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Pancho Ruiz y El Cadejo: Derruir las murallas (in)visibles | Entrevista


Mi primer encuentro con Casa Cultural el Cadejo ocurrió en diciembre de 2019. Pancho, Marco Valerio y el equipo me abrieron las puertas, y una noche sabatina, que discurrió entre sorbos de vino, confesiones y lecturas, presenté El sendero del árbol enjaulado, mi primer libro. Conocí la biblioteca, la galería de arte y el corazón cálido y afable de sus miembros. La tertulia, llena de anécdotas y charlas de vida, se extendió hasta la medianoche; y aunque tuve que marcharme al rayar el alba, la casa se quedó conmigo. Siempre he sabido que un edificio no existe sin la gente que lo habita. Hoy tengo el gusto de charlar con Pancho Ruiz.



Mi nombre es Pancho Ruiz, nací en 1977. Soy profesor de Historia y Ciencias Sociales, lector, me apasiona el arte, me gusta la buena música; creo que nuestros gobiernos no invierten en educación y arte porque no les conviene: es más fácil explotar a un pueblo ignorante. Soy rebelde, algo marxista, y amo la poesía.


Fernando Vérkell: Pancho, gracias por tomarte el tiempo de responder estas preguntas. ¿Cómo y cuándo nació el proyecto de la Casa cultural?

Pancho Ruiz: Bien, hace un par de años, me di cuenta de que en Amatitlán no existían espacios incluyentes y democráticos para la expresión artística y la difusión cultural. Había algunos focos pero, no eran otra cosa que círculos muy cerrados, donde solo la élite local podía participar. Entonces busqué la manera de encontrar una casa para rentar y la idea era, transformarla en un lugar donde se le diera la oportunidad a l@s artistas jóvenes principalmente. Un lugar en donde se valorara la obra artística de la persona, fin fijarse en su posición social, la experiencia, el apellido y otro montón de cosas por las que mucha gente de arte es marginada. La casa se fundó el 30 de noviembre del 2018, y hemos tenido experiencias maravillosas que van desde la presentación de libros (poemarios principalmente), pasando por exposiciones de arte, mercados artesanales, conciertos, talleres diversos, hasta actividades de cuentacuentos. Desde el principio, le compartí mi idea a mi pareja Cristy Chávez y fue ella, con quien iniciamos este proyecto cultural que muy pronto cumple dos añotes!!!

FV: Luchar contra el círculo, me parece, es una manera de atraer a quienes importan más: aquellos que aman el arte, pero aún no lo saben. En tu opinión, ¿cuál ha sido el mayor obstáculo que han encontrado durante estos años? ¿Ha sido de índole burocrático, económico, social?

PR: Siempre creímos que nuestro mayor reto iba a ser lo económico, no obstante, descubrimos que la comunidad es muy solidaria, siempre hay quien se acerque a donar plata, implementos de limpieza, muebles, libros y comida!!! Creo que la mayor dificultad ha venido de la indiferencia frente al arte. Hemos presentado libros maravillosos, hemos recibido amig@s escritor@s en la casa, hemos albergado a músicos y pintores de extraordinaria calidad, y la cantidad de personas que viene es mínima. Creo que la gente se ha creído el cuento que desde las élites de este país se ha difundido, y que trata de meternos en la cabeza que el arte, la lectura y la música, no son para los pobres, que solo pueden ser disfrutadas por la gente pudiente e »importante». Nosotros nos hemos fijado la meta de cambiar esta mentalidad.

FV: 2020 ha sido un año para reinventase, como se dice, y esto también aplica al arte y su difusión. Más allá de lo evidente, es decir, más allá del confinamiento y las precariedades económicas, ¿cuál es el reto más importante para el área cultural en 2021?

PR: Yo creo que el mismo que se tenía antes de la pandemia, solo que, ahora la tenemos más complicada. Debemos enseñarle y demostrarle a la gente, que se puede vivir del arte; que no se puede vivir plenamente sin el arte; que existen otras formas de vida, alejadas de la búsqueda incansable de la riqueza material; que el apoyo mutuo y la vida en comunidad solidaria puede cambiar y mejorar nuestras existencias; que los libros son maravillosos y que solo un pueblo lector podrá alcanzar una verdadera independencia. Esos han sido y serán los retos que habremos de enfrentar.

FV: Hablemos de la querida Casa. ¿Cuál es el itinerario de un día en el Cadejo? ¿Podes contarnos sobre los alimentos que se entregan?

PR: Generalmente abrimos a las 9:30 de la mañana, salvo los martes y los jueves que entregamos desayunos. Siempre hay mucho qué hacer. Nos encargamos de limpiar y desinfectar, dedicamos el día a clasificar los libros que nos regalan, muchos de esos textos deben ser restaurados antes de formar parte de nuestra biblioteca permanente o ponerlos a la venta. Nuestro jardín también nos requiere tiempo, nos encantan los cactus y las suculentas. De igual manera, debemos recibir y clasificar los alimentos que la comunidad nos dona para la preparación de los desayunos. En un día normal, es infaltable la lectura. Recibimos también a muchos amigos que nos visitan buscando algún texto, una buena charla o un café entre compas. El asunto de los desayunos nació hace 4 meses, en medio de la pandemia; vimos lo que estaba haciendo Rayuela en la zona 1 y decidimos que acá en Amatitlán también había mucha necesidad. Así que los primeros desayunos fueron financiados con recursos de la casa, sin embargo, a partir de allí, la comunidad se ha volcado en nuestro apoyo y la cosa ahora se mueve sola. Solo le invertimos el tiempo y el trabajo pero, eso lo hacemos con mucha alegría y amor.

FV: ¿Cómo podemos contribuir con la Casa? ¿Hay un teléfono, alguna cuenta bancaria o una manera de apoyar?

