La ciudad es un bosque en silencio mortuorio, el ruido monótono de cualquier tarde bajo un cielo en cenizas.
Es la fría atmósfera en el infierno de la vida, donde marchan sin sentido los esclavos, los demonios y los condenados.
(No vayas hacia la luz; corre, piérdete en la selva oscura.)
Yo lo supe, desde antes de abrir las puertas al dolor que se asomó en la juventud.
Tú no lo sabes, no quieres saberlo; él, ella, todos se van, se consumen en la fuerza imparable de legiones enteras.
(Quédate en esta colina, un poco más; ya vendrá con sus alas de espinas.)
Así se ve la tortura, se siente la desgracia en las venas. ¿No les pesa el corazón marchito? La costumbre es fuerte y ciega; la vida se ha vuelto el miedo de mis ojos.
¿Mas qué es la vida misma si no se puede llorar con los sentidos?
(Ese es el secreto que nadie busca; la verdad asesinada desde que el caos se volvió hombre.)
Recorre mi piel un aliento cálido, una sombra desconocida.
El aire lleva consigo luces de oro, polvo plateado.
(¿Sopla el viento en este lugar?)
Y en su marcha inagotable, no perciben el cambio en la atmósfera; la lluvia suave que crece a mis espaldas.
(¿Qué presencia se yergue aquí?)
Danza de plumas inunda el valle, la ciudad que parece bosque. La selva oscura.
Desde pequeño, disfrutaba ver las estrellas. Por alguna razón, lo hacían sentir tranquilo, como si fuesen ángeles de la guarda; sin mencionar los diferentes escenarios en su mente volátil, influida por la televisión y aquellas historias que encontraba en la biblioteca.
Pero ahí, en medio de la boca de Saturno, aquellos puntos blancos parecían un enjambre al acecho. Eran los ojos de las sombras que lo espiaban en la habitación.
Y como si retrocediera varios años, sintió miedo. Con la diferencia de que no había nadie que pudiera encender la luz. Lo brillante y visible allá arriba era titánico.
En lugar de calmar sus nervios, los ángeles (caídos) lo transformaban en una insignificante hormiga que esos dioses o cualquiera de sus súbditos, a lo mejor esos demonios que lo observaban, podían aplastar con un dedo.
Entonces comprobó que no estaba solo. Los gigantescos seres podían escuchar sus pensamientos.
Empezó a sentir la presión y el aire que dejaba de fluir en su casco. Segundos que resultaron una eternidad, la cual lo esperaba en el vacío.
Antes de dormir, miró la cara de los titanes y maldijo el momento en que llenó la solicitud.
Su brazo se movía con el mismo ímpetu de un adolescente. Aún tenía mucha energía y era preocupante. El doctor le dijo que la actividad física acabaría con las voces y el desvelo.
«¿El maldito mintió?».
Sugirió algunas vueltas al vecindario, lagartijas, abdominales o sentadillas. Lo importante era cansar su mente y su cuerpo. Obligarlos a reposar, asfixiarlos hasta que sus ojos quedaran en trance.
«Veintiuno, veintidós…».
A veces la curva en su rostro amenazaba con volverse una sonrisa; otras, tan solo corrían algunas lágrimas. Pensó que esa curva tímida era el preludio de un remate y que la humedad era sinónimo de asco.
La misma película de las últimas semanas con el mismo final. Las muecas le hacían hervir el pecho. La adrenalina recorría con más ímpetu.
«Maldito,
deja…
de…
reírte…
de…
¡mí!».
.
.
.
…
Se detuvo.
El sudor resbalaba por su frente. Tuvo la sensación de quedarse sin aire, pero no supo si era la fatiga. Aún se sentía vivo, a diferencia del tipo sobre el plástico. Era como si se hubiese quedado sin palabras. De hecho, ya no tenía rostro.
Se levantó, con cuidado de no pisar el charco del insomnio. Fue a la cocina. Dejó el cuchillo en el lavamanos y mojó sus dedos.
El líquido escarlata se perdía por el desagüe en una lenta despedida. Imaginó que eran el cansancio y las voces. Después de todo, quizá el médico tenía razón.
Quizá.
«Debería intentarlo de nuevo para estar seguro, ¿no?».
Desde que alguien murió en televisión he tragado cobardía.
