast at Tiffany’s y su novela-documento In Cold Blood (1966). Este relato pertenece al libro Música para camaleones (1980).
No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lo mucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.
Pero no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.
Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:
—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.
—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.
Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.
Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.
Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:
—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.
Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.
—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?
Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:
—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos…
Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.
Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:
—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.
Me acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, nacerle entrar y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.
A la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con azúcar y leche condensada, pero me encontraba hambriento y me supo a gloria. La cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la habitación.
Ella estaba con su cháchara:
—Adoro los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno. Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?
—Sí, una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme otro.
—Entonces, quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo. En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía soportar el hecho de perderlos. Completamente. -Se rió y añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca. Un poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: una lámpara en una ventana.
Extraído de Música para camaleones (Anagrama). Puede comprar el libro aquí.

Resulta extraño pensar que uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, un hombre de grandes países y grandes capitales, tenga que elegir, o mejor dicho sufrir su propio destino, en un lugar situado en la periferia de todo.
Cuando digo que es uno de los intelectuales más importantes del siglo XX sé que no exagero, y debería añadir aún otro adjetivo para definirlo: europeo. Porque si hubo un hombre que se considerara europeo, en aquellos años en que Europa no era más que una expresión geográfica, fue precisamente él, que se desplazó de una nación a otra empujado no solo por las circunstancias históricas y por la persecución de que era objeto por su condición de judío, sino también por sus intereses y su curiosidad.
Nacido en 1892 en Alemania, en Charlottenburg, tras la promulgación de las leyes de Núremberg se vio obligado a trasladarse a Francia, y París se convirtió en su segunda patria, el lugar de sus pasiones intelectuales, hasta el punto que una de sus obras fundamentales, aunque inacabada, Passages, está enteramente dedicada al París del siglo XIX.
Creo que Benjamin es una figura absolutamente excepcional, porque me resulta difícil encontrar otra persona que haya unido a la erudición enciclopédica, a la enorme afición por la acumulación de materiales e informaciones, al refinamiento que coincide a menudo con el hecho de ser un epígono —no el que encabeza una corriente sino el que le pone fin— una gran capacidad de innovar, de interpretar el mundo bajo una luz distinta, captando los elementos, aunque solo iniciales, de las transformaciones históricas que nos aguardaban. Por lo general el que revoluciona no se preocupa del estilo, sino solo de romper, destruir, inventar sin prestar demasiada atención al lenguaje.
Benjamin, en cambio, fue un revolucionario refinadísimo.
Fue el primero, por ejemplo, en comprender que la posibilidad de reproducir la obra de arte, de poder verla sin estar físicamente en el lugar donde se conserva, vaciaría a esa misma obra de arte de su aura, de ese conjunto de distancia, unicidad y maravilla que marcaba la superioridad del artista respecto al mundo.
¿Qué hacía ese intelectual refinado y creativo, tan profundamente urbanita, en aquel pequeño pueblo fronterizo? Y, sobre todo, para introducirnos en el tema de mi investigación, ¿cuál fue el libro que perdió Benjamin? Porque ya se habrá entendido que si le he seguido hasta aquí, en las estribaciones que de los Pirineos descienden hasta Cataluña, es para descubrir qué ocurrió con el texto mecanografiado que llevaba consigo en una pesada maleta negra de la que no quería separarse nunca.
Retrocedamos unos meses. Como ya he dicho, en 1933 Walter Benjamin se instaló en París con su hermana Dora. Pero en mayo de 1940, tras un período de absoluta inmovilidad del frente entre Francia y Alemania, las tropas alemanas invadieron los territorios de dos países neutrales —Bélgica y Holanda— y penetraron en territorio enemigo sin hallar resistencia, precisamente porque nadie se esperaba un ataque por aquel flanco. Entraron en París el 14 de junio de 1940 y el día antes, tan solo el día antes, Benjamin decidió abandonar aquella ciudad tan querida pero que se estaba convirtiendo para él en una trampa.
Antes de hacerlo, entregó a Georges Bataille, un intelectual como él, con un espíritu interesado y curioso, las fotocopias —digamos ur-fotocopias, fruto de los primeros intentos de reproducir fotográficamente los documentos— de su gran obra inconclusa sobre París, los Passages. Este hecho tiene importancia porque, aunque la maleta citada hubiese contenido el original de aquel trabajo, la certeza de que otra persona conservaba una copia difícilmente justificaría el apego morboso a aquella bolsa negra.
Cuando Benjamin huyó de París, tenía intención de dirigirse a Marsella y desde allí, provisto del permiso de emigración a Estados Unidos que sus amigos Theodor Adorno y Max Horkheimer le habían conseguido, llegar a Portugal y embarcar hacia América.
Walter Benjamin no era un hombre anciano, solo tenía cuarenta y ocho años, aunque entonces pesaban más que ahora. Pero era un hombre cansado y enfermo —los amigos le llamaban el viejo Benj, padecía asma y había tenido un infarto—, incapaz desde siempre de la más mínima actividad física y acostumbrado a pasar el tiempo leyendo o en conversaciones cultas. Cada traslado, cada esfuerzo físico representaban para él un trauma, aunque sus circunstancias personales le habían obligado a cambiar de dirección más de veintiocho veces. Y además era incapaz de enfrentarse a la cotidianidad de la existencia, al prosaísmo de la vida.
Hannah Arendt repitió a propósito de Benjamin lo que Jacques Rivière había dicho de Marcel Proust:
Ha muerto de la misma inexperiencia que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una ventana.
Y luego añadió una nota propia:
Su falta de destreza le llevaba inevitablemente al encuentro con la mala suerte.
Y ese hombre inútil para las cosas de la vida diaria se veía obligado a trasladarse en plena guerra, en un país a la desbandada, en medio de una terrible confusión.
En cualquier caso, y milagrosamente, tras largas paradas forzosas y etapas recorridas con extrema dificultad, Benjamin consiguió llegar a Marsella a finales de agosto, a una ciudad que en aquel momento era la encrucijada de miles de prófugos y personas desesperadas que pretendían huir del destino que les perseguía. Y para sobrevivir, para poder salir de aquella ciudad, había que poseer documentos y más documentos: en primer lugar, el permiso de residencia en Francia, luego los visados para abandonar el país, para atravesar España y Portugal y, finalmente, el de entrada en Estados Unidos. Benjamin fue presa del desánimo.
Por otra parte, volviendo a la frase de Hannah Arendt sobre la mala suerte, Benjamin siempre había estado convencido de que le acechaba el infortunio, de que le perseguía el hombrecillo jorobado que en las canciones infantiles alemanas es la personificación del gafe. Y en su vida ya le había golpeado en muchas ocasiones la mala suerte: desde el fracaso en la oposición a cátedra en Alemania, donde había presentado una obra, El origen del drama barroco alemán, que nadie entendió, hasta el hecho de que para escapar de los bombardeos que le aterrorizaban huyera a la banlieue parisina y acabara en un pueblecito que fue el primero en ser destruido porque era un importante nudo ferroviario (y él obviamente no lo sabía).
En Marsella consiguió solucionar algunas cosas. Entregó a Hannah Arendt el texto de sus tesis Sobre el concepto de historia para que lo llevase a sus amigos Horkheimer y Adorno (por tanto, tampoco podía ser este el contenido de la maleta negra) y retiró el visado para Estados Unidos; pero le faltaba un documento fundamental: el permiso para salir de Francia, que no podía pedir en la comisaría porque se denunciaría automáticamente como apátrida y sería entregado de inmediato a la Gestapo.
No le quedaba más que una posibilidad: pasar a España clandestinamente a través de la ruta Líster, por el nombre del comandante de las tropas republicanas españolas que desde allí, recorriéndola en sentido inverso, había conseguido poner a salvo a una parte de sus brigadas al final de la guerra civil.
Fue una sugerencia de un viejo amigo que Benjamin encontró en Marsella: Hans Fittko. Su mujer Lisa, que estaba en Port Vendres, cerca de la frontera con España, se encargaba de pasar al otro lado a quienes se hallaban en su misma situación. Así que Benjamin emprendió la marcha, junto con una fotógrafa, Henny Gurland, y su hijo Joseph de dieciséis años: un grupo poco homogéneo y sin preparación alguna.
Llegaron a Port Vendres el 24 de septiembre. Y aquel mismo día, guiados por Lisa Fittko, recorrieron una primera parte del trayecto a modo de prueba. Pero cuando llegó el momento de regresar, Benjamin decidió no acompañarles. Les esperaría allí hasta la mañana siguiente, para reanudar juntos el camino: estaba muy cansado y prefería salir de allí al día siguiente para ahorrarse un poco de cansancio. «Allí» era un pinar. Destrozado físicamente y desmoralizado, Benjamin se quedó solo, y cuesta imaginar cómo pasaría aquella noche: si presa de sus inquietudes o cautivado por aquel silencio, por el cielo estrellado de un septiembre mediterráneo tan distinto del frío de un otoño alemán.
Poco después del amanecer, llegaron sus compañeros de viaje. El camino formaba una pendiente cada vez más pronunciada, a veces era casi imposible distinguirlo entre las rocas y los barrancos. Benjamin sentía cómo aumentaba el cansancio e ideó un sistema para resistir: caminar durante diez minutos y descansar uno, de forma regular, con la precisión de su reloj de bolsillo. Diez minutos de marcha y un minuto de reposo. Cuando el sendero se hizo más empinado, las dos mujeres y el muchacho tuvieron que ayudarle, porque él solo no podía con la maleta negra que se negaba a abandonar, afirmando que era más importante que llegase a América el manuscrito que había dentro que él mismo.
El cansancio fue extremo y el pequeño grupo a punto estuvo de rendirse, pero al final llegaron a la cresta y desde allí apareció el mar, inundado de luz, y un poco más allá el pueblecito de Portbou: lo habían conseguido.
Lisa Fittko se despidió de Benjamin, Henny Gurland y su hijo, y emprendió el camino de regreso. Los tres prosiguieron la marcha hacia el pueblo y se dirigieron al puesto de policía, convencidos de que, como había ocurrido a todos los que les habían precedido, obtendrían de la policía española el permiso para continuar el viaje. Pero las órdenes habían cambiado justamente el día antes: la persona que entraba ilegalmente era devuelta a Francia. Para Benjamin esto significaba ser entregado a los alemanes. La única concesión que obtuvieron, teniendo en cuenta el cansancio y la hora tardía, fue pasar la noche en Portbou: pudieron alojarse en el Hotel Franca, Benjamin en la habitación número 3. Se aplazó la expulsión hasta el día siguiente.
Pero el día siguiente no llegó nunca para Walter Benjamin: se mató durante la noche con las treinta y una pastillas de morfina que llevaba consigo por si reaparecían los problemas de corazón.
Aquella noche tal vez pensó que el hombrecillo jorobado que parecía perseguirle desde siempre había vuelto para atraparlo definitivamente. SÍ hubiesen llegado el día antes, nadie habría puesto objeciones a su deseo de proseguir el viaje hacia Portugal; si, en cambio, hubiesen pospuesto el paso hasta el día siguiente, habrían tenido tiempo de enterarse de que las reglas habían cambiado. Habrían tenido la posibilidad de estudiar soluciones alternativas, y desde luego no se hubieran entregado a la policía española. Solo había un intervalo de tiempo que podía llevarles a la peor situación posible. Y precisamente ese fue el que les correspondió. La mala suerte había vencido y Walter Benjamin se rindió.
Durante muchos años no se supo nada más de él: cualquier rastro del intento de fuga parecía haberse perdido. Ni siquiera los muchos estudiosos de su obra que en los años setenta —cuando finalmente se reconoció todo el valor de su trabajo— fueron a Portbou, estimulados por los recuerdos de Lisa Fittko, que explicaba a todo el mundo que había sido ella la que había llevado a aquel hombre a España, consiguieron encontrar nada. Ni la maleta negra, ni la tumba. Parecía que a Walter Benjamin se lo había tragado la tierra.
Aún hoy, entre ese cúmulo de informaciones, a veces falsas, que es Internet, hay quien sigue dando crédito a esta versión de los hechos. De la maleta y de su contenido nunca se supo nada más.