PR: Quien quiera apoyar los puede hacer de tres maneras. Primera, nos puede donar su tiempo, y nos ayuda a preparar y entregar los desayunos. La segunda forma, es regalándonos sus alimentos, siempre necesitamos azúcar, atoles, canela, arroz, mayonesa, pollo, huevos, servilletas, vasos descartables y productos para limpieza. Y la tercera forma de ayudarnos es donándonos de su plata, para ello habilitamos la cuenta 3164045996, monetaria de Banrural, a nombre de Francisco Ruiz.

FV: Mi agradecimiento es oceánico, Pancho.

PR: Gracias, Fernando por visibilizar el trabajo que hacemos. Quiero mencionar al equipo, sin ellos esto simplemente no sería. Ellos son Alba Chacón, Arely Ruiz, Cristy Chávez, Marco Valerio Reyes, Rosita Peinado, Olguita Paz, Oto Canté, Ely Soto y Sandra Salvador.



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Denny Romero y La Página Desértica: abrir nuevos caminos | Entrevista


Denny Romero. San Miguel, El Salvador (1994). Divulgador cultural, dibujante y artista visual. Estudió Psicología. Organiza los ciclos de poesía La Página Desértica y la Mini Feria del Libro Lastenia García, Flores y Letras. Aparece en Torre de Babel. Antología de poesía joven salvadoreña de antaño. Volumen XV. Los apócrifos salmón. Parte de su poesía se encuentra publicada en Revista Cultura Nº 125 de Ministerio de Cultura de El Salvador, entre otras nacionales e internacionales.


Fernando Vérkell: Denny, gracias por aceptar la invitación. La primera pregunta es inevitable: ¿Cómo nace La Página Desértica?

Denny Romero: La Página Desértica nace por la falta de espacios destinados a la difusión literaria en la ciudad de San Miguel. A partir de esa carencia, decidimos organizar actividades con escritores nacionales.

FV: ¿Cuándo se fundó LPD y qué actividades realiza?

DR: Nuestra primera lectura como La Página Desértica fue con el taller literario El perro muerto, en agosto del 2017. Pero unos meses antes realizamos actividades en la Universidad de El Salvador donde nos acompañó la sección de Letras. Organizamos ciclos de poesía y anualmente la mini feria del libro, Lastenia García—Flores y letras. Este año transmitiremos en nuestra página de Facebook el Encuentro virtual de poetas «Miguel Álvarez Castro».

FV: ¿Cómo ves la escena literaria salvadoreña contemporánea?

DR: Hablar de una escena literaria, es hablar del centro, esto porque existe muy poca vida cultural y literaria, por no decir nula en San Miguel y en todo el oriente. Pero lo que se atisba, es que existe un compromiso no solo hacia una tradición literaria, sino hacia caminos nuevos. En cuanto a mi generación sería prematuro hablar de un discurso, pero diría que nuestra literatura tiene un largo porvenir.

FV: ¿Cómo fue tu acercamiento a la literatura y la poesía?

DR: Mi acercamiento a la literatura es debido a la religión, con la biblia. Desde niño me pareció fantástica refiriéndome al género. Y aunque en ese momento quería creer como real lo que decía se me hacia inverosímil. Diré que también fue mi acercamiento con la poesía, pues su lenguaje es exquisito. Después de la biblia solo he tenido esa misma fascinación por Nietzsche.

FV: En tu opinión, ¿quién es o fue el o la poeta mayor de El Salvador?

DR: El poeta nacional es Roque Dalton, pero El Salvador ha visto excelentes poetas que cambiaron el rumbo de la literatura como lo fue Francisco Gavidia, un ilustrado quien apostaba por una identidad literaria nacional e innovadora para su época.

FV: En tu opinión, ¿quiénes son los poetas que hay que seguir en El Salvador o en Centroamérica?

DR: Respecto a la poesía de El Salvador puedo mencionar a  Kenny Rodriguez, Manuel Barrera Ibarra, Nora Méndez, Vladimir Monge, René Rodas, Amílcar Colocho, Krisma Mancía, Laura Zavaleta, Roger Guzmán, Vladimir Amaya y Elena Salamanca.  Y del resto de países centro americanos a Rigoberto Paredes (Honduras), Rosa Chávez (Guatemala), Negma Coy (Guatemala), Samuel Trigueros Espino (Honduras)  Carolina Quintero Valverde (Costa rica), Felipe Granados (Costa Rica),  Perla Rivera (Honduras) Enrique Delgadillo Lacayo (Nicaragua)

FV: ¿Cuál fue el último libro que leíste?

DR: Medianoche del mundo, de Jorge Galán

FV: ¿Podrías contarnos un poco sobre el festival?

DR: El Encuentro virtual de poetas Miguel Álvarez Castro, se titula de esta manera en honor al poeta migueleño, quien fuera el primero del que se tiene registro histórico.  Las fechas de transmisión son viernes 25, sábado 26 y domingo 27 del presente mes. Participarán 18 invitados, tanto nacionales como internacionales. Un detalle que tomamos en cuenta fue la paridad entre hombres y mujeres.



Para conocer más visite la página del evento en Facebook.



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La ciudad interior: 20 poetas estadounidenses | Edición de Fernando Vérkell


<p class="has-drop-cap has-medium-font-size" value="<amp-fit-text layout="fixed-height" min-font-size="6" max-font-size="72" height="80"><em>America </em>no es un país, sino una enciclopedia de colonización y barbarie. Fue fundada sobre desiertos, bosques ya desaparecidos y cementerios originarios. Los colonos arrancaron de tajo la tradición ancestral y acabaron con los nativos y los bisontes, porque todo conquistador es por definición un asesino. Los <em>Founding Fathers</em> no eran altruistas patriotas: su necesidad de independencia y organización no brotó del corazón, sino del bolsillo, y con astucia crearon una identidad nacional glorificándola a fuerza de mitos instantáneos y hombres falsamente representativos.America no es un país, sino una enciclopedia de colonización y barbarie. Fue fundada sobre desiertos, bosques ya desaparecidos y cementerios originarios. Los colonos arrancaron de tajo la tradición ancestral y acabaron con los nativos y los bisontes, porque todo conquistador es por definición un asesino. Los Founding Fathers no eran altruistas patriotas: su necesidad de independencia y organización no brotó del corazón, sino del bolsillo, y con astucia crearon una identidad nacional glorificándola a fuerza de mitos instantáneos y hombres falsamente representativos.

