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Pancho Ruiz y El Cadejo: Derruir las murallas (in)visibles | Entrevista


Mi primer encuentro con Casa Cultural el Cadejo ocurrió en diciembre de 2019. Pancho, Marco Valerio y el equipo me abrieron las puertas, y una noche sabatina, que discurrió entre sorbos de vino, confesiones y lecturas, presenté El sendero del árbol enjaulado, mi primer libro. Conocí la biblioteca, la galería de arte y el corazón cálido y afable de sus miembros. La tertulia, llena de anécdotas y charlas de vida, se extendió hasta la medianoche; y aunque tuve que marcharme al rayar el alba, la casa se quedó conmigo. Siempre he sabido que un edificio no existe sin la gente que lo habita. Hoy tengo el gusto de charlar con Pancho Ruiz.



Mi nombre es Pancho Ruiz, nací en 1977. Soy profesor de Historia y Ciencias Sociales, lector, me apasiona el arte, me gusta la buena música; creo que nuestros gobiernos no invierten en educación y arte porque no les conviene: es más fácil explotar a un pueblo ignorante. Soy rebelde, algo marxista, y amo la poesía.


Fernando Vérkell: Pancho, gracias por tomarte el tiempo de responder estas preguntas. ¿Cómo y cuándo nació el proyecto de la Casa cultural?

Pancho Ruiz: Bien, hace un par de años, me di cuenta de que en Amatitlán no existían espacios incluyentes y democráticos para la expresión artística y la difusión cultural. Había algunos focos pero, no eran otra cosa que círculos muy cerrados, donde solo la élite local podía participar. Entonces busqué la manera de encontrar una casa para rentar y la idea era, transformarla en un lugar donde se le diera la oportunidad a l@s artistas jóvenes principalmente. Un lugar en donde se valorara la obra artística de la persona, fin fijarse en su posición social, la experiencia, el apellido y otro montón de cosas por las que mucha gente de arte es marginada. La casa se fundó el 30 de noviembre del 2018, y hemos tenido experiencias maravillosas que van desde la presentación de libros (poemarios principalmente), pasando por exposiciones de arte, mercados artesanales, conciertos, talleres diversos, hasta actividades de cuentacuentos. Desde el principio, le compartí mi idea a mi pareja Cristy Chávez y fue ella, con quien iniciamos este proyecto cultural que muy pronto cumple dos añotes!!!

FV: Luchar contra el círculo, me parece, es una manera de atraer a quienes importan más: aquellos que aman el arte, pero aún no lo saben. En tu opinión, ¿cuál ha sido el mayor obstáculo que han encontrado durante estos años? ¿Ha sido de índole burocrático, económico, social?

PR: Siempre creímos que nuestro mayor reto iba a ser lo económico, no obstante, descubrimos que la comunidad es muy solidaria, siempre hay quien se acerque a donar plata, implementos de limpieza, muebles, libros y comida!!! Creo que la mayor dificultad ha venido de la indiferencia frente al arte. Hemos presentado libros maravillosos, hemos recibido amig@s escritor@s en la casa, hemos albergado a músicos y pintores de extraordinaria calidad, y la cantidad de personas que viene es mínima. Creo que la gente se ha creído el cuento que desde las élites de este país se ha difundido, y que trata de meternos en la cabeza que el arte, la lectura y la música, no son para los pobres, que solo pueden ser disfrutadas por la gente pudiente e »importante». Nosotros nos hemos fijado la meta de cambiar esta mentalidad.

FV: 2020 ha sido un año para reinventase, como se dice, y esto también aplica al arte y su difusión. Más allá de lo evidente, es decir, más allá del confinamiento y las precariedades económicas, ¿cuál es el reto más importante para el área cultural en 2021?

PR: Yo creo que el mismo que se tenía antes de la pandemia, solo que, ahora la tenemos más complicada. Debemos enseñarle y demostrarle a la gente, que se puede vivir del arte; que no se puede vivir plenamente sin el arte; que existen otras formas de vida, alejadas de la búsqueda incansable de la riqueza material; que el apoyo mutuo y la vida en comunidad solidaria puede cambiar y mejorar nuestras existencias; que los libros son maravillosos y que solo un pueblo lector podrá alcanzar una verdadera independencia. Esos han sido y serán los retos que habremos de enfrentar.

FV: Hablemos de la querida Casa. ¿Cuál es el itinerario de un día en el Cadejo? ¿Podes contarnos sobre los alimentos que se entregan?

