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El racismo que no cesa

El ABC de la Europa Racista, de Daniela Ortiz.

Se acerca el 12 de octubre; una efeméride con la que durante años se ha intentado despolitizar, desbravar, minimizar el impacto del genocidio y saqueo de los territorios de Abya Yala. Una de las estrategias histórico-políticas de sustento y agravamiento de la penetración neocolonial.

En la capital del Estado Español, el ejército y los reyes saldrán a la calle, las banderas ondearán sobre las espaldas de los votantes de todo signo, ricos y pobres; un presupuesto de más de medio millón de euros será destinado al acto donde desfilará con fuerza la bota oscura y los cazabombarderos de la Armada harán filigranas con humo amarillo y rojo para dar cuenta de la potencia militar. El presidente de turno, aunque sea del Partido Socialista Obrero, apoyará y aplaudirá con su burocrática sonrisa; ningún gesto delatará su oposición al sistema racista español que participa del sistema racista europeo y mundial. Este año la fiesta será a puerta cerrada a causa del virus, pero será.

En otros puntos del Reino, a distintas horas del día, grupos de militantes antirracistas también saldrán a la calle; embellecerán las avenidas con sus cuerpos guerreros, migrantes, con sus saberes que convierten el 12 de octubre en el Día de la Resistencia Anticolonial. En Barcelona, un año más, los cimientos del monumento a Cristóbal Colón temblarán bajo la necesidad inexorable de su derribo que no será violencia sino reparación. La reparación que las pensadoras antirracistas y anticoloniales nos han permitido legitimar. Entre ellas está Daniela Ortiz.

Hoy voy a dar una vuelta corta antes de regresar al libro suyo que me propongo reseñar, El ABC de la Europa Racista.

Quienes hemos vivido en países comunistas sabemos que el antirracismo no florece allí; sabemos que en su lugar hay un sucedáneo, un decorado de representación y silencio que no resuelve ni enfrenta el racismo y sus desigualdades. Lo mismo ocurre en los entornos de izquierda contemporáneos, sean asamblea de barrio, alcaldía de provincias o gobierno de una nación. Los privilegios de raza, clase y género se imponen con su metódica violencia, real y simbólica. Vienen de lejos, sabemos que dominan las lógicas políticas de la derecha, pero hemos de reconocer que subsisten en la izquierda, unas veces vigorosos, otras veces soterrados; ellos no creen en las ideologías.

En la U.R.S.S, asistimos a la rusificación de los territorios anexados y a la negación de episodios de racismo, como el asesinato en 1963 de un estudiante ghanés y las subsiguientes protestas en la Plaza Roja. En la Bulgaria comunista, al intento de borrado de los apellidos y orígenes turcos. En la Yugoslavia de preguerra había una fuerte presión racista contra los gitanos. En España, aunque gobierne una coalición de izquierdas que algunos consideran radical, siguen las deportaciones y asesinatos en la frontera, las persecuciones policiales en las calles a los vendedores ambulantes, y las personas migrantes siguen excluidas del todo apoyo gubernamental (atención sanitaria, ingreso mínimo vital, protección al menor). En Cuba no celebramos el 12 de octubre, pero el discurso oficial negacionista convive con todas las formas de racismo existentes.

Así es como la potencia del pensamiento antirracista y decolonial se pervierte y da paso al buenismo de la unión de razas, la amistad de los pueblos y demás eslóganes vacíos. El currículum racista de los países comunistas está ahí, simplemente porque el racismo no puede abolirse con consignas.

En el año 2014, en Barcelona, escuché a Daniela Ortiz por primera vez. Ocurrió en el marco de unas jornadas que abordaban las posibilidades del arte como resistencia frente a las deportaciones y los encierros (1). El entorno era crítico y de izquierdas, también independentista. En su exposición, Daniela Ortiz fue más allá, abordó el asunto de las alianzas blancas que subyacen tras las cortinas. Expuso el modo en que las políticas racistas de izquierdas se alinean con las contrarias en todo aquello profundamente inhumano, y como lo justifican con ese afán burocrático, idiosincrático, localista; como se ponen por encima y pisan la vida y los derechos de unas personas en función de su país de origen o su color de piel. De tal modo demostró que no eran políticas contrarias sino parientes, hermanas de la misma sangre, herederas del mismo orgullo colonial.