Por fortuna también hay magia dentro del despilfarro: aunque los habitantes de las 13 colonias pronto se afincaron en una tierra que no era suya y la destruyeron, simultáneamente su humanidad brotó, y con ella el arte. La poesía estadounidense va desde el piadoso The Bay Psalm Book, datado en 1640, hasta el poeta desconocido que guarda sus versos en la nube. Miles de poetas y millones de versos entre ambas fronteras demuestran que la belleza brota igualmente desde la miseria de las máquinas y los imperios.

Como casi todas las poéticas modernas, la estadounidense oscila entre la excavación doliente del yo y el reconocimiento brumoso de la problemática social. Estos términos, aunque secuestrados por agendas y colectivos, han recorrido un sendero inmemorial y pertenecen a quien los limpia de nociones instantáneas.  En ocasiones, es cierto, el péndulo poético suele detenerse justo antes de cortar de tajo la delgada línea entre introspección y denuncia, pero el poeta verdadero es honesto y canta lo que ve y lo que quisiera ver; es un bardo de tres caras y cuatro dimensiones.

Esta selección no es un panfleto, no obstante, sino una muestra poética, una breve cartografía de un territorio inexplorado y tantas veces releído. No son poemas cronológicos ni están ordenados por temáticas. Simplemente son una muestra de mis predilecciones poéticas y de autores que he ido descubriendo en mis vagabundeos bibliográficos. Mi intención es que el lector busque la obra original de estos autores, la compre y los disfrute tanto como lo he hecho yo.

Al traducirlos, no he olvidado que vienen de una lengua noble: un lenguaje de espadas, mares y corsarios; por eso, para proveer al lector de una referencia en el idioma original, decidí que los títulos permanecieran en inglés.

Leer poetas estadounidenses es otra manera de honrar una lengua que arde hoy junto a sus bosques, sus tuits y sus catástrofes, pero que nutrió de verbos y adjetivos a poetas de la talla de Poe, Emerson, Longfellow, Dickinson, Frost, Eliot, Berryman, Merwin y tantos otros amigos antologados aquí.


Contenido
 
Anne Bradstreet | Contemplations [fragmento]
William Carlos Williams | Danse Russe
Bill Holm  | Advice
Vachel Lindsay | Rain
Thomas Wolfe | For, Brother, What are We?
Etheridge Knight | The Bones of My Father [fragmento]
Sharon Olds | The Guild
Stanley Kunitz | The Portrait
Edna St. Vincent Millay | Soneto XXX
Gwendolyn Brooks | La vida de mi hijo es simple
Langston Hughes | El Negro habla sobre los ríos
David Budbill |  What I Heard at the Discount Department Store
W. S. Merwin | Yesterday
Paréntesis: 3 epígrafes sobre poesía
Gerhart Haupmtann
Samuel Johnson
William Holdsworth
Charles Olson | These Days
Gary Snyder | Why Log Truck Drivers Rise Earlier Than Students of Zen
Charles Bukowski | The Secret
Jo Carson | I am Asking You to Come Back Home
Robert Frost | Fire and Ice
Katha Pollitt | Onions
Felix Pollak | The Dream
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Arte y cultura Librotario

¿Son ignorantes los que no leen?


En 2017 Mario Vargas Llosa declaró categóricamente que «Los pobres no leen porque son ignorantes y los ricos (no leen) porque le dan poca importancia a la cultura y la literatura, y también son ignorantes». La frase no es benévola, y gravita con una carga despectiva y arrogante. Peor aún: esa concepción errónea y muy común, que tacha de incultos a quienes no leen, es sumamente perjudicial para la causa lectora.

       Me permito disentir con Mario. La ignorancia involuntaria es un defecto, no un pecado, y puede remediarse fácilmente. En otras palabras: muchos pobres y algunos ricos no leen porque aún no han descubierto las felicidades de la lectura. Para los pobres— que somos casi todos incluidos los ricos de mentiras— sobran los motivos para no leer: desidia; inexistencia de bibliotecas, comunidades lectoras e inversión gubernamental; penurias socioeconómicas; prioridades de supervivencia y, en mi opinión la causa más común: falta de cultivación lectora.

       Los ricos verdaderos sí leen. Poseen el tiempo, el dinero y la estabilidad mental para dedicarse por largas horas a los placeres del mundo moderno. Suelen leer pragmáticamente; devoran el Wall Street Journal, leenlibros de no ficción, biografías, ensayo, novela, autoayuda… (En las famosas listas que publica Obama no hay mucha poesía, me temo. Es asunto de otro artículo.)

       La idea es archisabida, pero la repetiré: algunas personas creen que no les gusta leer; en realidad no han encontrado el libro, el autor o el género que los enganchará. es cuestión de tiempo para que aquel libro que te abra las puertas llegue.

       Soy partidario de la lectura y me gusta leer. Es una disciplina que se va desarrollando poco a poco. Nadie corre media maratón el primer día. Si te interesa la lectura, pero no sabes qué leer, investiga y empieza leyendo artículos, piezas breves o resúmenes. No hay que leer Los hermanos Karamasov para disfrutar un libro; puedes disfrutar lecturas hermosas, y breves.

       Fuera de las excusas y los motivos reales detrás de la no lectura, también hay una razón más mundana y feliz: leer no es para todos. No tiene por qué serlo. La lectura es un placer segmentado, equivalente al ajedrez, la natación, la cinefilia, el dibujo, el canto, el ciclismo, el fisicoculturismo. ¿Es ignorante quien no lee, pero devora documentales históricos, de divulgación y de investigación? ¿Es ignorante quien no lee, pero acumula y escucha frecuentemente discos (o playlists) de música clásica, de pop, de rock, o de jazz, de música regional? ¿Es ignorante quien no lee, pero compite en un triatlón? ¿Es ignorante quien no lee, pero corre maratones de Netflix?