PR: Generalmente abrimos a las 9:30 de la mañana, salvo los martes y los jueves que entregamos desayunos. Siempre hay mucho qué hacer. Nos encargamos de limpiar y desinfectar, dedicamos el día a clasificar los libros que nos regalan, muchos de esos textos deben ser restaurados antes de formar parte de nuestra biblioteca permanente o ponerlos a la venta. Nuestro jardín también nos requiere tiempo, nos encantan los cactus y las suculentas. De igual manera, debemos recibir y clasificar los alimentos que la comunidad nos dona para la preparación de los desayunos. En un día normal, es infaltable la lectura. Recibimos también a muchos amigos que nos visitan buscando algún texto, una buena charla o un café entre compas. El asunto de los desayunos nació hace 4 meses, en medio de la pandemia; vimos lo que estaba haciendo Rayuela en la zona 1 y decidimos que acá en Amatitlán también había mucha necesidad. Así que los primeros desayunos fueron financiados con recursos de la casa, sin embargo, a partir de allí, la comunidad se ha volcado en nuestro apoyo y la cosa ahora se mueve sola. Solo le invertimos el tiempo y el trabajo pero, eso lo hacemos con mucha alegría y amor.

FV: ¿Cómo podemos contribuir con la Casa? ¿Hay un teléfono, alguna cuenta bancaria o una manera de apoyar?

PR: Quien quiera apoyar los puede hacer de tres maneras. Primera, nos puede donar su tiempo, y nos ayuda a preparar y entregar los desayunos. La segunda forma, es regalándonos sus alimentos, siempre necesitamos azúcar, atoles, canela, arroz, mayonesa, pollo, huevos, servilletas, vasos descartables y productos para limpieza. Y la tercera forma de ayudarnos es donándonos de su plata, para ello habilitamos la cuenta 3164045996, monetaria de Banrural, a nombre de Francisco Ruiz.

FV: Mi agradecimiento es oceánico, Pancho.

PR: Gracias, Fernando por visibilizar el trabajo que hacemos. Quiero mencionar al equipo, sin ellos esto simplemente no sería. Ellos son Alba Chacón, Arely Ruiz, Cristy Chávez, Marco Valerio Reyes, Rosita Peinado, Olguita Paz, Oto Canté, Ely Soto y Sandra Salvador.



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María Elena Walsh | Poemas


Este es el libro con el que María Elena Walsh se dio a conocer como poeta. Lo publicó en 1947, en una edición que pagó ella misma, cuando tenía 17 años. Recoge una selección de los poemas que venía escribiendo desde apenas entrada en la adolescencia. Llama enseguida la atención la temprana madurez de esta escritora, la destreza a un tiempo conceptual y musical con que maneja las palabras. También se advierte aquí el germen de su imaginería personal, cosechada en el paisaje suburbano, que desbordaría posteriormente en sus poemas y canciones, también en las dedicadas a un público infantil. Y esa difícil sencillez en el armado de las frases, esa fluidez sólo aparentemente natural en la expresión. Otoño imperdonable, cuyo título es en sí mismo todo un hallazgo, atrajo de inmediato la atención de poetas consagrados como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez, y le abrió las puertas de los suplementos y las revistas literarias de la época.


Escribí Otoño Imperdonable entre los 14 y los 17 años. Esto no es disculpa ni jactancia: es una dedicatoria. Si veinte años después algunos adolescentes sienten alguna complicidad con este libro, la reedición está justificada.

Nota a la tercera edición, 1967

La sombra

Todo persiste en su razón primera
—frágil andanza, precio del encanto—:
La araña en su ritual devanadera
y el pájaro en la forma de su canto.
Yo también nombraría, si pudiera,
esa versión alegre del quebranto,
pero cautivo de mi cabecera
está el silencio que me duele tanto.
Está mi esencia, sueño amortajado,
por equivocaciones y cadenas,
por floraciones muertas en retoño.
Y el mar de pensativo acantilado
que enfría en el tumulto de mis venas
sus peces importados del otoño.


El lugar

Un día —no sé cómo— me di cuenta que amaba
este cielo encauzado en dosel de follaje,
que amaba este silencio iluminado en trinos,
este paisaje triste que casi no es paisaje.
Por aquí pasé un día con el primer asombro,
con el ardiente asombro de saber ya pensar.
Y, vírgenes los labios de palabras lejanas,
hablaba con los árboles mi voz elemental.
Esta calle ha vivido paralela a mi infancia
¿y con los ojos fríos pasaba junto a ella?
Olvidé que hay alzadas mil perpendiculares
de su nombre y mi nombre a todas las estrellas.
Ahora, ya advertido su abolengo infantil,
me persigue el recuerdo con sencillo reclamo.
Por eso la contemplo con amor, prevenida.
Como si ya mis ojos la buscaran en vano.