Desde entonces he tenido la oportunidad de asistir a talleres, charlas y exposiciones de su trabajo en esta ciudad, Barcelona, donde ambas vivíamos hasta hace un tiempo. Digo vivíamos porque ella se ha tenido que ir. La ola de odio que su trabajo despierta devino, a raíz de su intervención en un programa televisivo, en una violenta campaña de acoso (2). Ortiz recibió amenazas físicas severas; su nombre corrió entre ataques y fabulaciones en un intento fallido, aunque peligroso, de desacreditación. En parte desde la extrema derecha, en parte desde la derecha a secas, pero desde la izquierda también. Amenazas contra una artista que retuerce los libros de historia hegemónicos hasta sacarles la verdad. Odio y derribo contra el espejo que pone delante de los individuos, colectivos y dirigentes de toda tendencia política con una pregunta fundamental: ¿Por qué, para ustedes, el antirracismo no es una prioridad?

Uno de los rasgos distintivos del discurso anticolonial y antirracista de Daniela Ortiz es la precisión (3). Precisión y fundamento histórico; certeza quirúrgica en sus palabras. Por eso propongo la lectura de su libro El ABC de la Europa Racista, porque resume, entre mayúsculas e ilustraciones a modo collage, esa capacidad epistemológica y nomencladora que caracteriza su trabajo; esa que la convierte en referente necesaria.

No es un libro inocente ni lo pretende, pero es un libro que deberían leer las niñas y niños junto a sus madres, padres y mayores. Un libro de texto para el currículum de todas las escuelas donde se educa con anquilosada terminología el mal contemporáneo y se banaliza, con esa capacidad naturalizadora que tiene el racismo entre quien no lo sufre.

Ortiz resignifica palabras blanqueadas de siempre. Alumbra los espacios irracionales de este mundo nuestro, empequeñecido para aquellos con derecho a viajar a comprar suvenires y tomar el sol; agigantado para los que no tienen derecho a desplazarse en su lucha por sobrevivir al empobrecimiento y las guerras. <<Los mismos AVIONES que usan los turistas euroblancos para ir de vacaciones son usados para la deportación de personas migrantes y solicitantes de ASILO. El MEDITERRÁNEO, el MAR donde la clase MEDIA europea disfruta sus vacaciones, es el mismo MAR donde más de 50.000 personas MIGRANTES han MUERTO o desaparecido>>.

Recupera términos que hemos querido esconder bajo la alfombra pero que han vuelto a escala planetaria, como APARTHEID. Habla de empresas que se lucran en esta guerra desigual contra las personas migrantes: <<Indra, Thales, G4S, Proytecsa o el Grupo Mora Salazar>>. Grita que <<FRONTEX es la agencia de control migratorio de Unión Europea. FRONTEX destruye la libertad y rompe FAMILIAS. Debemos luchar contra FRONTEX con toda la FURIA>>.

Su idea se puede ampliar hasta los confines más lejanos de nuestro vocabulario, por eso debería ser una lectura obligatoria en estos tiempos de incerteza; porque si a cada palabra ponemos las gafas antirracistas y anticoloniales, comprenderíamos hasta qué punto hemos de reaprender para extirpar el racismo y sus secuelas de todas partes, también de nosotros. <<Es tiempo de REPUDIAR los REGLAMENTOS RACISTAS! RESISTIREMOS con un anti-RACISMO RADICAL!>>.

En 2019, un museo de Barcelona expuso una retrospectiva suya bajo el título Esta tierra jamás será fértil por haber parido colonos (4). En ella se mostraba, con altísima coherencia, como la ramificación de sus investigaciones artísticas se sintetizan en la misma idea política: El único camino posible implica subvertir la lógica colonial; denunciar y reparar la herida histórica y cotidiana que el sistema capitalista y patriarcal infunde sobre los migrantes en tránsito, sobre los menores migrantes, sobre las madres desplazadas, sobre los trabajadores ilegalizados o ilegalmente encarcelados. Sostener políticamente que no se pueden cambiar las leyes que sustentan esta barbarie, solo es un calculado ejercicio de cinismo neocolonial.

Decía Achille Mbembe en una entrevista concedida durante la presentación de su Crítica de la Razón Negra (2016) (5), que <<cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma visceral>>. Alarmarse por el próximo derribo de los monumentos que enaltecen el orden colonial es una irrespetuosa muestra de ignorancia. Proteger su legado es una ofensa a las revoluciones que vienen desde los pueblos del Sur Global. La estatua de Cristóbal Colón en Barcelona caerá, caerán todas las que tengan que caer a lo largo y ancho del mundo; y esté donde esté Daniela Ortiz, sus manos estarán empujando entre las otras manos.   