       La respuesta es no.

No existe el Ignorante. Incluso aquellos con poca o nula instrucción académica pueden ser sabios; la educación normativa no siempre es efectiva y a veces no vale nada. (Hay que leer los tuits de ciertos profesores universitarios para saber que la educación superior a veces es una estafa china.)

Los humanos lo desconocemos casi todo, pero si voluntariamente decidimos no indagar sobre arquitectura, teología, danza, fotografía, etcétera, y optamos por deleitarnos en otras disciplinas, nadie puede llamarnos palurdos. Nadie tiene ese derecho.

El mundo no gira alrededor de una biblioteca. Al menos no para todos. Así que, haz deporte, ve una buena película, duerme, cocina o escucha música. Y cuando algún malintencionado te llame ignorante por no haber leído el Quijote, pasa de largo.


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Robert K. Ressler | El extraño caso del doctor Nomoto


A finales de noviembre de 1994, un equipo de la Nippon Television (NTV) se puso en contacto conmigo para solicitarme una entrevista acerca de un caso de asesinato que desde hacía un mes tenía en vilo a ciudadanos y fuerzas policiales en Japón. Deseaban que comentase el caso y aventurase el perfil del posible autor, o autores, del asesinato.

Acepté el cometido con agrado porque a lo largo de mi vida profesional he intentado siempre sondear en la psique del homicida. El interés se despertó en mí de niño y siguió fascinándome mientras cursaba estudios de criminología en la Universidad Estatal de Michigan, mientras trabajaba en la División de Investigación Criminal del Ejército de Estados Unidos y a lo largo de mi carrera profesional de veinte años en el FBI. Precisamente mientras ocupaba este último cargo entrevisté en la cárcel a más de un centenar de asesinos y llegué a ser uno de los primeros expertos del mundo en trazar perfiles psicológicos de criminales, lo que me permitió aplicar mis conocimientos a centenares de casos de asesinato no resueltos y en no pocas ocasiones ayudar a la policía local a identificar a un asesino y llevarlo ante la justicia. Como parte de mi intento de entender a los asesinos múltiples, a mediados de la década de 1970 acuñé el término «asesino en serie».

En Japón yo era una persona conocida por mis libros anteriores, en especial el autobiográfico El que lucha con monstruos, y por mis intervenciones en la televisión de aquel país. Llevaba ya varios años alejado del FBI y me ganaba la vida dando conferencias y ejerciendo de testigo experto en juicios penales y civiles, aunque de vez en cuando me requerían departamentos de policía, psicólogos criminales y agencias de noticias de todo el planeta para que colaborase en el esclarecimiento de casos que rehuían una explicación sencilla.

El siguiente relato de los hechos está basado en la información que se había hecho pública antes de que la Nippon TV despertara mi interés por el caso del médico arrepentido. No se había efectuado ninguna detención todavía.

El 3 de noviembre de 1994 el doctor Iwao Nomoto denuncia a la policía la desaparición de su esposa y de sus dos hijos. Nomoto es un médico eminente de treinta y un años, muy bien considerado en la ciudad de Tsukuba, a unos cincuenta kilómetros al norte de Tokio; su esposa, Eiko, trabaja en un centro de investigación médica; el matrimonio tiene dos hijos pequeños, un niño y una niña. El doctor Nomoto es el hijo menor de una familia acomodada y el segundo marido de Eiko, que había estado casada con el dueño de una tienda de pastas alimenticias. El matrimonio vive en una casa suntuosa en un barrio residencial privilegiado y los niños están matriculados en colegios caros. Sorprende que Nomoto, tan joven, sea jefe de medicina interna del Hospital de Howarei, cargo que entraña gran responsabilidad. En el centro todos le consideran «un hombre sereno y tranquilo», un trabajador infatigable que se gana el afecto de sus pacientes. Declara a la policía que no está especialmente preocupado, ya que su mujer va con frecuencia a visitar a sus padres, pero a unos amigos les confiesa que tal vez haya huido de casa con los niños.

Aquel mismo día, antes de la denuncia a la policía, aparece flotando en la bahía de Yokohama una bolsa de basura de plástico blanco. En su interior se encuentra el cadáver de una mujer adulta que lleva varios días muerta. El cuerpo está atado con tres cuerdas alrededor de abdomen, piernas y pecho, cada una de distinto color. La mujer está además envuelta en plásticos, y entre éstos hay unas halteras puestas para que el cuerpo se hundiera. Va vestida con ropas normales, tiene los pies limpios y descalzos. El cadáver ha subido a la superficie porque los gases emitidos por la carne en descomposición han contrarrestado la fuerza de las halteras y han llevado la bolsa a flote. El reconocimiento preliminar de la policía determina que la causa de la muerte ha sido el estrangulamiento. En ese momento no se establece la identidad de la mujer pero, cuando el doctor Nomoto notifica la desaparición de su familia, se relacionan los hechos.

El 7 de noviembre el doctor Nomoto llama al laboratorio donde trabajaba su esposa, se identifica, dice que ésta lleva una semana desaparecida y pregunta cuál fue el último día que acudió al trabajo. Ese mismo día aparece otra bolsa de plástico que contiene el cuerpo de una niña muerta que aparenta entre dos y cuatro años en el momento del fallecimiento. De nuevo el cadáver está envuelto en plásticos y atado con cuerdas de distintos colores alrededor de las mismas partes del cuerpo, con unas halteras para hundirlo. También esta vez se determina que la víctima ha muerto estrangulada.

El segundo cuerpo es identificado como Manami, la hija de dos años de Iwao y Eiko. La policía empieza a investigar al doctor Nomoto, pero nadie puede creer que un médico respetado, miembro de segunda generación de la elite, pueda estar relacionado con el asesinato de su esposa y su hija.

