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Ensayo Opinión Verbologías del equilibrista

Notas sobre tecnociencia y reconfiguración económico-política

I

Hay acaso una forma destacada en que la tecnociencia contemporánea es una de las bases productivas para soportar las crisis cíclicas del mundo económico. En los términos de uno de los debates clásicos en la teoría económica de raigambre marxiana, la tecnociencia ha venido a representar una posibilidad de recuperación del capitalismo ante la caída tendencial de la tasa de ganancia histórica, y ello por medio de un reajuste sistémico de la producción social de valor económico mediante la mercantilización en escalas técnicas y bióticas impensadas. 

En este sentido, es útil recordar que la economía se ocupa, entre otras magnitudes sociales, de la comprensión de las crisis sistémicas: es una interpretación acerca de la capacidad de adaptación sistémica traducida en capacidad de valorización al interior de un sistema de sistemas cuya dinámica son ciclos tras ciclos de procesos críticos de destrucción creativa (innovación en sentido schumpeteriano) y valga la redundancia, destrucciones destructivas. En el estado actual de los procesos de valorización económica ligados a la tecnociencia, ella funciona como motor de ampliación significativa de los procesos de valorización económica en sostenidos contextos de crisis; es una vía de amplificación, una capacidad, de concretar valores de cambio científico-tecnológicos y asignarles un rol en el mercado, ya sea como 1) cinturón de fuerza que permita retener para el capital el privilegio de producción de valor, ya sea para 2) amplificar y renovar dicha producción, que es, en verdad, un entero socio-metabolismo. Como podrá suponerse, la dinámica en que se da este proceso es en verdad bastante incierta. A decir de Claudio Katz (2001),

La dinámica súper competitiva que prevalece en el “high tech” y la batalla por capturar una renta tecnológica, permanentemente amenazada por la caída de los precios retrata un cuadro de revolución tecnológica, pero en condiciones muy inciertas. Cuando se trabaja con un margen de beneficio tan amenazado por la competencia deflacionaria, sólo la sustancial ampliación del mercado permite seguir valorizando el capital (ibid.).

De esta forma, la tecnociencia funciona como una contratendencia explosiva de carácter histórico e incierto que definiría una nueva época de destrucción creativa schumpeteriana en la producción social. Se trataría, en tal caso, de una contratendencia crítica y característica del presente, en que los procesos de apropiación/expropiación de la riqueza pública y social existente —esto es, la conversión en mercancías de los recursos naturales, estratégicos, genéticos y culturales—, enmarcan continuamente la crisis sistémica por la que atraviesa el sistema-mundo en las décadas de desarrollo del capitalismo avanzado, pero sin llegar a definir una nueva era dorada en la producción capitalista o un boom sostenido hacia la superación de la lógica de escasez que el propio sistema impulsa para autolegitimarse.

II

La economía-política, subsume (no solo en el terreno de los fenómenos superficiales, como el intercambio y producción de mercancías en el mercado) a los procesos de producción científico-técnica que, por su parte, no hacen más que ampliar su horizonte de visibilidad y acción para la producción de valor. Se trata de una doble determinación del capitalismo contemporáneo: la tecnociencia es un inédito rostro del capitalismo avanzado y la economía-política es el espacio relativamente vacío que resignifica a la “innovación” (con sus ciclos de auge y crisis recesivas) por medio, ahora, de la “revolución tecnocientífica”. 

En palabras de Claudio Katz, en referencia al componente informático de la tecnociencia, lo realmente novedoso en la transformación tecnocientífica, «no es la gravitación de la información en la economía, sino el desarrollo de una tecnología para sistematizar, integrar y organizar el uso económico de la información» (Katz, 1998ª: 1). Si la tecnología es el proceso de la aplicación del conocimiento científico a la producción social, hay que tener en claro que las normas que regulan dicho proceso son las propias del capitalismo. 

Para este autor, el «cambio tecnológico» lo es precisamente en el nivel de una reorganización de las fuerzas productivas del capital. Pero se trata de una reorganización (por subsunción) de la tecnología revolucionada al sociometabolismo del capitalismo contemporáneo, y sus productos se someten a los ritmos que el mercado de las innovaciones impone. Sin poder escapar al ritmo vertiginoso de la acumulación con todas sus consecuencias sociales, termina por integrarse a la continuidad de los ciclos de crisis y auge que hacen parte de la historia del capitalismo en cuanto modalidad de realización de la civilización moderna. En este caso, la producción tecnocientífica no representa el horizonte de superación de los ciclos de crisis recurrentes en la historia de la modernidad capitalista, sino un reajuste a nivel productivo definido por procesos de innovación cuya tendencia en términos de ganancia global histórica está aún por definirse. De aquí que toda formulación de un telos poshistórico tecnológico, posindustrial o tecnocientífico, no haga más que estatuir un mito ideológico y una ilusión de superación de lo que es realmente constitutivo de la modernidad capitalista. 

III

A la celebración de las bondades de la sociedad informatizada y tecnocientífica, con su evangelio sobre las ventajas liberadoras de las mercancías simbólicas y de las nuevas tecnologías (compartida por autores tan disímiles como Castells, Hardt, Lash o Toffler) se opone precisamente el hecho de que tal sociedad de la información y el conocimiento es, a la vez, una concepción del mundo surgida en un contexto de crisis de reposicionamiento que busca diseñar maneras (tecnocientíficas) de renovar los ciclos de producción, distribución, circulación y consumo del capitalismo. Y tal rediseño, como bien anota Javier Echeverría (2003), corre a cargo de diversos agentes: gobierno, corporaciones, universidades, etc., de tal manera que hay una participación pública y privada, por así decirlo, en la producción tecnocientífica en un contexto de crisis.

La cercanía entre crisis, gobierno, tecnología y capital es bien abordada El mundo tras la era del petróleo (1985), donde Bruce Nussbaum ya situaba a la OPEP como precursora de la crisis de la era pos-petróleo y, a la vez, casi accidentalmente, detonadora de la revolución tecnológica que sobrevino; de tal manera que, para él, la racionalidad gubernamental (neoconservadora), la crisis norteamericana, la tecnociencia, así como la informatización que la acompañaba, iban de la mano. No es, entonces, como parecen pensar no sin ingenuidad Castells o Michael Hardt, que la revolución tecnocientífica e informática que son parte de la producción actual, supongan el paso hacia una sociedad distinta que supera los viejos métodos de apropiación/explotación capitalista por medio del uso comunitario de bienes simbólicos: el “capital intelectual” de que habla Javier Echeverría. Ante lo que estamos es una redefinición del mundo social moderno/capitalista por medio de su subsunción en una reestructuración productiva. Gonzalo Zavala Alardín, incluso diría que es una retórica progresista (la tecnocientífica y de la sociedad de la información) que esconde viejas nostalgias conservadoras cargadas de ideología (1990).

Viendo críticamente tal celebración de las virtudes que podríamos llamar tecnocientíficas y en el entendido no determinista, pero sí precautorio, de que la tecnología no se determina a sí misma, no configura un mundo nuevo de manera asocial y autonomizada respecto a los procesos históricos, sino que ella es determinada por el proceso social de la acumulación, podemos entender cómo se somete a las reglas de la competencia y el beneficio para lograr “innovar”, de tal manera que no hay algo como un imperativo tecnológico (Katz, 1998b: passim). Hay determinaciones de carácter histórico-social y económico-políticas en el mundo tecnológico. No es la tecnociencia (juzgada como promesa de conciencia planetaria e indicio cuasi teológico irrefrenable de la misma) la que determina al mundo, sino que ella es determinada por la suma de las relaciones productivas que lo integran. 

Conformándose como complejo de complejos conceptual, la tecnociencia, es parte (subsumida) y producto de una totalidad que transforma la naturaleza de los objetos que la conforman (ciencia y tecnología) en mercancía. De ahí que la naturaleza de la acción tecnocientífica cambie profundamente las naturalezas anteriores de la acción científica y de la acción tecnológica. Por eso, con tino, Javier Echeverría, sostiene que “la revolución tecnocientífica crea una nueva modalidad de capitalismo, el tecnocapitalismo, muy diferente del capitalismo industrial” (Porta, 2016). 

Hasta aquí y juzgada de esta manera, como hipotética contratendencia a la caída de la tasa de ganancia histórica, la tecnociencia permitiría la expansión de los límites de crecimiento del capital, puesto que no incide meramente dentro del “mercado” como realidad fija históricamente constituida y terminada (locus del intercambio de bienes de consumo fenoménicamente trazables e insuperables), sino que, tendencialmente, incide en las ramificaciones todas de la entera vida socio-biótica, que devienen potencialmente mercancías presentes y futuras en niveles moleculares. Sin embargo, es preciso indicar que el curso de dicha contratendencia tecnocientífica no es claro aún. No parece todavía posible señalar que la tecnociencia representa una revolución a nivel de la recuperación en la tasa de ganancia global para el capital, deviniendo en una contratendencia definitiva a su tendencial caída en el marco de los ciclos de auge y crisis históricos. Para economistas y tecnólogos no está claro todavía que el proceso de reorganización y crisis del capital en que se inserta la tecnociencia pueda derivar en crecimiento económico en el largo plazo (Katz, 2001). 

IV

Para la teoría económica neoclásica, que es la que mayor influencia tiene en el campo de las acciones económico-políticas, la revolución tecnocientífica vendría a ser un proceso “innovador” de maximización (su posibilidad, ante todo) de la producción bajo condiciones de escasez. En este sentido, dicha teoría económica presenta el cambio tecnológico que viene de la mano de la informatización, le tecnogenética y las biotecnologías, etc., bajo los estrictos términos de una reactualización tecnificada para contrarrestar la escasez por el camino de una artificialidad expansora de los mercados, aplicados a metabolizar otras dimensiones de “lo vivo”, o si se quiere, de la Naturaleza. Se impone una definición de lo Natural tecnocientífico en contra de toda la dispersión que el pluralismo y relativismo culturales puedan apreciar como característica fundamental del sistema global viviente. Por ello Sunder Rajan (2006, passim), crítico de tales posiciones neoclásicas, piensa al gen como una unidad que, apropiada por las corporaciones capitalistas, resignifica ampliamente, por el camino de la innovación, la relación entre inputs y outputs económicos al ensanchar el campo del conocimiento tecnológico; el capital tendría una función parasitaria pues busca agentes de hospedaje a los que “cobra” a nivel material, simbólico, discursivo, etc. Los nombres de la subsunción pueden multiplicarse analíticamente hasta donde nuestra imaginación lo permita. Sin embargo, es posible afirmar que el objeto tecnocientífico así producido por la teorización neoclásica es fundamentalmente conceptuado en una ausencia de movimiento: el objeto tecnocientífico es estático. No podría lidiar con la tecnociencia como dinámica sometida a las tendencias históricas y sus combinaciones inter-temporales. 

V

En el entendido de que la economía de corte capitalista es 1) una economía monetarizada de producción (y no una de intercambio), es decir, un modelo con supremacía de la actividad de producción/acumulación sobre la de intercambio/realización, y en donde 2) el motor de la actividad de producción es la inversión (acumulación privada de capital), aunada a decisiones de orden empresarial con capacidad de modificar con dinamismo el avance tecnológico y el uso combinado de factores productivos, es que se sostiene la ya referida relación de subsunción de la tecnología y la ciencia por el capital (Fugamalli, 2010: 27). Incluso revisando las tesis de Javier Echeverría (2003), que, aunque no profundiza en el contenido de la relación capital-inversión, sí hace mención de ella, es posible sostener que, en la tecnociencia, la inversión representa la manifestación del poder del capital. Tanto ha crecido tal poderío que, para comienzos del 2000, este autor ya notaba que si en “1968, la industria norteamericana sólo invertía en I+D la mitad que el Gobierno Federal [en] 1980, pasó a invertir más, tendencia que ha proseguido en las últimas décadas del siglo XX, hasta llegar al 70% de inversión privada en la actualidad” (2003: 19). 

Si acordamos que de la inversión dependen los éxitos del proceso de acumulación de capital, entonces es posible pensar que ella es una forma de poder en la tecnociencia (biopoder diría Sunder Rajan). Y lo es justo porque de ella dependen las modalidades/formas de la tecnociencia contemporánea. La inversión capitalista otorga por un lado 1) poder sobre los productos (mercancías) tecnocientíficas, ofertando la posibilidad de decidir cómo han de producirse (pero también su precio y cantidad) y 2) poder y, por ende, control, directo o indirecto (según las peculiaridades de la mercancía tecnocientífica concreta) sobre el trabajo tecnocientífico (y diría Foucault, sobre el cuerpo y la mente de los individuos), esto es, sobre las actividades propiamente tecnocientíficas. 

Lo anterior se liga con la noción de acción tecnocientífica de Javier Echeverría (2003), de evidente contenido económico y político, y sus condicionamientos, que no pueden ser establecidos en meros términos de un conflicto de valores donde lo económico (y con él, lo político) es tan solo un elemento más, pues, como lo sostenemos, tiende a subsumir y articular la totalidad tecnocientífica. 