Por suerte, además de Internet tengo amigos. Uno de estos, Bruno Arpaia, escribió hace unos años una buena novela sobre la historia de Walter Benjamin, que se llama L’angelo della storia. Y es él quien me explica cómo ocurrieron realmente las cosas. Porque es cierto que durante muchos años nadie logró encontrar ningún rastro de la presencia de Benjamin en Portbou, pero luego se aclaró el misterio: los españoles creyeron que Benjamin era el nombre, puesto que como tal existe en español aunque con una pronunciación distinta, y Walter el apellido, de modo que registraron en los archivos municipales y luego depositaron en el tribunal de Figueres todos los documentos relacionados con el pensador en la letra W.
Se descubrió entonces que había sido enterrado en el cementerio católico y trasladado tiempo después a la fosa común, y que todas sus propiedades habían sido registradas con bastante precisión y, en parte, conservadas: una maleta de piel (sin especificar el color), un reloj de oro, una pipa, un pasaporte expedido por las autoridades estadounidenses de Marsella, seis fotografías de carnet, una radiografía, unas gafas, algunas revistas, cartas, unos papeles, un poco de dinero. No se habla de textos mecanografiados ni de manuscritos, aunque ¿qué querrá decir «unos papeles»?
Y, sobre todo, ¿qué era eso tan valioso que Benjamin llevaba consigo, qué texto que no fueran los Passages entregados a Georges Bataille o las tesis Sobre el concepto de historia confiadas a Hannah Arendt?
Nadie tiene una respuesta a esta pregunta, ni siquiera Bruno Arpaia que en su novela, en la ficción literaria, confía esas hojas a un joven partisano español con la promesa de que las pondrá a salvo, pero durante la noche, en los montes, presa del frío y de la desesperación, las utiliza para encender un fuego y salvar su vida.
El fuego, como ya he observado antes, aparece en muchos de los libros perdidos, porque, como es notorio, el papel arde fácilmente. Pero en nuestro caso real, en un pueblecito cercano a la frontera entre Francia y España, en la habitación número 3 de la modesta pensión de un pequeño pueblo, parece que no se encendieron fuegos.
Hay quien cree que la bolsa negra no contuvo nunca ningún manuscrito. Ahora bien, ¿qué motivo podía tener Benjamin para mentir a sus compañeros de infortunio, y para fatigarse hasta la extenuación trasladando aquella maleta si solo contenía cuatro efectos personales? Estoy convencido de que algo había en aquella bolsa. Tal vez las notas para continuar su trabajo sobre los Passages, tal vez una versión corregida del ensayo sobre Baudelaire. O quizás otra obra, la que nos falta y no sabemos ni siquiera si existió.
No, Bruno Arpaia no tiene la respuesta, pero al final de nuestra conversación me regala otra historia, porque Portbou sabe mucho de páginas perdidas.
Poco más de un año antes de que llegase Benjamin, entre las tropas en retirada de la república española —medio millón de personas que huyendo de las bombas de los aviones italianos y alemanes intentaban pasar la frontera en sentido inverso al de los prófugos que huían de Francia— se encontraba Antonio Machado, el gran poeta español, él sí realmente anciano. Y también Machado llevaba una maleta que contenía muchas poesías y que tuvo que abandonar en Portbou para conseguir expatriarse a Francia, a Colliure, donde murió pocos días después.
¿Dónde están aquellas poesías, tan comprometedoras entonces porque habían sido escritas por un poeta enemigo del régimen franquista? ¿Dónde están las páginas que Benjamin conservaba tan celosamente? ¿Todo destruido, todo perdido?
Tal vez en un armario o en un viejo baúl abandonado en el desván de una casa de Portbou se encuentran las hojas amarillentas y olvidadas: las poesías del anciano poeta derrotado y las notas del intelectual europeo precozmente envejecido conservadas juntas, ignoradas incluso por el propietario de ese armario o de ese baúl.
¿Es esperar demasiado que alguien, antes o después —por casualidad, erudición o pasión— encuentre sus páginas y nos permita finalmente leerlas?
Fragmento del libro Historia de los libros perdidos por Giorgio Van Straten (Editorial Pasado y Presente, 2016).
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La suma de los daños (Casasola Editores, 2020), ópera prima de Yasser Andrés Moreira (Managua, Nicaragua, 1991), constituye con sus cincuenta poemas, organizados en cuatro secciones, una obra depurada, erótica, comprometida, desgarradora y revitalizadora. En su conjunto se percibe una voz poética sencilla que, envuelta en un halo de ironía, logra autenticidad y fulgores de originalidad.
No hay búsqueda de novedad ni caza de lo extraordinario en estos poemas, pero sí equilibrado sentido tradicional, que posibilita las facultades expresivas heredadas, sin la burda osadía de arrojarse al vacío poético imperante, porque no se puede engañar al lenguaje, que posee en sí una fuerza ineludible. Y, en consecuencia, todo poema se traiciona a sí mismo al carecer de auténtica facultad de expresión.
Ahora bien, como sugiere el título, la presente obra representa el inventario doloroso del poeta, sus astillas y cenizas, que con la alquimia del verbo transmuta en luz.
En tal sentido, la primera sección “Bitácora de extranjería”, serie de veintiocho haikai no renga (haikus), es la piedra angular del poemario, ya que contiene per se las tres unidades posteriores. Por consiguiente, aquí late la nostalgia por el exilio y el anhelado retorno a la patria (Hace frío/ me descubren extranjero. / Uñas con tierra caliente); la hiriente consagración del Eros (Cae el vestido/ tus senos se asoman/ mis pupilas dilatadas); el hondo lamento por el estallido sociopolítico de Nicaragua (Desde el bus/ oigo las paredes/ susurrar genocidio); y unos versos confesionales de las roturas internas (Mañana seré menos joven. / Hoy no gané un centavo/ escribí un verso).En general, si bien estos haiku no se adhieren a la composición clásica (fondo y forma), que comprende tres versos sin rima, de cinco-siete-cinco moras (sílabas) que reflejen el haimi y el nai-inritsu, como elementos obligatorios, mientras el kigo, el kire y la comparación interna, como elementos importantes, no significa que carezcan de calidad, pues cada vez es mayor la tendencia, justificada o no, de romper ese canon oriental, prescindiendo de algunas reglas prestablecidas. Finalmente, es interesante que Andrés, quizá aceptando el destino de Ícaro del poeta bajo el sol de la Poesía, o tal vez por modestia, confiesa: Escribo, borro, reescribo/ y vuelvo a borrar./ Nada florece., lo cual evidentemente es la antítesis de Hokushi: Escribo, borro, reescribo/ borro otra vez y entonces/ florece una amapola.
La segunda sección “Palabra húmeda” reverbera aquel verso del padre del surrealismo, André Bretón: La poesía se hace en la cama como el amor. Así, sucesivamente, hasta completar los nueve poemas, destaca en mayor y menor grado esta vanguardia: ahí es donde cae la lluvia dorada/ desde mi lengua que paladea tu granada carmesí/ y mis dedos que se multiplican/ al ritmo de tus espasmos; lenguas húmedas y escorzadas:/ como bocas que besan bocas/ como bocas que besan labios henchidos; tus senos se posan en mis labios/ y tus botones retan a mi lengua/ en un vaivén de santos andariegos. Y merecen mención especial los poemas “Carburaciones” y “Mujer oficinista que cruza la calle”, circunscritos al movimiento futurista, hirvientes de imágenes explosivas que causan una “secuencia de objetos en movimiento multiplicándose y distorsionándose como vibraciones”, tal expresó Marinetti. Sin duda, el primero es el más original de toda la selección: El aire baila in cons tan te/ entre sus pistones/ de materia reluciente y humeante/ el motor V-Twin 1200 cm2/ carbura por sus jeans acaderados/ se retira y regresa/ nunca igual al instante anterior/ en la carretera arterial/ donde habita el durmiente que esconde/ palabras en su pecho. Y, entre la destrucción o el amor, concluye con una reminiscencia a los Epigramas de Cardenal, en el poema “Preludio para una despedida” (Un día amaré a otra/ y ya no te leeré ni leerás mis poemas).
La tercera sección “Memorial del fuego” -dedicado a los torturados, secuestrados, desaparecidos y exilados- y los siete poemas que lo conforman son el desgarro, incursión a la angustia de la realidad social, réquiem a la patria, para hacer del lector un partícipe activo (pars capere) del dolor, violencia, soledad, muerte. No es poesía panfletaria ni discurso político, sino sentimiento de compromiso, reivindicación de la libertad, adscrita levemente al influjo del movimiento poético español de los años cincuenta y sesenta. Ante tanto crimen de lesa humanidad impune, aun con fe estéril, se alza la voz al cielo para extender una plegaria, monólogo de la ausencia (Dador de vida/ encendé las brasas/ entre las vísceras del tiranuelo que dejaste nacer), entre el calvario de cargar cientos de cadáveres, un país hecho necrópolis (sucede que, desde el invierno de abril de 2018/ quiero escribir y el llanto no me deja), porque sí, April is the cruellest month y recuerda a los endecasílabos de Lope de Vega: Quiero escribir y el llanto no me deja/ pruebo a llorar y no descanso tanto. De tal modo, en los dos últimos poemas -entretiens- sentencia la tierra baldía donde no crecen los girasoles de Francisco (A casi medio siglo de distancia, el enemigo/ es el mismo: / nosotros; Hoy, hijo mío, todo sigue siendo igual, o peor). ¿Será por esto que Nada florece? ¿No alude al oficio literario, sino a la sangrienta historia de Nicaragua, que escribimos, borramos, reescribimos y nunca aflora su luz?
La cuarta sección, “Hombre roto”, refleja lo más íntimo del libro, confesiones, oscilación del ideal pesimista y, a la vez, proceso revitalizador, resurrección del otro yo, el verdadero, en lo prístino, en ese modo-de-ser-ahí, que se alcanza al aceptar, como Sísifo, las roturas, al no ser más que una forma de reconstrucción. Es esta la ratio de la alegoría al águila (Será preciso desvestirse del plumaje pesado/ hediondo a viejo/ quedar desnudo ante el frío/ esperar largos meses para que crezcan) y así, tras la renovación, desde el peñasco precipitarse como el trueno, diría Tennyson. El poeta, quizá en vano intento, procura suturar las heridas, pero, ante todo, está la incertidumbre, por eso el intertexto de la Metamorfosis, de Kafka (¿o era cucaracha involucionada a humano?). Y así, después se retoma ¿la búsqueda? al rechazar la “inmortalidad prometida”, pues al final tal vez el hombre sea su propia estrella (Señores, he decidido no renacer/ y no vivir eternamente/ la vida eterna es absurda y renacer, egoísta […] ¿y en qué va a creer este hijo de hombre?), hasta culminar afirmándose por enésima vez como un ser fragmentado que, irónica o desesperadamente, se entrega en un epitafio, ya sin mendigar nada, a quien siempre lo ignoró (Elevé mis rezos/ y no fueron escuchados. / Mi llanto no llegó hasta vos. / Aquí estoy, Señor, un hombre roto/ que solo quiere descansar).
Y, no menos sustancial, dos aspectos relevantes y atractivos -inusuales- de esta obra homogénea: precisión al titular poemas y fenómeno lingüístico del voceo.
He aquí, pues, esta sumatoria nostálgica, resultado del ejercicio constante de lectura y relectura, escritura y reescritura. Observar: florece frente a nosotros este primer poemario como un girasol, una amapola, un lirio luminoso entre las grietas.