La víspera

Ya preguntaba por el mundo mío,
por la calle sin voz, por el pausado
retorno de la noche en el rocío
y por el aldabón desmemoriado.
Sorprendían los pájaros del frío
la soledad del parque ensimismado
y regresaba el nombre del estío
puntual como la sangre a mi costado.
¡Oh voluntad de estrella en la bujía!
¡Oh cortejo de llantos vegetales
que en el perfil del viento renacía,
cuando al temblar la savia en su retoño,
bajo un aire aturdido de panales
amaneció la infancia del otoño!


La casa

Allá estarán las cosas todavía,
a punto de no ser, contradiciéndose.
En el hastío de las escaleras
y en la resignación de las paredes
aun seguirá creciendo aquella sombra
con su sed de presagios inminentes.
Aquella sombra, ay, aquella sombra
fría como la sal y como el verde.
Su perfume inquietante, su leyenda
de confidencias y de pareceres
caía en el ramaje de mis hombros
con la perseverancia de la nieve.
Yo nunca tuve edad. Por eso entonces
crecí en la medida de mi muerte
ante la certidumbre del dolor
y la presencia de lo inexistente
y esa frialdad de las antiguas voces
sólo atentas a sus atardeceres.
Dejadme que imagine: allí quedaron
los guantes amarillos del jinete,
el crucifijo, las lamentaciones,
la ácida vigilia de la fiebre.
(Consternación que pudo perpetuarse
en el mundo asombrado de mi frente).
Yo sé que quise huir de los espejos
deshabitados insistentemente,
de la cal angustiosa, de la fecha,
de la persecución de los caireles,
de sombras que llovían por los muros
lentas como la miel, y amargamente.
Es verdad que nací para estar triste
junto a cualquier ventana, cuando llueve.
Pero eso sí: guardadme mi silencio,
aquel tan habituado a mis papeles,
desordenado como las estrellas,
amigo de mi voz, sencillamente.
No me llevéis a las habitaciones
donde sollozan coloridos seres,
en donde no podría habitar nunca
el aire que respiran los juguetes.
Porque no quiero ver anochecida
mi propensión a los amaneceres.


MARÍA ELENA WALSH (Ramos Mejía, Argentina, 1930 – Buenos Aires, 2011). Poeta, novelista, cantante, compositora, guionista de teatro, cine y televisión, es una figura esencial de la cultura argentina. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. A los quince años comenzó a publicar sus primeros poemas en distintos medios, y en 1947, apareció su primer libro: Otoño imperdonable. En 1952 viajó a Europa donde integró el dúo Leda y María, con la folclorista Leda Valladares, grabando discos en París. Desde 1960, ya en la Argentina, escribió programas de televisión para chicos y para grandes, y realizó el largometraje Juguemos en el mundo, dirigido por María Herminia Avellaneda. Asimismo, escribió guiones para cine y su música fue incorporada a filmes de trascendencia. En 1962 estrenó Canciones para Mirar en el teatro San Martín, con tan buena recepción que, al año siguiente, puso en escena Doña Disparate y Bambuco, con idéntica respuesta. Esas obras se publicaron como libros en 2008. A partir de 1960 nacieron muchos de sus libros para chicos: Tutú Marambá (1960), Zoo Loco (1964), El Reino del Revés (1965), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Versos tradicionales para cebollitas (1967). Su producción infantil abarca, además, El diablo inglés (1974), Chaucha y Palito (1975), Pocopán (1977), La nube traicionera (1989), Manuelita ¿dónde vas? (1997), Canciones para Mirar (2000), Hotel Pioho’s Palace (2002) y ¡Cuánto cuento! (2004).

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La ciudad interior: 20 poetas estadounidenses | Edición de Fernando Vérkell


<p class="has-drop-cap has-medium-font-size" value="<amp-fit-text layout="fixed-height" min-font-size="6" max-font-size="72" height="80"><em>America </em>no es un país, sino una enciclopedia de colonización y barbarie. Fue fundada sobre desiertos, bosques ya desaparecidos y cementerios originarios. Los colonos arrancaron de tajo la tradición ancestral y acabaron con los nativos y los bisontes, porque todo conquistador es por definición un asesino. Los <em>Founding Fathers</em> no eran altruistas patriotas: su necesidad de independencia y organización no brotó del corazón, sino del bolsillo, y con astucia crearon una identidad nacional glorificándola a fuerza de mitos instantáneos y hombres falsamente representativos.America no es un país, sino una enciclopedia de colonización y barbarie. Fue fundada sobre desiertos, bosques ya desaparecidos y cementerios originarios. Los colonos arrancaron de tajo la tradición ancestral y acabaron con los nativos y los bisontes, porque todo conquistador es por definición un asesino. Los Founding Fathers no eran altruistas patriotas: su necesidad de independencia y organización no brotó del corazón, sino del bolsillo, y con astucia crearon una identidad nacional glorificándola a fuerza de mitos instantáneos y hombres falsamente representativos.