Referencias: 

  • ECHEVERRÍA, Javier. La revolución tecnocientífica, México: FCE, 2003. 
  • FUGAMALLI, Andrea. Bioeconomía y capitalismo cognitivo, hacia un nuevo paradigma de acumulación, Madrid: Traficantes de sueños, 2010. 
  • KATZ, Claudio. “Crisis y revolución tecnológica de fin de siglo”, Realidad Económica, núm. 154, febrero, 1998a, pp. 34-49.
  • KATZ, Claudio. “Determinismo tecnológico y determinismo histórico-social”, Redes, vol. V, núm. 11, junio, 1998b, pp. 37-52.
  • KATZ, Claudio. “Mito y realidad de la revolución informática”, 2001, consultado en línea en: http://lahaine.org/katz/b2-img/Mito%20y%20Realidad%20de%20la%20Revoluci%C3%B3n.pdf 
  • NUSSBAUM, Bruce. El mundo tras la era del petróleo. México: Editorial Planeta, 1985. 
  • PORTA, Patricio, “Diálogos: Javier Echeverría”, Página 12, 16 de mayo de 2016, consultado en  línea en: https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-299425-2016-05-16.html
  • SUNDER RAJAN, Kaushik, Biocapital: the constitution of postgenomic life, EU: Duke University Press, 2006. 
  • ZAVALA, Alardín. La sociedad informatizada, México: Trillas, 1990.
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Notas finales sobre imaginerías ilustradas … (IV y última)

En las últimas entregas de esta columna, he intentado esbozar lo que podría llamarse una crítica al liberalismo decimonónico mexicano. Sin embargo, frente al triunfo del liberalismo de ayer y a su radicalizada y sumamente destructiva reedición en el llamado neoliberalismo de hoy, caben unas notas finales. Valgan pues las siguientes líneas como una suerte de corolario sobre los delirios liberales decimonónicos y sus aspiraciones nunca realizadas de ser abrazados por la civilización capitalista euro-norteamericana, por encima de sus grandes mayorías «bárbaras» («atrasadas» o «subdesarrolladas», se dirá después). Pienso que no es ocioso regresar a buscar los indicios del desastre presente en el siglo XIX. Al final, las obsesiones liberales, se hallan fuertemente emparentadas con las del actual y hegemónico neoliberalismo en su mismo núcleo de supuestos normativos (sean ellos ontológicos, éticos o epistémicos), regulando todos ellos generalizadas y entronizadas prácticas sociales de muy diversa dimensión organizativa y económico-política. De ahí la relevancia que cobra el estudio del liberalismo de ayer para la comprensión del presente como historia.

I

La materialidad económica, política y social de la historia de las repúblicas latinoamericanas, viene acompañada de una gran ficción que se expresa como voluntad violenta de ser lo real, y que tiene el depósito metafísico de sus fantasías en el discurso fundacional de tales repúblicas oligárquicas. Se trata de la configuración ocultadora e ideológica del hecho fundacional de la barbarie modernizadora, hecho que entonces aparece ficcionalizado y travestido en la forma de la “sociedad política” de los señores de la producción. Es en este sentido, que las repúblicas latinoamericanas emanan de un artificio ficcionalizador —aquello que Valery llamaba la edad de las ficciones—, ahí donde la violencia se disfraza, precisamente, de civilización y progreso. No hablamos aquí de las viejas «robinsonadas» de la economía política y el liberalismo clásicos —con sus «estados de naturaleza» y sus individuos solos y aislados—, sino del aparato legitimador del poder político en las sociedades moderno-capitalistas, poder que se despliega ocultándose al mismo tiempo a través del recurso a la ficción. El núcleo paranoide y delirante de los discursos producidos por las élites liberales decimonónicas se inscribe en esta urdimbre.

Por otro lado, podemos incluso afirmar, que tal estratagema legitimadora de las relaciones de dominación/explotación/conflicto —que son constitutivas de la heterogeneidad ancilar latinoamericana—, es esencial para el propio devenir de la modernidad capitalista, pues ella implica, ciertamente, una mitificación y un ocultamiento de la violencia que define su carácter y sus críticas modalidades de desarrollo, marcadas así por la desmesura productivista a costa de los más.

II

La estratagema ficcionalizadora de la violencia y la desmesura del sistema, se ha presentado bajo los nombres de progreso y civilización, generando modalidades binarias (civilización y barbarie, lógos y mythos, etc.) que funcionan como 1) expresión de ontologías totalizantes y esencialistas destinadas a preservar una clasificación social ventajosa para los poderosos y 2) naturalización de la violencia política adelantada por las élites liberales. En el seno de tal estrategia, históricamente exitosa, descansan contradicciones abismales nacida de su universalidad exclusivista y colonial. A pesar de ello, perdura el consenso a su favor a través del tiempo, y en muchos sentidos seguimos atados a sus ilusiones y a sus “ensanchamientos” epistémicos como únicas salidas racionales a los dilemas del presente. En el proceso de despliegue de tal modalidad de dominación, la política revolotea entre la fundación “elitista» —combinada con formas continuadas de «epistemicidio»—, y una monología caracterizada en el presente por una política a-política, es decir, la anti-política de la reestructuración de la totalidad social neoliberal. La continuada repetición de sus slogans conforma a una “sociedad civil” que, avanzando dentro del armazón del miedo respetuoso a la “mano invisible”, quiere ver en la auto-negación el principio de toda civilidad y de todo comportamiento y hacer racional.

III

Ciertamente, los liberales decimonónicos han querido hacerse pasar por “hombres de espíritu”. Está ahí cifrada gran parte de su debilidad y de la equivocación de sus tendencias. Embebidos por la ilusión liberal han sido incapaces de llegar a conocer su lugar en el proceso de producción. Son pues hombres hechos de la realidad en permanente crisis de la que quisieron emanar artificialmente triunfantes, pero en cuyas contradicciones no han querido ahondar más allá del discurso.

Los “hombres de espíritu” han querido elevarse por encima de la situación crítica en que se vieron envueltos invocando el alto soplo de la civilización, que es, por definición, el anhelo de ninguna parte, un discurso alucinante que alumbra con vértigo y vehemente lógica de explotación los lugares por donde pasa a ciegas. Los liberales mexicanos, sin haber hecho la carrera a ciegas, han querido elevarse por encima de sus propios pasos después de todo y, ya presa de su propio delirio, han buscado ser “hombres de espíritu”. Más la realidad de la explotación no puede ser vencida por el Espíritu —que mira desde su desmesura—, sino por aquellos que habiendo recorrido el camino se tornan ellos mismos en la geografía del mundo y sus heridas.  

No basta con corroer desde dentro del poder político al “terror” pretérito, ni tratar de exorcizarlo con estrategias surgidas de la ilusión liberal. Los liberales mexicanos no renunciaron nunca a su cuna ni a su educación privilegiada; no dejaron de abrazar las ilusiones propias del Espíritu ilustrado ni desistieron de su ciudad letrada, que aunque con miradas en el abismo de lo “popular” y sus miserias, siempre se vieron a sí mismos como la voz de una sociedad que se levanta por encima de la sociedad real y la desdeña con la mirada de quien se sabe portador de una verdad imperecedera, verdad que tarde o temprano ha de realizarse por la palabra de un moderno augur que predice la llegada del futuro destronado por los errores del pasado.  

He ahí el gigantismo del liberalismo latinoamericano y su discurso —gigantismo que inflando la palabra, trata de ocultar su debilidad, es decir, la pérdida de vigencia o la debilidad de esa palabra como lugar de la toma de decisiones y de la actuación de la voluntad política—, que hubo querido cargar con la inmensa carga del Espíritu para aniquilar al pasado y a su propia condición de anclaje al pasado colonial, que no es otra cosa que el relato de un pasado que los criollos independientes construyen para luego demolerlo —con voluntad cesarista— y darle así sentido a su propia metafísica, a su propio y recién adquirido esencialismo, moderno y antimoderno a la vez.   

Personajes como Fray Servando Teresa de Mier o Lorenzo de Zavala (no otros como el ya tratado Bustamente) pudieron ver al “hombre abstracto” del liberalismo y adivinar su limitada suerte en medio de un nacimiento (el de la nueva República) que llevaba ya la mácula de una crisis permanente. Más no pudiendo renunciar a la sombra de las faldas que aquel hombre abstracto les hubo prodigado como escudo protector, hubieron de construir su discurso de crítica al pasado colonial desde las categorías y formas de fe que aquel resguardo les ofrecía. Declararon siempre henchidos en su ilusión, añorando un futuro al que se mira desde un tiempo ausente (que es un tiempo que no llega, gobernado por el deber ser y no por el saber estar), y que tenía en Norteamérica, Inglaterra y Francia sus más contundentes demostraciones.  

Lo revolucionario no estaba ciertamente en oponer el Espíritu del liberalismo moderno y capitalista al “terror” del pasado colonial, como quisieron creerlo los liberales latinoamericanos. No se trataba de la lucha del Espíritu contra el pasado reaccionario opuesto al Progreso, sino de la lucha de los miserables, los colonizados, contra todo yugo ya no sólo colonial, sino contra la misma dinámica de la colonialidad del poder que pervive más allá de las independencias político-administrativas decimonónicas. Un intelectual, para ser revolucionario, tiene que ser traidor a su propia clase, los liberales ciertamente no lo fueron. Sólo buscaron una «mejor versión», en algunos casos purificada por el trabajo, más acabada y consciente de sí por la fuerza de su ímpetu de apropiación, que si bien es prólogo de muchas vilezas, pensaban, constituye la única vía posible para alcanzar la civilización y el natural orden de las cosas, dos metas imposibilitadas por la presencia de los errores coloniales, con todas sus pervivencias nativas, antimodernas y bárbaras.

IV

Se cierran estas notas finales con un comentario relacionado con el mencionado Lorenzo de Zavala, de quien suele decirse que fue un traidor. Tal es su lugar en el relato de la historia nacional mexicana tras haber apoyado la causa separatista de los texanos en 1835-36. Sin embargo, pienso que sigue siendo un personaje fundamenta para entender los descalabros del liberalismo mexicano en el siglo XIX, y, por lo tanto, el malogrado nacimiento de la república mexicana.

Tan sólo quisiera decir que no es claro que haya traición a una patria que no existe más que como entelequia elitista o como afirmación realmente maravillosa. Puede que su radical fe liberal, se dice, le llevara a integrarse a las filas del proyecto norteamericano, donde habían alcanzado su máxima realización (o eso creía él) el fundamentalismo de la propiedad, la civilización y el progreso; había que acelerar y dejarse llevar por esa marcha y es así como debe entenderse quizá su idea sobre la sangrienta victoria que los EU tendrían tarde o temprano sobre las «naciones incivilizadas». Puede también que haya visto no más que por su interés como propietario de extensiones importantes de territorio en Texas. Difícilmente puede argüirse, por otro lado, como se ha hecho (con sensiblería nacionalista), que fue su falta de arraigo patriotero (o del esencialismo reaccionario que supone todo nacionalismo) lo que derivó en la traición, pues no existía en aquel momento una clara noción de patria ni del consiguiente “sentimiento patriótico”. De estas tres hipótesis quizá esta última demuestre mejor la pervivencia idealista de una condición alienada propia del discurso histórico nacionalista. De alguna manera Zavala percibía lo ilusorio de la República independiente y se fue, con sus propias ilusiones, hacia un lugar que le permitiese quizá, una más cómoda realización de su utopía privada.  

Los traidores son un elemento esencial del relato nacionalista, así como los héroes. Le dan sentido a dicho relato y le permiten mantenerse en permanente respiración artificial. Las glorias cesaristas de la historia nacional, protagonizadas por héroes y traidores, están fraguadas en la victoria del liberalismo mexicano. Sabido es (pero a lo mejor no suficientemente) que los vencedores han escrito la historia de México (y de Latinoamérica). Las heroicas tragedias de los liberales, sus batallas fundantes de la promesa del progreso y la civilización en el siglo XIX (en contra de la pervivencia del fantasma colonial y la barbarie), así como las nunca terminadas empresas de la modernización, el crecimiento y el desarrollo que maman de sus supuestos travestidos, ya en el siglo XX y lo que va del XXI, forman parte de esa victoria inflada y neurótica que oculta el patrón de poder constitutivo que está en el centro del desastre latinoamericano. 

Como bien decía Bolívar Echeverría —acerca del curso de la “fatalidad” en que se va desenvolviendo nuestra historia desde la fundación de las Repúblicas independientes, ahí donde nada, en el escenario de la política, ha sido realmente real y en cambio todo ha sido realmente maravilloso—: 

La vida política que se ha escenificado [en las Repúblicas latinoamericanas] ha sido más simbólica que efectiva; casi nada de lo que se disputa en su escenario tiene consecuencias verdaderamente decisivas, o que vayan más allá de lo cosmético. Dada su condición de dependencia económica, a las Repúblicas nacionales latinoamericanas, sólo les está permitido traer al foro de su política, las disposiciones manadas del capital, una vez que éstas han sido ya filtradas e interpretadas convenientemente en los Estados donde él tiene su residencia preferida. Han sido Estados capitalistas adoptados sólo de lejos por el capital, ciudades ficticias, separadas de “la realidad”.

V

Como se dijo al iniciar estas notas finales, asomarse en la historia del siglo XIX sigue siendo uno de los caminos posibles para explicarnos el embrollo de nuestro presente sin presencia. Aún vivimos de varios de los sentidos y vicios presentes en su historia. A lo largo de estas entregas, hemos querido trazar algunas hipótesis iniciales que pueden servir para plantear preguntas problemáticas con miras a rescatar la historia que vive bajo los grandes monumentos nacionales. Certamente, no se trata de reducir el sentido de la historia a la crítica del liberalismo, la realidad es más compleja que las simples ilusiones liberales. Pero la persistencia de las mismas en la forma de su radicalización neoliberal hace pensar que dicha intromisión es necesaria y productiva, pues ella puede ayudarnos a destrabar y quizá desmontar los marcos normativos en que solemos basar nuestro “sentido común” y sus ideas de presente, pasado y futuro. En última instancia puede ayudar a “vernos” y a comprender el calado histórico de la crisis epocal que nos va tocando vivir, una en donde, más que nunca, el abandono radical de las ilusiones (neo)liberales será clave en la búsqueda de una reconfiguración renovada de la existencia social.

Nos encontramos el mes que viene.

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Alexander Ganem | Sobre imaginerías ilustradas de la nación artificial (III)

Según Jurgen Habermas, “pertenecer a la ‘nación’ hizo posible por primera vez una relación de solidaridad entre personas que previamente habían sido extraños el uno para el otro”[1]. A decir de Guillermo O’ Donnel, esta es una visión donde “las naciones son construcciones políticas e ideológicas, el resultado de historias, memorias, mitos y, al menos en algunos períodos, de esfuerzos de movilización política”; se trataría de “actos de suscripción” en relación con comunidades históricas, no naturales.[2] Siguiendo con O’ Donnel, esta visión “contrasta con versiones de nacionalismo »etnocultural” o »primordialista”, que argumentan en favor de un tipo de existencia substantiva, transhistórica, organicista y pre-política de la nación. Estas versiones han sido proclives a generar o tolerar terribles actos de violencia”[3].

