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Ensayo Opinión Verbologías del equilibrista

Notas sobre tecnociencia y reconfiguración económico-política

I

Hay acaso una forma destacada en que la tecnociencia contemporánea es una de las bases productivas para soportar las crisis cíclicas del mundo económico. En los términos de uno de los debates clásicos en la teoría económica de raigambre marxiana, la tecnociencia ha venido a representar una posibilidad de recuperación del capitalismo ante la caída tendencial de la tasa de ganancia histórica, y ello por medio de un reajuste sistémico de la producción social de valor económico mediante la mercantilización en escalas técnicas y bióticas impensadas. 

En este sentido, es útil recordar que la economía se ocupa, entre otras magnitudes sociales, de la comprensión de las crisis sistémicas: es una interpretación acerca de la capacidad de adaptación sistémica traducida en capacidad de valorización al interior de un sistema de sistemas cuya dinámica son ciclos tras ciclos de procesos críticos de destrucción creativa (innovación en sentido schumpeteriano) y valga la redundancia, destrucciones destructivas. En el estado actual de los procesos de valorización económica ligados a la tecnociencia, ella funciona como motor de ampliación significativa de los procesos de valorización económica en sostenidos contextos de crisis; es una vía de amplificación, una capacidad, de concretar valores de cambio científico-tecnológicos y asignarles un rol en el mercado, ya sea como 1) cinturón de fuerza que permita retener para el capital el privilegio de producción de valor, ya sea para 2) amplificar y renovar dicha producción, que es, en verdad, un entero socio-metabolismo. Como podrá suponerse, la dinámica en que se da este proceso es en verdad bastante incierta. A decir de Claudio Katz (2001),

La dinámica súper competitiva que prevalece en el “high tech” y la batalla por capturar una renta tecnológica, permanentemente amenazada por la caída de los precios retrata un cuadro de revolución tecnológica, pero en condiciones muy inciertas. Cuando se trabaja con un margen de beneficio tan amenazado por la competencia deflacionaria, sólo la sustancial ampliación del mercado permite seguir valorizando el capital (ibid.).

De esta forma, la tecnociencia funciona como una contratendencia explosiva de carácter histórico e incierto que definiría una nueva época de destrucción creativa schumpeteriana en la producción social. Se trataría, en tal caso, de una contratendencia crítica y característica del presente, en que los procesos de apropiación/expropiación de la riqueza pública y social existente —esto es, la conversión en mercancías de los recursos naturales, estratégicos, genéticos y culturales—, enmarcan continuamente la crisis sistémica por la que atraviesa el sistema-mundo en las décadas de desarrollo del capitalismo avanzado, pero sin llegar a definir una nueva era dorada en la producción capitalista o un boom sostenido hacia la superación de la lógica de escasez que el propio sistema impulsa para autolegitimarse.

II

La economía-política, subsume (no solo en el terreno de los fenómenos superficiales, como el intercambio y producción de mercancías en el mercado) a los procesos de producción científico-técnica que, por su parte, no hacen más que ampliar su horizonte de visibilidad y acción para la producción de valor. Se trata de una doble determinación del capitalismo contemporáneo: la tecnociencia es un inédito rostro del capitalismo avanzado y la economía-política es el espacio relativamente vacío que resignifica a la “innovación” (con sus ciclos de auge y crisis recesivas) por medio, ahora, de la “revolución tecnocientífica”. 

En palabras de Claudio Katz, en referencia al componente informático de la tecnociencia, lo realmente novedoso en la transformación tecnocientífica, «no es la gravitación de la información en la economía, sino el desarrollo de una tecnología para sistematizar, integrar y organizar el uso económico de la información» (Katz, 1998ª: 1). Si la tecnología es el proceso de la aplicación del conocimiento científico a la producción social, hay que tener en claro que las normas que regulan dicho proceso son las propias del capitalismo. 

Para este autor, el «cambio tecnológico» lo es precisamente en el nivel de una reorganización de las fuerzas productivas del capital. Pero se trata de una reorganización (por subsunción) de la tecnología revolucionada al sociometabolismo del capitalismo contemporáneo, y sus productos se someten a los ritmos que el mercado de las innovaciones impone. Sin poder escapar al ritmo vertiginoso de la acumulación con todas sus consecuencias sociales, termina por integrarse a la continuidad de los ciclos de crisis y auge que hacen parte de la historia del capitalismo en cuanto modalidad de realización de la civilización moderna. En este caso, la producción tecnocientífica no representa el horizonte de superación de los ciclos de crisis recurrentes en la historia de la modernidad capitalista, sino un reajuste a nivel productivo definido por procesos de innovación cuya tendencia en términos de ganancia global histórica está aún por definirse. De aquí que toda formulación de un telos poshistórico tecnológico, posindustrial o tecnocientífico, no haga más que estatuir un mito ideológico y una ilusión de superación de lo que es realmente constitutivo de la modernidad capitalista. 

III

A la celebración de las bondades de la sociedad informatizada y tecnocientífica, con su evangelio sobre las ventajas liberadoras de las mercancías simbólicas y de las nuevas tecnologías (compartida por autores tan disímiles como Castells, Hardt, Lash o Toffler) se opone precisamente el hecho de que tal sociedad de la información y el conocimiento es, a la vez, una concepción del mundo surgida en un contexto de crisis de reposicionamiento que busca diseñar maneras (tecnocientíficas) de renovar los ciclos de producción, distribución, circulación y consumo del capitalismo. Y tal rediseño, como bien anota Javier Echeverría (2003), corre a cargo de diversos agentes: gobierno, corporaciones, universidades, etc., de tal manera que hay una participación pública y privada, por así decirlo, en la producción tecnocientífica en un contexto de crisis.

La cercanía entre crisis, gobierno, tecnología y capital es bien abordada El mundo tras la era del petróleo (1985), donde Bruce Nussbaum ya situaba a la OPEP como precursora de la crisis de la era pos-petróleo y, a la vez, casi accidentalmente, detonadora de la revolución tecnológica que sobrevino; de tal manera que, para él, la racionalidad gubernamental (neoconservadora), la crisis norteamericana, la tecnociencia, así como la informatización que la acompañaba, iban de la mano. No es, entonces, como parecen pensar no sin ingenuidad Castells o Michael Hardt, que la revolución tecnocientífica e informática que son parte de la producción actual, supongan el paso hacia una sociedad distinta que supera los viejos métodos de apropiación/explotación capitalista por medio del uso comunitario de bienes simbólicos: el “capital intelectual” de que habla Javier Echeverría. Ante lo que estamos es una redefinición del mundo social moderno/capitalista por medio de su subsunción en una reestructuración productiva. Gonzalo Zavala Alardín, incluso diría que es una retórica progresista (la tecnocientífica y de la sociedad de la información) que esconde viejas nostalgias conservadoras cargadas de ideología (1990).

Viendo críticamente tal celebración de las virtudes que podríamos llamar tecnocientíficas y en el entendido no determinista, pero sí precautorio, de que la tecnología no se determina a sí misma, no configura un mundo nuevo de manera asocial y autonomizada respecto a los procesos históricos, sino que ella es determinada por el proceso social de la acumulación, podemos entender cómo se somete a las reglas de la competencia y el beneficio para lograr “innovar”, de tal manera que no hay algo como un imperativo tecnológico (Katz, 1998b: passim). Hay determinaciones de carácter histórico-social y económico-políticas en el mundo tecnológico. No es la tecnociencia (juzgada como promesa de conciencia planetaria e indicio cuasi teológico irrefrenable de la misma) la que determina al mundo, sino que ella es determinada por la suma de las relaciones productivas que lo integran. 

Conformándose como complejo de complejos conceptual, la tecnociencia, es parte (subsumida) y producto de una totalidad que transforma la naturaleza de los objetos que la conforman (ciencia y tecnología) en mercancía. De ahí que la naturaleza de la acción tecnocientífica cambie profundamente las naturalezas anteriores de la acción científica y de la acción tecnológica. Por eso, con tino, Javier Echeverría, sostiene que “la revolución tecnocientífica crea una nueva modalidad de capitalismo, el tecnocapitalismo, muy diferente del capitalismo industrial” (Porta, 2016). 

Hasta aquí y juzgada de esta manera, como hipotética contratendencia a la caída de la tasa de ganancia histórica, la tecnociencia permitiría la expansión de los límites de crecimiento del capital, puesto que no incide meramente dentro del “mercado” como realidad fija históricamente constituida y terminada (locus del intercambio de bienes de consumo fenoménicamente trazables e insuperables), sino que, tendencialmente, incide en las ramificaciones todas de la entera vida socio-biótica, que devienen potencialmente mercancías presentes y futuras en niveles moleculares. Sin embargo, es preciso indicar que el curso de dicha contratendencia tecnocientífica no es claro aún. No parece todavía posible señalar que la tecnociencia representa una revolución a nivel de la recuperación en la tasa de ganancia global para el capital, deviniendo en una contratendencia definitiva a su tendencial caída en el marco de los ciclos de auge y crisis históricos. Para economistas y tecnólogos no está claro todavía que el proceso de reorganización y crisis del capital en que se inserta la tecnociencia pueda derivar en crecimiento económico en el largo plazo (Katz, 2001). 

IV

Para la teoría económica neoclásica, que es la que mayor influencia tiene en el campo de las acciones económico-políticas, la revolución tecnocientífica vendría a ser un proceso “innovador” de maximización (su posibilidad, ante todo) de la producción bajo condiciones de escasez. En este sentido, dicha teoría económica presenta el cambio tecnológico que viene de la mano de la informatización, le tecnogenética y las biotecnologías, etc., bajo los estrictos términos de una reactualización tecnificada para contrarrestar la escasez por el camino de una artificialidad expansora de los mercados, aplicados a metabolizar otras dimensiones de “lo vivo”, o si se quiere, de la Naturaleza. Se impone una definición de lo Natural tecnocientífico en contra de toda la dispersión que el pluralismo y relativismo culturales puedan apreciar como característica fundamental del sistema global viviente. Por ello Sunder Rajan (2006, passim), crítico de tales posiciones neoclásicas, piensa al gen como una unidad que, apropiada por las corporaciones capitalistas, resignifica ampliamente, por el camino de la innovación, la relación entre inputs y outputs económicos al ensanchar el campo del conocimiento tecnológico; el capital tendría una función parasitaria pues busca agentes de hospedaje a los que “cobra” a nivel material, simbólico, discursivo, etc. Los nombres de la subsunción pueden multiplicarse analíticamente hasta donde nuestra imaginación lo permita. Sin embargo, es posible afirmar que el objeto tecnocientífico así producido por la teorización neoclásica es fundamentalmente conceptuado en una ausencia de movimiento: el objeto tecnocientífico es estático. No podría lidiar con la tecnociencia como dinámica sometida a las tendencias históricas y sus combinaciones inter-temporales. 

V

En el entendido de que la economía de corte capitalista es 1) una economía monetarizada de producción (y no una de intercambio), es decir, un modelo con supremacía de la actividad de producción/acumulación sobre la de intercambio/realización, y en donde 2) el motor de la actividad de producción es la inversión (acumulación privada de capital), aunada a decisiones de orden empresarial con capacidad de modificar con dinamismo el avance tecnológico y el uso combinado de factores productivos, es que se sostiene la ya referida relación de subsunción de la tecnología y la ciencia por el capital (Fugamalli, 2010: 27). Incluso revisando las tesis de Javier Echeverría (2003), que, aunque no profundiza en el contenido de la relación capital-inversión, sí hace mención de ella, es posible sostener que, en la tecnociencia, la inversión representa la manifestación del poder del capital. Tanto ha crecido tal poderío que, para comienzos del 2000, este autor ya notaba que si en “1968, la industria norteamericana sólo invertía en I+D la mitad que el Gobierno Federal [en] 1980, pasó a invertir más, tendencia que ha proseguido en las últimas décadas del siglo XX, hasta llegar al 70% de inversión privada en la actualidad” (2003: 19). 

Si acordamos que de la inversión dependen los éxitos del proceso de acumulación de capital, entonces es posible pensar que ella es una forma de poder en la tecnociencia (biopoder diría Sunder Rajan). Y lo es justo porque de ella dependen las modalidades/formas de la tecnociencia contemporánea. La inversión capitalista otorga por un lado 1) poder sobre los productos (mercancías) tecnocientíficas, ofertando la posibilidad de decidir cómo han de producirse (pero también su precio y cantidad) y 2) poder y, por ende, control, directo o indirecto (según las peculiaridades de la mercancía tecnocientífica concreta) sobre el trabajo tecnocientífico (y diría Foucault, sobre el cuerpo y la mente de los individuos), esto es, sobre las actividades propiamente tecnocientíficas. 

Lo anterior se liga con la noción de acción tecnocientífica de Javier Echeverría (2003), de evidente contenido económico y político, y sus condicionamientos, que no pueden ser establecidos en meros términos de un conflicto de valores donde lo económico (y con él, lo político) es tan solo un elemento más, pues, como lo sostenemos, tiende a subsumir y articular la totalidad tecnocientífica. 

Referencias: 

  • ECHEVERRÍA, Javier. La revolución tecnocientífica, México: FCE, 2003. 
  • FUGAMALLI, Andrea. Bioeconomía y capitalismo cognitivo, hacia un nuevo paradigma de acumulación, Madrid: Traficantes de sueños, 2010. 
  • KATZ, Claudio. “Crisis y revolución tecnológica de fin de siglo”, Realidad Económica, núm. 154, febrero, 1998a, pp. 34-49.
  • KATZ, Claudio. “Determinismo tecnológico y determinismo histórico-social”, Redes, vol. V, núm. 11, junio, 1998b, pp. 37-52.
  • KATZ, Claudio. “Mito y realidad de la revolución informática”, 2001, consultado en línea en: http://lahaine.org/katz/b2-img/Mito%20y%20Realidad%20de%20la%20Revoluci%C3%B3n.pdf 
  • NUSSBAUM, Bruce. El mundo tras la era del petróleo. México: Editorial Planeta, 1985. 
  • PORTA, Patricio, “Diálogos: Javier Echeverría”, Página 12, 16 de mayo de 2016, consultado en  línea en: https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-299425-2016-05-16.html
  • SUNDER RAJAN, Kaushik, Biocapital: the constitution of postgenomic life, EU: Duke University Press, 2006. 
  • ZAVALA, Alardín. La sociedad informatizada, México: Trillas, 1990.
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Notas finales sobre imaginerías ilustradas … (IV y última)

En las últimas entregas de esta columna, he intentado esbozar lo que podría llamarse una crítica al liberalismo decimonónico mexicano. Sin embargo, frente al triunfo del liberalismo de ayer y a su radicalizada y sumamente destructiva reedición en el llamado neoliberalismo de hoy, caben unas notas finales. Valgan pues las siguientes líneas como una suerte de corolario sobre los delirios liberales decimonónicos y sus aspiraciones nunca realizadas de ser abrazados por la civilización capitalista euro-norteamericana, por encima de sus grandes mayorías «bárbaras» («atrasadas» o «subdesarrolladas», se dirá después). Pienso que no es ocioso regresar a buscar los indicios del desastre presente en el siglo XIX. Al final, las obsesiones liberales, se hallan fuertemente emparentadas con las del actual y hegemónico neoliberalismo en su mismo núcleo de supuestos normativos (sean ellos ontológicos, éticos o epistémicos), regulando todos ellos generalizadas y entronizadas prácticas sociales de muy diversa dimensión organizativa y económico-política. De ahí la relevancia que cobra el estudio del liberalismo de ayer para la comprensión del presente como historia.

