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María Elena Walsh | Poemas


Este es el libro con el que María Elena Walsh se dio a conocer como poeta. Lo publicó en 1947, en una edición que pagó ella misma, cuando tenía 17 años. Recoge una selección de los poemas que venía escribiendo desde apenas entrada en la adolescencia. Llama enseguida la atención la temprana madurez de esta escritora, la destreza a un tiempo conceptual y musical con que maneja las palabras. También se advierte aquí el germen de su imaginería personal, cosechada en el paisaje suburbano, que desbordaría posteriormente en sus poemas y canciones, también en las dedicadas a un público infantil. Y esa difícil sencillez en el armado de las frases, esa fluidez sólo aparentemente natural en la expresión. Otoño imperdonable, cuyo título es en sí mismo todo un hallazgo, atrajo de inmediato la atención de poetas consagrados como Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez, y le abrió las puertas de los suplementos y las revistas literarias de la época.


Escribí Otoño Imperdonable entre los 14 y los 17 años. Esto no es disculpa ni jactancia: es una dedicatoria. Si veinte años después algunos adolescentes sienten alguna complicidad con este libro, la reedición está justificada.

Nota a la tercera edición, 1967

La sombra

Todo persiste en su razón primera
—frágil andanza, precio del encanto—:
La araña en su ritual devanadera
y el pájaro en la forma de su canto.
Yo también nombraría, si pudiera,
esa versión alegre del quebranto,
pero cautivo de mi cabecera
está el silencio que me duele tanto.
Está mi esencia, sueño amortajado,
por equivocaciones y cadenas,
por floraciones muertas en retoño.
Y el mar de pensativo acantilado
que enfría en el tumulto de mis venas
sus peces importados del otoño.


El lugar

Un día —no sé cómo— me di cuenta que amaba
este cielo encauzado en dosel de follaje,
que amaba este silencio iluminado en trinos,
este paisaje triste que casi no es paisaje.
Por aquí pasé un día con el primer asombro,
con el ardiente asombro de saber ya pensar.
Y, vírgenes los labios de palabras lejanas,
hablaba con los árboles mi voz elemental.
Esta calle ha vivido paralela a mi infancia
¿y con los ojos fríos pasaba junto a ella?
Olvidé que hay alzadas mil perpendiculares
de su nombre y mi nombre a todas las estrellas.
Ahora, ya advertido su abolengo infantil,
me persigue el recuerdo con sencillo reclamo.
Por eso la contemplo con amor, prevenida.
Como si ya mis ojos la buscaran en vano.


La víspera

Ya preguntaba por el mundo mío,
por la calle sin voz, por el pausado
retorno de la noche en el rocío
y por el aldabón desmemoriado.
Sorprendían los pájaros del frío
la soledad del parque ensimismado
y regresaba el nombre del estío
puntual como la sangre a mi costado.
¡Oh voluntad de estrella en la bujía!
¡Oh cortejo de llantos vegetales
que en el perfil del viento renacía,
cuando al temblar la savia en su retoño,
bajo un aire aturdido de panales
amaneció la infancia del otoño!


La casa

Allá estarán las cosas todavía,
a punto de no ser, contradiciéndose.
En el hastío de las escaleras
y en la resignación de las paredes
aun seguirá creciendo aquella sombra
con su sed de presagios inminentes.
Aquella sombra, ay, aquella sombra
fría como la sal y como el verde.
Su perfume inquietante, su leyenda
de confidencias y de pareceres
caía en el ramaje de mis hombros
con la perseverancia de la nieve.
Yo nunca tuve edad. Por eso entonces
crecí en la medida de mi muerte
ante la certidumbre del dolor
y la presencia de lo inexistente
y esa frialdad de las antiguas voces
sólo atentas a sus atardeceres.
Dejadme que imagine: allí quedaron
los guantes amarillos del jinete,
el crucifijo, las lamentaciones,
la ácida vigilia de la fiebre.
(Consternación que pudo perpetuarse
en el mundo asombrado de mi frente).
Yo sé que quise huir de los espejos
deshabitados insistentemente,
de la cal angustiosa, de la fecha,
de la persecución de los caireles,
de sombras que llovían por los muros
lentas como la miel, y amargamente.
Es verdad que nací para estar triste
junto a cualquier ventana, cuando llueve.
Pero eso sí: guardadme mi silencio,
aquel tan habituado a mis papeles,
desordenado como las estrellas,
amigo de mi voz, sencillamente.
No me llevéis a las habitaciones
donde sollozan coloridos seres,
en donde no podría habitar nunca
el aire que respiran los juguetes.
Porque no quiero ver anochecida
mi propensión a los amaneceres.