  1. https://accesoprimero.wordpress.com/2015/01/07/daniela-ortiz-y-xose-quiroga-colonialismo-y-deportaciones-forzosas-acciones-desde-el-arte/
  2. https://www.lavanguardia.com/cultura/20200802/482579201722/daniela-ortiz-macba-centro-nacional-de-arte-la-virreina.html
  3. https://daniela-ortiz.com/
  4. https://ajuntament.barcelona.cat/lavirreina/es/exposicions/tierra-jamas-fertil-colonos-daniela-ortiz/366
  5. https://www.eldiario.es/interferencias/achille-mbembe-brutaliza-resistencia-visceral_132_3941963.html

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Narrativa

Allá a lo lejos se encontraba Gorbachov

La frase no es mía; proviene de uno de los testimonios que, a modo de coro griego y pesadilla colectiva del inframundo, recogió durante años Svetlana Alexiévich para construir Voces de Chernóbil, Crónica del futuro, publicado originalmente en 1997. La frase la dijo Ludmila Dmítrievna Polénskaya, maestra rural, sabia y perdida, como tantas mujeres y hombres, ancianos y niños, cuyas voces espectrales asoman entre sus páginas.

El reactor estalló el 26 de abril de 1986. No hay cifras fiables del número de muertos y afectados. Tal vez no las haya nunca. Ludmila vivía en un distrito que dependía de una región que dependía de Minsk, y Minsk dependía de Moscú, a 800 kilómetros. Allá a lo lejos se encontraban Gorbachov y dos o tres hombres, sin currículum que les avalase pero al mando, decidiendo la suerte, la gestión de la mala suerte de millones de personas.

Svetlana Alexiévich parece peregrinar entre ellos con pluma y papel, quizás con una grabadora. Toca las puertas de sus desoladas casas, jura que no es una más, una escritora más que llega a exprimir la vida ajena para beneficio propio. Ella les convence, acepta sentarse a la mesa sin reservas, observa y escucha hasta que consigue hilar sus voces fracturadas.

El libro es una <<novela de voces>>, ejemplo de la literatura documental de Alexiévich. Decenas de monólogos que contienen toda la carga de una confesión psicológica individual y grupal, familiar e histórica. Los protagonistas pasan por allí, o están cuando se abren las páginas; hablan de sus cuerpos, de sus muertos, de sus tierras, de sus animales. Hablan de la soledad espeluznante a la que les arroja su mundo destrozado.

Solo así sabremos por qué una mujer cuyo marido partió a sofocar el incendio en la primera noche de la catástrofe, duda de si debe hablar del amor o de la muerte. O qué siente un psicólogo que lucha en contra y a favor de su memoria desgarrada para sobrevivir. O un padre que necesita dejar constancia del nombre de su hija, Katia, que murió con siete años por culpa de la radiación. Solo así sabremos qué siente la gente mayor, sobrevivientes de las guerras y el hambre, al ver la comida pudrirse, contaminada de un veneno invisible, y al ganado morir. O los niños que confían en un mundo subterráneo donde conviven la tierra enterrada bajo la tierra, los esqueletos de las bestias y los gusanos que ya no están. O los cazadores cuya última misión es matar perros y gatos domésticos que les miran a los ojos. Escucharemos a los románticos que buscan alguna verdad en los libros y en la filosofía, a otros que insisten en la heroicidad. Sobresueldos y vodka casero para aguantar las labores de los días posteriores. Desinformación y errores científicos para aguardar la muerte después; la muerte y la enfermedad insertada en las entrañas de las supervivientes. Podremos ver la iridiscencia emanar de los escombros amontonados, el agua teñirse de óxido, las manos blandiendo los escasos dosímetros sobrepasados por la radiación. Acabaremos aceptando algo que está ahí, algo que no puede verse o tocarse, algo inverosímilmente real.   

Pero lo que no sabremos es qué pasará con el sarcófago precario y agrietado que hoy contiene toda la carga que no se desparramó en el accidente. Doscientas toneladas de combustible nuclear mezcladas con plomo y hormigón armado. Doscientas toneladas de residuos que se mojan cuando llueve y se respiran a kilómetros según sopla el viento. El peligro está ahí, latiendo, calentándose, <<respirando muerte>> como un monstruo de fábula que podría sacar la cabeza del lago.