I

La materialidad económica, política y social de la historia de las repúblicas latinoamericanas, viene acompañada de una gran ficción que se expresa como voluntad violenta de ser lo real, y que tiene el depósito metafísico de sus fantasías en el discurso fundacional de tales repúblicas oligárquicas. Se trata de la configuración ocultadora e ideológica del hecho fundacional de la barbarie modernizadora, hecho que entonces aparece ficcionalizado y travestido en la forma de la “sociedad política” de los señores de la producción. Es en este sentido, que las repúblicas latinoamericanas emanan de un artificio ficcionalizador —aquello que Valery llamaba la edad de las ficciones—, ahí donde la violencia se disfraza, precisamente, de civilización y progreso. No hablamos aquí de las viejas «robinsonadas» de la economía política y el liberalismo clásicos —con sus «estados de naturaleza» y sus individuos solos y aislados—, sino del aparato legitimador del poder político en las sociedades moderno-capitalistas, poder que se despliega ocultándose al mismo tiempo a través del recurso a la ficción. El núcleo paranoide y delirante de los discursos producidos por las élites liberales decimonónicas se inscribe en esta urdimbre.

Por otro lado, podemos incluso afirmar, que tal estratagema legitimadora de las relaciones de dominación/explotación/conflicto —que son constitutivas de la heterogeneidad ancilar latinoamericana—, es esencial para el propio devenir de la modernidad capitalista, pues ella implica, ciertamente, una mitificación y un ocultamiento de la violencia que define su carácter y sus críticas modalidades de desarrollo, marcadas así por la desmesura productivista a costa de los más.

II

La estratagema ficcionalizadora de la violencia y la desmesura del sistema, se ha presentado bajo los nombres de progreso y civilización, generando modalidades binarias (civilización y barbarie, lógos y mythos, etc.) que funcionan como 1) expresión de ontologías totalizantes y esencialistas destinadas a preservar una clasificación social ventajosa para los poderosos y 2) naturalización de la violencia política adelantada por las élites liberales. En el seno de tal estrategia, históricamente exitosa, descansan contradicciones abismales nacida de su universalidad exclusivista y colonial. A pesar de ello, perdura el consenso a su favor a través del tiempo, y en muchos sentidos seguimos atados a sus ilusiones y a sus “ensanchamientos” epistémicos como únicas salidas racionales a los dilemas del presente. En el proceso de despliegue de tal modalidad de dominación, la política revolotea entre la fundación “elitista» —combinada con formas continuadas de «epistemicidio»—, y una monología caracterizada en el presente por una política a-política, es decir, la anti-política de la reestructuración de la totalidad social neoliberal. La continuada repetición de sus slogans conforma a una “sociedad civil” que, avanzando dentro del armazón del miedo respetuoso a la “mano invisible”, quiere ver en la auto-negación el principio de toda civilidad y de todo comportamiento y hacer racional.

III

Ciertamente, los liberales decimonónicos han querido hacerse pasar por “hombres de espíritu”. Está ahí cifrada gran parte de su debilidad y de la equivocación de sus tendencias. Embebidos por la ilusión liberal han sido incapaces de llegar a conocer su lugar en el proceso de producción. Son pues hombres hechos de la realidad en permanente crisis de la que quisieron emanar artificialmente triunfantes, pero en cuyas contradicciones no han querido ahondar más allá del discurso.

Los “hombres de espíritu” han querido elevarse por encima de la situación crítica en que se vieron envueltos invocando el alto soplo de la civilización, que es, por definición, el anhelo de ninguna parte, un discurso alucinante que alumbra con vértigo y vehemente lógica de explotación los lugares por donde pasa a ciegas. Los liberales mexicanos, sin haber hecho la carrera a ciegas, han querido elevarse por encima de sus propios pasos después de todo y, ya presa de su propio delirio, han buscado ser “hombres de espíritu”. Más la realidad de la explotación no puede ser vencida por el Espíritu —que mira desde su desmesura—, sino por aquellos que habiendo recorrido el camino se tornan ellos mismos en la geografía del mundo y sus heridas.  

No basta con corroer desde dentro del poder político al “terror” pretérito, ni tratar de exorcizarlo con estrategias surgidas de la ilusión liberal. Los liberales mexicanos no renunciaron nunca a su cuna ni a su educación privilegiada; no dejaron de abrazar las ilusiones propias del Espíritu ilustrado ni desistieron de su ciudad letrada, que aunque con miradas en el abismo de lo “popular” y sus miserias, siempre se vieron a sí mismos como la voz de una sociedad que se levanta por encima de la sociedad real y la desdeña con la mirada de quien se sabe portador de una verdad imperecedera, verdad que tarde o temprano ha de realizarse por la palabra de un moderno augur que predice la llegada del futuro destronado por los errores del pasado.  

He ahí el gigantismo del liberalismo latinoamericano y su discurso —gigantismo que inflando la palabra, trata de ocultar su debilidad, es decir, la pérdida de vigencia o la debilidad de esa palabra como lugar de la toma de decisiones y de la actuación de la voluntad política—, que hubo querido cargar con la inmensa carga del Espíritu para aniquilar al pasado y a su propia condición de anclaje al pasado colonial, que no es otra cosa que el relato de un pasado que los criollos independientes construyen para luego demolerlo —con voluntad cesarista— y darle así sentido a su propia metafísica, a su propio y recién adquirido esencialismo, moderno y antimoderno a la vez.   

Personajes como Fray Servando Teresa de Mier o Lorenzo de Zavala (no otros como el ya tratado Bustamente) pudieron ver al “hombre abstracto” del liberalismo y adivinar su limitada suerte en medio de un nacimiento (el de la nueva República) que llevaba ya la mácula de una crisis permanente. Más no pudiendo renunciar a la sombra de las faldas que aquel hombre abstracto les hubo prodigado como escudo protector, hubieron de construir su discurso de crítica al pasado colonial desde las categorías y formas de fe que aquel resguardo les ofrecía. Declararon siempre henchidos en su ilusión, añorando un futuro al que se mira desde un tiempo ausente (que es un tiempo que no llega, gobernado por el deber ser y no por el saber estar), y que tenía en Norteamérica, Inglaterra y Francia sus más contundentes demostraciones.  

Lo revolucionario no estaba ciertamente en oponer el Espíritu del liberalismo moderno y capitalista al “terror” del pasado colonial, como quisieron creerlo los liberales latinoamericanos. No se trataba de la lucha del Espíritu contra el pasado reaccionario opuesto al Progreso, sino de la lucha de los miserables, los colonizados, contra todo yugo ya no sólo colonial, sino contra la misma dinámica de la colonialidad del poder que pervive más allá de las independencias político-administrativas decimonónicas. Un intelectual, para ser revolucionario, tiene que ser traidor a su propia clase, los liberales ciertamente no lo fueron. Sólo buscaron una «mejor versión», en algunos casos purificada por el trabajo, más acabada y consciente de sí por la fuerza de su ímpetu de apropiación, que si bien es prólogo de muchas vilezas, pensaban, constituye la única vía posible para alcanzar la civilización y el natural orden de las cosas, dos metas imposibilitadas por la presencia de los errores coloniales, con todas sus pervivencias nativas, antimodernas y bárbaras.

IV

Se cierran estas notas finales con un comentario relacionado con el mencionado Lorenzo de Zavala, de quien suele decirse que fue un traidor. Tal es su lugar en el relato de la historia nacional mexicana tras haber apoyado la causa separatista de los texanos en 1835-36. Sin embargo, pienso que sigue siendo un personaje fundamenta para entender los descalabros del liberalismo mexicano en el siglo XIX, y, por lo tanto, el malogrado nacimiento de la república mexicana.

Tan sólo quisiera decir que no es claro que haya traición a una patria que no existe más que como entelequia elitista o como afirmación realmente maravillosa. Puede que su radical fe liberal, se dice, le llevara a integrarse a las filas del proyecto norteamericano, donde habían alcanzado su máxima realización (o eso creía él) el fundamentalismo de la propiedad, la civilización y el progreso; había que acelerar y dejarse llevar por esa marcha y es así como debe entenderse quizá su idea sobre la sangrienta victoria que los EU tendrían tarde o temprano sobre las «naciones incivilizadas». Puede también que haya visto no más que por su interés como propietario de extensiones importantes de territorio en Texas. Difícilmente puede argüirse, por otro lado, como se ha hecho (con sensiblería nacionalista), que fue su falta de arraigo patriotero (o del esencialismo reaccionario que supone todo nacionalismo) lo que derivó en la traición, pues no existía en aquel momento una clara noción de patria ni del consiguiente “sentimiento patriótico”. De estas tres hipótesis quizá esta última demuestre mejor la pervivencia idealista de una condición alienada propia del discurso histórico nacionalista. De alguna manera Zavala percibía lo ilusorio de la República independiente y se fue, con sus propias ilusiones, hacia un lugar que le permitiese quizá, una más cómoda realización de su utopía privada.  

Los traidores son un elemento esencial del relato nacionalista, así como los héroes. Le dan sentido a dicho relato y le permiten mantenerse en permanente respiración artificial. Las glorias cesaristas de la historia nacional, protagonizadas por héroes y traidores, están fraguadas en la victoria del liberalismo mexicano. Sabido es (pero a lo mejor no suficientemente) que los vencedores han escrito la historia de México (y de Latinoamérica). Las heroicas tragedias de los liberales, sus batallas fundantes de la promesa del progreso y la civilización en el siglo XIX (en contra de la pervivencia del fantasma colonial y la barbarie), así como las nunca terminadas empresas de la modernización, el crecimiento y el desarrollo que maman de sus supuestos travestidos, ya en el siglo XX y lo que va del XXI, forman parte de esa victoria inflada y neurótica que oculta el patrón de poder constitutivo que está en el centro del desastre latinoamericano. 

Como bien decía Bolívar Echeverría —acerca del curso de la “fatalidad” en que se va desenvolviendo nuestra historia desde la fundación de las Repúblicas independientes, ahí donde nada, en el escenario de la política, ha sido realmente real y en cambio todo ha sido realmente maravilloso—: 

La vida política que se ha escenificado [en las Repúblicas latinoamericanas] ha sido más simbólica que efectiva; casi nada de lo que se disputa en su escenario tiene consecuencias verdaderamente decisivas, o que vayan más allá de lo cosmético. Dada su condición de dependencia económica, a las Repúblicas nacionales latinoamericanas, sólo les está permitido traer al foro de su política, las disposiciones manadas del capital, una vez que éstas han sido ya filtradas e interpretadas convenientemente en los Estados donde él tiene su residencia preferida. Han sido Estados capitalistas adoptados sólo de lejos por el capital, ciudades ficticias, separadas de “la realidad”.

V

Como se dijo al iniciar estas notas finales, asomarse en la historia del siglo XIX sigue siendo uno de los caminos posibles para explicarnos el embrollo de nuestro presente sin presencia. Aún vivimos de varios de los sentidos y vicios presentes en su historia. A lo largo de estas entregas, hemos querido trazar algunas hipótesis iniciales que pueden servir para plantear preguntas problemáticas con miras a rescatar la historia que vive bajo los grandes monumentos nacionales. Certamente, no se trata de reducir el sentido de la historia a la crítica del liberalismo, la realidad es más compleja que las simples ilusiones liberales. Pero la persistencia de las mismas en la forma de su radicalización neoliberal hace pensar que dicha intromisión es necesaria y productiva, pues ella puede ayudarnos a destrabar y quizá desmontar los marcos normativos en que solemos basar nuestro “sentido común” y sus ideas de presente, pasado y futuro. En última instancia puede ayudar a “vernos” y a comprender el calado histórico de la crisis epocal que nos va tocando vivir, una en donde, más que nunca, el abandono radical de las ilusiones (neo)liberales será clave en la búsqueda de una reconfiguración renovada de la existencia social.

Nos encontramos el mes que viene.

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Alexander Ganem | Sobre imaginerías ilustradas de la nación artificial (III)

Según Jurgen Habermas, “pertenecer a la ‘nación’ hizo posible por primera vez una relación de solidaridad entre personas que previamente habían sido extraños el uno para el otro”[1]. A decir de Guillermo O’ Donnel, esta es una visión donde “las naciones son construcciones políticas e ideológicas, el resultado de historias, memorias, mitos y, al menos en algunos períodos, de esfuerzos de movilización política”; se trataría de “actos de suscripción” en relación con comunidades históricas, no naturales.[2] Siguiendo con O’ Donnel, esta visión “contrasta con versiones de nacionalismo »etnocultural” o »primordialista”, que argumentan en favor de un tipo de existencia substantiva, transhistórica, organicista y pre-política de la nación. Estas versiones han sido proclives a generar o tolerar terribles actos de violencia”[3].

En la entrega anterior,[4] se tuvo ya la oportunidad de revisar una de las visiones “primordialistas” más conocidas, precisamente aquella que sostenía el mexicano Bustamente cuando decía, en 1835, que: “La conquista, la colonia, la independencia no lo iban haciendo. México era un ente terminado desde el principio”[5]. Según Bustamente, la nación estaba a la expectativa de su realización liberal, escondida en el orden natural que esperaba por la razón para sacarla de su anonimato. Sepan o no esto los contemporáneos de Bustamente, ello es así. La Nación natural se va materializando a través del verbo ilustrado.

Bustamente sería así un mensajero del “sentir nacional” natural que se habría expresado en la independencia: la Nación gritaba por tomar el lugar que le correspondía en el natural curso de la historia. Personajes como Bustamente se exhiben a sí mismos como articuladores del deseo natural (aunque este no sea consciente todos desean a la Nación o deberían desearla) que habrá de hacerse realidad por el camino de la independencia. Si los demás aceptan o no esta cuestión es problema de niveles de racionalidad explicables en términos de razas, superioridades naturales, etc.

El pasado es inmemorial en la visión de Bustamente y de ese pasado emana la nación natural, la Nación dada desde el comienzo, una nación donde además cada uno tiene su lugar en la clasificación social favorable a los criollos (las justificaciones socio-biológicas de la dominación a favor de la Nación no tardarán en llegar con su halo cientificista).

Pasión y autosacrificio son propios de la Nación y el nacionalismo, ellos derivan de “los atributos primordiales como la lengua, la religión, el territorio y muy especialmente el parentesco”[6], ligados a la Nación esencial y vetusta. A pesar de los cambios que la forma nacional pueda sufrir, su esencia aparece intocada, es “fija e inmutable”.[7]

Está claro que Bustamente y los de su generación eligieron construir una Nación a modo, no importa por ahora si la realidad les dio bofetadas a cada paso. En sus fantasías Bustamente construyó la nación a partir de un pasado ilusorio, plagado de formas aristocráticas y jerarquías ilustradas. Inventa al pasado y selecciona a su antojo, mezcla sin mayor problema realidades y espacios/tiempos diversos en función de la utopía de su pequeña comunidad política imaginada (por ejemplo, cuando compara a los aztecas aristocráticos con su contraparte europea; de manera semejante al ejercicio comparativo que emprende Sarmiento en su Facundo cuando equipara, sin más, a los bereberes africanos con los gauchos en términos de barbarie).