No soy un héroe, sino un hombre que apenas halló sentido a abrir los ojos y salir de la cama.
No quiero un abrazo frío ni un beso que me arranque la piel.
El miedo a no despertar me consume; el miedo a caminar dormido me devora; y más aún el desvelarme con un arma en la mano, y con el recuerdo de una bala en la cabeza.
Tengo miedo de ser un simple saco de carne y hueso, una carga o un guardia nocturno sin linterna.
Quizá el egoísmo también se disfraza cuando el sol se esconde…
Incluso en la penumbra, el rostro de la muerte brilla para que no dudes de ella.
La sangre te mira, te busca sin descanso aunque ya no puedas ver tu alma ni el cielo azul teñido de rojo;
es su instinto, la naturaleza que el hombre nunca entendió ni quiso; ya es muy tarde para buscar significados en cementerios ambulantes.
Nada más queda el golpe de la vida, la lucha por escapar de un desierto que parece tan infinito como la boca de los demonios, más oscura de lo que uno imagina en una habitación llena de susurros.
Levántate, no la veas a los ojos, la duda y el miedo alguna vez entendieron de tristezas y alegrías, ¿puedes sentir el hambre y la ira frente a nosotros?
Solo un golpe en la boca de la esperanza: que la supervivencia del más fuerte siga llorando entre despojos humanos.
Anoche comí una lata de conservas que sabían a todo: juegos infantiles, un desayuno en la cama, un incómodo silencio que va apagando los gritos incesantes de un despojo que agoniza, cúmulos de sal sobre el pavimento, una mirada vacía que refleja mis lágrimas y quién sabe qué otra memoria fragmentada.
Nadie me dijo que la vida tiene un sabor amargo cuando está detrás de la puerta.
Acaso lo supiste mientras las nubes se volvían negras y tu garganta se asfixiaba con la libertad que alguna vez quisimos descubrir detrás de las ventanas, antes de que el hambre y la desesperación nos consumieran las ganas de cerrar los ojos;
un día nos dimos cuenta de que solo las pesadillas atraviesan las fronteras de concreto, ¿aún habrá sueños bajo el charco de sangre que deja un cadáver?
Al alba también le desgarraron el cuello y esos recuerdos que devoré como mendigo se revuelven en mi estómago de acero, son las memorias de todos los que buscaron una salida más allá de casa, de las balas, de la peste que somos los humanos y la que supuran los muertos.
Las voces van llegando desde el horizonte y te dicen que los demonios te hablan entre dientes.
El callejón se cierne como la boca de un animal hambriento, como el negro de una mirada entre los destellos del horizonte, con el clamor de un dulce huracán que llegará a medianoche.
Y ves que avanzan, que la bulla del mundo no tiene sueño, como esas gotas que bañan tus hombros caídos, que te recuerdan lo frío de las palabras, que se niegan a correr hacia las montañas de los ayeres.
Se detiene la marcha bajo la sombra de un alma llena de cafeína y muchos estimulantes artificiales; esas formas sin tiempo ni espacio, sin luz, sin tinieblas, sin respuestas útiles.
(Los ojos rojos pasan volando…)
Aquello de lo que aún no huyes te espera en la esquina de un motel abandonado, uno donde las luces intermitentes de la entrada son las de tu hogar marchito.
Caminas dejando atrás tus notas, esperando que salga el sol; pero ves la hora y te das cuenta de que alguien olvidó darle cuerda a la vida.
Alguna vez un hombre de barba blanca te habló acerca de estas noches tan largas como un cáncer que no te mata fácilmente.
¿Qué haces esta noche perpetua? ¿A quién buscas que se esconde en un rincón abandonado, entre los escombros que se yerguen cual monumentos de tu llegada?
Tal vez alguien miró al horizonte, invocó la lluvia sobre el empedrado de una calle tejida con diamantes de colores y dejó encendida una vela para que la vieras arder sobre un atalaya vacía.
¿Quién puede decirlo? Ya no importa si quemé la madera rota o si el reloj se quedó sin cuerda. En todo caso aún avanzas sin premura, después de tantos saludos y despedidas.
Y yo también intento moverme hacia alguna parte, arrastrándome como una larva que no distingue si el frío en su vientre es el almuerzo o una senda que espera tus pasos firmes…
Te he visto en ese camino que mis pies e intestinos siguen ya sin rumbo, y en la nieve de tus ojos encuentro cierto sentido a cada respiro exhausto: puedo convertirme en una estela o sembrar un árbol con los restos de un proyectil que un cadáver viviente guarda en su inventario.