Chinandega, Nicaragua, 1 de julio de 2020
Poemas escogidos de La Suma de los daños (De Bitácora de extranjería; pp. 14, 15, 38, 36, 30) II Hace frío, me descubren extranjero. Uñas con tierra caliente. III Cae el vestido, tus senos se asoman, mis pupilas dilatadas. XXVI Desde el bus oigo las paredes susurrar genocidio. XXIV Mañana seré menos joven. Hoy no gané un centavo, escribí un verso. XXVIII Escribo, borro, reescribo y vuelvo a borrar. Nada florece. (De Palabra húmeda; pp.45, 49, 48, 46) Dánae “Oh boca vertical de mi amor, los soldados de mi boca tomarán por asalto tus entrañas (...)” Apollinaire Este cuadro de Klimt me recuerda a vos, -ese que no vimos cuando no visitamos la Galería Würthle en Viena-. Acostada en mi cama, con tus piernas izadas, los ojos cerrados, te abrís silenciosa y sedienta como biblia... ahí es donde cae la lluvia dorada, desde mi lengua que paladea tu granada carmesí y mis dedos que se multiplican al ritmo de tus espasmos. Conozco la palabra que buscás, es mi nombre empapado en sangre para recitarlo y quedarte dormida como flotando en líquido amniótico. Otro texto para celebrar tus senos Tus senos se posan en mis labios y tus botones retan a mi lengua en un vaivén de santos andariegos ¡esos son! Santos cálices que sostienen tu cuello. Se refractan en ríos puestos de pie como en reverencia. Mis dientes pierden filo. Los cuerpos “Cuando contemplo tu cuerpo extendido como un río que nunca acaba de pasar” Vicente Aleixandre Los cuerpos esparcidos entre dunas, entre pieles arenadas. Inenarrables las manos evocan poros devorando extremidades lenguas húmedas y escorzadas: como bocas que besan bocas como bocas que besan labios henchidos. Caderas que irán oscilantes. La cascada se vuelve río y cenote en el abismo donde nace la luz. Carburaciones “Óigame usted, bellísima, no soporto su amor” Eduardo Lizalde El aire baila in tan cons te entre sus pistones de materia reluciente y humeante el motor V-Twin 1200 cm2 carbura por sus jeans acaderados se retira y regresa nunca igual al instante anterior en la carretera arterial donde habita el durmiente que esconde palabras en su pecho manía de mar en madrugada petróleo que se flagela Efecto que causa el Infecto de Afecto al aire que danza entre sus pistones, engranajes y cilindros a la tierra que toca Isabel las bardas derrumbadas al impacto si fuera usted un poco menos bella si tuviera los pies ahuesados y las nalgas inergonómicas al asiento de esta desteñida motocicleta V-RodMuscle no tendríamos que acelerar cada vez que el semáforo cambie a ROJO. (De Memorial del fuego; pp. 64,65) Fernando “Andrés Tu piedra es mi esperanza” Fernando Gordillo Fernando, mi piedra nunca fue esperanza de nadie. Ha pasado casi medio siglo y ya ves, siempre lo mismo. Pudo más el dólar que la sangre. Toda la tierra, Fernando. Desde Alaska hasta la Patagonia desde esta esquina hasta las otras esquinas. No tienen lágrimas para llorar ninguna patria. Ya no hay piedras sino balas. ¡Dispará! A casi medio siglo de distancia, el enemigo, es el mismo: nosotros. Hoy, hijo mío... “Mañana, hijo mío, todo será distinto...” Edwin Castro Hoy, hijo mío, nada es distinto. La angustia sigue marchando a paso firme sin encontrar fondo. El campesino es decapitado, cercenado y mutilado por quitarle la tierra suya. Que es poca, pero ya no es suya. Las hijas del obrero y campesinos son las prostitutas de los poderosos, como vos. No hay pan y menos vestido porque su trabajo no merece ser pagado. Las lágrimas se mezclan con sangre en las calles. Hoy, hijo mío, nada es distinto. Caen bombas lacrimógenas, hay cárcel y disparos de Dragunov para quien ose levantar la voz. No puedo caminar por las calles porque ninguna ciudad es mía, ni de tus manos y de las manos de tus hijos. Encerró la cárcel tu juventud como también encerró a los míos y morirás exilado. Hoy, hijo mío, todo sigue siendo igual, o peor... (De Hombre roto; pp.73,75) El oficio de creer “Por el aliento de Dios perecen, y por la explosión de su ira son consumidos.” Job 4:9 Señores, he decidido no renacer y no vivir eternamente (la vida eterna es absurda y renacer, egoísta) también decidí caminar sin miedo por estos picos donde abrí los ojos la tarde del suicidio del nazareno ¿y en qué va a creer este hijo de hombre? -Se preguntarán molestos- “Pobre, ha perdido la fe” -murmurarán compungidos- creo en la sonrisa de un niño cadavérico creo en el llanto de un árbol creo en la degradación de los cuerpos por benévolos gusanos. Pero no creo en su dios, ese que ama con ira, y amándolos, se iracunda -les responderé-. Para el niño de 1997 Existen tardes en las que trabajosamente logra sentarse frente al escritorio, y se parte en llanto. La tarde en que muera -porque así lo decidió-: olvidarán que fue un mal hijo, un mal hermano, un mal amante, un mal poeta y un mal amigo. Todos olvidarán que fue un mal padre. Que fue malo aprendiendo, un mal cristiano. Que nunca ganó en nada y aceptó la derrota como un vencido. Olvidarán que les dio la espalda. Que no encontró el verso definitivo (lo más vergonzoso). También su holgazanería y negligencia serán borradas. Todos olvidarán que desertó de todo, hasta de la vida. Porque, queramos o no, toda la soledad del mundo se desgarra en los silencios de ese niño
Pablo Antonio Alvarado Moya (Chinandega, Nicaragua, 2000). Poeta y promotor cultural. Ha publicado poemas en diversas revistas literarias, entre otras: El Hilo Azul, del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE); Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada (España); MILETUS (Turquía). Miembro de PEN Internacional/Nicaragua, y del Consejo Editorial de Revista Cultural Chinamitlán. Actualmente, cursa cuarto año de Derecho en la Universidad Centroamericana (UCA), de Managua.
Andrés Moreira (Nicaragua, 1991). Poeta y editor. Hizo estudios de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN). Además, participó en el curso “Literatura y Memoria: Chile a 45 años del golpe militar” en la Universidad de Costa Rica (UCR) y en el congreso “XVIII Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana de Estudiantes” en la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA). Algunos de sus poemas han sido traducidos al italiano y al inglés, y fueron publicados en la revista digital del Centro Cultural Tina Modotti y en la página web de Casasola Editores, respectivamente. Ha colaborado en revistas internacionales como Central American Literary Review (Nicaragua), Círculo de poesía (México), Revista Antagónica (Costa Rica), Letralia (Venezuela) La ZëBra (El Salvador) y Revista Ágrafos, de la que es miembro del consejo editorial.

1- Al otro extremo del poema hay alguien que nos está mirando en busca de limitarnos el horizonte e impedirnos la conquista de territorios posibles pero los poetas insisten se dejan llevar por su instinto. 2- Hay algo que la palabra excluye al ser pronunciada y queda flotando en una especie de tiempo circular para luego descender hasta el fondo último y desde allí poder emerger en un levantamiento inesperado. 3- A mitad del poema vacilamos entre regresar o seguir como cuando cae un muro y nos quedamos inmóviles en el mismo sitio dudamos en avanzar ante la escasez de dignidad y la sequía de humanidad que nos espera fuera tenemos que asumir que el calor de la poesía es un instante que debemos volver frágiles con el peso de la pobreza al abismo del vivir. 4- Al otro extremo del poema hay alguien que nos está mirando en busca de limitarnos el horizonte e impedirnos la conquista de territorios posibles pero los poetas insisten se dejan llevar por su instinto.

Si Dios vio lo que ocurrió no le importó en lo absoluto.
Rorschach
Te veo y me das miedo tu mirada realmente me odia Decime ¿qué te he hecho para que me observés con tal menosprecio? Tus luces cada vez más cerca se acercan a mis narices Olfateo el olor a gasolina y el humo contaminante manado de tu escape Huelo el aceite que pasa entre tus cadenas chirriantes El ruido aumenta el motor acelera ¿El fin será fugaz? Tu mirada cada vez más endemoniada se enciende al ver mi miedo inevitable enmedio del camino Dios te perdone querido amigo porque no podré hacerlo yo Tronó el primer hueso mi cráneo se destrozó volaron los sesos y cesó el corazón La sangre desparramada es la única testigo del odio infundado que me mató El cuerpo desaparecerá pero mi recuerdo de tu memoria no se borrará jamás El brillo de mis ojos en mis últimos momentos estará siempre doliendo en tu corazón enfermo Amigo tu odio me inmortalizó y causó lo contrario a tu objetivo: mi definitiva eliminación Mi recuerdo en tu mente hasta tu muerte vivirá y solo entonces encontrará —aunque no vos— la paz
Meryvid Pérez: Veranos

Ya no sé de la infancia más que un miedo luminoso y una mano que me arrastra a mi otra orilla.
Alejandra Pizarnik
Tengo una caja de ratán trenzado que robé de los objetos que los anteriores inquilinos olvidaron. La vi en la cúspide de un cerro de artefactos religiosos que yacía sobre una coqueta de espejo opaco, en la que mi reflejo fue testigo del inevitable regreso de una práctica de mi infancia. ──Cuando robes algo guárdalo en tu calzón── me aconsejó Susana durante algún recreo escolar.
Desde que esa táctica me fue revelada, guardé día a día, por lo menos tres chicles pertenecientes a la tienda de una anciana descuidada. Era una ocupación que realicé con maestría y empeño, pero cuando aparecieron caries en mis molares decidí no hacerlo más. Fue una decisión contundente. No hubiera imaginado, que veinte años después, aparecería nuevamente la sensación imperiosa de tener algo que no es mío y la oportunidad de poderlo tomar. Fingir ante el casero la ausencia de ansiedad y nervios de regresar a una manía mal vista, pactó en mi relación con el objeto robado una sensación de complicidad.
Durante el último año me he vuelto recolectora de recipientes en los que guardo cosas verdaderamente irrelevantes, pero debido al valor que adjudiqué a la caja de ratán, decidí guardar en ella a los que considero mis mejores tesoros: decenas de fotografías rotas y manchadas por el mal cuidado que mis manos de niña les dieron en las mudanzas que viví. Los delgados cruces de la caja acogieron a las imágenes como ningún álbum lo hizo antes. Para acudir a los recuerdos de manera fácil, se me ocurrió diseccionar las fotos en diferentes apartados que marqué con fechas de períodos importantes. Estos, a su vez, tenían divisiones con tarjetas en las que exploré mi escritura creativa. Lo acomodé todo en un orden cronológico. Aquí una muestra de mi labor compiladora.
Allá donde pronto somos niños / y tenemos casa / y en donde las ciudades son fotografías. […] / Allá resides tú, donde reside la memoria.
Elena Garro
I
(1998-2006)
Tardes amarillas
Durante el mes de abril las grosellas caían por sí solas. Cuando se juntaban al pie del árbol, corríamos descalzas a recogerlas. Utilizábamos de cesto la blusa que lleváramos puesta. Una hoja era lugar para la sal y la piedra grande del patio suficiente mesa. En ella cabíamos tú, yo, alguna vecina invitada y nuestras muñecas. En ella se nos iba la tarde comiendo lo que nos daba el árbol. Hoy tu nombre es el color de la fruta y el gesto amargo de escupir semillas.
Aquarium
Los zapatos de charol rojo pringados de lodo, convierten mis pies en dos grandes catarinas. Mientras las catarinas hacen fiesta en los charcos, la lluvia corre por las tejas, crepita sobre el suelo y se adueña de las calles rotas. No muy lejos, entre el barullo del agua, se escucha el sapo que canta en el monte.
Recreo en el jardín
──La lluvia trae peces. ─Declara alguien detrás de una reja de escuela. Entre los barrotes negros, tres dedos pequeños señalan a la calle y cuentan el número de peces que las nubes soltaron. Esta tarde el papel será un barco.
San Francisco
Extraño mis días con los pájaros del parque. Eran un grupo de zorzales que presentaba un recital por mes. En las tardes, sobre alguna rama del roble más viejo, cantábamos toda canción ya inventada. Teníamos como lema: “ardua lejanía al polen del ciprés”, lo declarábamos en cada ensayo y hacíamos gárgaras de vinagre dulce con dos hojas de laurel. Fueron los días más felices, hasta que un día derribaron al roble y jamás los volví a ver.