En otro polo, está la idea, no muy reciente (ya la había planteado el yucateco Lorenzo de Zavala), de que la Nación viene con la Independencia (ligada, como corolario, a la modernización reformadora borbónica). Este parecer está en el fondo de las afirmaciones de Fausta Gantús y otras autoras en su revisión del constituyente del 24, visto como parte-aguas cohesionador entre los que habían sido extraños los unos para los otros[8]. Se niega (curiosamente siguiendo la idea del “terror colonial” de Zavala y otros de sus contemporáneos) que hubiesen rasgos de una “identidad nacional preexistente a los procesos independentistas”: ¿nada en el pasado colonial? Se afirma que el proceso de Independencia  tuvo su más importante logro en “la concepción de una identidad y un Estado nacional” que “fueron el resultado de una compleja construcción cultural, económica y política cuya forja inició en la última parte de la Colonia, estalló en los movimientos armados, se fundamentó en la organización parlamentaria y se consolidaría a lo largo de la primera mitad del siglo XIX”. No se trata de negar esta versión, auto-percibida por las autoras como formando parte de un cúmulo de “renovadoras perspectivas”, sino sólo de señalar el eco curioso de las afirmaciones decimonónicas de algunos miembros de la generación del 24 en el presente. La idea es que la nación se forja modernamente a pesar de todo, y en este a pesar de todo está la clave, pues se trata en verdad de un a pesar de la tradición y la barbarie coloniales, a pesar pues de los incivilizados y su anclaje en la antimodernidad.

Habría que decir que en el ejercicio de fijar orígenes y nacimientos de la Nación, la opción ha sido por la ciudad letrada, pues ellos y no otros han forjado dicha Nación. Es desde la ciudad letrada que se escriben las historias. Otros autores se inclinan por señalar la “orfandad” y el “vacío” en que queda la naciente República después de la Independencia, durante las dos o tres primeras décadas. Tal es el caso de José Ortiz Monasterio cuando dice que “las nuevas instituciones tardaron mucho en imponerse, lo mismo que las viejas en desaparecer, y el periodo 1821-1867 fue una dura, costosa y lenta transición” donde, sin embargo (y en ello difiere de los que hablan de una ruptura tajante hacia lo inédito), puede aventurarse la hipótesis de que hubieron “muchas continuidades, a pesar de que el Estado moderno alimente la idea de que antes de Hidalgo no hubo nada, como si el prócer no hubiera tenido padre ni madre ni escuelas ni lecturas todas ellas novohispanas”.

Ya es bastante conocida la historia de la continuidad de las instituciones coloniales en el México gobernado por los criollos republicanos y liberales. En la versión de Gantús, me parece encontrar el juicio de hombres como Zavala (que se ven a sí mismos como agentes del Estado moderno del que habla Monasterio) sobre un pasado culpable en el que no debe encontrarse el signo de la modernidad mexicana: ese signo arranca, como parecieran sugerir las autoras, con el proceso abierto por las Reformas borbónicas (que alguien como Enrique Semo, retomando a Gramsci, caracteriza como de pasividad y verticalidad estatal, como “modernización pasiva” o “modernización desde arriba” en la República “dependiente” de la posindependencia[9]) que se consolidaría en la primera mitad del XIX.

Bolívar Echeverría, con la discusión sobre el ethos barroco (que tendría su formación en los siglos XVI y XVII), difícilmente se atrevería a afirmar que antes de la independencia nada habría, puesto que los criollos terminaron por comportarse, “muy a pesar suyo”, de acuerdo al modelo (barroco) colonial del que renegaban y que decían detestar: el de su modernidad barroca[10].

Será en nuestra próxima entrega, que presentemos algunas conclusiones finales para estas notas sobre las imaginerías liberales y su constitutiva excesividad, siempre desbordada en una megalomanía febril.


[1] Habermas apud O’DONELL, Guillermo. “Acerca del estado en América Latina contemporánea. Diez tesis para discusión” (Texto preparado para el proyecto “La Democracia en América Latina,” propiciado por la DRALC-PNUD), disponible en línea en: http://www.centroedelstein.org.br/PDF/acercadelestado.pdf.

[2] O’DONELL, Guillermo. Op. cit.

[3] Ibid.

[4] Puede leerse aquí: https://elcamaleon.org/2021/02/28/sobre-imaginerias-ilustradas-de-la-nacion-artificial-ii/

[5] Bustamente apud RAJCHENBERG S., Enrique y HEAU-LAMBERT, Catherine. “Para una sociología histórica de los espacios periféricos de la nación en América Latina”, Antípoda, jul-dic de 2008, núm. 7, p. 177.

[6] Kepa Bilbao. “Naciones y nacionalismo: notas sobre teoría nacional”, texto disponible en línea en: http://www.kepabilbao.com/files/naciones/naciones6.html

[7] Ibid.

[8] Cfr. Gantús, Fausta; Gutiérrez Florencia y León, María del Carmen, “Debates en torno a la soberanía y la forma de gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, 1823-1824”, en La constitución de 1824, la consolidación de un pacto mínimo, México: COLMEX, 2010.

[9] SEMO, Enrique. “Los límites del neoliberalismo”, texto presentado en el foro Los grandes problemas nacionales, organizado por el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), disponible en línea en: http://www.grandesproblemas.org.mx/temas/ponencias/los-limites-del-neoliberalismo

[10] Cfr. ECHEVERRÏA, Bolívar. América Latina: 200 años de fatalidad, op. cit.

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Crápula harapienta | a propósito de kerouac.

El miércoles 21 de octubre de este esperpéntico 2020, Jack Kerouac cumple cincuenta y un años de haberse ido a la tumba por cirrosis. Vivió y murió abrazado de una botella y en sus letras dejaba ver que se aferró tanto a su ideal de vida que era una embriaguez, una borrachera, en el sentido literal de la palabra y otras acepciones. 

Hanif Kureishi en El buda de los suburbios su personaje principal tiene un diálogo con una maestra pedante quien espeta que lo peor que le puedes hacer a Kerouac es releerlo a los cuarenta años. Como si se tratara de un autor juvenil, que aquél discurso de un espíritu libre se trata de un alma adolescente. Sin duda, leerlo cincuenta y un años después de su muerte es una lectura distinta. Es una sociedad completamente mutada de lo que eran los cincuenta (cuando tuvo su apogeo como autor) o los sesenta.  

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El autor de On the road, el rey beatnik. Emblemático y una influencia para todos aquellos (me incluyo) pandrosos con un hippie reprimido, aquellos que quieren vivir en el hambre o hacer autoestop con quienes podrían ser asesinos seriales y amanecer en lugares desconocidos, pero simplemente no se atreven (nos atrevemos) a vivir “aventuras” un poco más reducidas de exotismo o espontaneidad. Aunque hoy sea más fácil ser un “pandroso” o un hipster, en aquél entonces, el estatus de un bohemio, que se la vivía embriagándose en bares de jazz, era exótico, con el sentido implícito de la palabra de que era peligroso —e ilegal—. No se trataba de un capricho adolescente. Aquella imagen que empezó a estandarizarse como “el chico malo” fue gracias a James Dean y Marlon Brando en los cincuenta, ellos a su vez fueron influenciados por la Generación Beat y su ruptura sociocultural de los primeros “hipsters” que proponían un estilo de vida desapegado de las normas sociales y un espíritu libre. Hoy ya es facilísimo encontrarse a un Brando o un Dean, aunque sea en estilo, fumando con aquél glamour de un vástago, cuya actitud es de un huérfano que no debe rendirle cuentas a aquella primera microsociedad que se funge con padre y madre. Aquellas figuras de autoridad son extintas para este nuevo arquetipo de rebeldes sin causa.    

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Kerouac se trata de un autor que vivió en el hambre y el autoestop, quien salió del establishment, del sueño norteamericano. Harapiento, desalineado, drogadicto y alcohólico (se debe hacer énfasis en que murió por borracho, tal vez, si hubiera vivido más tiempo se juntaría con Ernest Hemingway y Hunter S. Thompson en el club de los suicidas, tal vez alguna rama de psicología diría que morir por enfisema pulmonar, cirrosis o enfermedades de aquella índole es una suerte de suicidio). Sin duda una influencia clara para Chinanski (alter-ego de Bukowski). Ambos narran el cambio de trabajo bruto cada semana, pues el único valor monetario para ellos es el comprar la siguiente botella de vino. Hoy en día no creo que sea un revolucionario (regresando al diálogo de Kureishi), o no se vería como tal. Hacer aquellas travesías se convirtió en una tradición del “mochilazo” acabando la preparatoria, una forma de rito que, en realidad, ha perdido el exotismo, considerando que el epítome de la generación Beat (En la carretera) se publicó en 1957 y son datos autobiográficos de 1947 a 1950. En la postguerra norteamericana, este loco y harapiento viajó por Estados Unidos y México narrando que apenas tenía dinero para una cena. Comparándolo con un boleto estándar a Europa con una cámara telefónica para retratar todo el panorama. 

En la literatura norteamericana hay un punto de quiebre en Kerouac, claro que Henry Miller ya había sido un vagabundo por Europa y que la Generación Beat es la bastarda de la Generación Perdida. Simplemente es este afán que tenía Kerouac por emborracharse y por escribir desde esta botella simbólica. Todos eran borrachos y drogadictos (la “gran novela americana” parece tratarse de un concurso de venenos y erotismo polivalente, todo el realismo sucio pasa por esta etiqueta, Carver y Fante, dos crápulas que sin estar dentro del círculo de los Beats escriben en la misma línea que un Burroughs, Ginsberg, Holmes (John Clellon, no Sherlock) o los tardíos Kesey y Carpenter  (Don, no John). Incluso se ha comparado a Bolaño con los Beats), simplemente que Kerouac, en el sentido vitalista de la palabra <<embriagarse>> parecía ser el más intenso, quien no dejó su catolicismo y experimento con el Zen y el Dharma por una insaciable necesidad de vivir espiritualmente.    

Las temáticas de Kerouac fueron el exotismo, sexualidad (polivalente y homosexual), drogas, alcoholismo (lamento la redundancia), autoestop, largas caminatas y locura. Este último tópico es aquél que traza un quiebre, aquellos locos dejaron de estar clínicamente locos, simplemente no se adaptaban a las normas sociales que han sido disueltas. Definitivamente, releer a Kerouac a los cincuenta años de su muerte no es lo mismo. 

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André Breton | México superó el excurso del surrealismo.

<<Excursos surreales: paralogías; lúdico uso de la imaginación en escenarios sin gravedad o sucesos atemporales; paradojas; onírico éter, cuerpos flotantes y arquitectura fantasmagórica; escénica contemplación orgánica; sinsentido; tergiversación de las tópicas freudianas; amorfa personalidad en las pinturas y en la literatura; reinterpretación del absurdo existencial>>.  

Dalí  había mencionado abiertamente el disgusto hacia la competencia inintencional de sus obras con el ethos mexicano. Edward James utilizó el escénico mexicanísimo para sus castillos. En el Reino Unido nace Leonora Carrington quien más tarde se nacionalizaría mexicana. Remedios Varo es exiliada de España a México. Luis Buñuel escogió Polanco para filmar El ángel exterminador. Henri Cartier-Bresson tiene fotografías de Mariachis con cerveza corona.  En fin, el escenario mexicano parece un hogar o al menos un magnetismo para los artistas percusores del surrealismo. 

A través de los manifiestos de André Breton sobre el surrealismo y ciertas conferencias traza ciertos cánones del movimiento, sin ser per sé el canon de su manifiesto, las conferencias de México en el 38 son un documento en el que expresa su admiración por el país.  

Brinquemos al presente: al otear la realidad mexicana parece permanecer en el surrealismo, escondido detrás de la promesa “globalizante” y el capitalismo fundado en metal inoxidable: la arquitectura detrás del aforismo less is more de Van der Rohe que dictamina puros rectángulos (fálicos si se cree en Freud) minimalistas que constituyen la metrópoli futurista que soñó Fritz Lang.  En México se ven intentos de uniformarse con la globalización pero continúa siendo una arquitectura yuxtapuesta de una lógica del sinsentido: al doblar en la esquina después de un semáforo ordenando el trafico de la sobrepoblación, en una intersección del periférico se transporta —como un umbral de fantasía— a una calle empedrada y anacrónica.

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En Antología del humor negro, Breton hace alusión al autor que parece marcar pauta para el siglo XX, la figura de la figura de Kafka (redundancia intencional). El proceso y el valor de su personaje Joseph K. han sido analizados en varios tratados de crítica literaria y filosóficos, Camus lo utiliza como cierre al Mito de Sísifo: La pesadilla kaflkiana como un castigo de la piedra de Sísifo pero en un tribunal por un crimen que no se cometió. La sobre-explotación de interpretar a Kafka una y otra vez a inicios del siglo XX se debe a que hizo de manera muy simple algunos tópicos nihilistas, sociológicos, pragmáticos, éticos. En fin, englobó muchas tópicas interesantes a la filosofía, en la pesadilla que es el tribunal eterno de Joseph K.  Breton, por otra parte, utiliza la figura de Gregorio Samsa en la Metamorfosis para considerarlo como una comedia. Amanecer siendo un insecto es tomado por André Breton como humor negro. 

La resilencia cultural del mexicano muestra una cercanía a dicho excurso al convertir de la comedia un medio catártico. En la antología se encuentran diversos autores (Nietzsche y Sade, por ejemplo) que muestran que Breton entendía por humor negro una situación controversial, la ruptura de un paradigma social y el ataque a los cánones de lo estético. Algo mexicanísimo reírnos del desastre y la tragedia. Un ethos de comicidad que converge con la tragedia.

La mejor comedia es la política mexicana, usémoslo como ejemplo: no hay discurso más escueto o más falso que las campañas políticas, simplemente es esquizofrénico, todo el aparato lingüístico es un estimado o una yuxtaposición de lo irreal. El verdadero absurdo es un “líder político” que vive en una realidad alterna. Claro que es una génesis de miseria, injusticia social, feminicidios, pobreza y afines de otras desgracias, pero estamos en un parámetro cuyo discurso es encontrar al hombre-escarabajo como un elemento de comicidad. 

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El principal vínculo del surrealismo con México se trata del sinsentido: las historias callejeras, la improvisación, las soluciones caseras; ver un carrito de tamales usado como automóvil con una familia de tres hijos; los crucifijos exuberantes en los coches; el altar de muertos en el cofre de un pecero; las coloridas fachadas de edificios abandonados; intersecciones de coches cuyos semáforos y vialidad parecen haber sido diseñados con el propósito de colisionar. En fin, este es el sinsentido que hizo que Dalí se sintiera intimidado por México, aunque no hay mucho dicho sobre la antología de Humor Negro y la comedia mexicana, pues esta antología no es el texto principal de Breton.

El índice de esta recopilación consta de irruptores intelectuales cuya obra ha sido considerada como grotesca, abyecta o esperpéntica, al igual que el humor negro mexicano.                

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Neil Gaiman | Entre fantasía absurda y realismo mágico

Neil Gaiman es un autor polifacético que va desde la estructura de los cómics hasta documentar a través de un reescritura, la mitología nórdica, también es una figura que se encuentra muy vinculada al cine: han adaptado Stardust, Coraline, How to talk to girls at parties así como colaboraciones en guión: Beowulf y la adaptación al inglés de Princesa Mononoke, y cada vez aparece más en la pantalla chica, Good omens y American gods tienen ya su adaptación en Amazon Prime y, antes de la pandemia, se había anunciado una adaptación de The Sandman.

Sin haber leído toda su bibliografía creo que he leído lo suficiente para ver un tema común del autor, por una parte se encuentra su apasionante búsqueda por las mitologías del mundo, en American Gods explota esta indagación así como su spin-off, Anansi Boys. En la co-escritura con Terry Pratchett Good Omens también denota el trabajo de documentarse con la mitología popular que es la católica, cosa que también hizo en The Sandman conjeturándola con la mitología griega. 