En la entrega anterior,[4] se tuvo ya la oportunidad de revisar una de las visiones “primordialistas” más conocidas, precisamente aquella que sostenía el mexicano Bustamente cuando decía, en 1835, que: “La conquista, la colonia, la independencia no lo iban haciendo. México era un ente terminado desde el principio”[5]. Según Bustamente, la nación estaba a la expectativa de su realización liberal, escondida en el orden natural que esperaba por la razón para sacarla de su anonimato. Sepan o no esto los contemporáneos de Bustamente, ello es así. La Nación natural se va materializando a través del verbo ilustrado.

Bustamente sería así un mensajero del “sentir nacional” natural que se habría expresado en la independencia: la Nación gritaba por tomar el lugar que le correspondía en el natural curso de la historia. Personajes como Bustamente se exhiben a sí mismos como articuladores del deseo natural (aunque este no sea consciente todos desean a la Nación o deberían desearla) que habrá de hacerse realidad por el camino de la independencia. Si los demás aceptan o no esta cuestión es problema de niveles de racionalidad explicables en términos de razas, superioridades naturales, etc.

El pasado es inmemorial en la visión de Bustamente y de ese pasado emana la nación natural, la Nación dada desde el comienzo, una nación donde además cada uno tiene su lugar en la clasificación social favorable a los criollos (las justificaciones socio-biológicas de la dominación a favor de la Nación no tardarán en llegar con su halo cientificista).

Pasión y autosacrificio son propios de la Nación y el nacionalismo, ellos derivan de “los atributos primordiales como la lengua, la religión, el territorio y muy especialmente el parentesco”[6], ligados a la Nación esencial y vetusta. A pesar de los cambios que la forma nacional pueda sufrir, su esencia aparece intocada, es “fija e inmutable”.[7]

Está claro que Bustamente y los de su generación eligieron construir una Nación a modo, no importa por ahora si la realidad les dio bofetadas a cada paso. En sus fantasías Bustamente construyó la nación a partir de un pasado ilusorio, plagado de formas aristocráticas y jerarquías ilustradas. Inventa al pasado y selecciona a su antojo, mezcla sin mayor problema realidades y espacios/tiempos diversos en función de la utopía de su pequeña comunidad política imaginada (por ejemplo, cuando compara a los aztecas aristocráticos con su contraparte europea; de manera semejante al ejercicio comparativo que emprende Sarmiento en su Facundo cuando equipara, sin más, a los bereberes africanos con los gauchos en términos de barbarie).

En otro polo, está la idea, no muy reciente (ya la había planteado el yucateco Lorenzo de Zavala), de que la Nación viene con la Independencia (ligada, como corolario, a la modernización reformadora borbónica). Este parecer está en el fondo de las afirmaciones de Fausta Gantús y otras autoras en su revisión del constituyente del 24, visto como parte-aguas cohesionador entre los que habían sido extraños los unos para los otros[8]. Se niega (curiosamente siguiendo la idea del “terror colonial” de Zavala y otros de sus contemporáneos) que hubiesen rasgos de una “identidad nacional preexistente a los procesos independentistas”: ¿nada en el pasado colonial? Se afirma que el proceso de Independencia  tuvo su más importante logro en “la concepción de una identidad y un Estado nacional” que “fueron el resultado de una compleja construcción cultural, económica y política cuya forja inició en la última parte de la Colonia, estalló en los movimientos armados, se fundamentó en la organización parlamentaria y se consolidaría a lo largo de la primera mitad del siglo XIX”. No se trata de negar esta versión, auto-percibida por las autoras como formando parte de un cúmulo de “renovadoras perspectivas”, sino sólo de señalar el eco curioso de las afirmaciones decimonónicas de algunos miembros de la generación del 24 en el presente. La idea es que la nación se forja modernamente a pesar de todo, y en este a pesar de todo está la clave, pues se trata en verdad de un a pesar de la tradición y la barbarie coloniales, a pesar pues de los incivilizados y su anclaje en la antimodernidad.

Habría que decir que en el ejercicio de fijar orígenes y nacimientos de la Nación, la opción ha sido por la ciudad letrada, pues ellos y no otros han forjado dicha Nación. Es desde la ciudad letrada que se escriben las historias. Otros autores se inclinan por señalar la “orfandad” y el “vacío” en que queda la naciente República después de la Independencia, durante las dos o tres primeras décadas. Tal es el caso de José Ortiz Monasterio cuando dice que “las nuevas instituciones tardaron mucho en imponerse, lo mismo que las viejas en desaparecer, y el periodo 1821-1867 fue una dura, costosa y lenta transición” donde, sin embargo (y en ello difiere de los que hablan de una ruptura tajante hacia lo inédito), puede aventurarse la hipótesis de que hubieron “muchas continuidades, a pesar de que el Estado moderno alimente la idea de que antes de Hidalgo no hubo nada, como si el prócer no hubiera tenido padre ni madre ni escuelas ni lecturas todas ellas novohispanas”.

Ya es bastante conocida la historia de la continuidad de las instituciones coloniales en el México gobernado por los criollos republicanos y liberales. En la versión de Gantús, me parece encontrar el juicio de hombres como Zavala (que se ven a sí mismos como agentes del Estado moderno del que habla Monasterio) sobre un pasado culpable en el que no debe encontrarse el signo de la modernidad mexicana: ese signo arranca, como parecieran sugerir las autoras, con el proceso abierto por las Reformas borbónicas (que alguien como Enrique Semo, retomando a Gramsci, caracteriza como de pasividad y verticalidad estatal, como “modernización pasiva” o “modernización desde arriba” en la República “dependiente” de la posindependencia[9]) que se consolidaría en la primera mitad del XIX.

Bolívar Echeverría, con la discusión sobre el ethos barroco (que tendría su formación en los siglos XVI y XVII), difícilmente se atrevería a afirmar que antes de la independencia nada habría, puesto que los criollos terminaron por comportarse, “muy a pesar suyo”, de acuerdo al modelo (barroco) colonial del que renegaban y que decían detestar: el de su modernidad barroca[10].

Será en nuestra próxima entrega, que presentemos algunas conclusiones finales para estas notas sobre las imaginerías liberales y su constitutiva excesividad, siempre desbordada en una megalomanía febril.


[1] Habermas apud O’DONELL, Guillermo. “Acerca del estado en América Latina contemporánea. Diez tesis para discusión” (Texto preparado para el proyecto “La Democracia en América Latina,” propiciado por la DRALC-PNUD), disponible en línea en: http://www.centroedelstein.org.br/PDF/acercadelestado.pdf.

[2] O’DONELL, Guillermo. Op. cit.

[3] Ibid.

[4] Puede leerse aquí: https://elcamaleon.org/2021/02/28/sobre-imaginerias-ilustradas-de-la-nacion-artificial-ii/

[5] Bustamente apud RAJCHENBERG S., Enrique y HEAU-LAMBERT, Catherine. “Para una sociología histórica de los espacios periféricos de la nación en América Latina”, Antípoda, jul-dic de 2008, núm. 7, p. 177.

[6] Kepa Bilbao. “Naciones y nacionalismo: notas sobre teoría nacional”, texto disponible en línea en: http://www.kepabilbao.com/files/naciones/naciones6.html

[7] Ibid.

[8] Cfr. Gantús, Fausta; Gutiérrez Florencia y León, María del Carmen, “Debates en torno a la soberanía y la forma de gobierno de los Estados Unidos Mexicanos, 1823-1824”, en La constitución de 1824, la consolidación de un pacto mínimo, México: COLMEX, 2010.

[9] SEMO, Enrique. “Los límites del neoliberalismo”, texto presentado en el foro Los grandes problemas nacionales, organizado por el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), disponible en línea en: http://www.grandesproblemas.org.mx/temas/ponencias/los-limites-del-neoliberalismo

[10] Cfr. ECHEVERRÏA, Bolívar. América Latina: 200 años de fatalidad, op. cit.

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Verbologías del equilibrista

Sobre imaginerías ilustradas de la nación artificial (II)

En estas notas continúan las breves reflexiones apuntadas en nuestra entrega pasada. Como fue posible notar, la crítica del liberalismo en la voz de sus decimonónicos representantes es el objeto de estos textos. En esta oportunidad, me refiero a lo que podríamos llamar la figura del indio imaginario, esa especie de ensoñación higienizada por la mente de los liberales que, en su artificial constitución (negadora del desastre en continuo despliegue sobre las comunidades indígenas), aparece en repetidos discursos, como el de Carlos María de Bustamente.

Más allá del aparente talante musealizado que pueden tener hoy las imaginerías de los liberales decimonónicos latinoamericanos, pienso que el conocimiento de tal momento constitutivo de las rotas naciones del subcontinente —oligárquicas y ancilares ya en su nacimiento—, puede dar luz sobre el devenir que la lógica liberal y su despliegue capitalista han cobrado en el siglo XX (el siglo de la barbarie tecnificada) y lo que va del XXI, con todas sus destructivas consecuencias, no solo para las comunidades indígenas —sobre las que la conquista es un proceso inacabado todavía—, sino sobre la totalidad latinoamericana sometida a los delirantes vaivenes del sistema-mundo moderno capitalista.

∞ ∞ ∞

A pesar de su propósito expreso de “explorar los vestigios de la antigüedad” que le hubiera llevado a las muy “serias reflexiones que produce la contemplación de unos tiempos que han cesado por muchos siglos”, reflexiones propias además de “un entendimiento noble que se deleita, no en satisfacer la curiosidad peculiar a una mente limitada”[i], Carlos María de Bustamante se inclinó por sustituir al indio real por uno imaginario (destinado al museo de lo inofensivo y lo inanimado, en trance de dejarse canibalizar por la modernidad y mestizarse), hecho a comodidad de la noción de “ciudadanía universal” —que trae aparejado el ocultamiento de las contradicciones internas que caracterizan a una sociedad fundada sobre una clasificación social racial/étnica, donde los indios son objeto de una continuada explotación «modernizadora».

Las élites criollas independentistas tienen, entre otras, tres pretensiones interrelacionadas expresadas en su necesidad de independencia: a) colocarse adecuadamente dentro del mercado mundial (anhelo frustrado de mimetizar a las naciones europeas capitalistas abandonando el modelo colonial y resolviendo por el proyecto primario-exportador en un escenario mundial que avala el libre-cambio; anhelo frustrado por la dependencia estructural en que nacen las Repúblicas latinoamericanas y que las llevará del “optimismo más ferviente al pesimismo más abyecto”[ii]); b) dar continuidad a la empresa de la Conquista por otras vías y con otros nombres (como el de Progreso, discurso positivo que oculta una lógica de explotación), perfeccionarla desde la convicción de que el desarrollo capitalista es la senda correcta; el discurso contra la barbarie del “terror colonial” (Lorenzo de Zavala dixit) se quiere presentar como ruptura cuando se trata de en verdad del intento de redefinir y perfeccionar por otras vías un proceso inacabado; y c) instalarse en una (artificial) centralidad socio-espacial del territorio reconocido para la nueva Nación con el propósito de dar forma y luego controlar el Estado republicano, para ello, entre otras estratagemas, se montaron sobre la noción de “ciudadanía universal” (igualar en la más terrible desigualdad naturalizada) con el ánimo de desestructurar a la sociedad de las “corporaciones” coloniales en todas sus pervivencias, resabios que impedían el Progreso[iii]. Mora describió este intento adelantado por la administración de Farías (que no es un simple cambio de nombre, sino una verdadera empresa de desestructuración de corporaciones opuestas al interés de las capas poderosas):

La existencia de diferentes razas era y debía ser un principio eterno de discordia, no sólo desconoció [Farías] estas distinciones proscritas de años atrás en lo constitucional, sino que aplicó todos sus esfuerzos a apresurar la fusión de la raza azteca en la masa general; así es que no reconoció en los actos de gobierno la distinción de indios y no indios, sino que la sustituyó por la de pobres y ricos, extendiendo a todos los beneficios de la sociedad[iv].

En el camino de producir como ausencia al “indio”, una vez más, ausencia transmutada ahora en semi-ciudadanía que lo pone en franca situación de desventaja por vía del artificio del idealismo liberal, se lo margina (con modernidad e ilustración republicanas) y se lo sustituye por un amasijo poetizado con mala letra, reminiscencia de un pasado imperial brillante y glorioso, víctima de la Conquista y del cual se ha de recuperar, con Bustamante, el elemento aristocratizante idealizado y no alguna reivindicación de locuras tales como “soberanía popular” o demás alteraciones roussonianas.

Los criollos, como pretexto entre otros, se dicen llamados a libertar al indio del yugo español, pero siempre diferenciándose para no perder el piso de civilización que es el suyo “naturalmente”. Parte de esa diferenciación consiste en hacerle entender al indio, hasta en su propia lengua, “todo lo que os favorece en el nuevo código”[v], informarle también que, por arte de magia, son libres (“Sabed que ya estáis libres”[vi] les dice Bustamante), y ello dentro de una vieja contradicción colonial reformada, a saber, la de la imposibilidad y a la vez la necesidad de los colonizadores de inventar al otro como “bárbaro” (diferenciándose así de éste a través del mecanismo del “descubrimiento imperial”) y, a la vez, incorporarlo dentro un sistema social y cultural de dominación[vii].

Para Bustamante, el pueblo es irracionalidad sostenida; hay que hacérselo creer así al indio, hacerle saber sobre su no-existencia si no es por los vehículos eurocéntricos que pueblan el imaginario interesado del bloque hegemónico:

Españoles somos todos, y tenéis tanto derecho a los empleos públicos, como los blancos; pero mirad que esto ha de ser siendo virtuosos y justos, y así detestad la embriaguez que tanto os degrada: avergonzáos de haber sido por este vicio la irrisión de los demás, y el desprecio que se ha hecho de vosotros, hasta consideraros como brutos. Yo sé bien que no lo sois: que tenéis tanta filosofía natural como los demás hombres: y que conocéis todos los fenómenos y meteoros de la naturaleza con sus propios nombres, y no ignoráis sus causas: pero vuestro continuo trabajo no os deja lugar para pensar que sois racionales[viii].