Cuatro días más tarde una tercera bolsa aparece flotando en las aguas de la bahía de Yokohama. Esta vez contiene el cuerpo de un niño de un año, Yusaku Nomoto, de nuevo envuelto en plásticos, atado con cuerdas de distintos colores y con unas halteras como lastre.

Los asesinatos horrorizan y desconciertan a la opinión pública porque parecen obra de una secta enloquecida. El índice de criminalidad en Japón es considerablemente más bajo que en otros países desarrollados y un crimen como el perpetrado contra esta familia es un hecho poco corriente y desconocido desde hace mucho tiempo. Se empieza a sospechar que los asesinatos pueden ser un acto de venganza por algún suceso del hampa, tal vez relacionado con el mundo de la droga, o que los Nomoto hayan sido ejecutados por error y que el blanco fuera otra familia.

La relativa excepcionalidad del crimen, además del tradicional respeto por la clase alta que existe en Japón, pueden ser las causas que justifiquen que la policía tratase con tanta delicadeza al doctor Nomoto durante este período y que no registrase su domicilio hasta el 18 de noviembre, seis días después del hallazgo del último cuerpo.

Unos días más tarde se presentó en mi casa la señora Yuko Yasunaga, acompañada de un equipo de la Nippon TV, con el ruego de que hiciese una evaluación del crimen y trazara el perfil del posible asesino (o asesinos) de la familia.

La señora Yasunaga sólo traía información del estado de los cuerpos de la familia Nomoto, de las cuerdas de colores y de cómo estaban atadas, amén de una cronología de los hechos que yo he utilizado para urdir la descripción que acaban de leer. Todo el material procedía de fuentes publicadas, artículos de periódicos u otras. Yo no contaba, pues, con informes policiales, autopsias detalladas, fotografías del lugar del crimen, inventarios del sitio en que se habían hallado los cadáveres ni de la casa de la familia Nomoto de donde procedían las víctimas, ninguna información esencial sin la cual no es recomendable intentar esbozar el perfil de un posible criminal.

Me dijeron que al doctor Nomoto lo había interrogado la policía, pero no estaba acusado de los asesinatos y las sospechas no se centraban en él. Según me dijo la señora Yasunaga, en todo el país se respiraba un sentimiento de perplejidad por los asesinatos y todos se preguntaban quién podía haberlos cometido y por qué.

Aunque receloso de la escasa información en que podía basar mis observaciones, me dispuse a analizar las pruebas.

Lo primero que me vino a la cabeza fue el lugar donde se habían recuperado los cadáveres y las condiciones en que fueron encontrados. Un investigador debe considerar estos detalles como si fueran, esencialmente, comunicados de la persona que ha cometido el asesinato. Sólo entonces puede empezar a entender lo que ha ocurrido y por qué.

—Sin profundizar en el tema —aventuré—, lo que veo es que el individuo tenía un enorme interés en sacar los cadáveres de la casa, separarlos del entorno familiar, del lugar del crimen. No quería que la policía los encontrase, de modo que los arrojó al agua e hizo que se hundieran. Los tres estaban en el mismo lugar. No le interesaba deshacerse de ellos en sitios distintos, sino hacerlo rápido.

El plan de desembarazarse de los cuerpos era importante porque decía algo sobre el estado mental del asesino. Que optara por deshacerse rápidamente de los cadáveres, de los tres al mismo tiempo, era muy significativo, y las demás pruebas revelaban también otras opciones.

—La manera de atarlos, con cuerdas de colores siguiendo el mismo orden en todos los cuerpos, me sugiere que es una persona muy metódica, un ser compulsivo. Una persona que tiene que hacer las cosas siempre del mismo modo. Este control sobre la manera de realizar un acto supone para él un bienestar psicológico. Luego, transporta las bolsas de plástico. Si hubiera atacado y abandonado los cuerpos en el mismo lugar, tal vez mutilados o malheridos, sería un indicio de que se trata de un tipo de personalidad desorganizada. Pero no es éste el caso. Demuestra que es muy organizado.

Los asesinos organizados son conscientes de sus actos. No son perturbados mentales, en el sentido en que el profano concibe la locura, sino que por lo general se les considera competentes mentalmente para conocer y comprender sus actos.

Los cuerpos estaban limpios y no tenían heridas ni magulladuras, excepto las marcas del estrangulamiento. Otro indicio del modus operandi del asesino. Probablemente los crímenes no se habían llevado a cabo simultáneamente, y las víctimas desconocían lo que había ocurrido con las demás, porque no se apreciaban señales de resistencia. Si hubiera dado muerte a una de ellas mientras las demás estaban presentes, se habría originado un forcejeo que habría producido destrozos, y sin embargo no había ni rastro de pelea. Esto me sugiere que ejercía algún control sobre las víctimas, que probablemente le conocían.

A los entrevistadores les intrigó la idea de que las víctimas conocieran a su asesino, de modo que seguí en esta dirección para profundizar en los motivos del crimen. No había ninguna razón que justificase el asesinato: la mujer no había sido violada, ni los niños mutilados. No habían robado ni desvalijado la casa. De todo esto se concluye que el móvil del crimen sólo lo conocía su autor; era un homicidio con una causa personal. No se trataba del crimen violento originado por un arrebato pasional, sino de un asesinato organizado muy metódicamente.

Señalé que el individuo en cuestión estaba muy asustado, ya que quería deshacerse de los cadáveres de inmediato, pero enterrarlos lleva tiempo. Debía cavar tres hoyos, si no quería sepultar los tres en el mismo, y tenían que ser profundos porque si quedaban a cuatro o cinco centímetros de la superficie un perro podía desenterrarlos. Aunque se tomó su tiempo para matarlos, atarlos y envolverlos, tenía prisa por deshacerse de ellos y no podía entretenerse enterrándolos bien.

Japón es un país muy poblado. Es imposible desviar el coche de la carretera y ponerse a cavar hoyos. Hay muchas posibilidades de que alguien te vea, especialmente en el área metropolitana de una ciudad importante. Sospeché que el asesino había actuado de noche; probablemente había cargado los cadáveres en un coche o una furgoneta a las dos o las tres de la madrugada y se había dirigido a un lugar que normalmente estaba desierto. Un buen emplazamiento era la orilla del mar, adonde podía llegar con su automóvil, arrojar los cuerpos y seguir su camino. Era una manera segura de eliminarlos con rapidez.