El humor absurdo y lúdico también lo explota gracias a que tiene una vena en la literatura infantil o esta suerte de narrativa a la que se le etiqueta como juvenil. Sí, en Good Omens se nota la pluma del humor absurdo del creador de Discworld Terry Pratchett (quien parodia y satiriza el universo de Tolkien con magos incompetentes, borrachos y turistas perdidos en un mundo que no les compete); no se puede decir que Gaiman sea un autor del absurdo per sé aunque se han notado estas influencias, especialmente en su libro “infantil” Fortunately the milk, un disparate de aventuras burlándose de un papá que no regresa a su casa porque “salió a comprar leche”. 

*

Como un milenario educado por el internet, en momentos de ocio sólo se juega con el buscador de google en donde, queriendo que esta plataforma me recomiende libros, busqué <<realismo mágico>>. El buscador no me dio las respuestas que buscaba y no tenía gran certeza o simplemente no coincidía con lo que yo considero realismo mágico, no obstante, una de las recomendaciones fue El océano al final del camino. Libro que ya había leído y que, por cierto prejuicio que se tiene de acomodar los libros por autores y no necesariamente por el género, no había pensado en que este libro perteneciera junto a Baricco o Petrovic (considerando que el Realismo Mágico de la generación del Boom se cuece aparte), sin duda leí algo distinto a lo que estaba acostumbrado de Gaiman, cuya odisea comencé con American Gods.

Sin duda alguna, el cerebro de Gaiman es una explosión de mundos que logra esclarecer para poner en tinta y papel un pastiche de narrativas que puedan coexistir en el mismo cuerpo de la novela, una narrativa muy ambiciosa. 

El océano al final del camino resulta ser muy personal, cosa que, a pesar de que el autor puede llegar a asomarse entre sus páginas, aquí parece una novela nostálgica que comienza con un personaje adulto regresando a su lugar de infancia, como si el mismo Gaiman hubiese regresado a aquella granja de los Hempstock. 

Sin ir hacia la mitología y la magia con personajes poderosos, este relato contiene una sutilidad bastante bella que parece que el libro, tomando otro camino del canon de su literatura, se convierte en realismo mágico. Cuando el narrador se trata de un niño, los elementos mágicos tienen un carácter subjetivo, a diferencia de un narrador omnipresente que no está contando recuerdos.  

El protagonista, un niño de siete años, sin nombre, ya no se encuentra en el meollo de una odisea como Shadow Moon (American Gods) quien, de repente, sin mucho aviso, tiene que lidiar con un duende bastante alto, una esposa “zombie” y el mismo Odín. Este protagonista anónimo es fanático de la saga de C.S. Lewis, Narnia, así que ya no hay un protagonista inmerso en el género de fantasía, sino que lo lee, y la mitología se encuentra como un canto mitológico, las Hempstock son quienes cuentan sobre la edad de aquél recinto —y—, Lettie Hempstock, aquél amor platónico de su infancia, dice que el pozo de la granja es el océano. 

*

A pesar de que en Coarline ya había jugado con la metáfora y la magia (me parece que es dentro de esta ambigüedad en donde se distingue el realismo mágico), en El océano al final del camino   juega con el olvido y el recuerdo y, aunque aparezca la magia de manera explícita, a través de seres inverosímiles, no la explota de tal manera como lo hace con barcos voladores, ciudades subterráneas, reinos del sueño, seres inmortales, ángeles y demonios siendo amigos (tal vez amantes) o piratas intergalácticos. 

Tal vez cuando tenga una bibliografía más recorrida de este autor pueda encontrar más realismo mágico o confirmar que su canon es, en efecto, tal fantasía que ha trabajado por su evidente gusto a las mitologías. Éste, no obstante, se trata de un libro nostálgico en el que Gaiman se asoma y se desnuda como escritor tergiversando sus recuerdos de la infancia y dedicándoselo a su esposa, tal vez siendo el libro más personal de Gaiman. 

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Giorgio Van Straten | Walter Benjamin: Una pesada maleta negra (Cataluña, 1940)

La vida de Walter Benjamin acaba el 26 de septiembre de 1940 en un pueblecito situado en la frontera entre Francia y España, Portbou. Y es él quien lo decide.

Resulta extraño pensar que uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, un hombre de grandes países y grandes capitales, tenga que elegir, o mejor dicho sufrir su propio destino, en un lugar situado en la periferia de todo.

Cuando digo que es uno de los intelectuales más importantes del siglo XX sé que no exagero, y debería añadir aún otro adjetivo para definirlo: europeo. Porque si hubo un hombre que se considerara europeo, en aquellos años en que Europa no era más que una expresión geográfica, fue precisamente él, que se desplazó de una nación a otra empujado no solo por las circunstancias históricas y por la persecución de que era objeto por su condición de judío, sino también por sus intereses y su curiosidad.

Nacido en 1892 en Alemania, en Charlottenburg, tras la promulgación de las leyes de Núremberg se vio obligado a trasladarse a Francia, y París se convirtió en su segunda patria, el lugar de sus pasiones intelectuales, hasta el punto que una de sus obras fundamentales, aunque inacabada, Passages, está enteramente dedicada al París del siglo XIX.

Creo que Benjamin es una figura absolutamente excepcional, porque me resulta difícil encontrar otra persona que haya unido a la erudición enciclopédica, a la enorme afición por la acumulación de materiales e informaciones, al refinamiento que coincide a menudo con el hecho de ser un epígono —no el que encabeza una corriente sino el que le pone fin— una gran capacidad de innovar, de interpretar el mundo bajo una luz distinta, captando los elementos, aunque solo iniciales, de las transformaciones históricas que nos aguardaban. Por lo general el que revoluciona no se preocupa del estilo, sino solo de romper, destruir, inventar sin prestar demasiada atención al lenguaje.

Benjamin, en cambio, fue un revolucionario refinadísimo.

Fue el primero, por ejemplo, en comprender que la posibilidad de reproducir la obra de arte, de poder verla sin estar físicamente en el lugar donde se conserva, vaciaría a esa misma obra de arte de su aura, de ese conjunto de distancia, unicidad y maravilla que marcaba la superioridad del artista respecto al mundo.

¿Qué hacía ese intelectual refinado y creativo, tan profundamente urbanita, en aquel pequeño pueblo fronterizo? Y, sobre todo, para introducirnos en el tema de mi investigación, ¿cuál fue el libro que perdió Benjamin? Porque ya se habrá entendido que si le he seguido hasta aquí, en las estribaciones que de los Pirineos descienden hasta Cataluña, es para descubrir qué ocurrió con el texto mecanografiado que llevaba consigo en una pesada maleta negra de la que no quería separarse nunca.

Retrocedamos unos meses. Como ya he dicho, en 1933 Walter Benjamin se instaló en París con su hermana Dora. Pero en mayo de 1940, tras un período de absoluta inmovilidad del frente entre Francia y Alemania, las tropas alemanas invadieron los territorios de dos países neutrales —Bélgica y Holanda— y penetraron en territorio enemigo sin hallar resistencia, precisamente porque nadie se esperaba un ataque por aquel flanco. Entraron en París el 14 de junio de 1940 y el día antes, tan solo el día antes, Benjamin decidió abandonar aquella ciudad tan querida pero que se estaba convirtiendo para él en una trampa.

Antes de hacerlo, entregó a Georges Bataille, un intelectual como él, con un espíritu interesado y curioso, las fotocopias —digamos ur-fotocopias, fruto de los primeros intentos de reproducir fotográficamente los documentos— de su gran obra inconclusa sobre París, los Passages. Este hecho tiene importancia porque, aunque la maleta citada hubiese contenido el original de aquel trabajo, la certeza de que otra persona conservaba una copia difícilmente justificaría el apego morboso a aquella bolsa negra.

Cuando Benjamin huyó de París, tenía intención de dirigirse a Marsella y desde allí, provisto del permiso de emigración a Estados Unidos que sus amigos Theodor Adorno y Max Horkheimer le habían conseguido, llegar a Portugal y embarcar hacia América.

Walter Benjamin no era un hombre anciano, solo tenía cuarenta y ocho años, aunque entonces pesaban más que ahora. Pero era un hombre cansado y enfermo —los amigos le llamaban el viejo Benj, padecía asma y había tenido un infarto—, incapaz desde siempre de la más mínima actividad física y acostumbrado a pasar el tiempo leyendo o en conversaciones cultas. Cada traslado, cada esfuerzo físico representaban para él un trauma, aunque sus circunstancias personales le habían obligado a cambiar de dirección más de veintiocho veces. Y además era incapaz de enfrentarse a la cotidianidad de la existencia, al prosaísmo de la vida.

Hannah Arendt repitió a propósito de Benjamin lo que Jacques Rivière había dicho de Marcel Proust:

Ha muerto de la misma inexperiencia que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una ventana.

Y luego añadió una nota propia:

Su falta de destreza le llevaba inevitablemente al encuentro con la mala suerte.

Y ese hombre inútil para las cosas de la vida diaria se veía obligado a trasladarse en plena guerra, en un país a la desbandada, en medio de una terrible confusión.

En cualquier caso, y milagrosamente, tras largas paradas forzosas y etapas recorridas con extrema dificultad, Benjamin consiguió llegar a Marsella a finales de agosto, a una ciudad que en aquel momento era la encrucijada de miles de prófugos y personas desesperadas que pretendían huir del destino que les perseguía. Y para sobrevivir, para poder salir de aquella ciudad, había que poseer documentos y más documentos: en primer lugar, el permiso de residencia en Francia, luego los visados para abandonar el país, para atravesar España y Portugal y, finalmente, el de entrada en Estados Unidos. Benjamin fue presa del desánimo.

Por otra parte, volviendo a la frase de Hannah Arendt sobre la mala suerte, Benjamin siempre había estado convencido de que le acechaba el infortunio, de que le perseguía el hombrecillo jorobado que en las canciones infantiles alemanas es la personificación del gafe. Y en su vida ya le había golpeado en muchas ocasiones la mala suerte: desde el fracaso en la oposición a cátedra en Alemania, donde había presentado una obra, El origen del drama barroco alemán, que nadie entendió, hasta el hecho de que para escapar de los bombardeos que le aterrorizaban huyera a la banlieue parisina y acabara en un pueblecito que fue el primero en ser destruido porque era un importante nudo ferroviario (y él obviamente no lo sabía).

En Marsella consiguió solucionar algunas cosas. Entregó a Hannah Arendt el texto de sus tesis Sobre el concepto de historia para que lo llevase a sus amigos Horkheimer y Adorno (por tanto, tampoco podía ser este el contenido de la maleta negra) y retiró el visado para Estados Unidos; pero le faltaba un documento fundamental: el permiso para salir de Francia, que no podía pedir en la comisaría porque se denunciaría automáticamente como apátrida y sería entregado de inmediato a la Gestapo.

No le quedaba más que una posibilidad: pasar a España clandestinamente a través de la ruta Líster, por el nombre del comandante de las tropas republicanas españolas que desde allí, recorriéndola en sentido inverso, había conseguido poner a salvo a una parte de sus brigadas al final de la guerra civil.

Fue una sugerencia de un viejo amigo que Benjamin encontró en Marsella: Hans Fittko. Su mujer Lisa, que estaba en Port Vendres, cerca de la frontera con España, se encargaba de pasar al otro lado a quienes se hallaban en su misma situación. Así que Benjamin emprendió la marcha, junto con una fotógrafa, Henny Gurland, y su hijo Joseph de dieciséis años: un grupo poco homogéneo y sin preparación alguna.

Llegaron a Port Vendres el 24 de septiembre. Y aquel mismo día, guiados por Lisa Fittko, recorrieron una primera parte del trayecto a modo de prueba. Pero cuando llegó el momento de regresar, Benjamin decidió no acompañarles. Les esperaría allí hasta la mañana siguiente, para reanudar juntos el camino: estaba muy cansado y prefería salir de allí al día siguiente para ahorrarse un poco de cansancio. «Allí» era un pinar. Destrozado físicamente y desmoralizado, Benjamin se quedó solo, y cuesta imaginar cómo pasaría aquella noche: si presa de sus inquietudes o cautivado por aquel silencio, por el cielo estrellado de un septiembre mediterráneo tan distinto del frío de un otoño alemán.

Poco después del amanecer, llegaron sus compañeros de viaje. El camino formaba una pendiente cada vez más pronunciada, a veces era casi imposible distinguirlo entre las rocas y los barrancos. Benjamin sentía cómo aumentaba el cansancio e ideó un sistema para resistir: caminar durante diez minutos y descansar uno, de forma regular, con la precisión de su reloj de bolsillo. Diez minutos de marcha y un minuto de reposo. Cuando el sendero se hizo más empinado, las dos mujeres y el muchacho tuvieron que ayudarle, porque él solo no podía con la maleta negra que se negaba a abandonar, afirmando que era más importante que llegase a América el manuscrito que había dentro que él mismo.

El cansancio fue extremo y el pequeño grupo a punto estuvo de rendirse, pero al final llegaron a la cresta y desde allí apareció el mar, inundado de luz, y un poco más allá el pueblecito de Portbou: lo habían conseguido.

Lisa Fittko se despidió de Benjamin, Henny Gurland y su hijo, y emprendió el camino de regreso. Los tres prosiguieron la marcha hacia el pueblo y se dirigieron al puesto de policía, convencidos de que, como había ocurrido a todos los que les habían precedido, obtendrían de la policía española el permiso para continuar el viaje. Pero las órdenes habían cambiado justamente el día antes: la persona que entraba ilegalmente era devuelta a Francia. Para Benjamin esto significaba ser entregado a los alemanes. La única concesión que obtuvieron, teniendo en cuenta el cansancio y la hora tardía, fue pasar la noche en Portbou: pudieron alojarse en el Hotel Franca, Benjamin en la habitación número 3. Se aplazó la expulsión hasta el día siguiente.

Pero el día siguiente no llegó nunca para Walter Benjamin: se mató durante la noche con las treinta y una pastillas de morfina que llevaba consigo por si reaparecían los problemas de corazón.

Aquella noche tal vez pensó que el hombrecillo jorobado que parecía perseguirle desde siempre había vuelto para atraparlo definitivamente. SÍ hubiesen llegado el día antes, nadie habría puesto objeciones a su deseo de proseguir el viaje hacia Portugal; si, en cambio, hubiesen pospuesto el paso hasta el día siguiente, habrían tenido tiempo de enterarse de que las reglas habían cambiado. Habrían tenido la posibilidad de estudiar soluciones alternativas, y desde luego no se hubieran entregado a la policía española. Solo había un intervalo de tiempo que podía llevarles a la peor situación posible. Y precisamente ese fue el que les correspondió. La mala suerte había vencido y Walter Benjamin se rindió.

Durante muchos años no se supo nada más de él: cualquier rastro del intento de fuga parecía haberse perdido. Ni siquiera los muchos estudiosos de su obra que en los años setenta —cuando finalmente se reconoció todo el valor de su trabajo— fueron a Portbou, estimulados por los recuerdos de Lisa Fittko, que explicaba a todo el mundo que había sido ella la que había llevado a aquel hombre a España, consiguieron encontrar nada. Ni la maleta negra, ni la tumba. Parecía que a Walter Benjamin se lo había tragado la tierra.

Aún hoy, entre ese cúmulo de informaciones, a veces falsas, que es Internet, hay quien sigue dando crédito a esta versión de los hechos. De la maleta y de su contenido nunca se supo nada más.

Por suerte, además de Internet tengo amigos. Uno de estos, Bruno Arpaia, escribió hace unos años una buena novela sobre la historia de Walter Benjamin, que se llama L’angelo della storia. Y es él quien me explica cómo ocurrieron realmente las cosas. Porque es cierto que durante muchos años nadie logró encontrar ningún rastro de la presencia de Benjamin en Portbou, pero luego se aclaró el misterio: los españoles creyeron que Benjamin era el nombre, puesto que como tal existe en español aunque con una pronunciación distinta, y Walter el apellido, de modo que registraron en los archivos municipales y luego depositaron en el tribunal de Figueres todos los documentos relacionados con el pensador en la letra W.