Por fortuna también hay magia dentro del despilfarro: aunque los habitantes de las 13 colonias pronto se afincaron en una tierra que no era suya y la destruyeron, simultáneamente su humanidad brotó, y con ella el arte. La poesía estadounidense va desde el piadoso The Bay Psalm Book, datado en 1640, hasta el poeta desconocido que guarda sus versos en la nube. Miles de poetas y millones de versos entre ambas fronteras demuestran que la belleza brota igualmente desde la miseria de las máquinas y los imperios.

Como casi todas las poéticas modernas, la estadounidense oscila entre la excavación doliente del yo y el reconocimiento brumoso de la problemática social. Estos términos, aunque secuestrados por agendas y colectivos, han recorrido un sendero inmemorial y pertenecen a quien los limpia de nociones instantáneas.  En ocasiones, es cierto, el péndulo poético suele detenerse justo antes de cortar de tajo la delgada línea entre introspección y denuncia, pero el poeta verdadero es honesto y canta lo que ve y lo que quisiera ver; es un bardo de tres caras y cuatro dimensiones.

Esta selección no es un panfleto, no obstante, sino una muestra poética, una breve cartografía de un territorio inexplorado y tantas veces releído. No son poemas cronológicos ni están ordenados por temáticas. Simplemente son una muestra de mis predilecciones poéticas y de autores que he ido descubriendo en mis vagabundeos bibliográficos. Mi intención es que el lector busque la obra original de estos autores, la compre y los disfrute tanto como lo he hecho yo.

Al traducirlos, no he olvidado que vienen de una lengua noble: un lenguaje de espadas, mares y corsarios; por eso, para proveer al lector de una referencia en el idioma original, decidí que los títulos permanecieran en inglés.

Leer poetas estadounidenses es otra manera de honrar una lengua que arde hoy junto a sus bosques, sus tuits y sus catástrofes, pero que nutrió de verbos y adjetivos a poetas de la talla de Poe, Emerson, Longfellow, Dickinson, Frost, Eliot, Berryman, Merwin y tantos otros amigos antologados aquí.


Contenido
 
Anne Bradstreet | Contemplations [fragmento]
William Carlos Williams | Danse Russe
Bill Holm  | Advice
Vachel Lindsay | Rain
Thomas Wolfe | For, Brother, What are We?
Etheridge Knight | The Bones of My Father [fragmento]
Sharon Olds | The Guild
Stanley Kunitz | The Portrait
Edna St. Vincent Millay | Soneto XXX
Gwendolyn Brooks | La vida de mi hijo es simple
Langston Hughes | El Negro habla sobre los ríos
David Budbill |  What I Heard at the Discount Department Store
W. S. Merwin | Yesterday
Paréntesis: 3 epígrafes sobre poesía
Gerhart Haupmtann
Samuel Johnson
William Holdsworth
Charles Olson | These Days
Gary Snyder | Why Log Truck Drivers Rise Earlier Than Students of Zen
Charles Bukowski | The Secret
Jo Carson | I am Asking You to Come Back Home
Robert Frost | Fire and Ice
Katha Pollitt | Onions
Felix Pollak | The Dream
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Truman Capote: Una luz en la ventana


Truman Streckfus Persons (Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924-Los Ángeles, 25 de agosto de 1984), más conocido como Truman Capote, fue un literato y periodista estadounidense, autor conocido principalmente por su novela Breakfast at Tiffany’s y su novela-documento In Cold Blood (1966). Este relato pertenece al libro Música para camaleones (1980).


Una vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco tremendos.

No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lo mucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.

Pero no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.

Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:

—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.

—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.

Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.

Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.

Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:

—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.

Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.

—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?

Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:

—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos…

Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.

Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:

—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.

Me acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, nacerle entrar y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.

A la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con azúcar y leche condensada, pero me encontraba hambriento y me supo a gloria. La cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la habitación.

Ella estaba con su cháchara:

—Adoro los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno. Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?

—Sí, una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme otro.

—Entonces, quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo. En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía soportar el hecho de perderlos. Completamente. -Se rió y añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca. Un poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: una lámpara en una ventana.


Extraído de Música para camaleones (Anagrama). Puede comprar el libro aquí.