MARÍA ELENA WALSH (Ramos Mejía, Argentina, 1930 – Buenos Aires, 2011). Poeta, novelista, cantante, compositora, guionista de teatro, cine y televisión, es una figura esencial de la cultura argentina. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes. A los quince años comenzó a publicar sus primeros poemas en distintos medios, y en 1947, apareció su primer libro: Otoño imperdonable. En 1952 viajó a Europa donde integró el dúo Leda y María, con la folclorista Leda Valladares, grabando discos en París. Desde 1960, ya en la Argentina, escribió programas de televisión para chicos y para grandes, y realizó el largometraje Juguemos en el mundo, dirigido por María Herminia Avellaneda. Asimismo, escribió guiones para cine y su música fue incorporada a filmes de trascendencia. En 1962 estrenó Canciones para Mirar en el teatro San Martín, con tan buena recepción que, al año siguiente, puso en escena Doña Disparate y Bambuco, con idéntica respuesta. Esas obras se publicaron como libros en 2008. A partir de 1960 nacieron muchos de sus libros para chicos: Tutú Marambá (1960), Zoo Loco (1964), El Reino del Revés (1965), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Versos tradicionales para cebollitas (1967). Su producción infantil abarca, además, El diablo inglés (1974), Chaucha y Palito (1975), Pocopán (1977), La nube traicionera (1989), Manuelita ¿dónde vas? (1997), Canciones para Mirar (2000), Hotel Pioho’s Palace (2002) y ¡Cuánto cuento! (2004).

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Robert Louis Stevenson | Markheim


—Sí —dijo el comerciante—, tenemos gangas de varias clases. Como algunos clientes son ignorantes, yo percibo un dividendo gracias a mi conocimiento superior. Otros son picaros —y al decirlo levantó la vela, de modo que la luz iluminara de lleno a su visitante—, y en tal caso —continuó— obtengo beneficio de mi virtud.

Markheim acababa de entrar con la vista acostumbrada a la claridad de las calles y no se había acomodado aún a la semioscuridad de la tienda. Al oír aquellas palabras, y ante la cercana presencia de la llama, parpadeó penosamente y volvió la cabeza a un lado.

El comerciante dejó escapar una risita.

—Usted viene aquí el día de Navidad —continuó—, cuando sabe que estoy solo en mi tienda, con los postigos echados y dispuesto a no hacer ninguna transacción. Bueno, tendrá que pagar por esto; tendrá que pagar por mi pérdida de tiempo y, además, por algo raro que observo en su actitud con más intensidad que otras veces. Soy la esencia de la discreción y no hago preguntas capciosas; pero cuando un cliente no puede mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello. —El comerciante rio de nuevo; y luego añadió, en su tono habitual de hombre de negocios, aunque con cierta ironía—: ¿Puede usted dar, como de costumbre, clara cuenta de cómo entró en posesión del objeto? ¿El gabinete de su tío, también? ¡Un notable coleccionista, su señor tío!

Y el bajito y pálido comerciante casi se puso de puntillas, mirando por encima de los cristales de sus lentes con montura de oro, al tiempo que movía la cabeza en un gesto de incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita piedad mezclada con cierto horror.

—Esta vez —dijo— está usted equivocado. No he venido a vender, sino a comprar. No dispongo de ningún objeto raro, el gabinete de mi tío está vacío; pero, aunque estuviera lleno, en las presentes circunstancias no me aprovecharía de ello. Busco un regalo de Navidad para una dama —continuó, hablando con más desparpajo a medida que se adentraba en el discurso que había preparado—. Y, desde luego, le debo una disculpa por haberlo molestado por esa nimiedad. Pero ayer me olvidé de adquirir el regalo, y debo ofrecerlo hoy a la hora de la cena. Como sabe usted muy bien, el matrimonio con una dama rica es asunto que merece algún desvelo.

Siguió una pausa, durante la cual el comerciante pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de numerosos relojes en la semioscuridad de la tienda, y el ocasional ruido de algún carruaje en las calles contiguas llenaron el intervalo de silencio.

—Bueno —dijo finalmente el comerciante—, lo que usted diga. Después de todo, es un antiguo cliente; y si tiene la oportunidad de casarse en condiciones favorables, lejos de mí la intención de ser un obstáculo. Aquí hay algo muy apropiado para una dama —continuó—. Este espejo de mano: siglo quince, garantizado; procede de una buena colección; aunque me reservo el nombre, en beneficio de mi cliente, el cual, como usted mismo, es sobrino y único heredero de un notable coleccionista.

Mientras hablaba, con su vocecilla seca e incisiva, el comerciante había dado unos pasos para tomar el objeto del lugar en que se encontraba; y, al mismo tiempo, una especie de estremecimiento había asaltado a Markheim, reflejado en un sobresalto de la mano y el pie y un asomar de tumultuosas pasiones a su rostro. Aquel momento de emoción fue muy fugaz y no dejó más rastro que un leve temblor de la mano que ahora recibía el espejo.

—¿Un espejo? —dijo con voz ronca. Luego, tras una breve pausa, repitió, más claramente—: ¿Un espejo? ¿En Navidad? Desde luego que no.

—¿Por qué no? —gritó el comerciante—. ¿Por qué no un espejo?

Markheim lo estaba mirando con una expresión indefinible.

—¿Me lo pregunta usted? —dijo—. ¡Mire! ¡Mírese en él! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! ¡Ni a mí… ni a ningún hombre!

El hombrecillo había saltado hacia atrás cuando Markheim le había enfrentado tan súbitamente con el espejo; pero ahora, dándose cuenta de que no había nada que temer, dejó oír una risita burlona.