Se descubrió entonces que había sido enterrado en el cementerio católico y trasladado tiempo después a la fosa común, y que todas sus propiedades habían sido registradas con bastante precisión y, en parte, conservadas: una maleta de piel (sin especificar el color), un reloj de oro, una pipa, un pasaporte expedido por las autoridades estadounidenses de Marsella, seis fotografías de carnet, una radiografía, unas gafas, algunas revistas, cartas, unos papeles, un poco de dinero. No se habla de textos mecanografiados ni de manuscritos, aunque ¿qué querrá decir «unos papeles»?

Y, sobre todo, ¿qué era eso tan valioso que Benjamin llevaba consigo, qué texto que no fueran los Passages entregados a Georges Bataille o las tesis Sobre el concepto de historia confiadas a Hannah Arendt?

Nadie tiene una respuesta a esta pregunta, ni siquiera Bruno Arpaia que en su novela, en la ficción literaria, confía esas hojas a un joven partisano español con la promesa de que las pondrá a salvo, pero durante la noche, en los montes, presa del frío y de la desesperación, las utiliza para encender un fuego y salvar su vida.

El fuego, como ya he observado antes, aparece en muchos de los libros perdidos, porque, como es notorio, el papel arde fácilmente. Pero en nuestro caso real, en un pueblecito cercano a la frontera entre Francia y España, en la habitación número 3 de la modesta pensión de un pequeño pueblo, parece que no se encendieron fuegos.

Hay quien cree que la bolsa negra no contuvo nunca ningún manuscrito. Ahora bien, ¿qué motivo podía tener Benjamin para mentir a sus compañeros de infortunio, y para fatigarse hasta la extenuación trasladando aquella maleta si solo contenía cuatro efectos personales? Estoy convencido de que algo había en aquella bolsa. Tal vez las notas para continuar su trabajo sobre los Passages, tal vez una versión corregida del ensayo sobre Baudelaire. O quizás otra obra, la que nos falta y no sabemos ni siquiera si existió.

No, Bruno Arpaia no tiene la respuesta, pero al final de nuestra conversación me regala otra historia, porque Portbou sabe mucho de páginas perdidas.

Poco más de un año antes de que llegase Benjamin, entre las tropas en retirada de la república española —medio millón de personas que huyendo de las bombas de los aviones italianos y alemanes intentaban pasar la frontera en sentido inverso al de los prófugos que huían de Francia— se encontraba Antonio Machado, el gran poeta español, él sí realmente anciano. Y también Machado llevaba una maleta que contenía muchas poesías y que tuvo que abandonar en Portbou para conseguir expatriarse a Francia, a Colliure, donde murió pocos días después.

¿Dónde están aquellas poesías, tan comprometedoras entonces porque habían sido escritas por un poeta enemigo del régimen franquista? ¿Dónde están las páginas que Benjamin conservaba tan celosamente? ¿Todo destruido, todo perdido?

Tal vez en un armario o en un viejo baúl abandonado en el desván de una casa de Portbou se encuentran las hojas amarillentas y olvidadas: las poesías del anciano poeta derrotado y las notas del intelectual europeo precozmente envejecido conservadas juntas, ignoradas incluso por el propietario de ese armario o de ese baúl.

¿Es esperar demasiado que alguien, antes o después —por casualidad, erudición o pasión— encuentre sus páginas y nos permita finalmente leerlas?


Fragmento del libro Historia de los libros perdidos por Giorgio Van Straten (Editorial Pasado y Presente, 2016).

El camaleón recomienda la compra legal de libros y no apoya la piratería. Por favor, estimule la creación a través de la compra y recomendación de libros.

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Dos caminos, pero solo un campeón. Bayern Múnich vs Paris Saint Germain en Lisboa

¿Es, como dice la canción de Revólver,
otra historia como tantas
de amor y de mala suerte,
y de un destino traidor?

Juan Villoro, a lo mejor citando a alguien de cuyo nombre de puedo acordarme, dice que el partido perfecto es aquel que termina sin goles, ya que no se cometió ningún error y es en esa disputa en donde podemos apreciar más que nunca el sentido táctico de la estrategia futbolística: dejemos por un lado el ballet de los artistas flotando sobre el terreno de juego, dejemos también por un lado ese genio desequilibrante que con una finta inesperada logra abrir el partido y dejar sentados a un par de defensas, dejemos entonces que el juego de mesa tome protagonismo y solo queden dos pensadores / intelectuales del deporte haciendo su trabajo, moviendo cada piececita con mucho cuidado, con el temor de arruinar la trayectoria del club, con el temor de arruinar la carrera de alguna futura promesa a despegar / la carrera de aquel que quiera posicionarse en la élite de élites, el Olimpo consagrado / su misma carrera después de todo, la del DT, tantas veces tan odiado, tan amado, tan ignorado. Cuántas veces ellos mismos, el DT (masculino o femenino), se ha condenado diciendo que si el equipo gana es gracias a los jugadores, pero si pierde es completa responsabilidad suya, ¿es esto una de las grandes injusticias de la vida cuando deja el alma para procurar darle una buena dinámica a su equipo y un equilibrio desenfrenado al autoestima de sus jugadores, por no decir el sudor, la voz y algunas veces las lágrimas en su línea técnica a un costado del campo? El DT es un león enjaulado que, cuando las cosas van mal, ve cómo sin piedad un ente diabólico arremete contra sus muchachos y él no puede hacer nada, solo ver impotente, gritar que ya es suficiente, gritar que reaccionen sin que lo escuchen porque “hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé…!”, a lo mejor, con suerte, realiza un par de cambios de jugadores esperando que ese hábil movimiento sea la solución de la paliza, pero otras tantas, en realidad las de más cuando el destino ya está escrito, para su perjuicio solamente realizó un cambio de víctima para continuar el martirio. Y, cuando las cosas van bien, la gloria de la batalla bien librada y bien ganada se la lleva el que anotó los goles, el cancerbero que impidió la sentencia de sus compañeros, el defensa que salvó en extremis o algún mediocampista que tomó la batuta del que dirige la orquesta que en los diarios se expondrán al siguiente día como el espectáculo estelar bien conjugado “del equipo / de los jugadores”; el DT si mucho será felicitado por sus mismos muchachos a la hora de ganar una copa y entonces, ahí sí, será alzado hacia el cielo como en ofrenda a los dioses pero, realmente, cuántos pueden lograr tal hazaña, cuántos son víctimas de los resultados y no de su ingenio táctico y entonces, de la forma más cruel les queda despedirse por la puerta de atrás o, si aún quedan fuerzas y orgullo para levantar la cara, mirarlos a los ojos y pronunciar unas palabras, dice un chau, hasta luego, hice que lo pude jóvenes, espero verlos en otra oportunidad.

Así se dio la final de la Champions League de este extraño y horroroso 2020 (temporada 2019-2020), con sendas curiosidades y, quizás, hasta acaboses del DT perdedor: Thomas Tuchel que entrena al París Saint Germain desde 2018 y Hans-Dieter Flick que dirige al Bayern Múnich desde finales del 2019, después de posicionarse como técnico interino tras el despido de Niko Kovac.

Tuchel llega para cumplir con la ansiada obsesión del magnate petrodolariano Nasser Al-Khelaïfi (una de las 100 personas más ricas del mundo) y del Qatar Sports Investmentpor ganar la Champions, pues en su torneo doméstico básicamente todo ya lo tiene ganado desde el papel, teniendo en cuenta una inversión de alrededor de ochocientos ochentaicuatro y piquito millones de euros en fichajes de mega-ultra estrellas del Deporte Rey entre 2011 y 2017 (sin contar las “pequeñas” contrataciones), lo que se estima que rondaría por los mil doscientos millones de euros. Sin embargo, por suerte el dinero no lo es todo, ¡ni siquiera en el futbol como piensan algunos ilusos!, Thomas en su primer año cayó contra el Manchester United en octavos de final con la azarosa y traicionera (siempre y cuando no esté de tu lado, claro) regla del gol de visitante, pero finalmente en su segundo año en el equipo de la Ciudad de las Luces logró dar un paso más en la orden qatarí llegando a la final del torneo de clubes más importante de Europa, pero todos sabemos que los jefes millonarios quieren los objetivos cumplidos sí o sí, por lo que no estamos aún seguros si la cabeza de Tuchel será perdonada por llegar al casi casi o si esos casi casi son insuficientes: “nos hemos dejado el alma en el terreno de juego. Es lo que se puede esperar en una final. No se puede controlar el resultado”, dijo más tarde el Thomas.

Si por un lado tenemos seguramente al PSG como el equipo europeo más despilfarrador de todos, por el otro lado está el Bayern Múnich que se jacta de ser el mejor equipo (o al menos uno de los mejores) en conservar un estado financiero estable, y de una forma u otra bien podría decirse que esta idiosincrasia se vio reflejada esta temporada con los resultados obtenidos tras convertirse en el segundo equipo europeo en lograr dos tripletes, lo que significa ganar la liga y la copa local (o doméstica, como les gusta decir a los comentaristas) y la escurridiza Champions League. En este privilegio de luminarias europeas solamente lo acompaña el FC Barcelona, quien esta temporada fue su víctima en los cuartos de final, atacándola a la yugular sin piedad alguna y sin chance de reacción.

Dos formas muy distintas de ver y planear un equipo de futbol, pero en busca del mismo objetivo.

Entonces, volviendo al partido, este estaba cerradísimo, un juego de ajedrez puro en donde el PSG se había acercado un par de veces de forma peligrosa al arco alemán pero, o pecaron de ilusos al no tirar a matar o la muralla de Manuel Neuer fue implacable, lo cual inevitablemente nos hace preguntarnos si a la hora de estar frente al marco en un mano contra mano y la jugada no acaba en gol, ¿el acierto es del portero o el error es del delantero? El PSG apostaba por el buen toque y la velocidad de Neymar, Mbappé y di María, y el Bayern por la templanza. El medio tiempo acabó con dos jugadas de peligro para cada quien y cada cual, y Jérome Boateng lesionado para dolor de cabeza del equipo bávaro. De esta forma, en el minuto 59del segundo tiempo, el equilibrio del tablero de las piezas bien colocadas se rompe cuando de Joshua Kimmich envía un centro y Kingsley Coman se encuentra más solo que un grito en el desierto, sin marca alguna, incluso sin aparecer sorpresivamente viniendo desde atrás, solamente ahí se encontraba, esperando un bombón que terminó siendo la pelota enviada “a la cocina” y zas, Keylor Navas nada pudo hacer porque el disparo de cabeza fue certero, a contramano y picando, tal y como lo mandan los manuales de futbol en el arte del cabeceo. Y así el partido fue todo para los alemanes, teniendo la posesión lejos de Neuer, con excepción de un susto que no llegó a más y sin el mejor día de las estrellas millonarias del PSG. Me imagino que, con el último pitido del señor árbitro, los qataríes suspiraron desde lo más hondo del pecho y menearon la cabeza de izquierda a derecha viendo pasar camionadas de euros y pensando, en la clásica frase que dicta que estuvo tan cerca y tan lejos, adiós amor mío / no sé si volveré… porque después de todo siempre son los alemanes los que terminan ganando porque no los liquidaste cuando pudiste. El PSG logró derrotar a sus fantasmas yendo a una final de Champions, pero Bayern le cobró derecho de piso: “Tenía la impresión de que el que lograra el primer gol iba a decidir la final”, sentenció el técnico del equipo francés.

Al final de cuentas este encuentro nos deja seis puntos interesantes:

  1. Y es que hiciste de todo para quedarte con la novia: salieron a cenar, fuiste un caballero, la trataste lo mejor que pudiste pero siempre no, gracias. Este fue el caso de Neymar Jr., el encargado de la odiosa frase que indica que debe “echarse el equipo al hombro”, sí, pero con 222 millones de euros cargando en la espalda, el fichaje más caro en la historia, el titán andando con una responsabilidad millonaria que representa esperanza y alegría. Asimismo, Kylian Mbappé, sopesando 145 millones de euros en sus zapatos, el segundo fichaje más caro en la historia, solamente le sirvieron para enviarle un tibio regalito al guardameta alemán. Y así fue, estuvieron tan lejos de lo que se esperaba de ambos…
  2. Una cosa nos lleva a la otra, no todo es dinero en esta vida porque una inversión de 367 no fue suficiente para llevar la Orejona a París, pero nos queda rondando una curiosa duda en el ambiente que se mastica en las salas de prensa, los periódicos, noticieros, mesas redondas de análisis deportivos: ¿es cierto que existe el hecho de la alcurnia / la casta en el futbol? Es decir que no solo se necesita abundante talento y una gruesa chequera sino también prestigio histórico de ciertos equipos para ganar las grandes finales, más si enfrente tuyo se encuentra un monstruo del futbol mundial, cosa que parece indicarnos por qué el Atlético de Madrid no pudo en dos ocasiones frente al odiado Real Madrid, el Tottenham frente al Liverpool al grito de guerra de “you never walk alone”, el Borussia Dortmund frente al mismo Bayern Múnich por mencionar algunos casos de los últimos diez años porque la misma historia puede observarse desde los octavos de final de cualquier gran campeonato.
  3. La inexorable ley del ex: un orgullo herido es la peor arma en la vida y en el futbol, asunto que hemos podido presenciar en una infinidad de casos y la final del domingo 23 de agosto no fue la excepción: Kingsley Coman, el verdugo del PSG, dio sus primeros pasos desde las fuerzas básicas e incluso hasta el debut en el club francés un febrero del 2013 con tan solo 16 años, y zas, vacunados.
  4. El Bayern se convirtió en el primer equipo en ganar la Champions con la perfección de victorias en todos sus encuentros, recordando que a partir de octavos de final solo se jugó a un partido, lo que no le impidió anotar en 43 ocasiones en 11 partidos.
  5. Flick ganó la Champions 2019-2020 en su primera temporada, ingresando al selecto grupo junto con Zidedine Zidane (2016) y Miguel Muñoz (1960) con el Real Madrid, Tony Barton (1982) con el Aston Villa en aquellos lejanos años de equidad económica y por lo tanto equidad en cuanto al poderío de cada club, Pep Guardiola (2009) y Luis Enrique (2015) del FC Barcelona; y si no estoy mal también se convirtió en el tercer entrenador en conseguir un triplete en su primera temporada junto con los ya mencionados Guardiola y Luis Enrique. Hazañas distinguidas para situaciones distinguidas en un año distinguido.
  6. En el Estádio da Luz en Lisboa no entró ningún aficionado por las medidas de seguridad impuestas por la FIFA, por lo que hubo una extraña combinación de profesionalismo y la sed de alentar cual hincha a su equipo por parte de los jugadores del Bayern con gran aliente y del PSG en menor medida, y así el único murmullo que nos rememora al ambiente de un estadio repleto fue gracias que no se olvidaron del primigenio amor al futbol, del jugador número doce, el grito de fuerza que acompaña a los once elegidos por un equipo y once por el otro para representar a la tribu.

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Pablo Antonio Alvarado Moya: Sumatoria nostálgica de Andrés Moreira | reseña y selección poética


La suma de los daños (Casasola Editores, 2020), ópera prima de Yasser Andrés Moreira (Managua, Nicaragua, 1991), constituye con sus cincuenta poemas, organizados en cuatro secciones, una obra depurada, erótica, comprometida, desgarradora y revitalizadora. En su conjunto se percibe una voz poética sencilla que, envuelta en un halo de ironía, logra autenticidad y fulgores de originalidad.