Y entonces, podría preguntar de nuevo a quién deseas encontrar, quién se escabulle en las altas horas de la noche para escapar de tus brazos, por qué peregrinas por una ciudad dormida en un mundo de papel y acero. ¿Quién vale la pena para la soledad y un beso en la mejilla?
A veces me recuerdas a quienes descansan sobre la banqueta del mercado una mañana de domingo, los mismos que dan vueltas en una cárcel para llegar a una estación que lleva tu nombre en un eco eterno e impronunciable.
Mientras sigues marchando hacia otro destino, hay un faro escarlata que golpea mis sienes y a los amantes olvidados del concreto; es un recordatorio de alguien que en el fondo te escribe y te llama para tomar el sitio de un fantasma.
Hay vacíos que no se llenan, silencios que el sonido no rompe y sonidos que el silencio no calla.
En este mundo ya nadie duerme, el coro de sirenas invita al desvelo con ese trémolo que compuso el aguijón de la muerte.
Las calles susurran pesadillas, hablan del pasado entre hilos que ríen, que se confunden con gritos y el hedor de una vida que terminó una mañana en el noticiero
(fue culpa del hombre, dijo la naturaleza; fue culpa del ser humano, dijo el hombre).
Cae el sol y siguen los rumores detrás de la ventana, bajo la puerta por la que se arrastra la melancolía y repta el miedo convertido en serpiente (este no era el Edén y los árboles estaban llenos de frutas plañideras que regaban el suelo con bilis).
No hay nada más que un silencio que suena a hambre, miedo y muerte.
Con cada amanecer, la noche empieza sin estrellas, sin luz que señale el camino hacia un nuevo día o a un pueblo perdido en medio de la selva.
Las calles susurran más que ayer, recuerdan que la salida está bloqueada, que volverán a contar sus historias que transcurren escondidas en lamentos, frutos rojos y estatuas olvidadas.
La demencia no tiene fondo; no hay perdón para un hombre que es niño, anciano y joven.
Siempre es medianoche, pero a quién le importa. El odio sabe a ira. Es ira. ¿Y quién soy yo?
Quizá el mismo de ayer, cuando éramos “nosotros” (cómo crecían las flores en la arena); entonces la fuerza tenía un nombre, y yo pronunciaba el suyo para placer de los sentidos.
Su rostro era el espíritu de felicidad tardía. Los días no tenían principio o fin. Eran días y punto. Era amor el mío y punto.
El misterio sigue siendo un misterio, incluso más que la muerte.
Los ojos de la ironía se parecen a los ojos del escepticismo (qué brillantes eran cuando hablaban en lengua extranjera).
El reflejo del abismo anuncia un lejano “tú y yo”. La disyunción era más extensa que las dunas, más inmensa que la profundidad.
Mientras limpiaba la habitación, encontré mi cuaderno de la universidad. En las últimas hojas, había versos ñoños, apuntes sin sentido y algunos dibujos que creé cuando divagaba en plena clase.
Reí. Lloré.
Arranqué la hoja donde estaban unos nombres e hice un avión. Subí a la terraza y lo arrojé hacia el horizonte.
Se sentía en la cima del mundo cuando salió del agua. Aquel verano estaba yendo de maravilla: vacaciones, campamento, chicas lindas y pura diversión. Nada podía arruinarlo.
Nada.
Ni siquiera los gritos de sus amigos o sus expresiones trémulas. Tampoco los diminutos seres que succionaban su piel adolescente.
Podía quitárselos sin dolor, ¿verdad? Claro, hasta que viera el segundo miembro que le crecía debajo de la calzoneta.
Tengo sueño, pero todavía no quiero dormir. A penas son las 9:00. Mis padres están entretenidos con la película. Sé que no querrán perdérsela. Y no pienso quedarme en mi habitación, solo, con la luz apagada.
Él está molesto. Hoy vino mi prima Heidy. Estuvo casi todo el día. Eso no le gusta. La vez anterior me dijo que ella no le agrada. De hecho, la odia. Dice que, al igual que yo, esa “mocosa” lo puede ver y escuchar. Sin embargo, no baja la mirada ni le tiemblan las piernas como a mí.