No tuve la sensación de estar frente a unas páginas que condujeran a la reparación ni a la nostalgia; Voces de Chernóbil es un libro que abre espacios al dolor. A un dolor inasumible y a veces mutante, como sus protagonistas. Dolor con rabia, con amor, con miedo, pero siempre dolor. Y es, sin duda, el testimonio de un mundo que se fue. Digo sin duda porque para ellos, para los habitantes de la tierra que enfermó, su mundo acabó un mal día y ha seguido acabándose cada día desde entonces. Se acabaron su tierra y sus frutos; sus casas viejas o recién construidas; su trascendencia y su sexualidad. Se acabó su salud, su genética, su certidumbre. El pasado dejó de tener sentido y el futuro también.

Gorbachov, en el fondo de su alma se habrá encogido de hombros y, parapetado por un corro de tecnócratas, habrá fijado las prioridades de la nación. Que no cunda el pánico. Que no se detenga la economía. Que no se sepa la verdad. Así lo relata Marat Filípovich Kojánov, ex ingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de la Academia de Ciencias de Belarús. A un mes del desastre, comenzaron a medir la radiactividad residual en vísceras de animales domésticos y salvajes, también la leche. <<Después de las primeras pruebas, quedó bien claro que lo que nos llegaba no era carne, sino residuos radiactivos>>. Las granjas cumplían sus planes de producción y el Estado vendía la leche sin etiquetar, ocultando así la procedencia. Mentían los políticos, callaban los científicos, ejecutaban órdenes obtusas los militares. El hábito de la guerra impuso su terminología bélica y sus fusiles; la resaca de la guerra fría restauró al enemigo irreal, más asumible que el enemigo microscópico que todo lo envenenaba. 

Algunos campesinos siguieron ordeñando y cultivando sus huertos. Las tiroides de sus nietos daban resultados trescientas veces superiores a los niveles tolerables. <<Veías a una mujer joven sentada en un banco junto a su casa, dándole el pecho a su hijo. Comprobamos la leche del pecho: es radiactiva. ¡La Virgen de Chernóbil!>>. Y sin embargo, la orden suprema era callar, callar para no perder el trabajo y el carné del partido. Callar para mantener, en medio del caos, cierto control. Marat Filípovich Kojánov jura que no lo hacían por miedo, sino por convicción. Pero el miedo y la convicción son, muchas veces, lo mismo. Pocas cosas dan más miedo que ver nuestras certezas convertidas en chatarra intelectual.

En la Entrevista de la autora consigo misma, inserta en una edición posterior, reflexiona Svetlana Alexiévich: <<De pronto el pasado se ha visto impotente; no encontramos en él en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente (al menos así nos lo parecía) de la humanidad no se han hallado las claves para abrir esta puerta>>. Cierto, no las había, pero ojalá fuera eso. Significaría que el poder aprende, que rectifica, y sabemos que no es así.

Más adelante: <<De pronto se encendió la cegadora eternidad. Callaron los filósofos y los escritores, expulsados de sus habituales canales de cultura y la tradición. Durante aquellos primeros días, con quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente que vivía sin Tolstói, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del mundo. Y su conciencia no se destruyó>>.

A lo largo de las cuatrocientas páginas del libro, solo la gente del campo y una mujer, Slava Konstantínovna Firsakova, doctora en Ciencias Agrícolas, proponen erigir una filosofía de la supervivencia que les permita seguir. Optar por nuevos cultivos, reconducir la radiación, desactivar su pervivencia en el ganado a través del pienso, modificar los procesos de micro-producción de alimentos aportando un mínimo de tecnología…Pero eso requeriría unas políticas agroecológicas demasiado chiquitas que carecen de interés para los señores de traje que nos miran de lejos. Exactamente como lo dice Francia Márquez: <<El patriarcado ha destruido este planeta>>.

El último monólogo se titula Una solitaria voz humana. Valentina Timoféyevna Ananasévich, <<esposa de un liquidador>>, emplea un lenguaje sencillo, entrecortado. Llora al recordar su vida pasada, al marido que se fue. La franja roja de la orden de alistamiento que interrumpió, el 19 de octubre de 1986, su celebración de cumpleaños y su vida. Todavía está enamorada, le busca, le necesita. <<Yo he nacido para el amor. Para un amor feliz>>.