No hay búsqueda de novedad ni caza de lo extraordinario en estos poemas, pero sí equilibrado sentido tradicional, que posibilita las facultades expresivas heredadas, sin la burda osadía de arrojarse al vacío poético imperante, porque no se puede engañar al lenguaje, que posee en sí una fuerza ineludible. Y, en consecuencia, todo poema se traiciona a sí mismo al carecer de auténtica facultad de expresión. 

Ahora bien, como sugiere el título, la presente obra representa el inventario doloroso del poeta, sus astillas y cenizas, que con la alquimia del verbo transmuta en luz.  

En tal sentido, la primera sección “Bitácora de extranjería”, serie de veintiocho haikai no renga (haikus), es la piedra angular del poemario, ya que contiene per se las tres unidades posteriores. Por consiguiente, aquí late la nostalgia por el exilio y el anhelado retorno a la patria (Hace frío/ me descubren extranjero. / Uñas con tierra caliente); la hiriente consagración del Eros (Cae el vestido/ tus senos se asoman/ mis pupilas dilatadas); el hondo lamento por el estallido sociopolítico de Nicaragua (Desde el bus/ oigo las paredes/ susurrar genocidio); y unos versos confesionales de las roturas internas (Mañana seré menos joven. / Hoy no gané un centavo/ escribí un verso).En general, si bien estos haiku no se adhieren a la composición clásica (fondo y forma), que comprende tres versos sin rima, de cinco-siete-cinco moras (sílabas) que reflejen el haimi y el nai-inritsu, como elementos obligatorios, mientras el kigo, el kire y la comparación interna, como elementos importantes, no significa que carezcan de calidad, pues cada vez es mayor la tendencia, justificada o no, de romper ese canon oriental, prescindiendo de algunas reglas prestablecidas. Finalmente, es interesante que Andrés, quizá aceptando el destino de Ícaro del poeta bajo el sol de la Poesía, o tal vez por modestia, confiesa: Escribo, borro, reescribo/ y vuelvo a borrar./ Nada florece., lo cual evidentemente es la antítesis de Hokushi: Escribo, borro, reescribo/ borro otra vez y entonces/ florece una amapola. 

La segunda sección “Palabra húmeda” reverbera aquel verso del padre del surrealismo, André Bretón: La poesía se hace en la cama como el amor. Así, sucesivamente, hasta completar los nueve poemas, destaca en mayor y menor grado esta vanguardia: ahí es donde cae la lluvia dorada/ desde mi lengua que paladea tu granada carmesí/ y mis dedos que se multiplican/ al ritmo de tus espasmos; lenguas húmedas y escorzadas:/ como bocas que besan bocas/ como bocas que besan labios henchidos; tus senos se posan en mis labios/ y tus botones retan a mi lengua/ en un vaivén de santos andariegos. Y merecen mención especial los poemas “Carburaciones” y “Mujer oficinista que cruza la calle”, circunscritos al movimiento futurista, hirvientes de imágenes explosivas que causan una “secuencia de objetos en movimiento multiplicándose y distorsionándose como vibraciones”, tal expresó Marinetti. Sin duda, el primero es el más original de toda la selección: El aire baila in cons tan te/ entre sus pistones/ de materia reluciente y humeante/ el motor V-Twin 1200 cm2/ carbura por sus jeans acaderados/ se retira y regresa/ nunca igual al instante anterior/ en la carretera arterial/ donde habita el durmiente que esconde/ palabras en su pecho. Y, entre la destrucción o el amor, concluye con una reminiscencia a los Epigramas de Cardenal, en el poema “Preludio para una despedida” (Un día amaré a otra/ y ya no te leeré ni leerás mis poemas).

La tercera sección “Memorial del fuego” -dedicado a los torturados, secuestrados, desaparecidos y exilados- y los siete poemas que lo conforman son el desgarro, incursión a la angustia de la realidad social, réquiem a la patria, para hacer del lector un partícipe activo (pars capere) del dolor, violencia, soledad, muerte. No es poesía panfletaria ni discurso político, sino sentimiento de compromiso, reivindicación de la libertad, adscrita levemente al influjo del movimiento poético español de los años cincuenta y sesenta. Ante tanto crimen de lesa humanidad impune, aun con fe estéril, se alza la voz al cielo para extender una plegaria, monólogo de la ausencia (Dador de vida/ encendé las brasas/ entre las vísceras del tiranuelo que dejaste nacer), entre el calvario de cargar cientos de cadáveres, un país hecho necrópolis (sucede que, desde el invierno de abril de 2018/ quiero escribir y el llanto no me deja), porque sí, April is the cruellest month y recuerda a los endecasílabos de Lope de Vega: Quiero escribir y el llanto no me deja/ pruebo a llorar y no descanso tanto. De tal modo, en los dos últimos poemas -entretiens- sentencia la tierra baldía donde no crecen los girasoles de Francisco (A casi medio siglo de distancia, el enemigo/ es el mismo: / nosotros; Hoy, hijo mío, todo sigue siendo igual, o peor). ¿Será por esto que Nada florece? ¿No alude al oficio literario, sino a la sangrienta historia de Nicaragua, que escribimos, borramos, reescribimos y nunca aflora su luz?

La cuarta sección, “Hombre roto”, refleja lo más íntimo del libro, confesiones, oscilación del ideal pesimista y, a la vez, proceso revitalizador, resurrección del otro yo, el verdadero, en lo prístino, en ese modo-de-ser-ahí, que se alcanza al aceptar, como Sísifo, las roturas, al no ser más que una forma de reconstrucción. Es esta la ratio de la alegoría al águila (Será preciso desvestirse del plumaje pesado/ hediondo a viejo/ quedar desnudo ante el frío/ esperar largos meses para que crezcan) y así, tras la renovación, desde el peñasco precipitarse como el trueno, diría Tennyson. El poeta, quizá en vano intento, procura suturar las heridas, pero, ante todo, está la incertidumbre, por eso el intertexto de la Metamorfosis, de Kafka (¿o era cucaracha involucionada a humano?). Y así, después se retoma ¿la búsqueda? al rechazar la “inmortalidad prometida”, pues al final tal vez el hombre sea su propia estrella (Señores, he decidido no renacer/ y no vivir eternamente/ la vida eterna es absurda y renacer, egoísta […] ¿y en qué va a creer este hijo de hombre?), hasta culminar afirmándose por enésima vez como un ser fragmentado que, irónica o desesperadamente, se entrega en un epitafio, ya sin mendigar nada, a quien siempre lo ignoró (Elevé mis rezos/ y no fueron escuchados. / Mi llanto no llegó hasta vos. / Aquí estoy, Señor, un hombre roto/ que solo quiere descansar). 

Y, no menos sustancial, dos aspectos relevantes y atractivos -inusuales- de esta obra homogénea: precisión al titular poemas y fenómeno lingüístico del voceo.

He aquí, pues, esta sumatoria nostálgica, resultado del ejercicio constante de lectura y relectura, escritura y reescritura. Observar: florece frente a nosotros este primer poemario como un girasol, una amapola, un lirio luminoso entre las grietas.


Chinandega, Nicaragua, 1 de julio de 2020


Poemas escogidos de La Suma de los daños

(De Bitácora de extranjería; pp. 14, 15, 38, 36, 30)

II
Hace frío,
me descubren extranjero.
Uñas con tierra caliente.

III
Cae el vestido,
tus senos se asoman,
mis pupilas dilatadas.

XXVI
Desde el bus 
oigo las paredes 
susurrar genocidio.

XXIV
Mañana seré menos joven. 
Hoy no gané un centavo, 
escribí un verso.

XXVIII
Escribo, borro, reescribo 
y vuelvo a borrar. 
Nada florece.

(De Palabra húmeda; pp.45, 49, 48, 46)

Dánae 

“Oh boca vertical de mi amor, 
los soldados de mi boca 
tomarán por asalto tus entrañas (...)” 
Apollinaire 

Este cuadro de Klimt me recuerda a vos, 
-ese que no vimos 
cuando no visitamos la Galería Würthle en Viena-.
Acostada en mi cama, con tus piernas izadas, 
los ojos cerrados, te abrís 
silenciosa y sedienta 
como biblia... 
ahí es donde cae la lluvia dorada, 
desde mi lengua que paladea tu granada carmesí 
y mis dedos que se multiplican al ritmo de tus espasmos. 
Conozco la palabra que buscás, 
es mi nombre empapado 
en sangre 
para recitarlo y quedarte dormida 
como flotando en líquido amniótico.

Otro texto para celebrar tus senos 

Tus senos se posan en mis labios 
y tus botones retan a mi lengua 
en un vaivén de santos andariegos 
¡esos son! 
Santos cálices que sostienen tu cuello. 
Se refractan en ríos puestos de pie
como en reverencia. 
Mis dientes pierden filo.


Los cuerpos 

“Cuando contemplo tu cuerpo extendido 
como un río que nunca acaba de pasar” 
Vicente Aleixandre 

Los cuerpos esparcidos 
entre dunas, 
entre pieles arenadas. 
Inenarrables las manos evocan 
poros devorando extremidades 
lenguas húmedas y escorzadas: 
como bocas que besan bocas 
como bocas que besan labios henchidos. 
Caderas que irán oscilantes. 
La cascada se vuelve río y cenote 
en el abismo donde nace la luz.

Carburaciones 

“Óigame usted, bellísima, 
no soporto su amor” 
Eduardo Lizalde 

El aire baila    in        tan
                          cons     te
entre sus pistones 
de materia reluciente y humeante 
el motor V-Twin 1200 cm2 
carbura por sus jeans acaderados 
se retira y regresa 
nunca igual al instante anterior 
en la carretera arterial 
donde habita el durmiente que esconde 
palabras en su pecho 
manía de mar en madrugada 
petróleo que se flagela 
Efecto que causa 
el Infecto 
de Afecto 
al aire 
que danza entre sus pistones, engranajes y cilindros 
a la tierra que toca Isabel 
las bardas derrumbadas al impacto 
si fuera usted un poco menos bella 
si tuviera los pies ahuesados 
y las nalgas inergonómicas al asiento 
de esta desteñida motocicleta V-RodMuscle 
no tendríamos que acelerar 
cada vez que el semáforo
cambie a ROJO.

(De Memorial del fuego; pp. 64,65)

Fernando 

“Andrés Tu piedra es mi esperanza” 
Fernando Gordillo 


Fernando, 
mi piedra nunca fue esperanza de nadie. 
Ha pasado casi medio siglo y ya ves, 
siempre lo mismo. 
Pudo más el dólar que la sangre. 
Toda la tierra, Fernando. 
Desde Alaska hasta la Patagonia 
desde esta esquina hasta las otras esquinas. 
No tienen lágrimas para llorar ninguna patria. 
Ya no hay piedras sino balas. 
¡Dispará! 
A casi medio siglo de distancia, el enemigo, 
es el mismo: 
                       nosotros.

Hoy, hijo mío... 

“Mañana, hijo mío, todo será distinto...” 
Edwin Castro 

Hoy, hijo mío, nada es distinto. 
La angustia sigue marchando 
a paso firme sin encontrar fondo. 
El campesino es decapitado, cercenado 
y mutilado por quitarle la tierra suya. 
Que es poca, pero ya no es suya. 

Las hijas del obrero y campesinos 
son las prostitutas de los poderosos, como vos. 
No hay pan y menos vestido 
porque su trabajo no merece ser pagado. 
Las lágrimas se mezclan con sangre en las calles. 

Hoy, hijo mío, nada es distinto. 

Caen bombas lacrimógenas, hay cárcel 
y disparos de Dragunov
para quien ose levantar la voz. 
No puedo caminar por las calles 
porque ninguna ciudad es mía, 
ni de tus manos y de las manos de tus hijos. 
Encerró la cárcel tu juventud 
como también encerró a los míos 
y morirás exilado. 
Hoy, hijo mío, todo sigue siendo igual, o peor...
(De Hombre roto; pp.73,75)

El oficio de creer 

“Por el aliento de Dios perecen, 
y por la explosión de su ira 
son consumidos.” 
Job 4:9 

Señores, he decidido no renacer 
y no vivir eternamente 
(la vida eterna es absurda y renacer, egoísta) 
también decidí caminar 
sin miedo por estos picos 
donde abrí los ojos 
la tarde del suicidio del nazareno 
¿y en qué va a creer este hijo de hombre? 
-Se preguntarán molestos- 
“Pobre, ha perdido la fe”
 -murmurarán compungidos-
creo en la sonrisa de un niño cadavérico 
creo en el llanto de un árbol 
creo en la degradación 
de los cuerpos por benévolos gusanos. 
Pero no creo en su dios, 
ese que ama con ira, y amándolos, se iracunda 
-les responderé-.


Para el niño de 1997 

Existen tardes en las que trabajosamente 
logra sentarse frente al escritorio, 
y se parte en llanto. 
La tarde en que muera -porque así lo decidió-: 
olvidarán que fue un mal hijo, 
un mal hermano, un mal amante, 
un mal poeta y un mal amigo. 

Todos olvidarán que fue un mal padre. 
Que fue malo aprendiendo, 
un mal cristiano. 
Que nunca ganó en nada y 
aceptó la derrota como un vencido. 
Olvidarán que les dio la espalda. 
Que no encontró el verso definitivo (lo más vergonzoso).
También su holgazanería y negligencia 
                                                                    serán borradas. 
Todos olvidarán que desertó de todo, 
                                                                    hasta de la vida.
Porque, queramos o no, 
toda la soledad del mundo 
se desgarra en los silencios de ese niño

Pablo Antonio Alvarado Moya (Chinandega, Nicaragua, 2000). Poeta y promotor cultural. Ha publicado poemas en diversas revistas literarias, entre otras: El Hilo Azul, del Centro Nicaragüense de Escritores (CNE); Boletín de la Academia de Buenas Letras de Granada (España); MILETUS (Turquía). Miembro de PEN Internacional/Nicaragua, y del Consejo Editorial de Revista Cultural Chinamitlán. Actualmente, cursa cuarto año de Derecho en la Universidad Centroamericana (UCA), de Managua.

Andrés Moreira (Nicaragua, 1991). Poeta y editor. Hizo estudios de Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN). Además, participó en el curso “Literatura y Memoria: Chile a 45 años del golpe militar” en la Universidad de Costa Rica (UCR) y en el congreso “XVIII Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana de Estudiantes” en la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA). Algunos de sus poemas han sido traducidos al italiano y al inglés, y fueron publicados en la revista digital del Centro Cultural Tina Modotti y en la página web de Casasola Editores, respectivamente. Ha colaborado en revistas internacionales como Central American Literary Review (Nicaragua), Círculo de poesía (México), Revista Antagónica (Costa Rica), Letralia (Venezuela) La ZëBra (El Salvador) y Revista Ágrafos, de la que es miembro del consejo editorial.

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FC Barcelona: Fase I. Mi primer Barsa

Rara vez el hincha dice: “hoy juega mi club”. Más bien dice: “Hoy jugamos nosotros”. Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.

Eduardo Galeano, de “El hincha”

Creo que es Juan Villoro el que dijo que hay tres formas para hacerse seguidor / fanático / hincha de un equipo de futbol: porque algún familiar te heredó ese equipo, por pertenencia física a la región que representa, por simpatía a un jugador o los colores de la camiseta / etc. Obviamente hay muchas razones más que próximamente escudriñaremos cuando sea pertinente, sin embargo por mi parte puedo decir que yo heredé el amor al Barcelona por parte de los hijos de las hermanas de mi madre, y de repente fue un amor a primera vista, los pajaritos empezaron a cantar, las maripositas en el estómago y, digamos, la vida empezó a tomar un poco más de sentido.