Es cierto. En la tarde, noté cómo clavó sus sentidos de seis años en el ropero. Sonrió. Y en esos pequeños círculos había algo inquietante. Eran piedras, sin vida. Impenetrables. Él mencionó que le incomodan. Me lo confesó con sus enormes ojos rojos mientras me agarraba de la mano con fuerza. Me dejó su marca. Le dije a mamá que me había caído en la escuela. Se lo creyó.
Cuando él se enoja, lastima. No me atrevo a enfrentarlo. Sus enormes dientes y sus garras me hacen llorar. Una vez dijo que podría sacarme las vísceras. O peor, a mis padres.
Quizá por eso me gusta cuando Heidy viene. Él no molesta. Casi se esconde. Diría que huye. ¿Le tendrá miedo? Puede ser. Y por eso no me gusta que mi prima se vaya. Entonces él regresa, me mira con rabia y me vuelvo a caer en el recreo…
— Ya es hora de dormir, Ben.
Desde acá, en la puerta entreabierta, puedo ver ese brillo en su rostro. Sonríe, como no pudo hacerlo horas atrás. Heidy, por favor, regresa. Aún es temprano para dormir.
Michael salió de la galería muy satisfecho. El rostro de la mujer, una mezcla entre admiración y asco, le pareció el mejor halago del mundo. Incluso más que sus palabras o que aceptara aquellos torsos desnudos y cercenados.
— Hasta puedo oler la sangre— dijo ella con una sonrisa forzada.
«Fue muy difícil que permanecieran quietos. ¿Quién diría que la sangre puede crear tonos espectaculares?”, pensó él, recordando que debía limpiar el sótano.
¿Quién ha de llamar, sombra mía, en la neblina de una noche de otoño? La tempestad de acero, un trueno de sangre estalla en una colina invisible, allende.
Hay un eco, profundo como herida, que va taladrando con caricias el sueño, las sienes del olvido. “Buenas noches”, susurran los drenajes.
¿Cuántos desvelos se asoman bajo la puerta? La cama sigue ahí, hierática, sola, cadáver asfixiado por una lenta agonía.
Los días, los viajes, los misterios, dudas y ataraxia fingidas, son maquillaje, bálsamo, asesino del sonido, de aromas pútridos que se confunden con la hora pico. “Hay luna llena”, anuncia el silencio.
¿Cuándo se secó la arena en sus pupilas? La ventana clava su mirada en la oscuridad; se asoma el velo de un tren en marcha, vuela una hoja del árbol que crece en el patio. Estación equivocada. Pensamientos equívocos.
Pasó el tiempo en una vuelta; pero no hubo tiempo, no hubo vuelta. No hubo viaje alguno por mar, por tierra, por lugares remotos.
Solo hubo una larga noche del pasado. Un llamado etéreo que no existió sino en una tarde de lluvia.
¿Qué hora es, amor mío? Puedo escuchar las campanas que anuncian un nuevo día, el llamado para todos los que andan cabizbajos o mirando el cielo sobre esa senda que nombramos vida.
Sin embargo, mis ojos no se abren, en estas paredes aún es de noche como las fauces del demonio que acaricia mi cuerpo débil, los despojos, los huesos, la carne que se resiste a los gusanos aunque no al dolor del alma.
Porque más que los parásitos y los químicos en la sangre, me lastiman los vacíos en el pecho, esas palabras que ahora se asfixian en mis labios marchitos mientras intento atraparlas con mis manos trémulas para ponerlas dulcemente en tus oídos.
Desearía que fuesen un poema de amor u otra propuesta de matrimonio, pero en medio de la noche soy solo la triste memoria de un hombre que el viento arrastra como cadáver, soy el vómito que el silencio de la muerte escupió tras devorar mis entrañas.
Perdona si yo mismo presiono mis heridas, si hago supurar estas llagas y tus ojos tristes, si a la mitad del capítulo arranco la hoja con la rabia y el dolor del espíritu; al final, soy un humano, lo que queda de él, aunque no quiera, aunque sostengas mi brazo, aunque a los dos nos duela el tiempo.
¿Recuerdas esa tarde de abril? Te di un regalo que puse en tu pecho para recordar que navegaríamos juntos incluso en las aguas más peligrosas; y en medio de esta tormenta, de la oscuridad que me impide ver el sol que toca la ventana, te regalo este beso y estas oraciones, las estrellas que no se extinguen cuando ha llegado su hora, la alfombra verde que recoge el suave rocío de tu rostro.