Aunque Bustamante profiere en plan republicano las bondades del mundo independiente, dice que “somos todos españoles” y hasta les habla a los indios de su “derecho” (todos tienen acceso a las bondades de la ley, la igualdad jurídica favorable a los más fuertes); no ceja en advertir, casi dicho así, que la “irrisión” del indio es fruto de su propio “trabajo”: es el propio indio quien ha trabajado para ocupar el lugar de los “brutos”, el lugar del “desprecio” y la irracionalidad. Pero no dejemos lugar a duda. Para Bustamante el “pueblo” —conformado por indios, mestizos pobres y quizá “negros”— (que no sus fábulas de altos aristócratas indios europeizados, porque esos viven en el pasado) es una “bestia feroz e ingrata, que perdido una vez el tino y respeto a la autoridad que lo manda no es fácil sujetarlo”, y es que “podrá haber uno que otro de oscuro nacimiento y de alma tan privilegiada que se porte como un caballero, pero éste es rara avis en tierra […] Dios ha puesto cierta aristocracia en todas las sociedades […] nuestros antiguos aztecas […] siempre confiaban las magistraturas y altas dignidades a los nobles tecutlis o caballeros”.[ix] Los indios del presente de Bustamante no son más que un resabio despreciable, violento, incivilizado en relación con aquellos nobles y antiguos aztecas que dice preferir.

“Miembro por status, si no por riqueza, de la élite criolla, Bustamante”, a decir de Brading, “alimentaba prejuicios aristocratizantes que lo llevaron a desaprobar la participación popular en el gobierno”[x]. En un sentido similar a Zavala o Mora, se lamentaba por la carencia de una clase de propietarios “suficientemente numerosa y educada que gobernara el país”[xi], únicos verdaderos portadores de modernidad y civilidad. Bustamante fue uno de los grandes nacionalistas mexicanos, dicho así a propósito y teniendo en cuenta a sus indios idealizados —así como su desprecio por los indios reales, por quienes tenía poca o nula simpatía— y las inclinaciones “aristocratizantes” que le llevaron a apoyar a los propietarios/hacendados de Chilapa contra los indios de la localidad al grito de guerra de castas[xii], pues él, junto con Mier, a pesar de (o más bien con ayuda de) sus “reivindicaciones” del indio ad hoc (aristócrata, europeizado) “siguieron siendo criollos de corazón, hijos y descendientes de españoles, que habían expropiado la antigüedad indígena con el único propósito de liberarse de España”[xiii]. Es más, puede afirmarse, sin lugar a dudas, que tal disposición despreciativa del indio real no se contradecía el carácter nacionalista de su pensamiento, sino que era definitorio del mismo.

Así, Bustamante se apropia/inventa una imagen del indio aristócrata y glorioso, que es la que le interesa en su mundo de musealizaciones; inventa una tradición histórica común de manera selectiva, con el ánimo de construirse frente a los europeos como su extensión tropical aceptable. Esa es su contribución. En el nacionalismo de Bustamante, sucede algo curioso cuando este se coloca “frente” a Europa, pues se trata en verdad de una puesta por demás teatral, una farsa simbólica que parte de un ficcionado diálogo (frustrado de inicio en la realidad real del capital mundial) donde la “Nación mexicana” se encuentra por fin en grado de paridad frente a una “señora inglesa” (que “es el vehículo de la instrucción que por medio de esta obrilla pretendo dar a las de su sexo”[xiv]) cuyo desdén por los “bárbaros”, se oculta al inventarla como espejo ad hoc de los propios delirios ensoberbecidos de un criollo (Mañanas de la Alameda de México)[xv].

Bustamante representa los anhelos republicanos de imitar, por una necesidad natural, los quehaceres y hábitos civilizadores, pasando por el reconocimiento de lo ineludible del escenario moderno/capitalista; como lo apunta Roitman:

Nadie se cuestionaría a costo de qué y el cómo se estaba realizando ‘la modernización’. Todos los representantes de la clase dominante [en las nacientes repúblicas oligárquicas], amén de los partidos políticos a los que daban vida, liberales o conservadores, blancos o colorados, radicales o progresistas, coincidirían en señalar los éxitos dependientes de la integración al mercado mundial[xvi].

Mas la realidad es la de la imposibilidad para integrarse en dicha dinámica en paridad con las naciones centrales, topándose con la “mano invisible del mercado” que pone freno a tales pretensiones de integración a la dinámica del mercado mundial. Las postrimerías decimonónicas de la “política económica de integración exportadora” de las Repúblicas en proceso de consolidación, serán la expresión de la “decadencia del sentimiento de nacionalidad”, consistente en:

Esa escasa personalidad propia [que] se traduce en la falta de ajuste y adaptación de la compleja semilla repartida por las naciones más evolucionadas, en el “seguidismo” cultural en su más amplia acepción, que transforma a nuestra política económica en un remedo de los principios y técnicas plasmados para la realidad británica o que determina que la orientación educacional un día sea alemana, otra francesa y después norteamericana, sin pasar por el tamiz de los factores autóctonos. Nadie puede extrañarse en consecuencia de las “indigestiones” y de los resultados contraproducentes[xvii].

Como dijera Bolívar Echeverría, las Repúblicas latinoamericanas, como aquella que sostiene a personajes como Bustamante, no son más que “representaciones, versiones teatrales, repeticiones miméticas de los [estados capitalistas europeos]; edificios en los que, de manera inconfundiblemente barroca, lo imaginario tiende a ponerse en el lugar de lo real”[xviii]; se trata en verdad de un despropósito donde se inflaman los pruritos delirantes de una breve cohorte de auto-idolatrados y auto-victimizados criollos, víctimas de un pasado necio que no quiere abandonar el timón que le corresponde por naturaleza a la razón.

Es un mundo de ensoñaciones propias de letrados eurocéntricos y religiosamente modernos. En todas estas construcciones imaginarias de los criollos que miran por encima del hombro a la realidad, en su condición de “simples rentistas disfrazados de comerciantes y usureros”, queriendo o haciéndose ilusiones de llegar a ser los grandes “prohombres de la industria y el progreso”[xix], el indio inventado es manifestación del silenciamiento de la realidad indígena, y estos silencios se sostienen (hasta hoy) de manera diversa y sirviendo en todo momento a los intereses sociales y políticos de las élites dominadoras.

La Nación de personajes como Bustamante, en su discurso, incluye a lo homogéneo inventándolo previamente y excluye a lo otro relegándolo a la esfera de lo anti-moderno, incivilizado, bárbaro, o como extensión de la naturaleza (concepto ampliado de naturaleza), por oposición al sujeto racional cuya misión es el dominio/explotación de esta última (relación propiamente moderna entre sujeto-naturaleza). Se recurre a la ontologización a partir de modalidades binarias en medio de la materialidad de relaciones de saber y poder desiguales, ello con la finalidad de tener el control y la sumisión de los otros (los naturales, indios, sudacas, etc.). El de la Nación es un relato legitimador, una ficción legitimadora de la barbarie que se oculta tras el “documento de cultura”, como dijera Benjamin. Las Repúblicas latinoamericanas han ascendido de la “brutalidad hasta el orden”: tal es su mito. Las nuevas Nación-estado en estado de gestación, amuñonadas por su innata condición de dependencia respecto de las decisiones que en los centros del capital se toman para ellas, ha comprendido que “la barbarie es la era del hecho” y por ello ha sido preciso y necesario que el orden llegue como caudal de ficciones y artificialidades, como re-mitificaciones propiamente modernas, pues “no hay poder”, como decía Valery, “capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”[xx]. La coerción por sí misma es insuficiente, de ahí que se halla invocado al poder de la ficción de la Nación criolla, de la “ciudadanía universal”, etc. A la nación de los criollos mexicanos le fue preciso hacer creer en la existencia de una cierta aquiescencia y aceptación, le fue necesario inventar y construir historias destinadas a hacer creer una determinada versión de los hechos. Es una ficción que pretende ocultar las contradicciones internas y solapar la violencia ejercida contra los bárbaros presentándola como labor civilizadora, puesta en contra de toda reminiscencia del “terror colonial”.  

El monopolio del pasado que creen detentar los letrados criollos, próceres de la República, con toda su manufactura (y celebración) agigantada de simbologías, monumentos y santuarios de la Nación; la configuración así mismo del indio mayoritario, vienen a ser un proceso nodal en el establecimiento de las formas e instituciones de la Nación- estado. Este indio es en verdad absorbido en calidad de (semi) ciudadano en el “ser nacional” y se convierte así en un invisible. Cuando este se resiste (y lo hace activamente a todo lo largo del siglo XIX), siempre están a la mano los temas de la necesidad colonizadora y mestizante, los embates de la “raza” y el racismo así como los “evolucionismos” de fines del XIX (como en Cosmes o Bulnes p. e.), la opresión de género, con todo un caudal institucional favorable a su reproducción, etc.; estos implementos están puestos al servicio de los bloques sociales hegemónicos y las políticas estatales que respaldan los intereses y compromisos adquiridos por esos bloques en el México decimonónico.

La identidad nacional de la República independiente está atravesada por la exclusión, se conforma en torno a ella. Su tarea esencial aparece en la continuación de la Conquista, en el grito de “guerra de castas” de Bustamante contra el indio real, que no en sus angelados y aristocráticos aztecas ficcionales. Enfrentados desde el comienzo de la Colonia al problema siempre presente de la mezcla de razas, los mestizos, estuvieron permanentemente obligados a incorporar y a la vez reprimir al elemento “bárbaro”, al indio viviente y rebelde que debe ser negado, aquel que se hace presente en los estallidos de violencia, en las bravuconadas “bárbaras” que salen al exterior y en la carencia de autocontrol (el civilizado no se ofende p. e.)[xxi]. Los criollos se angustian ante la necesidad de distinguirse del indio, buscan declararse librados de la contaminación del mestizaje y se declaran herederos de la luz civilizada de la identidad hispana, pretendiendo ser reconocidos de esa manera por quienes, desde el siglo XVII, señalan el envilecimiento que yace en los vientres de las nodrizas indias y en el clima, en referencia a aquel hechizo de los trópicos que hace tender a las gentes hacia la “barbarie” y la “irracionalidad”, y que inclina al criollo, con el desarrollo de tales influjos maléficos, a perecerse cada vez más al indio fatídico. Se trata para ellos — y eso es lo que indica el término nación (que en muchos sentidos “reservan” para sí mismos)— de construir aquella versión donde, librados higiénicamente de la contaminación mítica y pre-racional del indio, se afirmen en igualdad racial con los españoles. Como lo señala Muratorio, sin embargo, irónicamente y como ejemplo están las historias de Bustamente mencionadas arriba, que en el fondo no se contradicen con lo anotado antes, pues no son más que “versiones antisépticas —y frecuentemente republicanizadas— de las civilizaciones imperiales que habían derrocado [los colonizadores, y que] se convirtieron en las fuentes primarias de la identidad cultural de los criollos encarnadas en el concepto de ‘patria’”[xxii].

En la negación de la contradicción a que hicimos referencia antes, la de incluir/excluir al “otro”, los potentados criollos de la República independiente, inventaron una identidad hegemónica que “incorporó” a indios míticos sin nombre (preferentemente hombres), pertenecientes a aristocráticos mundos de grotesca ensoñación donde se esgrimían monumentos y gigantomaquias sordas ante la miseria rampante y cotidiana de los más. Los incorpora de manera inofensiva, ya vueltos mercancía para el consumo de las ensoñaciones burguesas sobre mundos pasados a los que la modernidad no habría llegado, destinados así a desaparecer o tal vez, a ser canibalizados por ella, mundos ya desvanecidos o en camino de estarlo. En cierto sentido, los nacionalismos “indigenistas” de gente como Mier y Bustamente son un precedente de la ideología indigenista mestiza del siglo XX, con su afanosidad por convencer de que el camino de la integración a la nación es la vía (única) para los indios, ya que no hay otra alternativa frente al Progreso, la modernización y la Nación. (Se trata de un desplazamiento de la política de los criollos a la política de los mestizos frente a los pueblos indígenas, desplazamiento en el que se reproduce al presente como ausencia).

El “debate” ilustrado y racional continua con su ensimismamiento y sus operaciones auto-legitimadoras. De ahí que, por ejemplo, el “debate sobre la identidad mestiza y el mestizaje en América Latina, que comenzó desde los primeros años después de la Conquista, sigue vigente hoy en día, vinculado a la percepción de los movimientos indígenas”[xxiii] en sociedades latinoamericanas que se perciben muchas veces como “naciones mestizas” y donde se piensa sin mayor problema “que el racismo no existía en estos países”[xxiv]. Dicha visión está presente en muchos personajes del XIX, pensamos en Rabasa, por ejemplo, o en Justo Sierra cuando decía que:

La familia mestiza, llamada a absorber en su seno a los elementos que la engendraron, a pesar de errores y vicios que su juventud y su falta de educación explican de sobra, ha constituido el factor dinámico en nuestra historia; ella, revolucionando unas veces y organizando otras, ha movido o comenzado a mover las riquezas estancadas en nuestro suelo; ha quebrantado el poder de castas privilegiadas, como el clero, que se obstina en impedir las constitución de nuestra nacionalidad sobre la base de las ideas nuevas, hoy comunes a la sociedad civilizada; ha cambiado en parte, por medio de la desamortización, el ser económico de nuestro país. Ella ha opuesto una barrera a las intentonas de aclimatar en México gobiernos monárquicos, ella ha facilitado por medio de la paz el advenimiento del capital extranjero y las colosales mejoras del orden material que en estos últimos tiempos se han realizado, ella, propagando las escuelas y la enseñanza obligatoria, fecunda los gérmenes de nuestro progreso intelectual; ella ha fundado en la ley, y a la vuelta de una generación habrá fundado en los hechos, la libertad política[xxv].

Percepción negativa, anclada en visiones de muy largo aliento, sobre el cargo de responsabilidades y el lanzamiento de los chivatazos en contra de aquellos responsables de que no hayamos por fin, alcanzado la modernidad.