Eso a lo mejor fue por 1997 y empecé a tener conciencia de las consecuencias de mi enamoramiento y de mi decisión a conservarlo, desarrollarlo y potenciarlo a finales de esa década, el temible fin de siglo e inicio del 2000, los tiempos finiseculares.

Entonces, resumiendo, como diría Joaquín Sabina, y parafraseando a Sandro Rosell -vicepresidente deportivo en tiempos en que Laporta fue el presidente de la directiva y más tarde presidente en el periodo entre 2010-2014-, el Barsa era una vergüenza en Europa (con excepción del Dream Team liderado por Johan Cruyff) y por alguna extraña razón que aún no sabemos (lo dice un barcelonista que se regaló en adopción) era tomado en cuenta como uno de los grandes del viejo continente.

Según Deco, Frank Rijkaard le dijo a Laporta: «Un grande es el Real Madrid, el Milan, el Liverpool… Tienen cinco Champions, vosotros tenéis una… ¿Cómo vais a ser grandes?».

Incluso Rosell (sí, el que se curtió 643 días en prisión por el caso del malagradecido Neymar Jr.) allá por el inicio del siglo XXI dice que cuando estaban en el estira y afloja para intentar, otra vez, hacer un equipo decente con Laporta de presidente, en ese momento era un vergüenza decir que uno era del Barsa porque ya venían las críticas, las burlas que eran en realidad ofensas, los lapidarios números contra el Real Madrid, el eterno enemigo, etc. Y claro, eso fue una constante en mi preadolescencia: una constante desazón por apoyar a capa y espada a un equipo perdedor que no daba una, sin embargo ahí siempre estaba, ahí estábamos muchos tantos, en pie de guerra.

En las peores gestas, en las capas altas de la directiva teníamos al presidente José Luis Núñez con una casi dictadura de un poco más de veinte años, veintidós para ser exactos, y cuya gran labor se basa en 30 títulos (la mayoría sin gran valor, solo para adornar las urnas, con excepción de la era Cruyff) durante veintiún temporadas, el incremento de 77 905 a 106 000 socios, el también incremento de peñas alrededor del mundo y potencializar el encuentro mundial de peñas barcelonistas, así como la conformación y estabilización (1988-1994) y destrucción (1994-1996) del Dream Team de Cruyff, y una etapa de transición finiquitada con el caso Louis van Gaal (1997-2000) que incluyó una cohorte de futbolistas holandeses, que en su mayoría no dieron bola. Esta última etapa fue la que viví y la que le valió la presidencia a Núñez, con la que viene Joan Gaspart durante tres años con mucha más pena y nada de gloria.

Y así apareció Joan Laporta en el 2003 como relevo presidencial después de la dimisión de Gaspart a causa de una de las peores crisis del club en sus cien años de historia: un equipo desarticulado y un desastre financiero, incluso en muchas ocasiones saliendo chiflado del estadio, seguramente la peor humillación en el mundo del futbol: el chiflido de la afición… Laporta y su directiva entraron dando el 110% con la idea de trabajar en equipo (cosa que era impensable en las presidencias anteriores), experimentar cambiar los cimientos estructurales del FC Barcelona, y apostaron por un exjugador holandés muy reconocido, pero con casi total inexperiencia y mucha juventud para el banquillo: Frank Rijkaard.

Y así, de repente, como quien no ve venir la cosa, en ese mismo 2003 viene una joya, algo así como el jugador franquicia (dirían los gringos) después de que Laporta prometió a David Beckham y este se fue con el odiado rival, un fichaje en extremis que promulgaba esperanza, la salvación puesta en un individuo que parecía ser aprendiz de una escuela de magia que venía fraguándose desde la década de 1950, de esos “descarados carasucia” que, en palabras de Eduardo Galeano, salen del libreto y cometen el disparate de gambetear a todo el equipo rival, «y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad»: sí, el ilusionista / histrión / saltimbanqui Ronaldinho, conocido por su madre como Ronaldo de Assis Moreira.

La leyenda dice que hay ciertos condominios que buscan el cielo allá en las costas del Brasil, país de mezcla de esclavos negros con blancos colonizadores -para variar-, pero de pronto pasó algo que muy pocas personas -que en realidad es significativamente nadie- entiende qué sucedió, qué ocurrió, cómo de esas llamadas tribus del cielo con la frontera del mar que después conocimos como “favelas” surgió una serie infinita de personas que no solo jugaban (juegan) con un esférico, sino que le hablaban (hablan), lo acariciaban (acarician), lo domesticaban (domestican), lo entendían (entienden), lo enamoraban (enamoran)… De eso nos dimos cuenta desde que el deporte es deporte, así como desde que el mundo es mundo, así como que desde que de primero era el silencio, así como desde que el primer hombre fue de palo, así como que después fue haciéndose de maíz, etc., etc., etc.

Entonces, los visores de Joan Laporta y seguramente también Rijkaard se dieron cuenta de un tipo que parecía un aprendiz de mago, aunque sabemos que de esos no abundan pero sí andan revoloteando por ahí… se ven muy bonitos y encantadores con sus jugarretas pero al final no llevan a ningún lado, son como la breve impresión de la pólvora mojada porque producen un par de chispazos y adiós. Eso creímos. Laporta lo vio, no sabemos si apostaba al viento como un gesto de intrepidez suicida, o estaba seguro y convencido de que él podría ser la piedra angular para la reformación del Barcelona: el asunto es que lo vio y tiró su última carta.

Ese aprendiz resultó ser «el maestro» porque así lo decían los creadores, resultó ser un hechicero, resultó ser el prestidigitador como un tal Jesús que camina sobre el agua: él no solo caminaba sobre el agua sino que ahí mismo bailaba con el balón inventándose cada jugada inexplicable y, aún así, nos la trataba de explicar cada fin de semana, martes o miércoles en las noches mágicas de fútbol. Ese era uno, el #10, un elegido, el que proveía ilusión «y transmitía alegría»: «La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos». Eso vimos, eso sentimos, ese contemplamos, hasta que después de todo fue galardonado en el 2005 con el Balón de Oro; además de que Laporta salió en busca de 100 000 socios fieles a un escudo, en busca de “más pasión y más sentimiento y voluntad colectiva”.

Al principio, no se puede negar, fue el mismo Barsa de finales de la década del noventa en donde daba la sensación de que todo lo podía, de que hacía todo lo necesario, pero las cosas después de todo no salían. Pero el golpe final del cambio llegó una temporada más tarde al conseguir la Liga 2004-2005 después de seis años de puro desierto, lo cual se consagró con la consecución de la Champions League de la siguiente temporada (2005-2006) en el Stade de France contra el Arsenal. Al malabarista, además de un gran repertorio que incluía lo esencial de la cantera que más tarde nos llevarían a la gloria eterna, lo acompañó un león camerunés que decía que corría como negro para ganar como blanco, un killer total, un asesino del área de esos que convierten un gol de la forma que sea, de cualquier manera posible, la cosa es que la pelota debe terminar estampada en la red: Samuel Eto’o; además del incipiente crecimiento de un superdotado tocado por el dios del futbol o incluso reencarnado en él/ella/esto, reconvertido, rebautizado, reelaborado: Lionel Messi debutó en un partido oficial el 16 de octubre del 2004 en contra del Espanyol (tristemente ya descendidos) con apenas diecisiete años, tres meses y veintidós días. Messi, el Genio, la leyenda en vida, el D10S del futbol (diría el narrador Alfredo Martínez) anotó su primer gol oficial contra el Albacete el 1 de mayo del 2005 con diecisiete años, diez meses y siete días, como si de un mito ancestral se tratara, ya que lo hizo de la mano del otro #10, aquel que nos devolvió la sueño y el delirio, y nos hizo volver a sonreír.

Nada en la vida es para siempre y la era Rijkaard se terminó el 30 de junio del 2008 después de un par de temporadas sin títulos, pero de su mano se alcanzaron dos Ligas consecutivas, dos Supercopas de España y la segunda Liga de Campeones… y se empezó a forjar un pequeño reinado legendario rodeado de misterio y misticismo: «Cada uno ha hecho de todo, dadas las circunstancias. Sinceramente cada uno siempre ha querido lo mejor para el club, para sí mismo y sus compañeros».

Jugadores imprescindibles de ese momento: Ronaldinho (sus sombreritos, regates y la elástica, tan espectacular), Rafa Márquez (el «káiser» de Michoacán), Gio van Bronckhorst, Edgar Davis el «pitbull»), Thiago Motta, Luis Enrique (sí, el ahora entrenador), Phillip Cocu, Kluivert, el «conejito» Saviola, Overmars (el «correcaminos»), Deco, Edmilson, Giuly, Belletti, Sylvinho, Henrik Larsson.

Jugadores imprescindibles que fueron parte de la era Rijkaard y se quedaron para hacer historia: Víctor Valdés, «tarzán» Puyol, el «fantasmita» Andrés Iniesta, Xavi Hernández, la «pulga atómica» Lionel Messi, Samuel Eto’o, Thierry Henry, Yaya Touré, Eric Abidal, Gabriel Milito.

La conga apenas empezaba.

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Ensayo Nuestra memoria

Imre Kertész | Eureka: discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura

Antes que nada, les debo a ustedes una confesión, una confesión tal vez peculiar, pero sincera. Desde el instante en que subí al avión para venir aquí, a Estocolmo, a recibir el premio Nobel de Literatura que me ha sido concedido este año, no he dejado de percibir en la espalda la mirada penetrante de un observador impasible. Y en este momento solemne que me sitúa de pronto en el centro de la atención general, me identifico más con este testigo imperturbable que con el escritor que de repente es leído en todo el mundo. Sólo confío en que el discurso que pronuncie en esta ocasión tan señalada me ayude a acabar con esta dualidad, a unir por fin a las dos personas que conviven dentro de mí.

Todavía me cuesta comprender la aporía que percibo entre esta alta distinción y mi obra o, mejor dicho, mi vida. Es posible que haya vivido demasiado tiempo bajo dictaduras, en un entorno intelectual hostil y desesperadamente ajeno, para poder tomar conciencia de cierto valor literario: era una cuestión sobre la cual simplemente no valía la pena reflexionar. Es más, en todas partes se me daba a entender que aquello sobre lo cual reflexionaba, el llamado «tema» que me ocupaba, estaba superado por el tiempo y carecía de atractivo. Por esta causa, y porque coincidía con mis convicciones, siempre he considerado la escritura un asunto estrictamente privado.


Decir que se trata de un asunto privado no excluye de ninguna manera que sea serio, aunque pareciera un poco ridículo en un mundo en el que sólo la mentira se tomaba en serio. El axioma filosófico afirmaba que el mundo es la realidad objetiva que existe independientemente de nosotros. Un espléndido día de primavera de 1955, sin embargo, comprendí de repente que sólo existía una realidad, yo, mi vida, este regalo frágil de duración incierta que unos poderes extraños y desconocidos habían expropiado, nacionalizado, marcado y precintado, y que yo había de recuperar del Moloc monstruoso llamado Historia, porque mi vida sólo me pertenecía a mí y debía disponer, por tanto, de ella.


Sea como fuere, esto hizo que me opusiera radicalmente a todo cuanto me rodeaba, que si bien no era la realidad objetiva, sí era innegable. Hablo de la Hungría comunista, del socialismo «próspero y radiante». Si el mundo es la realidad objetiva que existe independientemente de nosotros, el individuo no es más que un objeto, incluso para sí mismo; y la historia de su vida es tan sólo una serie de azares históricos incoherentes que lo pueden asombrar, pero con los cuales no guarda relación alguna. De nada le serviría ordenarlos en un conjunto coherente, pues presentan muchos más aspectos objetivos, y el yo subjetivo no puede asumir la responsabilidad por ellos.


Al cabo de un año, en 1956, estalló la revolución húngara. Por un instante, el país se volvió subjetivo. Pero los tanques soviéticos enseguida restablecieron la objetividad. Aun a riesgo de parecer irónico, les ruego que piensen en qué se han convertido el lenguaje y las palabras en el transcurso del siglo XX. Considero probable que el descubrimiento más importante y estremecedor de los escritores de nuestro tiempo es que la lengua, tal como la hemos heredado de una época cultural anterior a la nuestra, es simplemente incapaz de representar los procesos reales, los conceptos que en otros tiempos eran inequívocos. Piensen ustedes en Kafka, piensen en Orwell, entre cuyas manos el lenguaje antiguo se fundía, como si lo hubieran puesto al fuego, para mostrar acto seguido las cenizas de las que surgirían imágenes nuevas, hasta entonces desconocidas.


No obstante, me gustaría volver a mi asunto estrictamente personal, la escritura. Hay cuestiones que alguien en mi situación ni siquiera se plantea. Jean-Paul Sartre dedicó, por ejemplo, todo un opúsculo a la pregunta «¿para quién escribimos?». Es una pregunta interesante que, sin embargo, puede ser peligrosa, y doy gracias al destino por que no haya tenido que pensar nunca en ella. Veamos en qué consiste este peligro. Si elegimos, pongamos por caso, una clase social en la que queremos influir además de gustarle, debemos mirar primero nuestro estilo y preguntarnos si nos sirve para conseguir el efecto deseado. Las dudas no tardarán en asaltar al escritor; y el problema es que en todo caso estará entretenido observándose a sí mismo. Además, ¿cómo saber qué es lo que realmente desea su público, qué es lo que le agrada? Al fin y al cabo, no puede interrogar a todos y cada uno de los individuos. Por otra parte, si lo hiciera, tampoco le serviría de nada. El único punto de partida posible es la idea que él tiene de su público, las exigencias que él le atribuye, la pregunta de qué surtiría sobre él ese efecto que desea conseguir. ¿Para quién escribe, pues, el escritor? La respuesta es evidente: para sí mismo.

Puedo afirmar, como mínimo, que llegué a esta respuesta sin desviarme. La verdad es que mi caso era más sencillo: no tenía público ni quería influir en nadie. No empecé a escribir por un objetivo preciso y lo que escribía no estaba dirigido a nadie. Y si mi escritura tenía un propósito definible, ése era la fidelidad formal y lingüística a mí mismo, y nada más. Resultaba importante precisarlo en aquella época triste y ridícula de la literatura dirigida por el Estado y de la llamada literatura comprometida.


En cambio, me sería más difícil responder a la pregunta, formulada con razón y con cierto escepticismo, de por qué escribimos. Esta vez también he tenido suerte, porque nunca se me planteó la posibilidad de elegir al respecto. He descrito fielmente este hecho en mi novela Fiasco. Estaba en el pasillo desierto de un edificio de oficinas cuando oí resonar unos pasos en un corredor perpendicular. Una emoción particular se adueñó de mí, porque los pasos se acercaban, y aunque pertenecían a una sola persona a la que no veía, de repente me dio la impresión de oír andar a centenares de miles de individuos. Era como si se aproximara una columna de personas con pasos retumbantes, y entonces comprendí la fuerza de atracción de aquel desfile, de aquellos pasos. Allí, en el pasillo, entendí en un solo instante el éxtasis del abandono de sí mismo, el placer embriagador de perderse en la masa, lo que Nietzsche denominó —en otro contexto, desde luego, pero de forma claramente pertinente— la experiencia dionisiaca. Una fuerza casi física me impulsaba y me atraía hacia las filas, sentía que me tenía que arrimar a la pared, y apretarme contra ella, para no ceder al magnetismo tentador.