Animal de agua
Te pusiste cinta adhesiva en los dedos para simular escamas. Con engrudo y periódico me hiciste la estrella que decoramos con piedras turquesa y pintura dorada. No podía creer que fueses marino y pedí que lo comprobaras. Frente al mar, vi el momento en el que te salió una cola y te fuiste. Quise ser como tú para nadar con aletas. En cada cumpleaños deseé ser animal de agua y nadar al fondo para ir a buscarte.
Isidoro
Del día que Casiopea llegó recuerdo los estragos de un huracán y el frío. Jugaba en el patio a recoger las pequeñas ramas de los árboles que el huracán tiró en su paso. La radio repetía las medidas de seguridad que yo identificaba con colores. Cuando mi canasta estuvo casi llena, sentí el golpe frío del caparazón en mi piel. Apenas la vi le puse un nombre. Casiopea. Lucía flaca y fatigada de transitar entre las corrientes de agua sucia del pueblo. No dudé en meterla a casa para mostrársela a mamá. Ella la puso en un traste con agua. Esa noche le pedí a mi nueva amiga que me mostrara el futuro.
Herencias
De niña cambié muchas veces de casa, eso me hacía sentir igual que un crustáceo. Me gustaba pensar que cada una de ellas era una concha nueva a la que mi cuerpo debía adaptarse porque había crecido. Mientras mis padres vaciaban cajas y acomodaban muebles, me gustaba explorar los espacios en busca de objetos olvidados y rastros de la vida anterior. Mi mudanza favorita fue cuando llegamos a un lugar en donde, se decía, había muerto un niño que tocaba instrumentos de forma magistral. En una de mis tantas exploraciones cotidianas encontré una armónica que seguramente le perteneció a él. Aún recuerdo el latón brillando bajo el sol y la promesa que hice de aprenderla a tocar. Cuando supe lo suficiente, improvisé algunas melodías que ofrecí al eco que habitaba mi casa de nácar.
Meryvid Pérez (Mérida, Yucatán 1998) es estudiante de la Licenciatura en Literatura Latinoamericana por Universidad Autónoma de Yucatán. Estudió creación literaria en el Centro Estatal de Bellas Artes. Ha publicado textos en las revistas Efecto Antabus, Penumbria y Bítacora de vuelos.
Noe Vásquez Reyna: dos cuentos

Lluvia y ceniza
En los diarios españoles también se reportó la noticia. Después de la necesaria ubicación de la tragedia, se decía que en la aldea El Rodeo encontraron carbonizados a cinco niños dentro de una casa. «La erupción del Volcán de Fuego, en Guatemala, ha arrasado zonas enteras, incluidas aldeas habitadas, que permanecen bajo las cenizas». Una de las fotos áreas que se tomaron de la zona imitaba montañas suizas en un trópico letargo. Una capa blanca grisácea cubría árboles, casas, tráileres estacionados. Un pueblo abandonado en invierno.
Yo cumpliría cinco años cuando el volcán convirtió en estatuas porosas y plomizas a muchas personas, a niños pequeños como yo y a gente con arrugas como mi abuela. Ese año fue muy raro. Una de mis madres lloró mucho; la otra quizá también lo hizo, pero no lo sé bien porque estuvo meses durmiendo en otra parte. Entraba y salía de casa con su bolso y un libro en la mano. Cuando venía y saludaba, era como si hubiera viajado por semanas aunque nos había visto ayer. Más que a nosotros, parecía que extrañaba su propia vida. Con sus abrazos nos dejaba halos de cigarro y café. Una de las veces que volvió, mamá traía al cuello una tela púrpura, suave. Yo nunca la había visto en casa. Dijo que era un regalo. Tampoco había visto que un regalo turbara e hiciera casi llorar a alguien así.
El 45 aniversario de mamá se apostilló en otro año de crisis. Continuaban consignas y recorridos en las calles; se cumplían 365 días de la quema de 41 niñas; una erupción hacía virar aviones en vuelo; se comprobó el genocidio por segunda vez; hubo viajes a otros países y una separación. Después me enteraría de que ese año fue de segundas veces. Desde que tengo memoria, nuestras madres nos llevaban a mi hermana y a mí a caminar en las calles del centro histórico, sobre todo porque el país cubría cabezas con costales y les quitaba el aire. Había olvido, tristeza, hambre, enfermedad, egoísmo y cosas sucias. Sin embargo, cuando ellas estaban juntas y reían todo eso no llegaba a los dedos de los pies descalzos de sus hijos.
Ese año también apareció otra persona en la vida de mis mamás. Nos pedían que la saludáramos, y ella, en lugar de darnos beso, extendía la mano mostrando la palma para que chocáramos las nuestras con la suya. Me parecía tonto, pero sin duda era más aceptable que pegar la mejía a rostros de gente que no nos interesaba.
Esta otra persona llegó a nuestro cumpleaños, la recuerdo. Nos tomó fotos con su teléfono cuando golpeábamos la piñata en el patio. También comió pastel y revisó la estantería de la sala. No me caía bien. Pensé que se robaría algún libro, pero no lo hizo. Tras ella hubo más silencios incómodos y molestos en casa. Conversaciones a medias cambiaban el tono de las voces de mis madres. Desde la cocina se escuchaban murmullos, que arrastraban emes, eses y erres. Mis tías postizas llegaban seguido y platicaban por horas con mami. Ella dormía en casa, no viajaba tan lejos y con el grifo abierto sobre los platos lavaba, supongo ahora, otro abandono.
El alejamiento no impedía que fuéramos a la marcha del 30 de junio como familia. En esa ocasión, mi hermana caminaba con mami y yo, con mamá. Había calor y las calles se volvían fatigosas. En las últimas siete cuadras, mamá hizo el camino conmigo en brazos mientras hablaba todo el tiempo con esa otra persona. Quiso cargarme; yo me negué. Volvió a sacar su teléfono y nos tomó fotos a mamá y a mí. Mamá le pidió casi en ruego que se las enviara. Yo nunca las vi.
Esa otra persona era rara. Hablaba y se veía de manera extraña. Si la miraba bien, parecía un búho calvo que se escondía y pretendía quedar bien con sonrisas. Usaba palabras raras, frases enredadas, así que nunca entendí de qué hablaba con mamá. Se veían una a la otra también de manera rara. Era como si todo se congelara y yo ya no estuviera ahí. Eso me molestaba y miraba fijamente a esa persona para que leyera en mis ojos que la odiaba; bueno, lo que yo creía que era odio.
Mis madres se iban distanciando como barquitos de papel mojados. Llegaron días en que mamá se marchaba después de leernos el cuento de la noche y regresaba durante el desayuno. Una mañana mi hermana fue proactiva. Les dijo que si tenían roto el corazón, lo pegaran. En el cajón había goma y tape, y propuso ayudarlas ella misma. Creo que mi hermana es muy práctica para las cosas complicadas. Yo solo estaba molesto porque eran más niñas que nosotros.
Sé que no me he llevado bien con mamá desde que soy pequeño. No creo que tenga que ver con los lazos biológicos. Mi hermana la imita en todo. De pequeña jugaba a trabajar fingiendo que escribía en computadora, así como mamá lo hacía durante largas horas. Yo intento no ser tan apasionado como ella, pero nunca lo logro.
El llanto de mami mutaba gradualmente entre que se cerraba la puerta y se apagara el último bombillo. En la oscuridad tomaba la forma de lluvia silenciosa bajo techo. Todo quedaba empapado y un frío triste enmohecía las paredes. Creo que por esa humedad volví a mojar la cama. Algo de lo roto entre mis madres me recuerda la ceniza del volcán. Cómo se puede unir la ceniza. Es imposible con hilo negro, goma o tape. ¿Cómo habían enterrado aquellos cuerpos de ceniza? ¿Se desvanecían al tocarlos? ¿Así morían los vampiros? ¿Eran lodo de lluvia y ceniza?
Mis madres hacían lo necesario para que el fuego, el humo y los despojos alrededor de casa se quedaran detrás del portón de entrada. En sus trabajos eran creativas cuando intentaban que carniceros en trajes de hombre dejaran de violentar vidas. Luego se encargaban de nuestros berrinches, que las agotaban, y más de una vez, las respuestas de mi hermana o las mías les cortaban el aire, como si contuvieran en la garganta ausencias, frustración, rabia. A veces gritaban, como lo hace quien alguna vez perdió.
¿Qué pasa cuando un niño descubre que el peor de sus miedos es posible? Mi miedo más terrible de niño era que mis mamás ya no fueran las mismas, que mintieran, que ya no rieran juntas y que la separación fuera radical y para siempre. Me di cuenta de que ese miedo era más horrible que ver por las noches al monstruo cubierto de escamas y lodo, con rostro de hombre desfigurado, que vivía bajo la cama. Cuando salía, se arrastraba por la habitación en cuatro patas. Luego saltaba a mis pies y se sentaba. Me veía con ojos blancos y extraños mientras sacaba su larguísima lengua para intentar tocarme. Mi hermana nunca lo vio. Con el tiempo entendí que si los corazones se lastiman más de una vez, nunca serán suficientes los remiendos para curar, sobre todo, el vacío.
El 27 de septiembre de 2018 se acabó la distancia entre mis madres. Llegaron a casa juntas y ya ninguna huyó. Yo las noté raras, más cariñosas que siempre, pero en la mirada habían perdido algo que no estaba relacionado con su separación. Al año siguiente nosotros empezamos la escuela y después crecimos muy rápido. Imagino que los corazones de mis mamás tendrán rendijas de varios tamaños, y duras y anchas cicatrices.
Muchas marchas después, mamá me contó la historia de aquella persona. Ella con cerveza, yo con whiskey, hablábamos por primera vez de su vida. La escuché y pensé en la edad de la inocencia, me sorprendió saber que este país tuviera. Sabía que tenía ternura, ¿pero inocencia? Sus hermosos rizos plateados caían libres y más largos sobre su lado izquierdo. Cada surco de su rostro era bello. Cuando acabó, le pregunté si la había vuelto a ver. Solo dijo: “A veces no niegas la mirada, solo la guardas”.
Conversación
Nuestros muertos llegan a ser parte de nosotros mismos. Se adhieren a la piel. Hay una simbiosis metafísica a la que quizá Cien años de soledad se refiere sobre la pertenencia y los cementerios. Cuando era apenas niña me apropié de tres muertos que en realidad no conocí; después vendrían más. Fantaseo con que se incrustaron en los ojos detrás de los ojos para acercarme a la finitud y la belleza. En estos países bañados por dos mares hablamos con los muertos. Iluso es pensar esa conversación hecha de palabras, ideas y miedo.
La primera muerte que hice mía sucedió en marzo de 1983. Mi madre sobrevivió a su tercer parto ̶ nací yo ̶ y a un duelo terrible. La mujer que la abrazó y le había enseñado ternura de segunda madre murió en un accidente de carretera cuando se dirigía de Quetzaltenango a la Ciudad de Guatemala para conocer al nuevo bebé. La ausencia para mi madre fue vasta. A consecuencia de su pérdida ya no pudo amamantarme.
Nueve años después vendría la segunda muerte. A principios de abril regresábamos a la escuela después de los días libres por Semana Santa. Las monjas nos informaron, después de la oración de la mañana, que una niña que cursaba tercero primaria conmigo había muerto en un accidente de tránsito. Los accidentes de tránsito no son tal cosa acá, sino negligencia, cobardía y corrupción. La recuerdo como una niña frágil: rizos castaño-rojizos, tez palorosa, ojos-ventanas-caramelos cristalinos, más café que leche. Su nombre iniciaba con M. ¿Mariana? ¿Milvia? He olvidado las demás letras. A mis nueve años sentí en la garganta un hormigueo que iba en tropelía desgañitando en una inexistente manzana de Adán. Era áspero, un no-ser-estar arenoso.