La violencia modernizadora ejercida contra el indio —en verdad destructiva, pues “persigue la abolición o eliminación del otro como sujeto libre […] construye al otro como enemigo, como alguien que sólo puede ser aniquilado o rebajado a la animalidad”[xxvi]— es violencia que el liberalismo encuentra legítima, pues el indio osa afirmarse en la negación de la animalidad social o animalidad de la sociedad civil (de propietarios privados), se niega a llevar a cabo el movimiento en favor de la animalidad propia del productivismo capitalista; se afirma, por el contrario, en una animalidad natural arcaizante que no se decide por fin a superar la escasez constitutiva, originaria, y ata a los otros, a los modernos, al “subdesarrollo”. No se decide el indio a llevar a cabo de una buena vez, la superación definitiva, racional, de dicha escasez a favor de un reino de la abundancia sin precedente (el inmenso cúmulo de las mercancías de la riqueza de la sociedad burguesa); dicha superación consiste en su desaparición/suicidio, resignada y voluntariosa en favor del “valor que se valoriza”. Ello debe llevarse a cabo sin contratiempo visible, sin brumas ruidosas que alteren la “paz social” de la sociedad civil.

Hay dos caminos: que el indio se convenza de la necesidad de su auto-canibalización, que se forme en el convencimiento de llevar a cabo su autoanulación pues toda resistencia es anodina, prolongación inútil que tarde o temprano se abrirá hacia el futuro o solo entorpecerá su llegada, la “retrasará”. El segundo consiste en la avanzada de la voracidad ineludible de los civilizados o la puesta en práctica de la violencia social o civilizada, violencia de la sociedad política contra aquellos espacios/tiempos que entorpecen el Progreso (no podemos olvidar la figura de Sarmiento en Argentina). Es una violencia ejercida ante la incapacidad de suprimir y controlar las continuadas manifestaciones de disidencia de los “bárbaros” indígenas, derivada de la incapacidad y el rechazo a tratar de “entendérselas con sus causas originarias”. De aquí se derivan periodos de la historia donde “aparecen en escena no solamente figuras y remedios fantasiosos, sino también los ‘realistas’ del rechazo represivo de toda crítica”[xxvii] ejercida por los movimientos de resistencia —como en el caso de los pueblos indígenas— a la monología denominadora. En esto no hay camino alguno para formas de violencia dialéctica entre verdugos y víctimas históricas: es una pura violencia destructiva contra las pervivencias de la “antimodernidad” encarnadas en los indios, aquellos que en su sufrimiento y explotación, en sus múltiples adaptaciones destinadas a la supervivencia, así como en sus rebeliones frente a la opresión sistémica constitutiva de lo propiamente moderno, han sido la cara oculta de dicha modernidad. Como señaló Bolívar Echeverría, en relación con “el retorno ortodoxo del estado liberal”, “la violencia dialéctica de quienes resisten violentamente a la violencia destructiva merece […] una descalificación inmediata por parte del discurso neoliberal, como si fuera ella la violencia destructiva”. No hay contradicción alguna aquí: se ejerce la violencia en nombre de la sociedad política, pues ella se ve obligada dadas las presiones que sufre de parte de los elementos retrógrados de la sociedad; no puede, en tal confrontación contra el pasado bárbaro, permitirse una inclusividad que podría ser altamente dañina, no hay posibilidad de amplitud alguna y en cambio, habrán de fijarse con rigor los límites que el Progreso necesita para florecer con la exclusión de los elementos negadores de tal avance. La sociedad política, no puede defenderse sólo por medios “tolerantes, al igual que la sociedad pacífica no puede ser defendida únicamente por medios pacíficos”.

Desde las resistencias indígenas coloniales hasta el levantamiento (neo) zapatista, esta imagen de los indios como causa del atraso y no realización de la modernidad pulula entre la “opinión pública”. El indio es ese otro —antimoderno, despreciable y rebelde— que la higiene cínica y proto-fascista de la “sociedad civil” de los propietarios, enuncia con horror y desprecio “democrático” y «civilizatorio».


[i] BUSTAMANTE, Carlos María de. Mañanas de la Alameda, t. II, disponible en línea en: http://www.cervantesvirtual.com/obra/mananas-de-la-alameda-de-mexico-tomo-ii–0/ 

[ii] ROITMAN, Marcos. América Latina en le proceso de globalización, los límites de sus proyectos, México, CEIICH/UNAM, 1994, p. 15.

[iii] Propósito que culmina con la Reforma, “cuando los pueblos de indios, así como las instituciones eclesiásticas y los ayuntamientos, fueron clasificados como corporaciones y legalmente descalificados como sujetos de propiedad de la tierra” (BRADING, David, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1996, p. 106).

[iv] José María Luís Mora apud BRADING, David, op. cit, p. 105.

[v] BUSTAMANTE, Carlos María de. La Malinche de la Constitución. Se trata de un manifiesto escrito en náhuatl. Al parecer fue dictado o escrito y luego traducido por alguien más pues Bustamante no hablaba la lengua. Hace referencia a los “indios mexicanos” y comienza con una breve intromisión donde Bustamante trae la buena de la Constitución a los indios que por esa vía tendrán por fin, por decirlo así, la luz de la razón constitucional. (El documento viene acompañado de una breve presentación de Fernando Horcasitas). El texto está disponible en la página del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/nahuatl/pdf/ecn08/110.pdf

[vi] Ibid.

[vii] Vid. MURATORIO, Blanca. “Discursos y silencios sobre el indio en la conciencia nacional”, op. cit. La idea de esta “contradicción” puesta así en términos algo posmodernos viene de Gerald Sider, y retomada por Muratorio.

[viii] BUSTAMANTE, Carlos María. La Malinche de la Constitución, op. Cit.

[ix] Bustamante apud BRADING, David, op. cit, p. 121.

[x] Ibid, p. 120.

[xi] Ibid, p. 121.

[xii]Vid. Ibid, p. 128.

[xiii] Ídem.

[xiv] Mañanas de la Alameda de México, op. Cit.

[xv] En el mundo criollo y su pequeña Nación, hay un desplegado de iconografías acerca del indio y el nacionalismo para el consumo europeo, entre ellas la mencionada obra de Bustamante, Mañanas de la Alameda de México, op. cit. Para el caso ecuatoriano como y sus similaridades, ver MURATORIO, Blanca, op. cit.

[xvi] ROITMAN, Marcos, op. cit, pp. 15-16.

[xvii] Encina apud ROITMAN, Marcos, op. cit.

[xviii] ECHEVERRÍA, Bolívar. “América Latina: 200 años de fatalidad”, Contrahistorias, núm. 15, Sep 2010- Feb 2011, p. 79.

[xix] Ibid, p. 80.

[xx] Paul Valery apud PIGLIA, Ricardo. “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”, texto disponible en línea en: http://www.casa.cult.cu/publicaciones/revistacasa/222/piglia.htm

[xxi] Cfr. MURATORIO, Blanca. “Discursos y silencios sobre el indio en la conciencia nacional”, op. cit.

[xxii] Ibid., p. 366.

[xxiii] STAVENHAGEN, Rodolfo. “Repensar América Latina desde la subalternidad: el desafío de Abya Ala”, en Los pueblos originarios: el debate necesario, Buenos Aires, CTA Ediciones/Instituto de Estudios y Formación de la CTA/CLACSO, 2010, p. 105.

[xxiv] Ibid, p. 117.

[xxv] Justo Sierra apud CÓRDOBA, Arnaldo. La ideología de la Revolución Mexicana, la formación del nuevo régimen, México, ERA, 1985, p. 65.

[xxvi] ECHEVERRÍA, Bolívar. “Violencia y modernidad”, en Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 1998, p. 107.

[xxvii] MÉSZÁROS, István. La crisis estructural del capital, Venezuela, Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información, 2009, p. 95.

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Verbologías del equilibrista

Sobre imaginerías ilustradas de la nación artificial (I)

El liberal es un marco para la realización de toda apropiación violenta que subyace a la ontología lockeana del “trabajo”. Es esta una de las caras fundamentales de toda política moderna, eurocentrada por definición. Las correcciones y las teorías que dicen seguir los liberales mexicanos son marcos del poder decir y del deber ser que contienen un elemento excluyente sin el cual les es imposible legitimarse: deslegitimando/negando a los otros se construye como afirmación de una conciencia soterrada y mejor, dotada de un natural elemento de infalibilidad que otras épocas no habían conocido: la razón. Según Marcos Roitman, los Estados-nación posindenpendentistas, repúblicas oligárquicas que se van a consolidar ya hacia fines del siglo XIX,

…buscarán acentuar las diferencias entre los pueblos que constituían la población aborigen, la creación de la ‘nacionalidad’ se fundamentará en la descalificación de los vecinos geográficos. Chilenos, argentinos, peruanos, costarricenses, mexicanos o paraguayos, todos serían diferentes según el grado de blancura de la piel y el nivel de mestizaje de los pueblos indígenas. Estas diferenciaciones excluyentes y despectivas darán pie para legitimar una ciudadanía étnica que servirá de apoyo para campañas civilizatorias, facilitando argumentos en la promoción de guerras por poseer nuevas riquezas naturales y expandir las fronteras nacionales unos a costa de otros[i].

El Estado-nación del liberalismo se presenta a sí mismo como la excepción a la regla para ocultar su tendencia a la criminalidad colonizadora inherente a su monopolio de la violencia. Su violencia es así una “razón de Estado” incontrovertible, impostergable, ineludible y necesaria. Y debe serlo, porque de acuerdo con su discurso mitificador _–y su lógica de racionalización de lo irracional–, debe sentar las bases del futuro definido como progreso, mercado, equilibrio natural, etc. En este tenor, es que a la victoria de “las minorías” independentistas no le siguió la construcción de una República donde las “oposiciones” tuviesen lugar. La fundación de las repúblicas latinoamericanas (ancilares ya desde su génesis) se avanzó por medio de la eliminación violenta de la barbarie “pre-política” de los Otros. Tal estrategia de eliminación, se justificó con argumentos raciales y degradaciones de género, pilares ambos que sostendrán la clasificación social de las naciones independientes. A la vez, raza y género se combinarán para dar forma a la clasificación social que sostiene en gran parte la autoreproducción sistémica del capital en América Latina, en la época de los “descubrimientos imperiales”[ii] fundantes de la modernidad.

A pesar del desenvolvimiento de tales procesos, y aunque olvidado por los indigenistas históricos como Bustamente, dice David Brading, “el pasado indígena sobrevivió”, particularmente a través de la cuestión de la tierra, puesto que ahí el “pueblo conectaba con su principio de tenencia comunal de la tierra, a las instituciones sociales de los aztecas con las comunidades rurales del México contemporáneo”[iii]. Ya en sus trabajos, Peter Guardino, ha registrado la forma en que la cultura política dominante provoca reacciones de oposición, adaptación, negociación y resistencia por parte de campesinos y plebeyos urbanos que se adaptan y resisten ante los cambios y reacomodos del poder[iv]. Sin embargo, no se trata de una interrelación igualadora (quizá sólo, y a manera de acto simbólico que hace presentes los huecos de un poder que quiere presentarse como infalible, en los momentos en que la masa logra “ofender” al poder fetichizado); sino de un conflicto que atraviesa los campos, en una estructura de clasificación social donde los criollos desean integrarse a la dinámica del mercado mundial dirigida por las burguesías de las repúblicas centrales. Estas jerarquías sociales, “en vez de seguir sin cambio, se tenían que rehacer continuamente utilizando nuevos conceptos y tácticas políticas. El proceso les dio a los subalternos oportunidades y les presentó, a la vez, amenazas, sobre todo modificó la manera en que hicieron la política”.[v]

Las élites, en todo momento, al calor de los cambios que se dieron en su “cultura política”, provocaron modificaciones en la manera en que los marginados participaban políticamente. Con cada paso que daban “se modificó aún más la manera en que las élites justificaban tanto su poder político como [su] jerarquía social”[vi]. Estas modificaciones en la política popular son momentos del conflicto emanado de la razón de Estado que lleva a este a obtener “recursos y poder al mismo tiempo que reduce los de otras organizaciones que van desde las etnias hasta la iglesia [el Estado busca en particular] monopolizar el uso de la fuerza dentro de un territorio”[vii]. Pero también se trata de un Estado que busca ser el

…centro principal de la lealtad, así como la estructura referencial más importante para el pensamiento y la acción política; simboliza en sí mismo la personificación de la “nación” o lo que Benedict Anderson llama una “comunidad imaginada”. Ambos componentes son esenciales para el proceso, aunque no siempre han ido de la mano. En varios casos el aumento de poder del estado precedió a su representación como “nación”[viii].

En este proceso de formación del Estado-nación, los mundos locales de indígenas y campesinos así como plebeyos urbanos expresaron sus diferencias con aquel modelo dominador y lo resistieron “canibalizándolo” desde sus micro-perspectivas locales. Ello no puede ser comprendido desde las formas convencionales de una racionalidad dicotómica y liberal-positivista.

En el proceso de formación del Estado-nación, estos mundos locales entienden al poder fetichizado que se encarna en dicho Estado y su razón de ser, encuentran fisuras en él o las crean y entran por ellas obligando al Estado, como dice Guardino, a constantes movimientos de modificación en las maneras en que las élites se auto-legitiman y explican su “necesario” detentamiento del poder, así como su más elevada jerarquía en la clasificación social. Estos conflictos se invisibilizan o se los ha producido como ausentes en las visiones históricas liberales que avanzan a partir de “dualismos consuetudinarios” (global y local, civilización y barbarie, capitalista y no-capitalista, etc.) impidiendo así la comprensión y enunciación de los mismos, pues ellos no son vistos. Estas reconstrucciones liberales corresponden entonces a un Estado-nación que “reclama poder y soberanía sobre los habitantes y recursos de un determinado territorio”[ix] y que corresponde, por lo general, a un poder fetichizado que va de la mano y ejerce como garante del proceso de mundialización del capital, pero para el caso latinoamericano, desde una posición ancilar que es constitutiva del nacimiento de sus repúblicas.

Este Estado-nación, entonces, se hace con el poder de denominación, con la capacidad de nombrar; por vía de la fuerza claro está. Es quien puede dar nombres y de esa manera “controlar la distancia deíctica” puesto que puede colocar a quien denomina a “una prudente distancia tan fácilmente como puede atraerlo cariñosamente más cerca”.[x] Este es un poder reservado a los criollos republicanos, extensión tropical o mímesis malograda de sus pares idealizados europeos. Esto no quita que los subalternos puedan generar o hayan generado sus propias contra-denominaciones (los estudios poscoloniales son o aspiran a ser testimonio de ello). Así, cuando las élites se sintieron amenazadas por las formas de auto-identificación y afirmación indígena, por las reapropiaciones y contra-denominaciones constantes que estos ejercían, e intentando conservar a toda costa su autoridad representativa; discursaron sobre un “indio semióticamente construido”, inofensivo con el que se pudiera entrar en “diálogo”[xi] a través de su silencio respetuoso del interés de la sociedad civil de propietarios privados; ahí se siguió hablando también sobre la necesidad de forjar una identidad mestiza. Se trató, entre otras cosas, de construir a un indio estetizado, mito inofensivo y coleccionable.