¿Qué hora es, amor mío? Tus dedos se resbalan en mi piel, tu voz se pierde en las sombras, tu aroma se apaga con mi aliento en este frío amanecer…
Mi primer encuentro con Casa Cultural el Cadejo ocurrió en diciembre de 2019. Pancho, Marco Valerio y el equipo me abrieron las puertas, y una noche sabatina, que discurrió entre sorbos de vino, confesiones y lecturas, presenté El sendero del árbol enjaulado, mi primer libro. Conocí la biblioteca, la galería de arte y el corazón cálido y afable de sus miembros. La tertulia, llena de anécdotas y charlas de vida, se extendió hasta la medianoche; y aunque tuve que marcharme al rayar el alba, la casa se quedó conmigo. Siempre he sabido que un edificio no existe sin la gente que lo habita. Hoy tengo el gusto de charlar con Pancho Ruiz.
Mi nombre es Pancho Ruiz, nací en 1977. Soy profesor de Historia y Ciencias Sociales, lector, me apasiona el arte, me gusta la buena música; creo que nuestros gobiernos no invierten en educación y arte porque no les conviene: es más fácil explotar a un pueblo ignorante. Soy rebelde, algo marxista, y amo la poesía.
Fernando Vérkell: Pancho, gracias por tomarte el tiempo de responder estas preguntas. ¿Cómo y cuándo nació el proyecto de la Casa cultural?
Pancho Ruiz: Bien, hace un par de años, me di cuenta de que en Amatitlán no existían espacios incluyentes y democráticos para la expresión artística y la difusión cultural. Había algunos focos pero, no eran otra cosa que círculos muy cerrados, donde solo la élite local podía participar. Entonces busqué la manera de encontrar una casa para rentar y la idea era, transformarla en un lugar donde se le diera la oportunidad a l@s artistas jóvenes principalmente. Un lugar en donde se valorara la obra artística de la persona, fin fijarse en su posición social, la experiencia, el apellido y otro montón de cosas por las que mucha gente de arte es marginada. La casa se fundó el 30 de noviembre del 2018, y hemos tenido experiencias maravillosas que van desde la presentación de libros (poemarios principalmente), pasando por exposiciones de arte, mercados artesanales, conciertos, talleres diversos, hasta actividades de cuentacuentos. Desde el principio, le compartí mi idea a mi pareja Cristy Chávez y fue ella, con quien iniciamos este proyecto cultural que muy pronto cumple dos añotes!!!
FV: Luchar contra el círculo, me parece, es una manera de atraer a quienes importan más: aquellos que aman el arte, pero aún no lo saben. En tu opinión, ¿cuál ha sido el mayor obstáculo que han encontrado durante estos años? ¿Ha sido de índole burocrático, económico, social?
PR: Siempre creímos que nuestro mayor reto iba a ser lo económico, no obstante, descubrimos que la comunidad es muy solidaria, siempre hay quien se acerque a donar plata, implementos de limpieza, muebles, libros y comida!!! Creo que la mayor dificultad ha venido de la indiferencia frente al arte. Hemos presentado libros maravillosos, hemos recibido amig@s escritor@s en la casa, hemos albergado a músicos y pintores de extraordinaria calidad, y la cantidad de personas que viene es mínima. Creo que la gente se ha creído el cuento que desde las élites de este país se ha difundido, y que trata de meternos en la cabeza que el arte, la lectura y la música, no son para los pobres, que solo pueden ser disfrutadas por la gente pudiente e »importante». Nosotros nos hemos fijado la meta de cambiar esta mentalidad.
FV: 2020 ha sido un año para reinventase, como se dice, y esto también aplica al arte y su difusión. Más allá de lo evidente, es decir, más allá del confinamiento y las precariedades económicas, ¿cuál es el reto más importante para el área cultural en 2021?
PR: Yo creo que el mismo que se tenía antes de la pandemia, solo que, ahora la tenemos más complicada. Debemos enseñarle y demostrarle a la gente, que se puede vivir del arte; que no se puede vivir plenamente sin el arte; que existen otras formas de vida, alejadas de la búsqueda incansable de la riqueza material; que el apoyo mutuo y la vida en comunidad solidaria puede cambiar y mejorar nuestras existencias; que los libros son maravillosos y que solo un pueblo lector podrá alcanzar una verdadera independencia. Esos han sido y serán los retos que habremos de enfrentar.