Siete semanas santas después, el profesor guía llevó la noticia de que uno de nuestros compañeros del bachillerato se había ahogado cuando nadaba en un río. Él era nuevo en el colegio. Tenía dieciséis años, piel brillante-no-blanca acariciada por un sol de las cinco de la tarde, pestañas largas como uñas drag, ojos semitransparentes y profundos como la oscuridad. Mentón partido, barba afeitada, sonrisa infalible, aura dulce. Era hermoso. Tampoco recuerdo su nombre, pero su rostro sigue ahí en una de mis películas cursis favoritas.
La cuarta muerte tuvo nombre y apellido. Muy adulta entendí la importancia de la identidad y de llamar a cada quien por su nombre, preferiblemente si cada quien lo ha elegido. Mayo había ingresado en la universidad para estudiar literatura tres años después de que yo lo hiciera. Mayo Oliveros era un alma vieja no ficticia y tenía nombre de mes. La atracción fue natural e irremediable. Hablé con él una única vez. Hablamos de ángeles sin rostro, de jazz, de soledad, de todo. Era un pequeño fotógrafo de la melancolía. Cuarteaba el mundo con tristeza y lo tragaba a velocidades de sonido. Cuando se suicidó, lo lloré como nunca había llorado a un niño viejo. Después de su entierro, le vi con su gorra varias veces en la avenida La Reforma. Escuché su voz repetir mi nombre una vez. Escribí una obra de teatro para él. Lo perdoné por abandonar el mundo, me perdoné por envidiarlo un poco.
Dicen que la muerte solo te ayuda a pasar al otro lado, al que tememos porque lleva implícito nuestro limitado pero amplificado escenario creado de sueños, delirios, destinos, deseos, desesperos y destrucción. El admirado profesor West profetizó que la pregunta primordial era qué significa ser humano, y que para ello es preciso tener consciencia de que se es finito.
En la muerte número cinco enterré a mi novia un domingo. Los domingos quedaron desterrados de la semana por mucho tiempo. El cáncer tiene una voluntad cruel y verlo abrasar el cuerpo de quien amas es sentir una hiena alojada entre los pulmones que te carcome las entrañas mientras chilla-ríe. Las primeras veces, las conversaciones, los libros, lo justo, los ideales de no ser mediocre… todo lo abstracto fue dejando pistas con serpientes marinas, monólogos interiores, colores y plumas brillantes, eclecticidades sonoras y promesas de que la inmovilidad no es una opción.
Morir es tan real y cercano que conversar con los muertos es un engranaje consecuente, pero lo hemos olvidado. Meses antes de quedar postrada, mi novia había contestado «Tranquila en mi cama» a la pregunta cómo te gustaría morir. También era bruja. Estas personas que yo no quería que partieran no tenían en cuenta mi opinión, porque no se trataba de mí. Imagino dimensiones en las que todas ellas son fragmentos que resuenan en el viento húmedo que anticipa a la lluvia.
Entre mis muertos y los de otras personas también ocurren las muertes violentas y las crueles, las que suman miles y contando. Las que se difuminan en cifras grises y neutrales, las que no tienen una fotografía con sonrisa. En esto que nos han dicho que se llama vida se ha trastocado una pieza del tiempo que nos hace creer que hay futuros y que debemos prepararnos para ellos, a costa de no regresar sobre los pasos, a costa del olvido.
En una buganvilia, en el sonido de una palabra, en una calle mojada, en el ruido del vecino pueden aparecer señales. Señales de un diálogo interrumpido por falta de creatividad y silencio. A veces las señales llegan claras y burbujeantes como huevos en aceite caliente, también queman.
Con los años las conexiones enmudecen. Un diciembre reciente, si no mal recuerdo el mes, me sumergí en la tarea de escuchar murmullos más sensibles porque la creatividad estaba perdida debajo de las piedras. Con dos amigas decidimos ir con una médium. Los nervios mutaban en ruidos de intestino. Cuando empezó el trance, el frío hizo que la voz se convirtiera en humo. Aunque no había llegado a preguntar por mis muertos y no los pensaba en mucho tiempo, en esa sesión uno tras otra y en unión tomaron la forma de niña de unos siete años, con el vestido blanco cliché.
Se parecía a la niña que la gente decía que veía por las noches en el edificio en que trabajé durante siete años. Cada piso tenía su propia historia sobre ella. La veían parada en uno de los sanitarios del tercero, movía las sillas en el noveno, registraba los escritorios del cuarto, hacía pintas en las paredes del parqueo. Con su vestido blanco cliché, ella no dijo nada; éramos viejas conocidas. Confirmé que era ella porque la había soñado. En el sueño, yo subía al noveno, el elevador se detenía, se abría y ahí estaba de espaldas en el recibidor oscuro, sobre una silla. Cuando ella giró, desperté.
Hilamos fino esa noche con su vestido blanco. Todo estaba conectado: cifras, polifonía, laberintos infinitos, abecedarios, rostros, máscaras y la nada. La tela de araña era un hecho. Las dimensiones se limitan a los ojos delante de los ojos. El tiempo no une dos puntos, es más denso. Cuando la música termina, también la fiesta. La niña se hizo bruma, ya había logrado decir otra cosa a alguien más.
Al terminar, mis amigas me veían con caras de angustia. Yo tenía paz. Nuestros muertos llegan a ser parte de nosotros mismos. Se adhieren a la piel. Ellos hablan, pero sería iluso imaginar esa conversación hecha de gatos amarillos que van saltando del tejado al balcón.
Noe Vásquez Reyna (Ciudad de Guatemala, 1983) Con formación en literatura y comunicación, ha publicado dos libros de relatos, una novela corta para niños y un poemario digital. Ensayos literarios, artículos, columnas de opinión y trabajos de ficción han sido publicados en antologías y revistas de Guatemala, El Salvador, Alemania y Noruega. Actualmente trabaja en gestión cultural y es columnista y subdirectora de la revista digital centroamericana Casi literal. Es cofundadora del colectivo de diversidad sexual Promiscuos ConCiencia, que organiza charlas colectivas sobre vínculos y relaciones humanas. Por convicciones políticas-existenciales, tiene tres perras y cuatro gatos, no come carne y se mueve en bicicleta.

Arthur Wolfinguer
Pequeño, ¿Quién te asustó?
Tus ojos y esa ininteligible figura
con apariencia de sombra,que se presentó ante mí y preguntó:
¿Por qué te escondes?
Si uno somos en la noche, a solas.
Escribir un poema es tan difícil
«Difícil cada vez más la poesía»
Carlos Martínez Rivas.
Escribir un poema es tan difícil,
cuando ya casi todo está escrito.
Al poeta solo le hace falta decir,
menoscabadamente, que la poesía,
y más ahora, se ha convertido en un mito.
Nos hizo falta tener alas,
descender al infierno,
creer en el Diablo antes que en Dios,
y darnos cuenta, que al final de la muerte
no hay más nada.
Todo es en vano,
no cuando se encuentra la palabra
ante el hecho real o imaginario
donde se forma ese Pájaro en el cielo,
o el Caballo salvaje en la colina,
—tampoco es para tanto— porque si no es el misterio
y la gloria, entonces la ruina.
Bilogía Romántica
A Hazel Reyes.
I
Yo que creí burlar el inexorable y brutal
poder del Amor
heme aquí
c o n d e n a do como la piedra a ser piedra
como la flor a ser flor.
Tú que sobre todos los hombres
me elegiste a mí
vasta e inimaginable sensación elevada
a la potencia del corazón raudo:
Mirada, gesto, palabra
Así un secreto ceñido a los labios
¡Oh! Las líneas de tus manos como un epigrama.
II
Hay días en los que aborrezco mi sobria existencia.
Días que son para mí un espejismo,
pero no hay noche en la que no te vea
como un pensamiento que, de pronto, olvido.
Días y sin aviso se cae la casa,
se incendia, y a empezar de nuevo
desde el jardín hasta la puerta de entrada.
Al menos te di:
Un pedazo del mar.
Un poema de amor.
Un libro.
Managua City Blues
I
Poseído y ebrio al fin me explayo en todo
lo idealizado por el hombre, hasta ahora,
y principalmente en la incertidumbre
de vivir en duplicidad, entre otros yo.
II
Mientras envejezco, con esto
la poesía,
me enviajo a través de sus lindes
hacia la expiación de una infinitud mayor
que son los tres rostros del alma
invadida
donde se esconde ante los ojos del mundo
ante los ojos tristes y miserables del mundo
el verdadero Dios.
III
Todos en exilio terrenal
excepto yo
que vivo exiliado en mi propio cuerpo.
Mi espíritu se hace trescientos años más joven
mientras el tiempo pasa con su pretexto
venidero.
He reencarnado, quizá y hasta haya muerto
suficientes veces ya,
como para lapidar
con un centenar de nombres
distintos cementerios.
Borrachos sin fronteras
En la Taberna
me siento y presencio el espectáculo
de borrachos que luchan entre ellos mismos
por saberse quién más decadente.
La música trae viejos recuerdos, acaso sepultados
de amores perdidos.
No he almorzado –adrede–.
El licor cumple su función.
Vuelve a mí el rumor de tu beso traicionero
de la muerte.
Me confieso con el mozo.
Solo asienta con la cabeza, sí, dice,
pareciera entender todo lo que digo.
Solo le importa que pague la cuenta.
Declamo un poema.
Hay aplausos.
Alguien manda a mi mesa otro litro.
Textos del poemario inédito “Alter Ego”.
Salvador Zambrana Gutiérrez (Managua, Nicaragua 1997). Estudia Comunicación en la Universidad Centroamericana (UCA). Textos suyos han sido publicados en revistas digitales como Liberoamérica, Letralia, Ágrafos, y ha colaborado en la revista y editorial Buenos Aires Poetry. Fue incluido en la antología nicaragüense “Imprecisa imagen de los noventa” publicada en Revista Abril.

Fernanda Fatureto | Exilio

1. Exílio, esse lugar sem nome. Não se reconhece mais a paisagem nem semelhança com outro país. Um outro estado, mesmo artifício da luz filtrada pela janela. Cidade em trânsito – sitiada pelo desconhecido rosto envelhecido da tarde. Não há parâmetro para quem chega desapercebido pelo atlântico, ou por um outro oceano qualquer. E aquela colina suspensa indica os sonhos que se dissipam sobre a noite, como outra noite qualquer se não fosse obtusa essa estranha miragem. Exilio, Ese lugar sin nombre. No se reconoce más el paisaje ni semejanza con otro país. Otro estado, incluso un artificio de la luz filtrada por la ventana. Ciudad en tránsito ― sitiada por el desconocido rostro envejecido de la tarde. No hay parámetro para quien llega desapercibido por el Atlántico o por cualquier otro océano. Y aquella colina suspendida indica los sueños que se disipan sobre la noche, como otra noche cualquiera si no fuera obtuso ese extraño espejismo. 2. A palavra cala todo vestígio: Como salvar um corpo em declínio Imerso em pleno mar. Um peso uma réstia um ato da criação; a tentativa de dizer algo novo sob formas gastas. Um mergulho ciente de que voltar à superfície é encontrar o caminho de volta para a casa. A imensidão das águas, o puro artifício das imagens tecendo uma frase, um discurso, um prólogo. Encontrar o sentido do que se escreve: um exercício resignado de medo e de cura onde nada se cala e tudo é silêncio. 2. La palabra calla todo vestigio: Cómo salvar un cuerpo en declive Inmerso en pleno mar. Un preso, una racha, un acto de creación: la tentativa de decir algo nuevo bajo formas gastadas. Una inmersión consciente de volver a la superficie es encontrar el camino de vuelta para la casa. La inmensidad de las aguas, el artificio puro de las imágenes tejiendo una frase, un discurso, un prólogo. Encontrar el sentido de lo que se escribe: un ejercicio resignado de miedo y de curación donde nada se calla y todo es silencio. 3. O rosto é a maior de todas as ficções fixo no esboço do tempo perdido entre um mero semblante que declina sua face no anonimato das ruas estreitas, em que a multidão acena alguma paragem que lhe marque o vinco das primeiras rugas de expressão – como aquele sorriso fino ao lhe reconhecer perdido entre muitos: ao dar a primeira face ficamos marcados no rastro de um pequeno incêndio. 3. El rostro es la mayor de todas las ficciones fijo en el esbozo del tiempo perdido entre un mero semblante que declina su cara en el anonimato de calles estrechas cuando la multitud agita algún paraje que le marca el pliegue de las primeras arrugas de expresión – como esa delgada sonrisa cuando te reconozco perdido entre muchos: al dar la primera cara, quedamos marcados en el camino de un pequeño incendio.