El liberalismo parte de la negación de lo político entendido como “aceptación del conflicto, [de] la alteridad y las relaciones desiguales de poder, y de aceptación del antagonismo constitutivo de visiones”[xii]. Su dirección es en verdad única: tiende hacia la puesta en juego de una política a-política cuyo poder se basa en la producción de ausencias. El espacio/tiempo es colonizado por esta pretensión, es, en verdad, una colonización por vía de ilusiones “vulgares” que pretenden ordenar y emprender reestructuraciones múltiples con la finalidad de perpetrar la dinámica del valor que se valoriza. El liberalismo introduce una noción de parentesco destinada a suprimir lo político y su pluralidad constitutiva, suprimir el entre-los-hombres de lo político[xiii]. La supresión de lo político pasa por la negación de la condición política del otro: ese otro con el que no se comparte familiaridad alguna (el indio, el negro, etc.). De esta manera se destruye lo político. El liberal es un juego del jugar a ser dioses: se busca crear al hombre increado y mejor, racional propietario de sí. Es un hombre no engendrable, sin precedente alguno, es un hombre creado por completo, nuevo, concebido dentro del específico marco normativo del liberalismo. El liberalismo agradece en cada desplante suyo la creación de ese hombre nuevo y fustiga a quienes se oponen a tal misión universal y natural. El hombre liberal es verdad pretérita, fundamento natural de la sociedad política. Su falsa pluralidad es para sí, desde sí y por sí: esta es una de sus grandes fantasías. Se trata la suya de una conciencia que se dirige hacia sí (pensamiento que se dirige al pensamiento) y que se muestra ofendida ante una realidad que se resiste a su mandato: la barbarie. En tanto que la política nace en el entre-los-hombres, dice Hanna Arendt,no se puede hablar de el hombre político, la política está fuera del hombre (de las robinsonadas) y está entre-los-hombres. La política así vista se establece como relación social central, no posible en el campo de las robinsonadas. De ahí que se hable de política a-política liberal.

¿Y los subalternos? De lo que hablan, en cierta manera, las historias de la “subalternidad”, es de la irrupción y resistencia borradas que en las imposiciones y fluctuaciones del poder fetichizado tuvo siempre la población precarizada, que irrumpe en la ciudad letrada y en los espacios que las clases propietarias tejen para sí, y que, para nosotros, en vista del devaneo civilizatorio y la entronización del cinismo, debe ser, más allá de lo “subalterno”, una verdadera intromisión de la historia en lo real maravilloso del idealismo liberal.

Las intromisiones de los “subalternos”, sus “apropiaciones” del discurso liberal, fungen como contrapeso necesario e instantes de peligro (W. Benjamin dixit) sostenidos. Es el instante de peligro la constitución de su multiplicidad sufriente y amordazada. ¿El que hablen desde el discurso liberal (se lo reapropien) para formular sus propias peticiones, demandas, exigencias, etc. es ya pues una puesta de la voz ausente en la historia; como se relaciona ésto con posiciones posmodernas demagógicas y autocomplacientes que no hacen más que reeditar la dominación cultural (de la política y la económica ni que decir, ya que a veces la eliminan de plano)[xiv]? ¿No será que ello habla más bien de nuestra propia miseria para escuchar, de nuestra falta de “espectro de audición”? ¿No será más bien que escuchamos a partir de un epistemicidio, de un concordato para asumir que la esencia de lo real es una ausencia categorizable en clave del discurso del poder fetichizado, sea este liberal o no?

De cualquier manera,  es probable que en el refilón de dichas reapropiaciones sea quizás donde haya más sobre nuestro pasado y nuestras posibilidades históricas, y sobre todo, el aprendizaje del escuchar y las posibilidades de una traducción efectiva; quizá haya más entre líneas que en aquellos desplantes donde la aritmética del discurso liberal fue correctamente seguida. Uno de los peligros inherente a tal proceder es el de producir el efecto de un ensanchamiento de la órbita liberal —donde todo cabe sabiéndolo acomodar y dejando de lado los conflictos, dominaciones y explotaciones inherentes al propio devenir del sistema que el liberalismo anuncia como el mejor de los mundos posibles; ya no sería necesario adelantar tal crítica, únicamente se trataría de negociar “al interior”, buscando en tal caso, ensanchamientos de la órbita en dirección de la izquierda política.

Habría que pensar en la importancia de aquellos momentos donde la negativa a ser nombrado por parte del “subalterno” —y con ello quitarle al liberalismo uno de sus más socorridos artilugios coloniales— confluye con el acto de criticar/interpelar al poder fetichizado valiéndose de sus categorías y de un más allá de ellas que subyace a su propia condición histórica de oprimido. Es decir, de colonizado que coloniza; colocarse en una exterioridad conciente o como proyecto asumido desde la esperanza de posesionarse de sí y desde sí en tanto comunidad en dirección conciente hacia la experiencia de un drama propio y no uno ajeno, siendo este último el lugar de consistencia de la obligación liberal referida a la lógica de la fábrica (R. Zavaleta).

Los liberales se muestran ofendidos por la irrupción de la masa bárbara. A decir de Coetzee, “la experiencia o la premonición de ser privado de poder me parece intrínseca a todos los casos en que alguien se ofende”. El discurso liberal es un discurso ofendido. El discurso liberal es un discurso ofendido ante la acción de contra-denominación que busca provocar al poderoso pues “si se puede hacer que los fuertes se ofendan, de se modo se colocarán, por lo menos momentáneamente, en pie de igualdad con los débiles”[xv].

Para fortuna del historiador, los liberales y conservadores del siglo XIX no habían hecho suyo el fetiche de una neutralidad confundida con objetividad (rasgo más bien típico de nuestro tiempo). A diferencia de los intelectuales estilo Popper (que evitarían a toda costa mostrarse ofendidos), aquéllos se mostraban ofendidos por la pervivencia de un contumelioso pasado/presente colonial (“terror colonial”), donde la razón está ausente. Hoy, ofenderse es signo de debilidad de la convicción (que no está respaldada por la razón, si lo estuviera no llegaría el momento de ofenderse); en el siglo XIX, mostrarse ofendido es un recurso retórico necesario dada la gigantomaquia con que debía presentarse la necesaria ruptura (ruptura producto de una construcción inflamada y mitificada, cesarista, de aquello con que debía romperse; el pasado es un instrumento idealizado que servirá de legitimador de la ficción liberal por establecer como reemplazo moderno).

Las relaciones de producción en que ansiaban insertarse las élites partidarias del liberalismo demandaban un discurso que hiciese aparecer un poder naturalizado (la razón liberal y su economía política o “economía vulgar”) que estaba siendo postergado o ausentizado por la necia presencia de la barbarie colonial y sus corporaciones. Ese poder necesitaba del empoderamiento de estos nuevos ilustrados. Ellos no se permitirían “desperdiciar” más el producto social por vía del derroche antimoderno de la colonia; sentarían pues las bases del nuevo orden social partiendo de señalar la ofensa que para con la razón (postergada) tenía el “terror colonial”. Crearían binariedades funcionales a la ficción que se gestaba para abanderar el sueño de integrarse al mercado mundial. Así, el pasado será tradición y el futuro será Progreso, Orden, Modernización y Fe liberal en la propiedad privada y el mercado (expresiones fenoménicas del valor que se valoriza).


[i] ROITMAN, Marcos. América Latina en le proceso de globalización, los límites de sus proyectos, México, CEIICH/UNAM, 1994, pp. 36-37.

[ii] Con “descubrimiento imperial”, Boaventura de Sousa, se refiere a la relación de poder y de saber que implica todo descubrimiento, “es descubridor quien tiene mayor  poder y saber y, en consecuencia, capacidad para declarar al otro como descubierto”. Esto es así porque hay una desigualdad del poder y del saber que hace que la reciprocidad que subyace a todo descubrimiento devenga apropiación del descubierto”. En este sentido, dice Santos, “todo descubrimiento tiene algo de imperial, es una acción de control y sumisión”. Cfr. SANTOS, Boaventura de Sousa. “El fin de los descubrimientos imperiales”, en Una epistemología del sur, la reinvención del conocimiento y la emancipación social, México, siglo XXI, 2009, pp. 213-224.

[iii] BRADING, David, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1996, p. 128.

[iv] Vid. GUARDINO, Peter. “Comentario de Peter Guardino a su obra El tiempo de la libertad”, Signos Históricos (UAM-I), julio-diciembre 2010, núm. 24, pp. 148-153.

[v] Ibid., p. 152.

[vi] GUARDINO, Peter. “Comentario…”, op. cit., p. 149.

[vii] GUARDINO, Peter. Campesinos y política en la formación del estado nacional en México. Guerrero 1800-1857, México, Gobierno del Estado Libre y Soberano de Guerrero/H. Congreso del Estado Libre y Soberano de Guerrero, 2001, p. 26.

[viii] GUARDINO, Campesinos y política en la formación del estado nacional en México. Guerrero 1800-1857, México, Gobierno del Estado Libre y Soberano de Guerrero/H. Congreso del Estado Libre y Soberano de Guerrero, 2001, p. 27.

[ix] Ibid, p. 26.

[x] COETZEE, J. M. “Ofenderse”, en Contra la censura, México, Debate, 2007, p. 16.

[xi] Vid. MURATORIO, Blanca. “Discursos y silencios sobre el indio en la conciencia nacional”; texto disponible en línea en: http://www.flacso.org.ec/docs/antciumuratorio.pdf. La autora se refiere al caso concreto del Ecuador decimonónico, aunque se desborda más allá de ese espacio concreto, para ser expresión de la producción del indio como ausencia en el devenir de las Repúblicas latinoamericanas. Muchos son los relatos comunes que conforman a dichas Repúblicas excluyentes y en crisis permanente a lo largo de su historia.

[xii] FAIR, Hernán. “El discurso político de la antipolítica”, texto disponible en línea en revista electrónica Razón y palabra: http://www.razonypalabra.org.mx/N/N80/V80/22_Fair_V80.pdf  

[xiii] Cfr. ARENDT, Hanna. ¿Qué es la política?, México, Paidós, 2012.

[xiv] Eduardo Subirats retrata estos excesos propios de ciertas posiciones culturalistas muy en boga en la academia enamorada de la posmodernidad. Se trata del retrato del “último posintelectual posmoderno” dirigiéndose al “subalterno”: “Yo no soy el mismo Uno, la identidad sustancial sin fisuras del sujeto colonizador. Soy la totalidad quebrantada de los Grandes Discursos, la identidad del Sujeto escindida en una pluralidad de Otros. Me reconozco en la Otredad del Otro como otro entre otros Otros. Le reconozco a Usted como la diferencia del diferente en un tiempo y espacio decodificados. Usted es un sujeto híbrido. Está descolonizado: ¡Ahora puede hablar!”. SUBIRATS, Eduardo. “‘Antropofagia’ contra globalización”, en Una última visión del paraíso, México, FCE, 2004, p. 85.

[xv] COETZEE, J. M. “Ofenderse”, en Contra la censura, México, Debate, 2007, p. 17.

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Crónica de la muerte del cogito en el tianguis

Entre sueños pasmados, tuvo una visión narrada: en medio del tianguis, entre colores verdulescos multivariados y gritos desgañitantes por doquier, sintió el sol requemado, con su peso galáctico, mirando al día terrestre que desdibujaba el cuerpo del hombre en anchurosa muerte.

Sobre el asfalto ardiente, yacía con el estómago enormemente inflamado. Tenía la mirada enardecida por un horrible nuevo compromiso, contraído ya más allá de la vida con la iniquidad de una historia interminable, llena de vahídos maquinales y trabajos ancilares. Su muerte no era otra cosa que una puerta más que entre múltiples sistemas de puertas se abría hacia lo inacabable. Tal es el escenario que para el hombre muerto de disponía oníricamente, el hombre a quien la lengua se le había cansado de cualquier manera desde hacía ya tanto tiempo. ¿Pero quién este señor tirado sobre la floreada y negra avenida? ¿Qué criatura insondable parece habitar en sus entrañas de vidrio astillado, cual alien cubierto de excrementos pop multicolor, en exposición curada por Cuauhtémoc Al-Jalabi? ¡Nel! ¡Yo sé que soy la panza del muerto!

En medio de la avenida y entre el alboroto que la pelotera tumultuosa de su muerte había causado, el hombre veía al tiempo trabarse, hundirse en un abstracto despropósito, con un contenido indefinible que se escurría cual excrecencia esencial y resistía. Al hombre muerto todo se iba volviendo un amnésico torzal de verticalidades silenciosas por asunto de abulía o sempiterna omisión, vaya a saber qué cosa. Por ahora la imagen consistía en su muerte rebosante, pletórica en síncope de finitud y desenlace musealizado.

Viendo aquello desde fuera, uno podía pensar que la muerte exageraba, como si fuese su juego monumentalizar aquella nueva bravata, interpelar a los testigos con un críptico desplante. ¡Pinche muerte léperam hija de la cábula sideral! Quizá pensara que aún no había logrado mostrarse como debía, flaca y despatarradamente filosófica a lo loco; no fuera que causase confusión a los descuidados mirones de mirada amoratada que, perezosos y claramente cebados de sí mismos, terminarían por pensar que el hombre aquel tan sólo dormitaba el sueño trágico del héroe, condenado a seguir los fatídicos dictados de una voz incomprensible y divina. ¡Ah que pinche muerte tan exquisita! ¡Con un rechingau!