Cuando volvió de Chernóbil no quiso hablar. Intentaron la vida de antes, regresar a esa flotante intensidad. <<Conocía todo su cuerpo, palmo a palmo, y lo besaba todo. A veces hasta soñaba ser una parte de su cuerpo>>. Besándole descubrió la inflamación tiroidea que les condujo al hospital. Después ya solo pudo alimentarse de líquidos y soportar el dolor y el deterioro; pero él quería vivir. Se tocaron con deseo hasta el final, aún con la piel desgarrada por un cáncer que se instaló en su exterior.

El hombre murió un día a las siete de la mañana. La mujer detuvo todos los relojes de la casa y se acostó a dormir. Pasado un tiempo intentó ponerlos en marcha pero no pudo. Consultó a varios relojeros que tampoco pudieron echarlos a andar. Los relojes siguen parados hasta hoy. <<No es un problema mecánico>> dicen, aunque no saben qué es. Ojalá sea el amor, Valentina, alguna forma de amor.

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El futuro se escribe con la memoria

Leyendo a Yolanda Arroyo Pizarro

Todavía quedaba algo del invierno anterior, estábamos en un taller literario impartido por Diego Falconí en el Centro LGTBI de Barcelona. El programa incluía nombres familiares como Julieta Paredes, Reinaldo Arenas, Pedro Lemebel, el colectivo Mujeres Creando; incluía nombres que el cierre inesperado del centro en marzo de 2020 no nos permitió leer en compañía; e incluía un par de textos de Yolanda Arroyo Pizarro.

Eran los cuentos Wanwe y Boreales, de sus libros Las negras (2012) y Lesbianas en clave caribeña. Cuentos de marimachas, buchas y camioneras. Femmes, patas y cachaperas Editorial EGALES, Madrid España (2013). Era invierno, ya lo he dicho, y el frío persistía por todas partes.

El frío húmedo o seco de este país peninsular, el frío que se cuela en el pecho, en los dedos, en el pensamiento. Y puede ser, ya no recuerdo, que yo anduviera triste. No de una tristeza personal sino de impotencia acumulada, de desesperanza.

Leímos Wanwe y Boreales, dos cuentos breves, distintos entre sí, distintos a todo. Leímos y releímos en el taller, expusimos las primeras impresiones. De ese intercambio surgió un claro de luz, una esperanza. ¿Quién es esta mujer?, pensé. ¿Quiénes son estas mujeres que nos acerca?

Wanwe es un cuento de mujeres y libertad. Un plano de la historia transcurre a bordo de un barco esclavista, donde se desata la barbarie y se desgarra el cuerpo físico. Otro plano ocurre en el pensamiento de Wanwe, una muchacha que sabe de sus ancestras y que, a pesar del horror que no se esconde, porta consigo una semilla de lucha y liberación.

Wanwe no es una mujer aislada. Se inserta en una estirpe rebelde que no aceptó dócilmente el peso de los grilletes. La estirpe que los rompió, que se organizó en fugas y lucha, que protagonizó la Historia que no se cuenta. El libro Las Negras, recoge en una trilogía de cuentos, Wanwe, Matronas y Saeta, una aproximación ficcional a esa realidad histórica.

En una de sus conferencias disponibles en internet titulada ¿Y tu abuela dónde está? (1), Yolanda Arroyo Pizarro habla precisamente de esto. De que saber la historia de tu cuerpo, saber la historia de tu familia, es saber la historia de tu país y del mundo. En la portada del libro Las Negras escribió: A los historiadores, por habernos dejado fuera.

Fuera donde está la reescritura de la Historia. Fuera donde se rearma el pensamiento. En la Cátedra de Mujeres Negras Ancestrales (2) trabajan por ello. La mejor narrativa del pasado es la que cambia los debates políticos del presente, la que mejora el futuro.

Boreales también es un cuento de mujeres y libertad, de otro tipo de libertad que se ejerce desde otro lugar del cuerpo, sexual y microscópico. Empieza así: Esta mañana el noticiero avanzó que había escasez de mascarillas. Yolanda Arroyo Pizarro lo escribió hace años; es, por tanto, un cuento del futuro. Un futuro que llegó años después de su publicación, que aterrizó como una cachetada en nuestro presente pandémico y perdido. Boreales y Delineador son dos cuentos que la autora englobó, en el año 2010, en lo que denominó Narrativa post influenza AH1N1. Hoy, es urgente leerlos. 

La mejor narrativa sobre la pandemia es la que se hizo antes de la pandemia. Esa que ilustra de forma indiscutible la capacidad de quien escribe para adelantarse a su tiempo. Y por eso confío en Yolanda Arroyo Pizarro, por eso no puedo dejar de leer lo que escribe, de perseguir lo que trae, con hambre y espíritu adictivo.