Recomendamos leer nuestras entradas de poesía en la versión de escritorio.
Fernanda Fatureto (Brasil, 1982) es poeta y escritora. Autora de Ensayos para una caída (Penaluz, 2017) e Intimidad inconfesable (Patuá, 2014). Posee poemas en revistas literarias brasileñas; en las revistas portuguesas Eufeme e InComunidade; en las revistas españolas Cuaderno Ático y Liberoamérica y en la revista mexicana El periódico de las señoras.
Traducción de Leo de Soulas.

1. PADRES DE SEGUNDA MANO
Había dos maridos, y a ninguno de los dos le gustaron los huevos.
A mí tampoco me gustan hechos así, les dije. Hacéoslos vosotros mismos. Los dos suspiraron al unísono. El uno tenía la cara lívida. El otro la tenía pálida.
¿Hay algo de beber?, preguntó Lívido.
Aquí no hay nunca bebida, dijo Pálido. No busques. Esta casa está siempre seca. Pálido empujó a un lado el plato de los huevos con una expresión de dolor y asco.
En serio, dijo Lívido, ¿hay algo de beber? ¿No habrá cerveza?, preguntó esperanzado.
No hay nada, dijo Pálido, que había estado buscando una camisa blanca por la despensa, los armarios y las neveras.
Maldita sea, qué razón tienes, le dije. Y me abroché el botón superior de mi guardapolvo azul. Luego me agaché debajo de la mesa de la cocina para coger una bolsa de papel marrón donde había un bordado que le pedía a Dios que Bendijera Esta Casa.
Quería terminarlo pronto para que protegiera a mis hijos, que también son hijos de Lívido. Aunque la verdad es que algunos meses atrás Lívido había enviado una carta a Pálido desde un lugar muy lejano —las llanuras británicas de África— en la que le hacía una hospitalaria invitación: Te aseguro, le decía, que son muy buenos chicos. Yo también los quiero, pero su madre es Faith y ahora Faith es tu esposa. Yo paso mucho tiempo lejos. Así que, amigo mío, si quieres considerar que son tuyos, me parece muy bien.
Hombre, gracias, le contestó Pálido por correo aéreo, abrumado ante tanta amabilidad. Luego les imploró a los niños que, cuando no estuviera siendo utilizada, se fueran a jugar a su habitación. Hizo grandes esfuerzos por mostrarse amable.
Y mientras hablábamos ahora del pasado y el presente, bordé la casita de campo que se refugia a la sombra de una nube y un arce noruego, justo debajo de las letras doradas.
¡Ja, ja, ja!, dijo Lívido, que se tiró el café en los pantalones del pijama, ¿a que no adivinas a quién me encontré, Faith?
¿A quién?, le pregunté.
Vi a Clifford, aquel novio que tuviste, en el Green Coq. Tiene buen aspecto. Hay que reconocer, añadió dirigiéndose a Pálido, que sabe cuidar a sus hombres.
Es cierto, dijo Pálido.
¿Cómo está Clifford?, pregunté fríamente. ¿A qué se dedica? Hace dos años que no le veo.
Ni te lo imaginas. Va a casarse. Con una chica preciosa. Ella también estaba. Unas tetas pequeñitas, un culito redondo, y una barriguita de bebé. Debe de tener veintidós años, pero parece que tenga diecisiete. Por la espalda le cuelga una larga trenza rubia. Preciosa. La nariz chata, el labio inferior grueso. Llevaba los ojos maquillados. Tenía los hombros bajos, como una bailarina… y el cuello delgado. Preciosa, sí, preciosa.
Parece que te fijaste mucho, dijo Pálido.
Mi retina funciona muy bien, dijo Lívido. Después continuó. Tienes que ir con cuidado, Faith. Te sorprendería ver la cantidad de pollitas que están rompiendo la cáscara. Las colegialas bronceadas han salido a la conquista. Confío que esta vez lo tuyo sea definitivo. Para mí, todo lo que queda atrás es como si hubiera ocurrido en otro mundo. Pero desde el punto de vista histórico tú sigues siendo un personaje importante de mi vida, dijo. Y por eso me siento justificado al hacerte esta advertencia. Me considero obligado a hacerlo. ¡Cuidado, corazoncito!, dijo al tiempo que se inclinaba para susurrar roncamente a mi oído, lo que me causó un terrible dolor de tripas.
¿De qué estás hablando?, preguntó muy inocentemente Pálido. En primer lugar, Faith ya ha encontrado a su hombre…, y, además, sigue siendo una mujer atractiva. Mírala.
Sí, francamente, dijo Lívido mirándome. Una mujer atractiva. A veces es magnífica.
Estuvimos callados durante unos segundos en honor de tan generoso comentario.
Luego Lívido dijo, Sí, magnífica, pero me consideraba obligado a advertirte, Faith.
Por fin empujó su plato de huevos a un lado y volvió al tema de Clifford. Es un misterio envuelto en un enigma… Me pregunto por qué quiere casarse.
No lo sé. El matrimonio ata a los hombres, le dije.
Sin embargo, dijo Pálido muy serio, ¿qué sería de mí sin el matrimonio? Se le iluminó la mirada y él mismo se contestó, Un perro feliz.
En aquel momento entraron los niños: Richard el cuatrero y Tonto el pistolero.
¡Papá!, gritaron los dos. Tocaron a Lívido, le hicieron cosquillas, le desabrocharon la chaqueta del pijama, silbaron de admiración al ver los cabellos grises que coloreaban su pecho, le pellizcaron la oreja y le acariciaron la barba a contrapelo.
Bien, bien, dijo Lívido para que se estuviesen quietos. ¿Qué tal estáis, chicos? ¿Os va todo bien? Estáis muy fuertes. ¿Cómo va el colegio?, preguntó. Lívido soñaba que acababan de llegar de Eton a pasar las vacaciones.
Yo no voy a colegio, dijo Tonto, yo voy al parque.
Me gustaría oírle leer, dijo Lívido.
Yo sé leer, papá, dijo Richard. Tengo un libro de cien páginas.
Bien, bien, tráelo, dijo Lívido.
Hice más café. Lavé las tazas y convencí a Pálido para que abriese un pringoso tarro de mermelada de ciruelas damascenas. A los pocos instantes Richard había leído todo lo que sabía leer y Lívido se me acercó mientras se hacía vigorosamente el nudo del cordón del pantalón. Faith, dijo en tono de reprimenda, este niño no sabe leer. Y tiene siete años.
Ocho, le dije.
Sí, dijo Pálido, que acababa de acordarse del armario de los detergentes y husmeaba por allí en busca de una botella de cerveza. Si fueran mis hijos de verdad, los enviaría a una de esas buenas escuelas parroquiales que hay por aquí. Ahí sí que enseñan a leer. A Saint Bartholomew, a Saint Bernard, a Saint Joseph, a cualquiera de ellas.
Lívido se puso cárdeno y tragó saliva. Tendrás que pasar sobre mi cadáver antes de hacerlo. Merde, dijo por deferencia a los niños. Es cierto que te dije que podías considerar que eran hijos tuyos, pero si un día me entero de que se han acercado aunque sólo sea a un metro de una iglesia, te partiré el alma, cabrón. Tenía catorce años cuando mi sentido común me permitió salir de esa cueva del engaño con la cabeza bien alta. Serás hijo de puta, me importa un rábano que ahora quede muy au courant o esté de moda eso de dejarse ver bajo las cúpulas los domingos… ¡Mierda! Hipocresía. Corrupción. Cavernícolas. Idiotas. Subnormales.
Al recordar su infancia y su hogar el pobre Lívido se retorcía en su silla. Pálido le escuchaba con la cabeza inclinada y las cejas arqueadas como cúpulas de dolor.
Mira, dijo lentamente, nosotros, los iconoclastas…, los librepensadores…, los masones rezagados…, los idealistas…, los soñadores…, no estamos, en realidad, muy lejos de nuestra vieja madre la Iglesia. Y ella siempre permanece cerca de nosotros.
Dondequiera que estemos, siempre podemos oír, aunque sea sólo débilmente, las campanadas que marcan las horas. Tanto en el campo como en las ciudades. Y siempre le recuerdan a nuestra civilizada mentalidad la pasión de María. Cada hora a la hora en punto nos sorprende el recuerdo de lo que alguien hizo hace siglos por nosotros. POR NOSOTROS.
Lívido murmuraba, dolorido, ¡Esos cabrones, oh, oh, oh, esos despreciables cabrones malditos de Dios! ¿Es que vamos a tener que repetir otra vez todo el siglo XIX? Pues de acuerdo, aulló al tiempo que pasaba la mirada por todos nosotros, estoy dispuesto. ¡Ya verá ese cardenal Newman!, dijo, y se volvió hacia mí en busca de aprobación.
Ya sabes, le dije, que este tema no me ha interesado nunca. Sólo te apasiona a ti.
Pálido habló entonces con suavidad, perdida la mirada en las profundidades de su alma. Pues yo, aunque perdí a Dios hace muchísimo tiempo, siempre he conservado la fe[1].
¿De qué demonios estás hablando, so necio?, rugió Lívido.
Nunca he perdido mi amor por la sabiduría de la Iglesia del Mundo. Cuando me acuesto por las noches, rezo sin darme cuenta. Y también lo hago al levantarme. Y no le rezo a Dios, sino al unificador recuerdo de la infancia. Las primeras palabras que yo escribí fueron: ¿Cuáles son los sacramentos? Faith, ¿podrás olvidar alguna vez a tu abuelo entonando el kaddish[2]? No, jamás podrás olvidarlo.
¿Qué dices? Me enfurecía que me obligasen a entrar en la discusión. ¿El kaddish? Y a mí qué me importa el kaddish. ¿Se ha muerto alguien? Ya sabes perfectamente bien cuáles son mis opiniones. Sólo creo en la diáspora. Para mí la diáspora es más que un hecho, es un bien. Desde un punto de vista técnico estoy en contra del Estado de Israel. Me decepciona que hayan decidido convertirse en un Estado precisamente durante mi vida. Creo en la diáspora. Al fin y al cabo, son el pueblo elegido. No te rías. Lo son, de verdad. Pero ahora que les han metido en un rincón del desierto han dejado de serlo. Ahora son como los demás, como los franchutes, los italianos, nacionalidades temporales. La única esperanza para los judíos consiste en que sigan siendo un vestigio en el sótano de la política mundial. No, no es eso exactamente, tienen que seguir siendo una astilla clavada en el dedo gordo del pie de las civilizaciones, una víctima que pese sobre su conciencia.
Mi estallido dejó aturdidos a Lívido y Pálido, pues casi nunca expreso mis opiniones sobre los asuntos serios. Me limito a vivir mi destino, que consiste en ser, hasta el día que me toque expirar, y sin dejar de reír ni por un momento, sierva del hombre.
Y continué. Tengo entendido que ya no tienen ni siquiera aspecto de judíos. Se han convertido en un montón de sucios campesinos que no tienen ni tiempo para leer.
Son nuestro pueblo, me acusó Pálido, dilatando las aletas de la nariz y apretando las mandíbulas. Y están siendo víctimas de durísimos ataques. No es momento para criticarlos.
Yo había vuelto a mi bordado. Solté un suspiro. Ahora mi aguja estaba clavada en unas nubes de color gris perla, nubes de última hora de la tarde. Lo único que trato de decir es que los judíos no deben preocuparse por la geografía, sino por la historia. No deberían ocupar un espacio, sino perpetuarse en el tiempo.