La señora Yasunaga se interesó por la circunstancia de que las ataduras estuvieran hechas con cuerdas de colores distintos (un color en la parte inferior, otro en la parte central y otro en la parte superior) y que la misma secuencia se repitiera en los tres cuerpos. La opinión pública estaba intrigada, pues lo consideraba la prueba de un comportamiento insólito.

—Que atase los cuerpos es un indicio —afirmé ante las cámaras—, pero según parece lo hizo cuando ya estaban muertos. La causa del fallecimiento fue el estrangulamiento. Entonces, ¿qué sentido tenía atarlos? ¿Todos de la misma manera? Se trata de un ritual, un ritual compulsivo, un ritual que nuevamente tiene un significado para el asesino. ¿Por qué metió los cuerpos dentro de una bolsa? No había ninguna necesidad. Podía haberlos arrojado al agua sin envolverlos. Esto me sugiere que podía haber una relación personal, que este individuo sentía afecto por sus víctimas y no quería imaginárselas en el agua, mojadas, mordisqueadas por los peces. Este intento de protegerlas, incluso una vez muertas, indica que el asesino conocía a sus víctimas.

Mi explicación tenía como objetivo una expresión que no llegó a salir de mi boca durante la entrevista, un término técnico: la «voluntad de deshacer». Para mí, las ataduras y las bolsas de plástico indicaban la presencia de cierto remordimiento por parte del asesino; incurrió en este ritual con el propósito de «deshacer» el crimen en un triste intento de restitución. William Heirens, el primer asesino que estudié, había vendado las heridas de las personas que había apuñalado una vez muertas. Otros asesinos han reaccionado de manera similar. Consideré que el autor de la muerte de la señora Nomoto y de sus hijos daba muestras de un remordimiento parecido.

Otro indicio era el hecho de que los cadáveres fueran hallados completamente vestidos. Si el asesino no quería que los identificaran, ¿no habría sido más lógico quitarles la ropa? De nuevo me pareció que esto nos daba una pista del estado mental del homicida.

—Quitarles la ropa y deshacerse de los cuerpos desnudos era degradante. Sería humillante cuando los encontrasen. Por esta razón les dejó la ropa. Esto indica cierta consideración (no tanta como para no matarlos), pero de nuevo esta consideración es […] el sentimiento psicológico de un afecto previo para con las víctimas.

Llegados a este punto, estábamos más cerca de identificar al asesino. Señalé que el motivo de los asesinatos probablemente estaba relacionado con la mujer y no con sus hijos.

—No es probable que esta persona quisiera matar a los niños. A lo mejor estaban jugando fuera, o haciendo cualquier otra cosa. No eran un estorbo para matar a su madre. El asesino podía haber matado a la mujer, llevársela y dejar a las criaturas solas para que las encontrasen y siguieran su vida, con su padre o con quien fuera. La preocupación por los niños es tal que el autor del crimen no quiere que vivan sin su madre, y le parece mejor enviarlos a todos al cielo o al otro mundo; que se vayan todos juntos antes que que los niños vivan sin su madre. Es un acto de consideración muy extraño, tal vez un insólito acto de amor; no del amor que nadie desearía, por supuesto, pero es innegable que al asesino le preocupa que estos niños tengan que crecer sin madre.

Repetí que estos razonamientos eran la base para concluir que las víctimas conocían muy bien al asesino.

—Las víctimas conocían al agresor. No hay señales de lucha, o muy pocas. Cuando un desconocido aterroriza a alguien, siempre se encuentran heridas: cortes en las manos, contusiones en la cara al tratar la víctima de esquivar al atacante. Lo más probable es que los niños y la mujer conocieran a su agresor, porque no estaban asustados. Esto le habría permitido acercarse sin darles miedo, probablemente aparecer por detrás con la cuerda, en cuyo caso la muerte habría sido instantánea. Tampoco en los niños hay indicios de miedo ni de resistencia, lo cual demuestra que el agresor era una persona conocida.

A continuación la señora Yasunaga me pidió que trazara el perfil del posible asesino. Mi primera hipótesis era que se trataba de un ciudadano japonés, porque la presencia de un extranjero en el vecindario de la casa de los Nomoto habría sido advertida por los vecinos, y también porque, como ya había señalado, las víctimas conocían al atacante. También intuía que era de sexo masculino, porque la mayoría de los crímenes de estas características los cometen hombres y porque la fuerza y el peso requeridos para llevar a cabo los crímenes y deshacerse de los cadáveres eran superiores a los de la mayoría de las mujeres. Además, creía que el hombre había matado a las tres personas en solitario. Resumí así las características que había conjeturado.

—Se trata de un individuo que tiene una razón o un motivo para matar a estas personas, pero sólo él lo conoce. No se trata de una agresión sexual, ni tampoco de un robo. Tampoco nos enfrentamos a un loco o a un psicópata que cumple una misión divina o que actúa como consecuencia de una alucinación, porque en este caso se observaría un mayor desorden y los cadáveres se habrían encontrado en el lugar del crimen. Todo indica que se trata de una persona inteligente, organizada, muy compulsiva, que cometió el crimen con premeditación y planificación, pero que al mismo tiempo sentía miedo y quería deshacerse de las víctimas con la mayor prontitud posible. En cuanto a la edad […] entre los veinticinco y los cuarenta […]. Una persona que había estado antes en la casa y que era reconocida por las víctimas, que no le tenían miedo.

Insistí en que el crimen había sido planificado, no espontáneo.