Por suerte para nosotras, su escritura es abundante y rica, crece con vigor selvático, sin miedo. Violeta, TRANScaribeñx, Epidemiología, Las Negras, Avalancha, Caparazones… Su blog (3) y su trabajo académico y divulgativo complementan su narrativa desde los temas que están cambiando el mundo: Antirracismo; Feminismo; Sexualidad; Anticolonialismo; Infancia; Migraciones.

¿Cómo sería un mundo donde en lugar de leer tanto papel mojado, blanco y muerto, se leyera a escritoras como esta mujer? Alguien que sabe contar la Historia común y las contingencias políticas; alguien que sabe contar los espacios domésticos, que sabe desgranar los traumas y las curas. Alguien que sabe narrar la evolución del cuerpo como escudo y máscara donde transcurre la vida, alguien que sabe usar el cuerpo como arma.

En sus textos llenos de belleza no hay cabelleras lacias ni cuerpos apolíneos. Hay política en la pasa, en el rizo arraigado, en la carne de verdad que suda y sufre, que goza  y cambia. Hay sexo, sexos, erótica, sexualidades inspiradoras, abiertas, cambiantes como las nubes y las dunas del desierto. Hay raudales de amor y desolladoras escenas de abandono. Hay género en verdadera disputa. Hay niñas por nacer de uniones poco convencionales que vienen a cambiar, por fin, el mundo. Niñas que traen a Wanwe en las entrañas. Esas niñas.

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Maneras de no querer a los viejos

Reseña de The Letter, de Maia Lekow y Christopher King

A Sara

En El rey que quiso suprimir a los ancianos, Amadou Hampâté Bâ cuenta la historia de un monarca que, para hacer su voluntad sin rendir cuentas, dio la orden de asesinar a los mayores del reino. En todas las casas fue obedecido menos en una. Un joven llamado Taasi escondió a su padre en una cueva y lo alimentó cada día. De modo que cuando el rey anunciaba sus caprichos y sus amenazas de muerte, Taasi consultaba a su padre, quien le brindaba una solución para el pueblo. Así salvó a su gente de la locura del rey y logró que éste, aun cegado por el poder, reconociera la necesidad de promover el Consejo de Ancianos, aceptando que la sabiduría de los viejos era incontestable.

En algún momento fue así. Antes queríamos a los viejos. Tenían un lugar entre la vida emergente y nueva, eran los guardianes de la memoria. ¿Qué nos ha pasado?

De esto habla The Letter (1), una película maravillosa que cuenta la historia de una abuela y su nieto a través de un conflicto de tierras y rencores; un pulso entre aquello que nos conforma y es fugaz, con los valores eternos; un enfrentamiento donde el poder femenino y el amor tienen un papel crucial y, también, una llamada de atención sobre las consecuencias de los fenómenos religiosos contemporáneos. Sus directores, el matrimonio formado por Maia Lekow y Christopher King, consiguen acercarnos, mediante un trabajo procesual de seis años, al interior de estas gentes y armar un documental íntimo y revulsivo al mismo tiempo.

La trama arranca con Karisa, el nieto, viajando a Kakoleni desde Mombasa alertado por una publicación vista en el perfil de Facebook de uno de sus tíos. Allí se acusaba a su abuela, Margaret, de las desgracias familiares y de practicar brujería. Bajo el aviso, subyacía una amenaza de muerte.

Los parientes de Karisa hablan en inglés y, raras veces, en swahili; se manejan entre pautas de consumismo y religiosidad occidentalizadas. Residen en un grupo de casas distribuidas en torno a un predio heredado a través de décadas, donde la tierra luce generosa y sana, trabajada por manos sabias de acento local. Sin embargo ellos dicen que la muerte, la infertilidad, y la mala cosecha, tienen una única culpable. Han dejado de pensar y de sentir; atribuyen el mismo origen a cualquier adversidad.

Margaret Kamago avanza por el campo apoyándose, de tanto en tanto, en la azada. Tiene 94 años. Su cabello, cano y crespo, va cubierto con un pañuelo estampado. Su silueta firme se recorta contra el verde precioso del monte, su mirada gris, apesadumbrada pero fuerte, reposa en algún punto lejano. Ella cuidó de las cosechas y de los niños, todavía abre la tierra y cava sin dificultad, para dejar caer las semillas con gestos plácidos. Sus pies descalzos maniobran sobre el terreno pedregoso que junto a los árboles, el cielo y los pájaros, conforman su casa. Como tanta gente mayor a nuestro alrededor observa ladeando el rostro. No entiende el presente.