La muerte, serenándose búdicamente en florecita de loto sobre el cadáver, dormitaba ahora por encima del orbe de carne y retazo, flotando sobre sus extremidades boludas que se dirigían hacia los cuatro puntos del mapa del mundo conocido, cimbrando cada pequeña realidad a su paso con aromas de orín y siniestra queja, haciendo de la luz delicias y neblinas por allá, más lejos, osando aún poner nombre a las cosas, invocando así ese viejo poder imperial de darse capacidades deícticas, todo por encima de la luz múltiple de los múltiples instantes de la necedad de lo real, y por encima también de los infinitos ojos de las moscas, que ya vislumbraban el festín que anuncia la coloración tristona del blando interfecto sobre el pavimento.

Buen desayuno hubo hecho esa mañana el patidifuso hombrecillo muerto, con el traje bien llevado y la respiración cansina y difícil; nada sabía de la lenta hemorragia que devino en detenimiento por fin de su pobre corazón tartamudo y ahogado en una asfixia inoculada por todos los medios posibles. (Aprovechemos para decir que varios discutían la visión del sucedido de aquella defunción y la verdad de su acaecer. Estaba la versión del que dijo escuchar a uno que a su vez escuchó de otro al que un oso le contó que alguien había corrido tras perpetrar el artero asesinato, y ello sin que nadie reaccionara para darle alcance al criminal a pesar de su paso trastabillante; por su parte, una pareja de ancianos contó como al bajar del camión, soñó que vieron a una mujer que soñaba que asestaba una puñalada despechada en medio de la panza del occiso, que soñaba que era soñada abriéndose de cabo a rabo mientras la muerte, retirándose después a una prudente distancia, observaba la obra no sin un dejo de enquistada venganza encanijada y cumplida; y ya entre los relatos se dijo también que aquel hombre era el encarnado mal de los males del presente y que había recogido su jornal por fin. Así las versiones al paso de los días y las horas de la nota roja onírica).

—No lo veas…— dijo a su amigo un niño imperativo de labia famélica al reparar en el cuerpo tirado. Como llorando hacia dentro divisó una senda con risa idiota, senda clara y chispeante, absurda y lineal. ¡Vente cuate! ¡Vámonos a echar desmadre chido en mi terruño masónico! Tomó a su compañero por el hombro y hacia allá lo condujo con fingida decisión para iniciarlo. Entonces, el interpelado, sin atinar sobre el porqué (aunque más bien parecía querer convencerse acerca de su incapacidad para acceder a este “secreto motivo”), sintió una repentina vergüenza, como si fuera a ser descubierto en una treta larga y oculta para él mismo, latente apenas y que esperaba este “mal momento” para inyectarse en la realidad por fin; “¿se habrá notado?”, se preguntaba pleno de un placer solitario (en el que todo lo que le rodeaba no era más que el telón de fondo para sus breves pero recurrentes excesos) y entonces siguió caminando con perspectiva estrábica a propósito. De reojo miró al muertito y sintió, ciertamente, alguna calentura psicótica al notar el estómago enorme del cadáver y su bigote negrísimo todavía con los cilantros sobrantes de un ilustre taco de ambrosía que el interfecto habíase acomodado entre tripa, bofe y espíritu. Tomando del brazo a su compañero imperativo caminó con vana firmeza sintiéndose ungüento de los tiempos, arremolinándose en su soledad pétrea, horror de firmeza, orgullo de pedagogía carcelaria. Siguió el imberbe enceguecido el curso de un río artificial donde todo respira en fingimiento de simulación abrasiva de tiempo-espacio, donde nada cambia y las aguas siempre son idénticas  sí mismas. ¡Qué pinche Hegel ni que nada! Negación de mis goles y mis gónadas, nothing more chavo. Y así, tropezando con tanto fantasma chocarrero chismoso como pudo, vociferó vomitivo múltiples realidades y lógicas que lo eyectaban y le exigían entender, pero volvía a caer sin dejarse invadir por lo que emerge, sin querer entender ya desde ahora tan pronto y para siempre: “…se trata de aprender rápido y con amnesia progresiva, hoy lo he conseguido”, pensó para sí cual si orase compungidamente, no sin dolores de antiparto, inventándose una soledad victimizante hacedora de muda violencia.

Una mujer que le seguía el paso a  este par de jóvenes delirantes, se detuvo ante el cuerpo para empalagarse de varias imágenes de culpa y artistiada cínica; miró aquello con un aburrimiento bastante trabajado en diversos “espacios ilustrados” de la “ciudad letrada”. Ya bien cebada de aquello y alejándose a prudente distancia de la escena, disfrutando de un asquillo gozoso, observaba como la muerte crecía cual blue velvet blitzkrieg en dirección de las dos anchas avenidas que cruzan hacia la corta lejanía, la veía abrir sus patitas flacas y chupadas en parimiento agigantado, lanzando su oscura placenta con un horrible grito de madre universal, cual si diera a luz la partícula de Dios, revelando ya la pelona cabecita de su retoño horroroso que, con su libretita bajo el brazo, venía ya en plan poético a labrar con lápida y centella una tarde de domingo en el tianguis, ahí donde el gallo que viene del barrio canta con gráciles aleteos loas al egoísmo y la ambición robinsoniana. Mondo cane hijos de su vas y ching… ¡Uta, todavía estoy soñando! ¡Chale, es como cuando soñé que era el Hulk y no podía mover ni las chingadas nalgas aún siendo el mismísimo dueño de la destrucción destructiva primigenia! ¡Nomás tengo puros sueños feos de despotricante madre, bravata ñera del sempiterno y guarro destino, hijos de su lépera!

Las moscas revoloteaban ya, anunciando la fractalización de una dinámica señera (por ñera y no por historiográfica ni por estar bien viejita y arrugada, pos-pasita en viaje a la semilla); anunciando lo anunciado que se hace pasar por curso natural de las sociedades y de las cosas. La mujer, absorta, debrayaba: “Veo lo que quiero, miro en lo que es, lo que ha sido y lo que debe ser desde hoy, hacia el ayer y ya para siempre en la absoluta realidad de mis pensamientos dirigidos hacia sí mismos cual estela luminosa de luces boreales”. ¡Ah no memex con tu Heidegger de Tepixcuyo! Pero la mujer, tartamuda del cogito, en tramposa contemplación desde su palacio cristalino, se mordía los labios con saña hasta llagarlos en caminillos de sangre borboteante, lanzando sendas llamaradas de labio floreado y teporochismo epistémico.

Demasiada luz irradió esa día el astro rex, chorreando sobre las carpas anaranjadas y grasosas de los muchos puestos del mercado ambulante, orbitando a su vez en torno a doce soles negros con sus respectivas emanaciones espaciales, y tapizando con su luz estragada a las damas y ñores retorcidos y graznantes, con su brutal sordina y arremolinadas nalgas de costal museográfico. Hechas de inflexiones cadavéricas y mirada indiferente, hijas del goce flatulante vuelto estética conformista y plenamente idiotizadas, se paseaban todas las mujeres entre el olor a grasa del aquelarre dominical y las frailescas cabezas de cerdo que cantaban a coro en el ágora del tiyanquiztli. Todos bailaban en el aceite de sus recuerdos prestados, que hervía con fulgores de trueno y arcoíris, haciendo garnachas de sus vidas de artificio soñoliento, con su tono hinchado lleno de gangosidad clasista y reverberaciones coloniales en sus voces invertidas en dirección simulada.

Y todo seguía adelante, entre las mangas mugrosas, las bolsas de mandado, el cuerpo del hombre muerto y el olor a “pasuco” vuelto filosofía fenomenológica. De tal suerte que ya había corrido entre las avenidas del mercado el rumor de un sucedido de asquillo, tragedia y miedo disperso. En torno al cuerpo totémico del difunto, la gente se abandonaba ya a una frenética tarantela bailoteando entre quiebres voladores, codos volteados, huracarranas, desnucadoras y groseros estrabismos sartreanos, deslizándose unos sobre otros torpemente alrededor del occiso, desmenuzándolo con cinismo pollero o de plano jalándole los pelos de las axilas y, en el extremo del paroxismo, sacando al santito del pueblo, sobre los hombros de diez chamacos tripudos, para que le mentara la madre al muerto boquiabierto entre plañimiento de campeonato.

El enjambre de moscas, restos de verduras pisadas, teporochos, viejitas encabronadas, y el cuerpo hecho mostaza, paté, embarre y tuétano desgobernado, se mezclaban en un verdadero desmother pirotécnico y tecnocientífico, produciendo gritos de gusano prieto y células eruditas, junto con masivos orgasmos mitocondriales que ni Craig Venter en toda su pitorrera existencia hubiese imaginado. Ni tardos ni perezosos, los concurrentes al espectáculo de sí mismos hacían todos sus esfuerzos conocidos por ser a imagen y semejanza de la creación vuelta chiste de ángel caído, imagen antes que realidad, y en ello, se diría, expertisse habían conseguido. Tal era su economía política, su trabajo acumulado tras el ir y venir de varias generaciones pregonantes de insistencias enajenantes que se multiplicaban como pandemias presentes y futuras. En el arte de invertir, propio de su decadente desahogo y de su cómoda libertad, habían pujado por reconfigurar el mundo cual si fuesen el vehículo de un ídolo monológico y señero.

Una vez concluidas las frenéticas flexiones y los pasos mortales de los danzantes, se levantó el telón y el ambiente se vio invadido de fulgurosas fatuidades y cuchicheos rítmicos que se apilaban pesadamente sobre la muerte del hombre. Cual marionetas chocando entre sí, los desquiciados concurrentes empezaron a desmoronarse en una coreografía engrosada que imitaba al funcionamiento todo del behemot de este mundo. Y entonaban, todos en comunión, el canto del fin del mundo:  No truenes más, mi pobre cucharón, estás pegando justo entiéndelo… (¡pum! ¡pisotón en la manita del muertito!) Si quiebras poco más, mi pobre corazón, me harás mil pedazos quiérelo (¡zoc! ¡aplasdita de cabeza entre todos los camaradas!).

Entretanto, el cuerpo del hombre se dejaba masajear de lleno para luego deslizarse en el vaivén locomotor. Manoteaba fúrico después, engarrotado entre el calor grasoso y las señas vacilantes de los presentes; de tal manera que no llegaba a acomodarse de una vez por todas. Entre el asalto de imágenes que lo agobiaba mientras era transportado entre manoteos acalambrados y calientes, pensaba todavía el muerto, aunque distraídamente, que la muerte se bifurca primero y se multiplica en infinitas sendas abismales, que la muerte es muchas muertes a la vez y que no hay líneas sempiternas ni nadas deificadas, que no hay contemplaciones fáciles ni relajamientos egoístas, pero, ¿es eso lo que se veía en sus ojos extraviados en dirección de ninguna parte? Al hombre, fatigado, le pesaba que al final todo se estuviera reduciendo a un recorte y a un sentido único. Y entonces bailoteaba sin baile y sin vida desde una debilitada memoria que lo unía con el fluir de la historia.

Entre tanto, los danzantes insistían en el sainete ante las dudas del muerto. Sin saber ya cómo detenerse, llevaban la memoria colgada como invocación de su propia gloria, como una gran ficción que legitimara la edad de la barbarie y la explotación que proliferan. “El pasado debe legitimar el no presente”; con esta certeza convertían al pasado en una efigie a su imagen y semejanza. Haciendo pasar muerte por vida y viceversa, se habían ido colando en la nube de lo que se eterniza como idéntico a sí mismo aunque todo caiga en ruinas en derredor suyo. Así eran los robinsones y sus robinsonadas.  Embebidos en la ilusión de ver refulgir en el cielo el feliz presagio de que aunque todo perezca y se despedorre, aunque todo devenga ruinoso gargajo en el mar de la ferocidad encobijada en las fiestas de la civilización, ellos permanecerían, idénticos a sí mismos como idéntico a sí mismo es el presente en dirección del pasado y del futuro (¡jijos de su mismidad ontológica, hecha fósil de excremento opulento!). Presos de tal convicta convicción, agitaban al muerto haciendo saltar sus miembros aflojados por los aires, celebrando su único infinito, el único posible y verdadero, ahí donde pudieran perpetrarse por siempre. Danzaron la danza de las puestas de cabeza de sentido ante el muerto que aunque ya no podía seguir con el teatro a voluntad, era forzado a reinterpretar el drama centenario de coloniales positividades y de yermos dichos espetados tras una máscara monstruosa de dientona sonrisa. El cuerpo borboteaba milagros, sangraba azuladas llamaradas, lloraba historias, escurría nuevos vástagos y emanaba proto-lenguajes en medio del baile sin baile que no se interrumpía anduvieras con quien anduvieras, y fueras a donde fueras.

Danzaban los títeres sin danza en el espejo donde cual frágiles marismas y espumas olvidadas, se conmiseraban de su tragedia colosal, ¿por qué nadie veía su mortuoria grandeza? En torno de un fetiche moderno continuaba el zapateo de la religión de los modernos, eternizándose desde y hacia el nuevo olvido durante toda la tarde dominical, destartalando lo que del muerto quedaba y canibalizando su alma, y es que era de esta manera como transcurrían sus días apretados, llenos de tristeza idílica y parasitaria, de caprichos lapidarios y enormes, como los de los ágiles gerentes del mundo.