FV: Hablemos de la querida Casa. ¿Cuál es el itinerario de un día en el Cadejo? ¿Podes contarnos sobre los alimentos que se entregan?
PR: Generalmente abrimos a las 9:30 de la mañana, salvo los martes y los jueves que entregamos desayunos. Siempre hay mucho qué hacer. Nos encargamos de limpiar y desinfectar, dedicamos el día a clasificar los libros que nos regalan, muchos de esos textos deben ser restaurados antes de formar parte de nuestra biblioteca permanente o ponerlos a la venta. Nuestro jardín también nos requiere tiempo, nos encantan los cactus y las suculentas. De igual manera, debemos recibir y clasificar los alimentos que la comunidad nos dona para la preparación de los desayunos. En un día normal, es infaltable la lectura. Recibimos también a muchos amigos que nos visitan buscando algún texto, una buena charla o un café entre compas. El asunto de los desayunos nació hace 4 meses, en medio de la pandemia; vimos lo que estaba haciendo Rayuela en la zona 1 y decidimos que acá en Amatitlán también había mucha necesidad. Así que los primeros desayunos fueron financiados con recursos de la casa, sin embargo, a partir de allí, la comunidad se ha volcado en nuestro apoyo y la cosa ahora se mueve sola. Solo le invertimos el tiempo y el trabajo pero, eso lo hacemos con mucha alegría y amor.
FV: ¿Cómo podemos contribuir con la Casa? ¿Hay un teléfono, alguna cuenta bancaria o una manera de apoyar?
PR: Quien quiera apoyar los puede hacer de tres maneras. Primera, nos puede donar su tiempo, y nos ayuda a preparar y entregar los desayunos. La segunda forma, es regalándonos sus alimentos, siempre necesitamos azúcar, atoles, canela, arroz, mayonesa, pollo, huevos, servilletas, vasos descartables y productos para limpieza. Y la tercera forma de ayudarnos es donándonos de su plata, para ello habilitamos la cuenta 3164045996, monetaria de Banrural, a nombre de Francisco Ruiz.
FV: Mi agradecimiento es oceánico, Pancho.
PR: Gracias, Fernando por visibilizar el trabajo que hacemos. Quiero mencionar al equipo, sin ellos esto simplemente no sería. Ellos son Alba Chacón, Arely Ruiz, Cristy Chávez, Marco Valerio Reyes, Rosita Peinado, Olguita Paz, Oto Canté, Ely Soto y Sandra Salvador.
Este es el libro con el que María Elena Walsh se dio a conocer como poeta. Lo publicó en 1947, en una edición que pagó ella misma, cuando tenía 17 años. Recoge una selección de los poemas que venía escribiendo desde apenas entrada en la adolescencia. Llama enseguida la atención la temprana madurez de esta escritora, la destreza a un tiempo conceptual y musical con que maneja las palabras. También se advierte aquí el germen de su imaginería personal, cosechada en el paisaje suburbano, que desbordaría posteriormente en sus poemas y canciones, también en las dedicadas a un público infantil. Y esa difícil sencillez en el armado de las frases, esa fluidez sólo aparentemente natural en la expresión. Otoño imperdonable, cuyo título es en sí mismo todo un hallazgo, atrajo de inmediato la atención de poetas consagrados como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez, y le abrió las puertas de los suplementos y las revistas literarias de la época.
Escribí Otoño Imperdonable entre los 14 y los 17 años. Esto no es disculpa ni jactancia: es una dedicatoria. Si veinte años después algunos adolescentes sienten alguna complicidad con este libro, la reedición está justificada.
Nota a la tercera edición, 1967
La sombra
Todo persiste en su razón primera —frágil andanza, precio del encanto—: La araña en su ritual devanadera y el pájaro en la forma de su canto. Yo también nombraría, si pudiera, esa versión alegre del quebranto, pero cautivo de mi cabecera está el silencio que me duele tanto. Está mi esencia, sueño amortajado, por equivocaciones y cadenas, por floraciones muertas en retoño. Y el mar de pensativo acantilado que enfría en el tumulto de mis venas sus peces importados del otoño.