Karisa sigue los movimientos de su abuela con ternura. Atiende con estupefacción a sus tíos mientras descubre esta práctica horrenda que, motivada por la pobreza, la ruptura de modos de vida tradicionales, y la penetración de nuevas ideas religiosas, se ha arraigado en la zona como la mala yerba: los ancianos son acusados de brujería, se les asesina o expulsa para poseer sus tierras. Las muertes violentas suelen ser ejecutadas en grupo, carecen de persecución y atención policial, son un fenómeno cada vez más frecuente e impune. Aquellos que logran escapar o deciden marcharse ante la hostilidad de sus familias son acogidos en albergues para gente mayor, como el de Kaya Godoma, en Kilifi(2). En esos refugios morirán, ya nunca podrán regresar a sus casas. Les queda la nostalgia y el dolor, la incomprensión, la profunda sensación de injusticia. En 2018 se detectaron 108 casos solo en el condado costero de Kilifi.

Margaret no piensa marchar. Está dispuesta a todo con tal de quedarse. Se entrega con resabios a un ritual purificador para demostrar que no practica la brujería. Y aquí es donde el documental se vuelve más interesante, donde la empatía y la curiosidad concretas que nos despierta The Letter, se mezclan con el miedo contemporáneo frente a la explosión evangelista que acecha por todas partes.  

Dos vertientes distintas del cristianismo se dan cita en el patio familiar para la ceremonia. Los acusadores de un lado, con sus sacerdotes profiriendo amenazas a través de un altavoz; Margaret del otro, arropada por sus dos hijas, su nieto Karisa y otras personas de su confianza. La escena es inquietante. Los acusadores afirman que Margaret morirá en siete días si sigue practicando brujería. Ella los observa con dignidad y tristeza, sin miedo, como si una parte de su ser ya anduviera por otro sitio. De algún modo vuelve la vista a su nieto Karisa, hacia nosotros.

Decía Amadou Hampâté Bâ «En África, cuando un anciano muere, una biblioteca arde, toda una biblioteca desaparece, sin necesidad de que las llamas acaben con el papel”. La banda sonora de The Letter, compuesta por la propia Maia Lekow, nos mece dulcemente, pero la trama nos recuerda el peligro de esta orfandad que avanza de la mano de nuevos modos de vida.

No solo en distintos puntos de África. Hace unas semanas fue brutalmente asesinado en Guatemala el científico maya Domingo Choc Che (3). No era un anciano pero era un sabio. Detrás de su muerte violenta están las arengas de las comunidades cristianas que, con la permisividad del estado supuestamente laico, siguen difundiendo su pregón religioso y neocolonialista, contrario a las prácticas ancestrales que califican de brujería.

En el proyecto Trasnacionales de la fe (4), un grupo de periodistas lleva a cabo una investigación que evidencia el avance de la agenda neoliberal y evangelista sobre los territorios de Abya Yala. Demuestran como penetran por todos lados, como hacen crujir las costumbres allí donde van, como se ensamblan en cualquier rincón del mundo. Actúan como una plaga, gracias al dinero que sufraga su expansión andan ya por todas partes; Kenia, Guatemala, Cuba, Brasil… Eso enseña, también, The Letter; que las derivas evangélicas corren como el fuego y han venido a matar, porque cuando no se pone la vida en el centro, lo que se pone en el centro es la muerte.

  1. https://www.the-letter.org/
  2. https://www.nation.co.ke/kenya/counties/kilifi/witchcraft-tales-in-thirst-for-land-put-elders-lives-at-risk-157710
  3. https://www.prensacomunitaria.org/cual-fue-la-causa-del-crimen-contra-domingo-choc-che-aj-ilonel2/
  4. https://transnacionalesdelafe.com/
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Chinina Migone

Chinina migone


Chinina Migone es un cuento que no puede leerse una sola vez. Hay algo adictivo en él, misterioso, un apetito circular que impone sucesivas lecturas para darse el gusto de leer sabiendo. Un extrañamiento minúsculo que ocurre y crece en otro lugar, distinto del entendimiento, hasta que se apropia de éste y de nosotras.

Rosa Chacel publicó este relato en la Revista Occidente en 1928, y posteriormente en la antología Sobre el piélago (Torremozas, Madrid, 1992). El texto contiene rasgos característicos de la prosa de Chacel, los más poderosos.