Me miraron con expresiones tan llenas de dolor, que decidí no olvidar los demás aspectos de la cuestión. Probablemente, dije, Cristo tuvo todos esos problemas porque sabía que conquistaría el mundo entero, pero se había olvidado de Jerusalén.
¿Y tú?, preguntó Pálido. ¿Te olvidaste tú de Jerusalén cuando te casaste con nosotros?
Nunca olvido nada, le dije. Por cierto, ¿a que no sabes una cosa? Inglaterra está en plena bancarrota. El país entero está empapelado con letras de cambio.
La mano de Lívido tembló mientras ofrecía fuego a Pálido. Tonterías, dijo. No es cierto. Tonterías. La isla de Gran Bretaña es el pequeño y contundente puño del brazo de la Commonwealth.
Lo que es verdad es verdad, le dije sonriente.
Bueno, parece que no se mueve nadie, dije. ¿Creéis que alguno de los dos será capaz de llegar a tiempo a su trabajo?
Pero, querida, si hace más de un año que no os veía ni a ti ni a los niños. Se está la mar de tranquilo aquí esta mañana, dijo Lívido.
¿Verdad?, dijo Pálido, el sorprendido anfitrión. Además, hoy es sábado.
¿Qué te parecen los niños?, le pregunté a Lívido, su progenitor.
Muy americanos, muy americanos, peleones e incontrolados. Pero tú estás muy bien, Faith. Un poco más redondita, pero muy femenina y muy bien.
Muy bien, dijo Pálido, satisfecho.
Pero ¿y los chicos, Faith? ¿No es hora de que empiecen a aprender algo? Me parece estúpido que se pasen el día poniendo en fila soldados de plástico, la verdad.
Son muy pequeños, dijo Pálido —el padre de segunda mano— tratando de justificarse.
Mejor será que os vayáis los dos a vuestros asuntos, sugerí mientras hacía un nudo en el hilo gris perla atardecer. Por favor, antes de iros dejad los platos en el fregadero. Y siento lo de los huevos.
Lívido bostezó, se estiró, miró el reloj y dio un suspiro. Aunque sea sábado, mi tiempo no me pertenece. Tengo una cita en el centro dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo.
Yo también, dijo Pálido. Iremos en el mismo metro.
Voy a coger un taxi, dijo Lívido.
Te pago la mitad, dijo Pálido.
Se fueron al baño, donde compartieron las cosas de afeitar, el lavabo, la ducha y todo lo demás como un par de buenos amigos.
Hice las camas y cerré la cama plegable. Antes de la noche Lívido habría encontrado hotel. Lavé los platos y organicé la terrible jornada: dinosaurios por la mañana, parque por la tarde, mantequilla de cacahuete en medio, y al final de todo, y para compensar toda una semana de padecer platos de habichuelas, un noble asado de cordero con cebollitas, bolitas de masa de pan hervida y salsa de manzana rosa.
¡Faith, ya me voy!, gritó Lívido desde el vestíbulo. Hice a un lado mi lista de la compra y fui a buscar a los niños, que andaban de una habitación a otra buscando a Robín de los Bosques. Id a decirle adiós a vuestro padre, les susurré.
¿A cuál?, me preguntaron.
Al de verdad, les dije. Richard corrió hacia Lívido. Y se estrecharon la mano como dos hombres. Pálido le dio un abrazo a Tonto y recibió a cambio de esa muestra de cariño una docena de besos.
Adiós, Faith, dijo Lívido. Llámame si necesitas algo. Lo que sea, cariño. Y me dio un beso muy amable en la mejilla. Dominante, Pálido me dio, tras largos preparativos, un beso detrás de la oreja.
Adiós, les dije.
Tengo que admitir que al final salieron a la calle convertidos en un par de hombres limpios y pulcros, bastante atractivos, hombres brillantes de treinta y tantos años dispuestos a enfrentarse a las importantes ocupaciones que les aguardaban. Adiós, les dije, que tengáis un buen día. La oscura noche, la búsqueda del placer y del olvido, quedaba todavía muy lejos. Adiós, les dije, que os vaya bien. Adiós, dijeron ellos una vez más, y partieron orgullosos por caminos que no me conciernen.
2. COSAS DE NIÑOS
Condenado a quedarse en casa los sábados, Richard dibujaba esquemáticos hombres de palo tamaño cuartilla que extendían los brazos. Tonto andaba con un caballo de plástico en la mano y lo llamaba Tonto porque tenía los ojos pintados de azul, igual que los suyos. Yo revisaba el dobladillo del vestido del año pasado para estar al día, para estar chic y au courant, para que aquella primavera la gente se volviera al pasar y comentara:
—Miradla, está preciosa. ¿Quién debe de ser su modista?
Clifford estaba en la ducha frotándose el cuerpo y cantando una canción popular rusa. Elevó su voz hasta alcanzar el do de pecho y luego le oí flagelarse la espalda. Por fin, después de cuatro duchas calientes y tres frías, apareció humeante, fuerte y feliz en la sala. Tenía la cara redonda y sonrosada, y la cabeza notablemente desprovista de cabello. ¿Había algo que impidiera que la lluvia o el agua de la ducha corriera alocadamente por su rostro? Sí, sus gruesas cejas morenas. Debajo de las cejas estaban sus ojos redondos y negros, en los que había una permanente expresión de sorpresa. Clifford, gran amigo mío, era inofensivo. Jamás le habría hecho daño a una mosca, y era vegetariano.
Se alegró al vernos, como siempre. Llevaba envuelta en torno a su cuerpo húmedo una toalla de baño muy grande.
—¡He aquí al hombre! —gritó al tiempo que dejaba caer la toalla. Y se quedó un momento así, resplandeciente y satisfecho. Richard y Tonto se quedaron mirándole.
—¡Haz el favor de taparte, por Dios, Clifford! —le dije.
—No te preocupes, Faith —dijo para tranquilizarme—, el mundo está cambiando.
De hecho, a Clifford apenas le importaba el decoro. No sabía ni para qué servía. Luego se asomó desde detrás de la planta de plástico donde habían caído sus pantalones y sus calzoncillos. Salió con ellos puestos y nos dijo:
—A ver si os despertáis de una vez. ¿Qué hacéis ganduleando todos por ahí? —Se agachó a darle unos golpecitos a Richard en la tripa y le dijo—: Deberías ejercitar estos músculos, chico. Despierta.
—Quiero dibujar, Clifford —dijo Richard.
—Tienes tiempo para dibujar los demás días. Aprovecha que estoy aquí. Puedes dibujar mañana. Ven, Rich, pelea conmigo. Pelea. Venga…, a ver si me puedes. Y prepárate, Richy, que esta vez te voy a tumbar. ¡Allá voy!
—Allá voy yo —dijo Tonto, que tiró a un lado su caballo y descargó un golpe en los riñones de Clifford.
—¿Quién ha sido? —dijo Clifford—. ¿Quién ha sido el que me ha atacado por la espalda?
—Yo, yo —dijo Tonto dando brincos—. ¿Te ha dolido?
—Casi me matas, sí, señor, un buen golpe. Pero ahora voy por ti —dijo mientras giraba sobre sus talones—. Voy a hacerte cosquillas, prepárate.
Levantó a Tonto por encima de su cabeza y después le lanzó contra el blando sofá.
Richard se acercó de puntillas con el oso de peluche elevado por encima de la cabeza, y le atizó a Clifford tres golpes en la cabeza.
—¡Socorro, asesinos! —gritó Clifford—. Todos luchan contra mí. No puedo con ellos.
Richard le dio una patada en la barbilla.
—Ya está —dijo Clifford—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera, chicos! ¡Fuera, fuera!
Tonto le escupió en pleno ojo. Clifford se limpió la mejilla, fingió desmayarse y logró esquivar un nuevo golpe del oso que blandía Richard. Tonto se montó sobre su espalda y le cogió las orejas.
—¡Ay! —dijo Clifford.
Richard vio un tubo de pegamento en uno de los estantes de la librería, lo cogió y lanzó chorros de su viscoso contenido contra el peludo pecho de Clifford.
—Soy un salvaje —dijo Richard—. Soy un salvaje.
—Yo también —dijo Tonto—. Soy el niño más salvaje de todo el parque —añadió mientras tiraba con fuerza de las orejas de Clifford—. Arre. Soy el niño que monta el elefante.
—¡Es un camello perezoso! —chilló Richard—. ¡Venga, a trabajar, camello!
—Haz ver que soy un duende, Clifford —aulló Tonto—. Levántate.
—Soy una serpiente venenosa —chilló Richard, y se tiró al suelo y se enroscó en la pierna de Clifford—. Soy una serpiente venenosa —repitió mientras apoyaba el mentón en el empeine de Clifford—. Soy una terrible serpiente venenosa.
Luego levantó la cabeza como una víbora (¿y qué es, sino una víbora?) y, tras silbar, le dio al pobre Clifford un mordisco con sus incisivos recién estrenados en pleno talón izquierdo, el cual resulta ser su talón de Aquiles.
—¡Oh, no, no, no…! —gimió Clifford mientras se caía al suelo.
—¡Mamá, mamá, mamá! —gritó Richard casi llorando porque Clifford se había caído con todo su peso encima de él.
Tonto chillaba, derribado de su montura, entre un lío de patas de mesa y de silla.
Primero cogí a Tonto, y le abracé contra mi regazo.
—Mamá, me he hecho daño en la cabeza —sollozó—. Me gustaría estar dentro de ti.
Richard yacía tendido en el suelo como una serpiente aplastada; no lloraba, pero se había quedado sin respiración y estaba furioso.
¿Y Clifford? Había arrastrado su dolorida humanidad hasta un sillón y balbucía con su ensangrentada lengua, que se había mordido al caer:
—¡Esto es el colmo, Faith, el colmo!
Amoratados y llorosos, los niños decidieron hacer caso de mi sugerencia de que se fueran a la cama. Se olvidaron de decir que era demasiado temprano. Se olvidaron de exigir que les llevara sus osos. Se tendieron el uno al lado del otro, y se asieron mutuamente por el pulgar. Eran la imagen misma de ese amor que el mito, o la tradición, ha impuesto entre los hermanos.
Regresé a la sala, donde Clifford seguía sentado; un cono, semejante al sombrero de un astrólogo, apoyaba su ápice en el lugar donde la piel de su tendón había sido perforada. Justamente allí convergían las energías universales. El estacionario rol y el aire sin vida en el que giran los planetas tenían ahora el poder de curarle, de obrar, cada uno de acuerdo con su singular carácter, como una aspirina.
—Tenemos que hablar en serio —dijo—. No soporto a esos niños, la verdad. Quiero decir, Faith, que ya sabes que lo he intentado miles de veces. Pero no sé qué les has hecho. Has pervertido sus instintos, no sé. ¿Cómo puede ser que estuviéramos jugando la mar de divertidos, peleando y chillando, y que haya terminado todo tan mal? Siempre tiene que haber alguien que se haga daño. Me he hecho daño de verdad, Faith. Hubiéramos podido jugar tranquilamente y divertirnos sin hacernos daño, pero no hay modo.
—¿Quieres decir que si os habéis hecho daño es por culpa mía?
—Naturalmente que sí, Faith. Los has educado tan mal como has sabido.
—¿Sí? —le dije.
—Sí. Una educación horrible.
—¿Horrible? —le dije para darle una última oportunidad.
—¡Sí, Dios mío! ¡Peor que horrible! —dijo.
Por consiguiente, no estará de más incluir aquí una lista de explicaciones y quejas, de lo que ha sido mi vida hasta la fecha:
Es cierto que de lunes a viernes —a causa de mis éxitos en el trabajo— mi ego está que arde. Soy una estrella incandescente, y todos aquellos que quieran calentarse a mi vera son bienvenidos. Los hirientes insultos que, cual piedras de cortantes aristas, penetran en esa ardiente atmósfera se consumen igual que meteoritos antes de tocarme. Ilesa, difundo a mi manera mi brillo termodinámico.