El lugar
Un día —no sé cómo— me di cuenta que amaba este cielo encauzado en dosel de follaje, que amaba este silencio iluminado en trinos, este paisaje triste que casi no es paisaje. Por aquí pasé un día con el primer asombro, con el ardiente asombro de saber ya pensar. Y, vírgenes los labios de palabras lejanas, hablaba con los árboles mi voz elemental. Esta calle ha vivido paralela a mi infancia ¿y con los ojos fríos pasaba junto a ella? Olvidé que hay alzadas mil perpendiculares de su nombre y mi nombre a todas las estrellas. Ahora, ya advertido su abolengo infantil, me persigue el recuerdo con sencillo reclamo. Por eso la contemplo con amor, prevenida. Como si ya mis ojos la buscaran en vano.
La víspera
Ya preguntaba por el mundo mío, por la calle sin voz, por el pausado retorno de la noche en el rocío y por el aldabón desmemoriado. Sorprendían los pájaros del frío la soledad del parque ensimismado y regresaba el nombre del estío puntual como la sangre a mi costado. ¡Oh voluntad de estrella en la bujía! ¡Oh cortejo de llantos vegetales que en el perfil del viento renacía, cuando al temblar la savia en su retoño, bajo un aire aturdido de panales amaneció la infancia del otoño!
La casa
Allá estarán las cosas todavía, a punto de no ser, contradiciéndose. En el hastío de las escaleras y en la resignación de las paredes aun seguirá creciendo aquella sombra con su sed de presagios inminentes. Aquella sombra, ay, aquella sombra fría como la sal y como el verde. Su perfume inquietante, su leyenda de confidencias y de pareceres caía en el ramaje de mis hombros con la perseverancia de la nieve. Yo nunca tuve edad. Por eso entonces crecí en la medida de mi muerte ante la certidumbre del dolor y la presencia de lo inexistente y esa frialdad de las antiguas voces sólo atentas a sus atardeceres. Dejadme que imagine: allí quedaron los guantes amarillos del jinete, el crucifijo, las lamentaciones, la ácida vigilia de la fiebre. (Consternación que pudo perpetuarse en el mundo asombrado de mi frente). Yo sé que quise huir de los espejos deshabitados insistentemente, de la cal angustiosa, de la fecha, de la persecución de los caireles, de sombras que llovían por los muros lentas como la miel, y amargamente. Es verdad que nací para estar triste junto a cualquier ventana, cuando llueve. Pero eso sí: guardadme mi silencio, aquel tan habituado a mis papeles, desordenado como las estrellas, amigo de mi voz, sencillamente. No me llevéis a las habitaciones donde sollozan coloridos seres, en donde no podría habitar nunca el aire que respiran los juguetes. Porque no quiero ver anochecida mi propensión a los amaneceres.
MARÍA ELENA WALSH (Ramos Mejía, Argentina, 1930 – Buenos Aires, 2011). Poeta, novelista, cantante, compositora, guionista de teatro, cine y televisión, es una figura esencial de la cultura argentina. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. A los quince años comenzó a publicar sus primeros poemas en distintos medios, y en 1947, apareció su primer libro: Otoño imperdonable. En 1952 viajó a Europa donde integró el dúo Leda y María, con la folclorista Leda Valladares, grabando discos en París. Desde 1960, ya en la Argentina, escribió programas de televisión para chicos y para grandes, y realizó el largometraje Juguemos en el mundo, dirigido por María Herminia Avellaneda. Asimismo, escribió guiones para cine y su música fue incorporada a filmes de trascendencia. En 1962 estrenó Canciones para Mirar en el teatro San Martín, con tan buena recepción que, al año siguiente, puso en escena Doña Disparate y Bambuco, con idéntica respuesta. Esas obras se publicaron como libros en 2008. A partir de 1960 nacieron muchos de sus libros para chicos: Tutú Marambá (1960), Zoo Loco (1964), El Reino del Revés (1965), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Versos tradicionales para cebollitas (1967). Su producción infantil abarca, además, El diablo inglés (1974), Chaucha y Palito (1975), Pocopán (1977), La nube traicionera (1989), Manuelita ¿dónde vas? (1997), Canciones para Mirar (2000), Hotel Pioho’s Palace (2002) y ¡Cuánto cuento! (2004).