Nunca pensé que pudiera interesarme una mujer que dijera que Brasil es un país aburrido, tampoco una mujer que, aparentemente, no se declarase feminista. Y sin embargo me interesa Rosa Chacel. Me interesa su obra, ignorada durante décadas, y me interesa su proceso creativo.

La “señorita de Valladolid”, como la definió Neruda, empezó a escribir profesionalmente en Roma, ciudad a la que se trasladó con su marido en 1922. Antes, había frecuentado círculos intelectuales en Madrid y estudiado en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. La escultura, arte primogénita entre las manos de Rosa Chacel, moldeará su forma de escribir, quizás su forma de leer, quizás su forma de estar en el mundo.

Leyó y reconoció las referencias de Ortega y Gasset, de Joyce. Un tanto impertérrita, incluso irónica, pero adoptando una incompleta pose de discípula, se codeó con ellos y otros autores vivos o muertos, de la más alta talla. Fue disciplinada en las formas, pero no tanto en el contenido. Al menos, tal y como han demostrado las estudiosas chacelianas, existen pruebas para decir que su posicionamiento feminista existe, y que aborda las cuestiones de género desde un complejísimo lugar de enfrentamiento intelectual y material con el patriarcado.

Esos atractivos rasgos característicos son tres: Escritura autobiográfica. Escritura viva, como ella misma la definió, hecha de vivencias, que no parte de ideas ni de personajes. Escritura estética, con un oficio literario que se realiza mediante la terca escultura de la materia.

Las magníficas combinatorias de estos ejes son ilimitadas, si fuese demasiado decir infinitas.

Por tanto, Rosa Chacel, la niña de Valladolid, la joven que vivió en Madrid y emigró a Roma, la mujer que vivió entre Buenos Aires y Río de Janeiro, la mujer madura que regresó, de algún modo lleno de conflictos, a España, es quien late en cada página escrita, quien se truca en adolescente o en poeta, también en Chinina Migone.

Es destacable la colaboración de Chacel con las investigadoras que, en vida, abordaron su obra (1). Destacable porque frente a esa lectura crítica atenta y respetuosa, ante esa admiración que no magnificó, sino que reafirmó el verdadero valor literario y psicológico de sus tramas, junto a esas hormigas decididas a descifrar sus mensajes encriptados, fue feliz. Feliz como quien después de alargar mucho el juego, puede ser descubierta y liberada.

¿Es Chinina Migone un cuento triste? No sé, no lo sé todavía. Hay algo al final, una vez se acostumbra la lectura a la trama de apenas nueve páginas, que me dice que es un cuento de esperanza. El narrador del relato es un hombre, un hombre cuya razón de ser parece ser admirar y luego aprisionar a Chinina. Traigo aquí unas líneas:

Todos me decían: la tienes ahogada, la estás matando. Pero yo la sacaba de sus límites para darla mi espacio. Y se filtraban en nuestra casa torvas embajadas del mundo que nos dejaban con disimulo explosivas insidias. Me huían, me sorteaban para llegar cuando ella no estuviese defendida. Pero yo aprendía a llevarme la llave, y a entrar como un ladrón para sorprender a los que me robaban. Así sorprendí a las tres rapaces.  

De tanta cadena Chinina enmudeció, y lo siguiente que salió de su interior fue una niña. Pero esta niña tampoco quiso hablar y aunque era sabia, todo lo decía con los ojos. Cuando dejó de ser niña se convirtió en actriz, de cine mudo, y como tantas niñas que dejan de serlo, se marchaba de casa dando portazos. Dice el narrador que eso fue lo que mató a Chinina, pero Rosa Chacel emerge delicadamente por detrás y nos permite dudarlo. Él dice: Ahora busco a mi hija, con mi rencor y mi ternura; porque ¿dónde sino en ella puedo ponerlos?

Chinina vive en su hija, él, aunque habla, es un fantasma invisible. Tal vez no sea un cuento triste, tal vez sea un relato de estirpe e independencia. ¿Qué habrá sido de la hija de Chinina Migone?

(1) Las autoras de las tesis más relevantes sobre Rosa Chacel elaboradas antes de su fallecimiento y con su colaboración son Ana Rodríguez Fischer y Daniéle Miglos. El documentado estudio de Ana Bande Bande titulado Rosa Chacel y sus posibilidades (Uned, 2016, ISSN 2340-9029), recoge los estudios chacelianos y sus aportaciones.


Chinina Migone