En su dinámica atomista, los parlanchines únicos encarnaban al Uno entre los abismos, en un movimiento espinoso logrado en el camino de la trivialidad que mueve los hilos de su mundo, donde el hambre de libertad egoísta gobernaba el camino de la adoración de sí mismos. Tan solos y necios en su infinito único, en su continuum vertiginoso, danzaban levantando el cuerpo ungido ya en las mieles del hambre insaciable, hambre artificial que alcanzaba a mirar en su dinámica el hombre muerto. Y el muertito, por última vez, sintiéndose poseído por el daimon de Enrique Rambal, se dijo quedito: “¿Cómo ha llegado así este día, abandonándome la cabeza y el calor tanto tiempo resguardado en mi cuerpo?, ¿qué manera es esta de abandonar el reino de la necesidad en que tan cómodamente me hube instalado, mirando por la ventana cuando cansado estuve de mí mismo, discursando en paz, sin pena demasiada y amo y señor que nada debe ni de nadie se duele, sujeto sólo a mi propia biografía y a la visión de mis uñas como sano límite de lo real, enmarañado a pierna suelta en las formas de libertad que el mundo me propinaba en asedio a través de blancos pasillos interminables —idénticos los unos a los otros en la perfecta armonía del mejor de los mundos posibles? ¿Cómo pues he llegado a esta incapacidad de echarme un pedo, mío más que mío, en el justo momento de la muerte? Pues, ¿no es acaso cierto, hijos míos, que lo mío es tuyo y mis mocos ya son de otros? ¡Dadme de beber que soy el hijo melifluo de mi entraña!”. Pero sus cuestionamientos no llegaron nunca a escucharse, ya sólo era carne aletargada por la larga danza de los brutales aseados, tan prestos a limpiar todo rastro de lo que ha sido y va siendo de ellos y los otros pues suyo habían hecho el relato caníbal de la luz de lo nuevo siempre nuevo. El muerto creía ver entonces, por interrupción de un azar ignoto en su linealidad acostumbrada, una historia que se derramaba en tantas y variadas versiones ocultas ante el ojo siniestro y total del hambre naturalizada. Y, entonces, en ese preciso instante, el cuerpo del hombre se desprendió de las manos del borlote ansioso que representaba su centenario drama ajeno. Supo así el muerto que, ya sin el horror de sus contemporáneos, el tiempo no era ya para él y que habría tiempo para todo, un tiempo también donde, quizá, la economía de la imbecilidad vanidosa no moviera ya los hilos del mundo. Entre saltos, azares, espirales… llegaría el detenimiento que pusiera alto a la marcha espantosa de la máquina del mundo en que iba montada su propia muerte y la de todos los hombres. ¡A huevo güero, así se muere un marxista, cómo chingados no!

Tendido sobre el asfalto, en un final sin final, el hombre, de reojo, alcanzó a mirar (en un rincón vago, esquina neblinosa), a un enano empequeñecido y afeado, de mueca torcida en el largo tiempo, picado por una tremenda joroba y pareciendo traer consigo una carta del futuro con aspecto de papiro bíblico. ¿Ah mamón, y este pinche Margarito quién es? El enanito, soportando pisotones a talón pelado, soplamocos certeros, lluvias de golpes flamígeros, dentelladas de aceros ardientes e insoportables luces de autómatas sádicos y adornados que dirigían contra él su halo de muerte,  mascullaba apenas con su voz machacada, cuasi teológica, hecho pellejo y huesito quebrado, anunciando que, cito, “…hay un futuro distinto, un futuro y un drama propios, un horizonte donde el futuro no será la perpetuación del horror y…”, ¡crash! ¡Inga tu madre! ¡Callose para siempre el enano teológico bajo tremendo pisotón tribilesco! ¡Wákala!, alcanzó a gemir el muerto. ¿Y luego? La piedad, el silencio por fin, una forma trascendental del descanso, un retorno a cierta forma de dignidad incluso para nuestro muerto soñado.

De tal manera y con estas visiones es como el hombre muerto cerró los ojos por fin, por lo que suele llamarse un instante eterno, buscando encontrar una voz propia en medio de aquel delirio cuya consistencia soñada aquí se detiene (muito obrigado Deux).

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Verbologías del equilibrista

Tres notas sobre la religión del progreso

I

La barbarie se trasviste continuamente bajo la forma de los documentos del progreso, precisamente aquellos que corresponden a las formas culturales altamente tecnificadas que, en el plano simbólico, la construcción de la imagen occidental se ha encargado de proveer. Este viejo planteamiento benjaminiano, traspasa el umbral que el anti-momento de la política acéfala y zombificada de nuestros días, supone como mecanismo eficiente para generar el detenimiento necesario y ubicuo que la esquizofrenia ontológica del capital, precisa para maquinizar lo existente y eternizar la lógica de la fábrica.

Nuestras sociedades moderno/coloniales, civilizadas y progresistas, fundadas en el mito de la razón (instrumental) —referido a un entero marco normativo autoproclamado como el único válido, con desprecio de otras formas de saber que no son reconocidas como tales—, se han construido sobre el descrédito al pasado cuando él es, en el presente, semilla potencial de las pedagogías del conflicto posibles. Este pasado se ha juzgado, cuando menos, como reaccionario, puesto que siempre se tenía que mirar hacia el futuro, hacia lo nuevo siempre nuevo; hacia el futuro tecnológico, científico y novedoso, ante el cual el presente no es más que una transición pasajera, una vía de paso hacia un futuro que se anuncia como camino en pos de la perfectibilidad monológica e infinita.

Este ya viejo parecer, fue compartido tanto por aquellos que usufructuaban anchurosos la riqueza y la cultura, como por quienes la producían con su fuerza de trabajo. Los unos y los otros en la cadena vertical de la explotación compartían la convicción acerca de la necesidad de fundar una moderna fe en el progreso. Esta fue la historia de los movimientos socialistas de obreros en la Europa decimonónica que se contraponían a la burguesía capitalista. Ambos creían con firmeza en la cara idea del Progreso, lo siempre nuevo instalado en un futuro prometedor y cargado de cierta determinación positiva ineludible. Para unos, se trataba del progreso hacia una infinitud capitalista de liberalidad económica —contrapesada hasta cierto punto por la liberalidad estatalista, que compartía la fe en el progreso, pero no en los modos, tiempos y ritmos de las aplicaciones modernizantes necesarias para alcanzarlo—, regulada “naturalmente”, a través de la fuerza espirituosa de la “mano invisible del mercado”, es decir, la teocracia moderna del valor que se valoriza; para los otros, los explotados, estaba en el horizonte inminente (inevitable) el mismo progreso, pero en dirección de un futuro socialista e imperecedero bajo la égida del proletariado. El desenlace de esta historia guiada por la ideología del Progreso ha sido el de la mayor opresión para los trabajadores del sistema-mundo todo, es decir, para todos aquellos que sobreviven vendiendo su mercancía fuerza de trabajo en todo el orbe.

En esa lucha abanderada por el progreso desde ambos lados, el ‘virtual triunfo’ fue para la burguesía internacional, triunfo que está simbolizado en el llamado “fin de la historia”. Es por esto, como dijera Boaventura de Sousa, que los oprimidos no creen ya en el futuro como progreso, porque en su nombre han visto precarizarse sus condiciones de vida, salud, ingreso, etc. Quizá sea tiempo de voltear entonces, de nuevo, hacia el pasado, un pasado que sea capaz de trasmitir no la quietud y el cinismo triunfalista de nuestros días, sino una indignación resarcidora de nuestro ser político —perdido en la marea vertiginosa de la política apolítica del neoliberalismo—, constructor de sentido e identidad histórica. Un pasado que contiene, escribía Bolivar Echeverría,  “la miseria ancestral y la resistencia a ella, de las que provienen y a las que están conectadas la miseria y las luchas actuales de los explotados”. Una visión de pasado entonces, que vea en la memoria el cemento que integre lo desintegrado en el espacio-tiempo de la historia que, por cierto, no ha dejado de ser nuestra historia. La historia de los muertos pasados que en el camino del dolor y el sufrimiento, de la explotación y la dominación van desbordando poco a poco la escritura de los vencedores, el falseado monumento de la historia oficial que se quiere hacer pasar por verdad y que respira artificialmente.

Esos muertos pasados que nos hablan con lo que parece una entrecortada voz de rayo, yacen en sus tumbas apiladas unas sobre las otras, sometidas, como dijera Walter Benjamin, al huracán del Progreso, que con su terrible fuerza va borrando exitosamente los nombres cargados de memoria que recordaban a las nuevas generaciones quienes eran sus antepasados; recuerdos en cuyas enaguas las nuevas generaciones se reproducen con sus muertos a través de identidades de larga duración que hacen y son constitutivas de la cultura. Mientras estas nuevas generaciones puedan aún mirar aquellos nombres, quizás la marcha de la moderna destrucción cultural encuentre cierta resistencia, pero la destrucción es larga y en el cinismo posmoderno la vida se agota.

En medio de ese cinismo del presente —donde la propia autodestrucción es disfrutada como si fuera un espectáculo hollywoodense—, las hordas de tumbas esperan a ser llenadas por el olvido de las generaciones presentes y venideras, a menos que pensemos en una o varias maneras de detener el continuum de esa destrucción del mundo de la vida, su memoria e identidades, ocultas bajo la máscara del progreso de la modernidad/colonialidad. Y aún si el olvido alcanzara de una vez por todas a aquellos que han quedado en el camino pasado, no habría tregua posible para los que quedamos, puesto que si en ese olvido se consiguiese una cierta paz, no sería más que una paz indolente que comprometería aún más nuestro devenir en un presente que no es tal, pues no hay olvido que la modernidad capitalista —y la destrucción de la cultura que ha sido constitutiva de ella— perdone ahora y ayer. Como dijo Benjamin, “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. El historiador, decía Benjamin, que está compenetrado con esto último, tiene consigo el don de “encender en el pasado la chispa de la esperanza”.

II

Nuestras sociedades se construyen sobre la repetición de sí mismas dice Boaventura de Sousa. La teoría del “fin de la historia”, tan de moda hace unas dos décadas, ¿qué historia cuenta? En principio la suya es la celebración del presente, pero de un presente vacío, presente que no es presente, un presente ausente que se repite. Lo que dice esa teoría, que celebra el presente ausente, es lo siguiente: el triunfo del capitalismo es definitivo: es la opción que caracteriza al mejor de los mundos posibles, al único. Se trata del there is no alternative de Margaret Tatcher y la dilapidación de lo que quedaba del “Wellfare State” o “Estado benefactor” euro-norteamericano del siglo XX, que significa también la dilapidación de derechos sociales legítimamente conquistados por las clases trabajadoras occidentales. Con el ‘Estado de bienestar’ se va algo de lo poco que habían logrado arrancar las clases trabajadoras a la burguesía internacional. Si bien el Estado de bienestar no representó la conquista de las demandas históricas de los grupos históricamente oprimidos, ni terminó con las relaciones coloniales en el sistema mundial, sino que, por el contrario, se benefició de ellas, sí fue resultado de las presiones (no un regalo) de grandes contingentes sociales que lograron por fin el reconocimiento de derechos sociales que ahora se estipulaban como básicos.

Al mismo tiempo, la teoría del fin de la historia se refiere también —y no precisamente en segundo lugar, como me parece que lo afirmaría cierto ensimismamiento eurocéntrico—, al mundo no-occidental, y en el caso de América Latina, a la continuación y agudización, vista con cinismo, de su situación de colonizada y pauperizada en la división internacional del trabajo y la clasificación social mundial avanzada desde hace más de quinientos años a través de la idea de ‘raza’ y el sexismo como eficaces mecanismos de dominación. La teoría del fin de la historia es la continuación del sufrimiento y la destrucción de la dignidad porque defiende, entre otros, el valor de la libertad individual como valor supremo, jugada en el mercado, por encima de todo, por encima de la justicia, la igualdad y la fraternidad ilustradas; porque la libertad individual, que se ha de jugar y proteger en el mercado capitalista, se consigue y ha de conseguir a costa de éstas y porque, al fin y al cabo, no todos son ciudadanos ilustrados, ‘blancos’, quizá europeos: precondiciones o definiciones de lo racional y lo moderno. Para dicha teoría, el “fin” quiere decir, fin de aquello que a la ‘lógica del cálculo de utilidad’ se oponía, ya sea como proyecto alternativo a la modernidad/colonialidad capitalista, inscrito en un distinto marco normativo, “antisistémico” o “no-capitalista” por decir, o como avanzada, no necesariamente opuesta, de un agente que disputaba con la lógica del cálculo de utilidad el poder sobre la producción social, sin intención de modificar la desigualdad estructural ni la explotación sistémica mundial, la apropiación ni la dominación colonialistas, es decir, sin intención de modificar el patrón de poder vigente: el “despotismo burocrático” soviético, como dijera Aníbal Quijano. En un sentido, la teoría del fin de la historia, como dice Boaventura de Sousa, encuentra su grado de verdad en que “ella es la máxima consciencia posible de una burguesía internacional que ve finalmente el tiempo transformado en la repetición automática e infinita de su dominio”. Esto es lo que quiere decir, como dijimos arriba, la celebración del presente que se repite, ahí donde el capitalismo se ve como la única alternativa posible.

III

Lo pasado ha sido visto y definido como arcaico, antimoderno y atado a formas conservadoras, envejecidas. Esta dualidad entre moderno y premoderno se ha mantenido, por ejemplo, en la idea de las sociedades duales de tan larga data (y todavía de cierta presencia recurrente no ya quizá en los debates académicos y como motivo de ponencias y seminarios, sino como parte de una episteme naturalizada que ha interiorizado los mitos que fundan su ser colonial). Aquellas donde se supone que conviven formas y tiempos-espacios totalmente contrarios: campo-ciudad, progresista-retrograda, civilización-barbarie, ciencia-saberes mágico religiosos, etc., y en términos de las cuales se cifra la desgracia presente y los subdesarrollos condenantes que frenan todo intento de emancipación social, por mínimo que sea, en América Latina. En esa concepción dualista, colonial, el campo por ejemplo, representa el atraso con respecto a la ciudad y la frustración de los adalides de la modernización colonialista y el desarrollo, sin reconocerse que este mismo campo “atrasado”, en el caso digamos de América Latina, es producto del mismo proceso de modernización, del mismo desarrollo que define la historia de la región; un campo que en su momento, pensando en la época de la minería colonial, representó el centro del desarrollo económico, pero que fue abandonado tras ser rapiñado y explotado, para trasladar la explotación/apropiación productiva hacia otras zonas. En ese proceso, lo que antes fue centro de desarrollo deviene zona ruinosa, atrasada, arcaica y “antimoderna”.

Todo desarrollo moderno conlleva un subdesarrollo; no se trata de lógicas opuestas. Más bien lo que vemos son procesos coetáneos e indisociables dentro del proceso de modernización/colonial capitalista. Evidentemente, la dicotomía campo-ciudad no reconoce este proceso de rapiña, esta lógica moderno/colonial productora de ausencias, por demás oculta bajo el celebratorio discurso del progreso, cargado de positividad. Así, el Progreso realmente existente, no es más que un discurso artificiosamente positivo y dicotómico, que oculta una lógica explotadora colonial/moderna y que está en la base de la racionalidad instrumental moderna, definida por una violenta lógica d medios y fines donde, históricamente, los medios siempre han tendido a rebasar dichos fines.