Pero los sábados por la mañana me enfrento en casa a la ley sociológica de la llamada Intrusión de los Incontrovertibles. He tenido que educar a estos niños con una sola mano mientras con la otra le daba a las teclas de la máquina de escribir para ganarme la vida. Los he educado yo sola, sin la presencia de un padre con quien pudieran identificarse en el baño, como los demás niños que juegan con ellos en el parque. Reíos, si queréis. La inclemencia del Destino me forzó a firmar un contrato leonino con la vida bohemia, o lo que queda de ella. Y he cumplido todas las cláusulas a pesar de las tentadoras ofertas que en forma de pantalones de esquí, lecciones de piano o entradas para rodeos me han hecho insistentemente mis amables parientes. Durante todo ese tiempo he cuidado y alimentado a Richard y Tonto, les he enseñado a ir limpios y estar abiertos a las cosas que más interesan a los niños. De hecho, hemos progresado mucho y no necesitamos ir a escarbar en las cajas de ropa usada del Ejército de Salvación. He tenido la perversidad de hacerlo todo yo sola, menos el año en que su padre vivió en Chicago con Claudia Lowenstill y ella se horrorizó al enterarse de que sólo les mandaba una bicicleta el día en que cumplían cinco años. Consecuencia de ese descubrimiento fue que decidió pagarme un año entero el gas, la electricidad, el alquiler y el teléfono. Pero un buen día Claudia lo cogió in fraganti iluminado por la cegadora luz de la verdad: era un gran tipo, siempre dispuesto a mentir y a adular y a salirse por la tangente. Ahora él vive en la dorada costa de otro continente, donde está encantado por la supervivencia de civilizaciones clandestinas. Los dramas hogareños ya no le afectan.
De todos modos, di a Clifford otra oportunidad de retractarse y volver a ser amigo mío.
—¿Horrible? ¿Crees que les he dado una educación horrible? —le pregunté.
Esta vez no se molestó en contestar porque estaba muy ocupado recogiendo su ropa por los diversos rincones de la habitación.
Se me empezó a escapar el aire de los pulmones. El líquido de la pleura empezó a burbujear pugnando por colarse, y hubiera muerto allí mismo de pleuresía —nada más lejos de mi intención— de no ser porque mi mano agarró un cenicero de cristal y, sin esperar a que yo tomara una decisión firme, se lo arrojó.
Clifford estaba andando a gatas por el piso buscando los calcetines que habían caído bajo el sillón la noche del viernes. Estaba de espaldas a mí y su cabeza quedaba al final de la trayectoria del cenicero. Y hubiera fallecido como un estúpido idiota si no hubiera sido porque las lágrimas enturbiaron mi visión en el momento decisivo y al final sólo le arranqué un pedazo del lóbulo de la oreja, que, al fin y al cabo, no es más que un inútil vestigio de una fase superada de la evolución.
De todos modos, Clifford es una persona amable, un hombre con muy buena disposición. La visión de la sangre le dejó paralizado. Incorporó la mole de su cuerpo estremeciéndose, y se quedó de rodillas esperando que la Muerte, el Alguacil de la laguna Estigia, volviera a señalarle con el índice.
—No hay que decirle cosas así a una mujer —susurré—. ¡Maldito burro! No hay que decirle cosas así a una mujer. ¡Lávate, estúpido, o te vas a desangrar!
Le dejé solo para que se hiciera un torniquete o se cuidase como Dios le diera a entender.
Entré en el dormitorio de puntillas para ver a los niños. Seguían durmiendo. Los tapé, le di un beso a Tonto, mi pequeño, y dije:
—¡Ya eres un hombrecito, Richard!
Y también le besé. Después me senté en el suelo y noté con mi cara los pliegues de la manta de lana de Richard hasta que la respiración profunda y acompasada de mis hijos me calmó.
Al cabo de un par de horas, Richard y Tonto se despertaron y empezaron a pellizcarme y estornudar, primero con malhumor y luego muy contentos. Se quedaron admirados ante los milagros que había hecho yo con las tiritas para curarles las heridas. Richard tomó una sopa y Tonto jamón. No preguntaron por Clifford, porque éste tenía su llave y entraba y salía cuando quería.
Esa llave estaba ahora en la tierra de la maceta de mi planta del caucho enana. Me quedé en suspenso. De momento, no había nadie a quien me apeteciera dársela.
—¿Tenéis más hambre, chicos? —les pregunté.
—No, señor —dijo Tonto—. Estoy lleno hasta aquí —dijo mientras ponía la mano horizontal a la altura de los ojos.
—Ya sé lo que podéis hacer —les dije. Había tenido súbitamente una gran idea—. Podéis bajar a jugar a la calle.
—Sin empujar, señorita —me dijo Richard.
Me asomé a la ventana. Cuatro pisos más abajo estaba Lester Stukopf, armado hasta los dientes, esperando la llegada del enemigo. Y, como quien no quiere la cosa, le di a Richard esa información secreta.
—¿Está solo? —preguntó Richard.
—Sí —le dije.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Richard al tiempo que me dirigía una mirada triste—. Pero, recuérdalo, Faith, si bajo, es porque tengo ganas de bajar, y no porque tú me lo hayas dicho.
—Claro, claro —le dije.
—Yo me quedo —dijo Tonto.
—No seas bobo, Tonto, baja tú también. Hace un buen día. Coge esas pistolas nuevas que te envió papá. Anda, Tonto.
—No. Detesto a Richard y detesto a Lester. Y no me gustan nada esas pistolas. Son pistolas de niño pequeño. Se cree que soy un bebé. Podrías mandarle una foto, a ver si se entera.
—Pero Tonto…
—Se cree que me chupo el dedo. Se cree que me hago pipí en la cama. Por eso me envía esas pistolas.
—Pero qué va, cariño, si ya eres un chico muy mayor. Todo el mundo sabe que has crecido mucho.
—Es pequeño —dijo Richard—. Y todavía se chupa el dedo y se hace pipí en la cama.
—Richard —le dije—. Richard, si esto es todo lo que tienes que decir, prefiero que cierres tu maldita boca. No creas que ayudas mucho a Tonto recordándoselo continuamente.
—Adiós —dijo Richard negándose a discutir y consciente de su categoría de primogénito. A veces se porta bastante mal, pero nunca se muestra perezoso. Cuarenta y cinco segundos después, cuando ya estaba en el primer piso, subió corriendo las escaleras y me gritó desde la puerta—: ¡Mientras no se mee en mi cama, me da igual!
Tonto no le oyó. Estaba lavándose los dientes, que es una actividad a la que suele dedicarse varias veces al día con la esperanza de que así se le caigan antes. Creo que se le empiezan a aflojar.
Me serví un café en la sala. Me instalé lo más cómodamente posible en el sillón, llené la taza blanca en la que pone MAMÁ y tiré la ceniza del pitillo en un cenicero de cerámica que había hecho Richard. Luego me quedé mirando el rectángulo de luz de la ventana y me pregunté: ¿Por qué la mujer se arrodilla ante el hombre para adorarle?
Justo al poner el último signo de interrogación se acercó Tonto sin hacer ruido para decirme:
—Tengo que decirle una cosa a Richard, madre.
—No te asomes a esa ventana, Tonto. Por favor, ya sabes que me pone nerviosa.
—Tengo que decirle una cosa.
—No.
—Sí —dijo él—. Es importantísimo, Faith. Tengo que decírselo.
¿Cómo podía tolerarlo? Si se cayera, todo el mundo creería que era porque yo no le vigilaba porque estaba bebiendo cerveza en la cocina o poniéndome cremas en el tocador. Además, no quiero ni pensar lo triste que me quedaría. Mi abuela se pasó toda la vida llorando por una hija que se le murió de dolor de oído a los cinco años. El resto de sus hijos, que para entonces ya estaban retirados y vivían de pensiones federales o municipales, se acercaron a su lecho de muerte (mi abuela acababa de cumplir los noventa y un años) y todavía le oyeron decir:
—Anita, Anita, intenta respirar, mi pequeña.
Así que, con lágrimas en los ojos, le dije a Tonto:
—De acuerdo, yo te sostendré. Dile a Richard lo que tengas que decirle.
Tonto se lanzó al vacío y yo le agarré justo a tiempo por una rodilla.
—¡Richie! —chilló—. ¡Eh, Richie!
Richard levantó la mirada y buscó la voz.
—Eh, oye, Richie. Estoy jugando con tu fuerte y tus soldados nuevos.
Dicho esto, Tonto cerró la ventana de golpe, como si desconociera las propiedades del cristal, y corrió al baño para volver a lavarse los dientes triunfalmente.
Con la boca llena de pasta me dijo, como si hiciera gárgaras:
—Te juro que está loco —y luego, en tono más bajo, añadió—: Y se lo merece. Es un asqueroso.
—¡Tú también lo eres! —le grité enfurecida porque se había atrevido a levantar la voz contra su hermano mientras yo suspiraba recordando la hija que había perdido mi abuela—. ¡Asqueroso!
Luego fui a su cuarto y le dije:
—Escúchame bien. Quiero que salgas de casa. Vete a jugar a la calle. Necesito estar sola diez minutos. Anthony, si te quedas, podría asesinarte.
Me miró y me lanzó su aliento con olor a menta. Se quedó apoyado en un solo pie, levantó la vista hasta mis altos ojos y dijo:
—Bueno, mátame, Faith.
Me senté inmediatamente para que él creyera que yo era de su misma talla. Supuse que así dejaría de torearme.
—Por favor —le dije con toda mi dulzura—, ve a jugar con tu hermano. Tengo que pensar.
—No quiero. No tengo por qué ir adonde no me da la gana —dijo—. Quiero estar aquí, contigo.
—Por favor, Tonto, tengo que limpiar la casa. No podrás jugar ni hacer nada.
—No me importa —dijo—. Quiero estar contigo. Quiero estar a tu lado.
—Muy bien, Tonto. Muy bien. ¿Sabes qué? Vete a tu habitación un ratito, ¿eh?
—No —dijo mientras saltaba a mi regazo—. Quiero ser un bebé y estar todo el rato a tu lado.
—¡Oh, Tonto! —dije—. ¡Por favor, Tonto!
Traté de quitármelo de la falda, pero me pasó el brazo alrededor del cuello, se hizo un ovillo en mi regazo, se metió el pulgar en la boca y se dispuso a ser un bebé.
—¡Oh, Tonto! —exclamé. Ya desesperaba de poder quedarme sola ni un solo minuto—. ¿Por qué no puedes irte a jugar con Richard? Te divertirás mucho.
—No —me dijo—. No me importa que Richard se largue o que se largue Clifford. Que vayan a donde les dé la gana. Yo no me iré nunca. Me quedaré siempre contigo, a tu lado, Faith.
—¡Oh, Tonto! —le dije.
Tonto se sacó el dedo de la boca, abrió la mano del todo y la apoyó sobre mi pecho.
—Te quiero —me dijo.
—Y yo a ti —le dije—. Ya sé que me quieres, Anthony.
Y me puse a acunarle. Cerré los ojos y apoyé la cara en su cabeza morena. Pero el sol, siguiendo su curso, se asomó por entre las torres de los edificios de oficinas de la parte baja de la ciudad y, de repente, me iluminó con toda su fuerza. Y luego, a través de los gordos y cortos dedos de mi hijo, enterrado para siempre, como un rey tras las rejas en Alcatraz, mi corazón se iluminó a listas.
[Traducción de Enrique Hegewicz]
Grace Paley (Nueva York, 11 de diciembre de 1922 – Thetford, Vermont, 22 de agosto de 2007) fue una escritora profesora y activista política estadounidense. Paley fue conocida por su pacifismo y activismo político. Escribió sobre las complejidades de las vidas de hombres y mujeres abogando por lo que ella pensaba que era una mejora en la vida para cada género. En los años 1950 se unió a compañeros que protestaban por la proliferación nuclear y la militarización estadounidense. Trabajó en el American Friends Service Committee estableciendo grupos vecinales pacifistas a través de los cuales conoció a su segundo marido Robert Nichols. Fue distinguida con War Resisters League Peace Award, el Women’s Caucus for Art Lifetime Achievement Award (1980), el Premio Rea (1993) y el Premio PEN/Malamud (1994).