—Se habría planeado durante días o semanas, pero no mucho más. No estamos investigando algo que surgió de improviso, sino de un plan […]. La casa no estaba destrozada, lo cual indica que tenía el plan en mente, posiblemente el reflejo de un problema mental. No es completamente psicótico, pero es posible que se venga abajo por la presión sufrida. Yo buscaría tensiones anteriores al crimen: problemas económicos, problemas conyugales, problemas en el trabajo; todos ellos están relacionados con el estrés y pueden llevar a que el juicio de una persona se debilite extraordinariamente.

Llegados a este punto de la entrevista, la señora Yasunaga me informó de que la policía estaba interrogando al doctor Nomoto. Ésta fue mi respuesta:

—Si la policía sospecha del marido en este caso, creo que es una conclusión muy lógica. En casos similares de homicidios familiares, excepto si hay una razón de peso para no investigar al marido, por ejemplo que éste se encuentre en el momento del crimen a muchos kilómetros de distancia, el marido o el compañero que vive en la casa es el primer sujeto en el que hay que fijarse. Es esencial debido al evidente vínculo sentimental que existe entre marido y mujer, que a veces llega a ser tan pasional que el amor se convierte en odio. Teniendo en cuenta los indicios que he descrito hasta ahora (la aparente tranquilidad de las víctimas cuando les atacó el asesino), el marido es un sospechoso razonable.

Cuando la señora Yasunaga expresó su asombro por la posibilidad de que un miembro de la clase alta cometiese un crimen como aquél, le conté brevemente el caso del juez Robert Steele, de Cleveland, el argumento de mi libro Justice is served. Steele, un juez local muy respetado, había contratado los servicios de unos indeseables para que matasen a su esposa en el lecho conyugal, en su propia casa, y así él quedaría libre para casarse con otra mujer. A las fuerzas policiales nos costó más de ocho años condenar a Steele y sus cómplices por el asesinato. Para mí, el caso de Steele y otros similares que ocurren en Estados Unidos demostraban que incluso las personas que ocupaban cargos importantes y eran muy bien consideradas por la sociedad podían cometer crímenes atroces. Seguí con la entrevista para finalmente sacar una conclusión:

—El hecho de que una persona sea médico, abogado o juez, no tiene importancia. Las capas más altas de la sociedad también producen comportamientos homicidas, de modo que el marido es el primero que debe ser investigado. Si no es culpable, entonces tendremos que ir a buscar fuera de casa.

Mientras seguíamos comentando el caso, la noticia de que habían retenido al doctor para interrogarlo arrojó nueva luz sobre otras pruebas.

—No fue muy inteligente [meter los cadáveres dentro de bolsas], pero creo que hay que considerarlo desde el punto de vista de la motivación. Si de verdad esta persona había sentido afecto por su familia en algún momento, el hecho de meterlos en bolsas aun sabiendo que emitirían gases (un médico tenía que saberlo perfectamente), tal vez fuera una tentativa para que los encontraran al poco tiempo [cuando los cuerpos subiesen hasta la superficie por efecto de los gases] y pudieran así recibir adecuada sepultura.

En resumen, había llegado a la conclusión de que el médico era el principal sospechoso del caso, aunque advertí a la señora Yasunaga de que existía la posibilidad de que el asesino fuera otro miembro varón de la familia, tal vez un hermano, un tío o cualquier otro pariente o amigo de la familia.

Nos estrechamos la mano y el equipo prosiguió su camino. No dediqué más tiempo a repasar mentalmente la entrevista porque en el fondo no dejaba de ser una jornada laboral normal, con un tipo de razonamiento similar al de otros mil casos de mi vida profesional. Después de varias décadas de contemplar la mente criminal, puedo hacer mío el verso de José Martí: «Viví en el monstruo». Tal vez los crímenes de Nomoto fueran poco habituales en Japón, pero han ocurrido hechos similares en otras partes y, habiendo estudiado estos crímenes anteriores, no me costó reconocer elementos comunes en los asesinatos de Nomoto y señalar su trascendencia. Puesto que contaba con una información limitada, hice todo lo que estaba en mis manos con la esperanza de que la entrevista ayudase a la policía y a la opinión pública a comprender la dinámica psicológica que según mi opinión sustentaba aquel crimen terrible.

Al día siguiente, casi la totalidad de la entrevista fue emitida por la Nippon TV en su programa informativo NTV Wide, de gran audiencia. El comentarista calificaba la entrevista de convincente, puesto que hasta entonces nadie había presentado razones lógicas de tanto peso como para sospechar que el doctor Nomoto podía ser el autor de los crímenes ni nadie había explicado los extraños elementos rituales que suponían las cuerdas de colores.

El día siguiente a la emisión de la entrevista, el doctor Nomoto confesó a la policía que había matado a su esposa y a sus hijos.

Mi opinión de lo ocurrido es que la emisión de la entrevista permitió a la policía enfrentarse al doctor Nomoto con mayor agresividad que en los interrogatorios previos. La sociedad japonesa es reacia a la actitud de enfrentamiento durante una conversación; por esta razón, la policía se había dirigido a él con rodeos para no acusarlo directamente, como probablemente habrían hecho los investigadores norteamericanos en la misma situación. Los razonamientos lógicos de la entrevista también ayudaron, en mi opinión, a que Nomoto pudiera explicar sus actos y circunstancias, que él mismo consideraba inexplicables o que eran tan íntimos que no creía a nadie capaz de comprenderlos.

No me atribuyo el mérito de haber resuelto el caso. Los casos siempre los aclara la primera línea de infantería —la policía local— y no los elaboradores de perfiles que avanzan educadas conjeturas, pero tuve la satisfacción de pensar que mi información había sido útil.

Al conocerse los hechos, se confirmó que los crímenes se habían ejecutado de una manera muy similar a la que yo había sugerido. La confesión de Nomoto contenía algunas declaraciones importantes: «No quería que mis hijos tuvieran una vida difícil. Lo pasé muy mal matándolos. Usé cuerdas, halteras y bolsas de plástico que tenía en casa. Respecto a la zona donde arrojé los cadáveres, fue fácil porque la conocía bien de mis tiempos de colegial. Debía unos cientos de miles al banco después de la compra de la casa. Hundí los cuerpos en el mar por la sencilla razón de que así es más difícil determinar la hora de la muerte».