Describo ese momento intenso tal como lo viví; como si su origen, desde donde surgió cual una visión, se hallara fuera de mí y no en mí mismo. Todos los artistas han vivido momentos como éste. Antes se llamaban inspiraciones repentinas. Pero yo no definiría esta experiencia como una vivencia artística, sino más bien como una toma de conciencia existencial. No me dio mi arte —cuyas herramientas tardé en conseguir—, sino mi vida, que casi había perdido. Trataba de la soledad, de una vida más difícil, de aquello a lo que me refería antes: salir de la marcha embriagadora, de la historia que despoja al hombre de su personalidad y de su destino. Comprobé espantado que diez años después de volver de los campos nazis y, por decirlo de algún modo, todavía en parte bajo el hechizo horrible del terror estalinista, sólo me quedaban una vaga impresión y algunas anécdotas de todo ello. Como si no me hubiera ocurrido a mí, según suele decirse.


Es evidente que estos instantes visionarios poseen una larga historia previa que Sigmund Freud quizá habría atribuido a la represión de alguna experiencia traumática. Quién sabe, tal vez habría tenido razón. Puesto que yo también tiendo a la racionalidad, y los diversos tipos de misticismo y exaltación no van conmigo, necesariamente debo entender, al hablar de visión, una realidad que ha adoptado la forma de lo sobrenatural, que ha actuado como la revelación repentina, diríase revolucionaria, de una idea que había madurado en mí. Ya lo expresa la antigua exclamación de «¡eureka!». «¡Lo tengo!». Sí, pero ¿el qué?


Dije en una ocasión que, para mí, el llamado socialismo tenía el mismo sentido que para Proust la magdalena sumergida en el té, que le evocaba de pronto los sabores de los tiempos pasados. Después de la derrota de la revolución de 1956, decidí quedarme en Hungría básicamente por razones lingüísticas. Así pude observar, ya no con la mente de un niño sino con la de un adulto, el funcionamiento de una dictadura. Vi cómo un pueblo es llevado a negar sus ideales; vi los primeros tímidos pasos hacia el acomodamiento; comprendí que la esperanza era un instrumento del mal, y que el imperativo categórico de Kant, la ética, no era más que la criada dócil de la subsistencia.
¿Podemos imaginar una libertad más grande que la de un escritor en una dictadura relativamente limitada, diríase que cansada e incluso decadente? En los años sesenta, la dictadura húngara llegó a un punto de consolidación que podría denominarse casi de consenso social y que, más adelante, el mundo occidental definió, con burlona condescendencia, como «comunismo de gulash». Parecía que, después de la animosidad inicial, el comunismo húngaro se había convertido de pronto en el comunismo preferido de Occidente. En el fango de este consenso sólo existían dos opciones: renunciar definitivamente al combate o buscar los sinuosos caminos de la libertad interior. Un escritor no tiene grandes necesidades, le bastan un lápiz y papel para ejercer su oficio. La repugnancia y la depresión con que me levantaba todas las mañanas enseguida me sumergían en el mundo que quería describir. Me percaté que describía a un hombre sumido en la lógica del totalitarismo al tiempo que yo mismo vivía en otro totalitarismo y que esto convertía el lenguaje en el que escribía mi novela en un medio sugerente. Si valoro sinceramente mi situación en aquella época, no sé si en Occidente, en una sociedad libre, habría sido capaz de escribir la misma novela que hoy se conoce por el título de Sin destino y que ha obtenido el más alto reconocimiento de la Academia Sueca.


No, sin duda habría aspirado a otra cosa. No digo que no hubiera aspirado a la verdad, pero habría sido otra verdad. En el libre mercado del libro y de las ideas, posiblemente me habría esforzado por encontrar una forma novelística más brillante. Por ejemplo, habría podido fragmentar el tiempo de la narración y relatar sólo los momentos más impactantes. Pero el protagonista de mi novela no vive su propio tiempo en los campos de concentración, porque no posee ni su tiempo ni su lengua ni su personalidad. No recuerda, sino que existe. Por tanto, el pobre debía permanecer en la monótona trampa de la linealidad y no podía liberarse de los detalles penosos. En lugar de una espectacular sucesión de grandes momentos trágicos, había de vivirlo todo, cosa que resulta agobiante y ofrece escasa variedad, como la vida misma.


Esto, sin embargo, me permitió extraer unas enseñanzas sorprendentes. La linealidad exigía que cada situación dada se cumpliera de forma íntegra. Me impedía, por ejemplo, saltarme elegantemente una veintena de minutos por la sencilla razón de que esos veinte minutos se abrían ante mí cual un abismo negro, desconocido y espantoso como una fosa común. Hablo de los veinte minutos que transcurrían en la rampa del ferrocarril del campo de exterminio de Birkenau, antes de que las personas que habían bajado de los vagones llegaran hasta el oficial encargado de la selección. Yo mismo recordaba gran parte de aquellos veinte minutos, pero la novela exigía que desconfiara de mi memoria. Los testimonios, confesiones y recuerdos de supervivientes que leí, sin embargo, coincidían casi en su totalidad en que todo se producía muy deprisa y de la manera más confusa: las puertas de los vagones se abrían violentamente, se oían gritos y ladridos, los hombres y las mujeres eran separados, en medio de un tropel demencial llegaban de pronto hasta un oficial que les echaba una rápida ojeada, señalaba algo estirando el brazo, y en un dos por tres ya iban vestidos de prisioneros.


Yo guardaba otro recuerdo de aquellos veinte minutos. En busca de fuentes auténticas, leí primero a Tadeusz Borowski, sus relatos límpidos, de una crueldad autotorturadora, uno de los cuales se titula «Pasen al gas, señoras y señores». Luego fue a parar a mis manos la serie de fotografías que un miembro de las SS había tomado de los transportes de seres humanos que llegaban a la rampa de Birkenau y que los soldados estadounidenses habían encontrado en el antiguo cuartel de las SS del ya liberado campo de Dachau. Contemplé las fotos con perplejidad: bonitas y sonrientes caras de mujeres, muchachos jóvenes de mirada inteligente, llenos de buena voluntad y dispuestos a cooperar. Entonces comprendí cómo y por qué se habían borrado de las memorias esos veinte minutos humillantes de inacción e impotencia. Y cuando pensé que todo se había repetido día tras día, semana tras semana, mes tras mes, en el curso de larguísimos años, pude hacerme una idea de la técnica del horror; comprendí cómo se podía volver la naturaleza humana contra la propia vida humana.


Avancé así, paso a paso, por el camino lineal de los descubrimientos. Era, si les parece, mi método heurístico. Me di cuenta enseguida de que no me interesaba saber para quién ni por qué escribía. Sólo me interesaba una pregunta: ¿qué tenía todavía en común con la literatura? Porque era evidente que una línea fronteriza me separaba de la literatura y de sus ideales, de su espíritu. Y el nombre de esta línea, como el de tantas otras cosas, es Auschwitz. Cuando escribimos sobre Auschwitz, hemos de tener en cuenta que, al menos en cierto sentido, Auschwitz ha dejado la literatura en suspenso. De Auschwitz sólo se puede escribir una novela negra o, con todo el respeto, un folletín en el que la acción comienza en Auschwitz y se extiende hasta nuestros días. Quiero decir con esto que después de Auschwitz no ha ocurrido nada que haya revocado o refutado Auschwitz. En mis escritos, el Holocausto nunca ha podido aparecer en pasado.


A menudo se dice de mí —como cumplido o como reproche— que soy escritor de un solo tema, el Holocausto. No tengo nada que decir al respecto. ¿Por qué no aceptar, aunque sea con algunas reservas, el lugar que se me ha asignado en los estantes de las bibliotecas? De hecho, ¿qué escritor de hoy en día no es un escritor del Holocausto? No se tiene que elegir necesariamente el tema directo del Holocausto para percibir la voz rota que domina el arte contemporáneo europeo desde hace décadas. Es más, no conozco ninguna obra de arte buena y auténtica que no refleje esta ruptura, como si mirásemos el mundo derrotados y desorientados después de una noche de pesadillas. Nunca sentí la tentación de considerar el ámbito temático denominado Holocausto como un conflicto inextricable entre alemanes y judíos; nunca creí que fuese el último capítulo de la historia de sufrimientos del pueblo judío que sucedía lógicamente a las pruebas anteriores; nunca vi en ello un descarrilamiento puntual de la historia, un pogromo a gran escala más violento que los anteriores o una condición previa a la fundación del Estado de Israel. Lo que descubrí en el Holocausto fue la condición humana, la estación final de una gran aventura a la que el hombre europeo llegó después de dos mil años de cultura ética y moral.


Ahora sólo hemos de pensar en cómo avanzar a partir de aquí. El problema de Auschwitz no consiste en saber si ponerle un punto final o no; si conservar su memoria o, más bien, dejarlo en el correspondiente cajón de la historia; si se deben erigir monumentos a los millones de asesinados y qué tipo de monumentos deberían ser. El verdadero problema de Auschwitz es que ocurrió y que no podemos cambiar nada de este hecho, ni con la mejor ni con la peor voluntad del mundo. El poeta católico húngaro János Pilinszky definió esta grave situación quizá con la palabra más precisa, al llamarla «escándalo». A buen seguro entendía por este término el hecho de que Auschwitz se produjo en un ámbito cultural cristiano y que, por tanto, resulta insuperable para el espíritu metafísico.


Profecías antiguas auguraban la muerte de Dios. No cabe la menor duda de que, después de Auschwitz, nos hemos quedado solos. Debemos crear solos nuestros valores, día tras día, en un trabajo ético invisible y tenaz que acabará generándolos y convirtiéndolos quizá en una nueva cultura europea. Pienso que si la Academia Sueca ha querido distinguir precisamente mi obra, quiere decir que Europa vuelve a necesitar la experiencia que los testigos de Auschwitz, del Holocausto, se vieron obligados a vivir. Esta decisión —permítanme que lo diga— es a mi juicio una señal de valentía e incluso, en cierto sentido, de una firme determinación: deseaban mi presencia aquí a pesar de que habían de intuir lo que diría. Lo que manifiesto a través de la «solución final» y del «universo concentracionario», sin embargo, no se puede malinterpretar, y la única posibilidad de sobrevivir, de conservar las fuerzas creativas, pasa por reconocer este punto cero. ¿Por qué no puede ser fructífera esta lucidez? En lo hondo de las grandes tomas de conciencia, aunque se basen en tragedias insuperables, siempre se esconde el valor europeo más grandioso, el momento de la libertad, que inunda nuestras vidas con un plus, con una riqueza, llamándonos la atención sobre el hecho real de nuestra existencia y sobre nuestra responsabilidad al respecto.


Me hace especialmente feliz poder expresar estos pensamientos en húngaro, mi lengua materna. Nací en Budapest, en el seno de una familia judía cuya rama materna procedía de Kolozsvár, Transilvania, mientras que la paterna venía del extremo suroccidental del lago Balatón. Mis abuelos todavía encendían las velas en la víspera del sabbat, el viernes por la noche, pero ya habían «magiarizado» sus apellidos, y para ellos era natural tener el judaísmo como religión y considerar Hungría como su patria. Mis abuelos maternos murieron en el Holocausto; el poder comunista de Rákosi destrozó la vida de mis abuelos paternos cuando impulsó el traslado forzoso de la residencia de jubilados judíos de Budapest a la frontera norte del país. Me parece que esta breve historia familiar resume y simboliza a la vez los sufrimientos de este país en los últimos tiempos. Todo esto me enseña que el duelo no solamente guarda amargura, sino también unas reservas morales extraordinarias. A mi entender, ser judío hoy en día es, una vez más, en primer lugar una tarea moral. Si el Holocausto ha creado una cultura —lo cual es incontestable—, su meta sólo puede consistir en que la realidad irreparable haga nacer, mediante el espíritu, la reparación, es decir, la catarsis. Este deseo es el que ha inspirado todas mis creaciones.


Aunque poco a poco me estoy quedando sin palabras, confieso sinceramente que no he encontrado aún el equilibrio tranquilizador entre mi vida, mi obra y el premio Nobel. Por el momento, sólo siento una profunda gratitud: gratitud por el amor que me ha salvado y me mantiene con vida. Hemos de admitir, sin embargo, que en este recorrido tortuoso, en esta «carrera» —la mía—, si se puede llamar de esta forma, hay algo perturbador, algo absurdo; algo que difícilmente se puede pensar hasta sus últimas consecuencias sin caer en la tentación de creer en un orden sobrenatural, en la providencia, en la justicia metafísica; es decir, sin caer en la trampa del autoengaño y acabar, por tanto, encallando, destruyéndose, perdiendo el contacto profundo y atormentador con los millones de seres que murieron y jamás conocieron la misericordia. No es cosa fácil ser una excepción; y ya que el destino ha querido que fuéramos una excepción, hemos de reconciliarnos con el orden absurdo de los azares que, con el capricho de un pelotón de fusilamiento, gobierna nuestras vidas sometidas a potencias inhumanas y a dictaduras terribles.


No obstante, cuando preparaba este discurso, me ocurrió una cosa muy extraña que, en cierto sentido, me devolvió la serenidad. Un día recibí por correo un gran sobre de papel marrón. Me lo enviaba el director del Memorial Buchenwald, el doctor Volkhard Knigge. Adjuntaba a sus cordiales felicitaciones un sobre más pequeño. Me indicaba su contenido, por si no tenía la fuerza suficiente para afrontarlo. En el interior hallé, concretamente, una copia del registro diario de detenidos del 18 de febrero de 1945. Por la columna de las Abgänge, es decir, de las «bajas», me enteré de la muerte del prisionero número 64.921, Imre Kertész, nacido en 1927, judío, obrero. Los dos datos falsos, mi año de nacimiento y mi profesión, se explican por el hecho de que, al ser registrado en la administración del campo de concentración de Buchenwald, me puse dos años más para que no me enviasen con los niños y me hice pasar por obrero en vez de estudiante para parecer más útil.


Por tanto, he muerto una vez para poder seguir viviendo, y puede que ésta sea mi verdadera historia. De ser así, dedico la obra nacida de la muerte de ese niño a los millones de muertos y a todos aquellos que todavía los recuerdan. Pero como en definitiva se trata de literatura, de una literatura que es al mismo tiempo, según la justificación de su academia, un acto de testimonio, quizá sea útil en el futuro y, si escucho a mi corazón, hasta diría más: quizá sirva al futuro en su día. Porque tengo la sensación de que, pensando en el efecto traumático de Auschwitz, llego a las cuestiones fundamentales de la vitalidad y de la creatividad humanas; y así, al pensar en Auschwitz, pienso, quizá paradójicamente, más en el futuro que en el pasado.

Pronunciado ante la Academia Sueca el 10 de diciembre de 2002.

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Rody Polonyi | El informe Lúxor

En las cercanías de Lúxor, a 42 grados y bajo un sol de justicia, el Valle de los Reyes resplandece como un horno calcáreo inhabitable para cualquiera que no esté ya momificado. Oculta, a la sombra de la colina tebana Meretseger, se halla una bóveda que fue descubierta el 25 de enero de 1994 por un equipo suizo de la universidad de Basilea, que la bautizó como la tumba KV 40. En ella encontraron algunos de los hallazgos más sensacionales de los últimos tiempos, además de un centenar de cuerpos embalsamados, entre ellos, los de varios príncipes y princesas de la decimoctava dinastía.

Muy discreta y cerrada a cal y canto por una trampilla metálica ardiente como un brasero, la tumba KV 40 está al principio del ramal que conduce al risco donde se encuentra la de Tutmosis III. Millones de visitantes han desfilado ante el lugar sin imaginar el tesoro que se escondía dentro.