Estas declaraciones confirmaban muchas de mis suposiciones. Tal vez la más importante e inesperada de mis predicciones era el motivo por el que había matado a los niños: para que no tuvieran que crecer sin madre. Nomoto confirmó esencialmente un razonamiento retorcido pero lógico. En el fondo de su mente sabía que sería acusado de asesinato (había dejado demasiadas pistas que le identificaban), con lo cual los niños se verían obligados a crecer sin padres y con el conocimiento de que su padre había matado a su madre. Esta idea le parecía insoportable y mató a los niños para ahorrarles tan terrible circunstancia. Más tarde, según se publicó, dijo que «los niños tendrían un futuro desolador, sin madre y con un padre que era un asesino».

El posterior análisis del lugar del crimen proporcionó otros datos que condujeron a nuevas confirmaciones. Los pies limpios y descalzos de las víctimas indicaban que habían sido asesinadas en casa y luego trasladadas a otro lugar. La casa de la familia Nomoto estaba situada a poca distancia de una autopista que llevaba, a través de otras carreteras principales de fácil acceso, al lugar donde fueron arrojados los cuerpos al mar. Se calcula que el trayecto desde la casa hasta el puerto, con un tráfico escaso, duró aproximadamente una hora.

Ahora estamos en disposición de reconstruir el crimen.

Mañana del 29 de octubre. La noche anterior, Nomoto y su mujer han pasado varias horas discutiendo de dinero y otros asuntos. El fastuoso ritmo de vida que llevan, las inversiones inmobiliarias de Iwao, la afición por el juego que comparten marido y mujer les han llevado al borde del desastre económico. No va a ser fácil pagar el colegio de los niños y, si no lo hacen, todo el barrio se enterará de su pérdida de posición. Por otro lado, Eiko ha descubierto que su marido ha tenido muchas amantes y que a una de ellas le ha prometido matrimonio, razón por la que quiere divorciarse. La noche anterior al asesinato, ella insiste en que piensa exigirle una suma tan importante de dinero que va a quedar arruinado. El médico ha estado toda la noche cavilando sobre la situación. Durante varias semanas, a medida que se acercaba este momento crítico, había pensado en la manera de deshacerse de su mujer, pero no había sido capaz de hacerlo. Ahora no parece haber otra alternativa. Alrededor de las tres de la madrugada, se acerca a ella y la estrangula.

Ya no hay vuelta atrás, pero aún se esfuerza por determinar cómo seguirá adelante. Finalmente decide que los niños no deben sobrevivir y, dos horas después de matar a su esposa (es decir, no de inmediato, como ocurriría en un arrebato pasional), le da unas chocolatinas a su hijo de un año y luego le estrangula. Transcurrida una hora, hace lo propio con su hija y a continuación llama al hospital para anunciar que llegará tarde. Después acude al trabajo y tras pasar el día con normalidad, según sus colegas, regresa a casa. Nadie ha notado la ausencia de la mujer y los niños. Los cuerpos inmóviles empiezan a descomponerse. En su insólita acción de «voluntad de deshacer», ata ritualmente los cuerpos para que el rigor mortis no los deforme. Tal vez se distrae pensando que la mujer y los niños muertos aparentan estar dormidos. No aplica toda su inteligencia a la tarea de envolver y deshacerse de los cuerpos, ya que olvida que objetos tales como las halteras pueden ser una pista que conduzca hasta su casa y que las fibras adheridas a los cadáveres revelarán dónde han muerto las víctimas.

Esa noche se siente incapaz de hacer nada más, y al día siguiente se toma el día de fiesta para ir al área de Shinjuku de Tokio, donde contrata los servicios de una prostituta. Este hecho demuestra que había una base sexual subyacente en los asesinatos. Regresa a casa alrededor de las diez de la noche.

Unas horas más tarde, a la una de la madrugada del 31 de octubre, se ve incapaz de seguir soportando la presencia de los cadáveres en su domicilio. Mete en el coche las bolsas de vinilo que contienen los cadáveres y enfila por varias carreteras hacia el lugar que había frecuentado en sus días de escuela, en una época mucho más feliz, sin la carga de esposa e hijos, hipotecas y matrículas de colegio, un divorcio amenazador y la ruina económica. Con un último esfuerzo, arroja al agua las bolsas con los cuerpos y las halteras y regresa solo a casa, quién sabe si abrumado por los remordimientos pero momentáneamente engañado por la idea de que ha puesto fin a sus problemas.

Doctor’s murder of wife, children stuns Japan


Tomado del libro Dentro del monstruo, por Robert K. Ressler.


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El bosque de noche

Edgar Allan Poe: La máscara de la Muerte Roja | Traducción de Julio Cortázar


La «Muerte Roja» había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. Y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre los caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto, era una locura afligirse o meditar. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitidme que antes os describa los salones donde se celebraba. Eran siete —una serie imperial de estancias—. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un profundo color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero, cuyos rayos proyectábanse a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que, a través de los cristales de color de sangre, se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.

En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta minutos (que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye), el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba.

El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, y su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico —mucho de eso que más tarde habría de encontrarse en Hernani—. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes; veíanse fantasías delirantes, como las que aman los maniacos. Abundaba allí lo hermoso, lo extraño, lo licencioso, y no faltaba lo terrible y lo repelente. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden —apenas han durado un instante—, y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose de aquí para allá con más alegría que nunca coloreándose al pasar ante las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquel cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzose al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia.

En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba, incluso, más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto; aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionose en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero, al punto, su frente enrojeció de rabia.

—¿Quién se atreve —preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apoderaos de él y desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre osado y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y deliberado. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a una yarda del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente, pero con el mismo solemne y mesurado paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercose impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyose un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.

Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna forma tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.


Guille Cingolani ©

Guille Cingolani ©

Título original: Cuentos completos. Traducción: Julio Cortázar