—Su futura esposa, sir, quedará muy favorecida —dijo.

—Le he pedido a usted un regalo de Navidad —dijo Markheim— y usted me da esto… este maldito recuerdo de mis años de pecados y locuras… esta conciencia de mano. ¿Lo ha hecho a propósito? ¿Se le había ocurrido antes la idea? Dígamelo. Será mejor para usted si lo hace. Vamos, hábleme de usted. Me atrevo a sospechar que, en secreto, es usted un hombre muy caritativo.

El comerciante miró a su compañero fijamente. Le pareció muy raro que Markheim no se riera; por el contrario, en su rostro, muy serio, había como un ávido centelleo de esperanza.

—¿De qué está hablando? —inquirió el comerciante.

—¿No es caritativo? —replicó el otro, en tono lúgubre—. No es caritativo; no es piadoso; no es escrupuloso; no ama a nadie; no es amado; una mano para coger el dinero, una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Dios mío! ¿Es eso todo?

—Le diré una cosa —empezó el comerciante, con cierta acritud, y luego dejó oír de nuevo su burlona risita—. No es usted el único hombre del mundo que ha estado enamorado…

—¡Ah! —exclamó Markheim, con una extraña curiosidad—. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de eso.

—¿Yo? —gritó el comerciante—. ¿Enamorado yo? Nunca he tenido tiempo para esa clase de estupideces. ¿Se lleva usted el espejo?

—¿Qué prisa hay? —inquirió Markheim—. Resulta muy agradable estar aquí, conversando con usted; y la vida es tan corta y tan insegura, que no me apresuro a alejarme de ningún placer, aunque sea tan modesto como éste. Por el contrario, debemos aferramos a lo que podemos obtener, del mismo modo que un hombre se aferra al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si piensa bien en ello; un precipicio de un kilómetro de profundidad, lo bastante profundo, si caemos en él, como para borrar de nosotros todo vestigio de humanidad. Por lo tanto, es preferible conversar agradablemente. Vamos a hablarnos el uno del otro. ¿Por qué hemos de llevar esta máscara? Vamos a hablarnos confidencialmente. ¡Quién sabe! Tal vez podríamos convertirnos en amigos…

—Lo único que tengo que hablar con usted es esto —replicó el comerciante—: haga su compra, o salga de mi tienda.

—Es cierto, es cierto —dijo Markheim—. Soy un estúpido. Al negocio. Enséñeme alguna otra cosa.

El comerciante se volvió para volver a colocar el espejo en la estantería. Markheim irguió todo su cuerpo, con una mano en el bolsillo de su abrigo; al mismo tiempo llenó de aire sus pulmones. En su rostro se reflejaban diversas emociones entremezcladas: terror, horror y decisión, fascinación y una repugnancia física.

—Esto puede resultar apropiado, tal vez —observó el comerciante; y entonces, mientras empezaba a volverse, Markheim saltó desde atrás sobre su víctima. El largo y afilado estilete centelleó en el aire y cayó. El comerciante agitó los brazos, se golpeó la sien contra la estantería y luego cayó al suelo, boca abajo.

El coro de pequeñas voces continuó marcando el paso del tiempo con sus monótonos tic-tacs. Luego, un rumor de pasos en la acera, al otro lado de la puerta de la tienda, se impuso al coro de latidos y sobresaltó a Markheim, el cual miró a su alrededor con aire asustado. La vela continuaba ardiendo sobre el mostrador, con un leve oscilar de la llama que llenaba la estancia de alargadas sombras que parecían asentir, hinchándose y deshinchándose como si respirasen; al mismo tiempo, los rostros de los retratos y los objetos de porcelana se transformaban y ondeaban como imágenes en el agua. La puerta interior permanecía entreabierta y atisbaba a las sombras con una franja de luz semejante a un índice acusador.

Apartándose de las pavorosas sombras, los ojos de Markheim retornaron al cuerpo de su víctima, caído en el suelo, increíblemente pequeño y mucho más delgado que en vida. Había temido contemplarlo, y ahora encontraba injustificados aquellos temores. Sin embargo, mientras miraba aquel montón de ropas viejas caídas sobre un charco de sangre, empezó a escuchar elocuentes voces. Tenía que permanecer allí hasta que alguien lo descubriera… ¿Y luego? ¡Ay! Luego, aquella carne muerta proferiría un grito que resonaría en toda Inglaterra, y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. ¡Ay! Muerto o no, aquél era aún el enemigo. «Si tuviera tiempo…», pensó Markheim; y el vocablo llenó su mente. Ahora que la hazaña estaba cumplida, el Tiempo, que se había cerrado para la víctima, se había convertido en trascendental para él.

La idea estaba aún en su mente cuando, primero uno y luego otro, con gran variedad de paso y voz —uno profundo como la campana de una torre catedralicia, otro desgranando en sus trémulas notas el preludio de un vals—, los relojes empezaron a dar la hora: las tres de la tarde.

El repentino estallido de tantas lenguas en aquella estancia poblada de sombras asustó a Markheim. Cogiendo la vela, empezó a moverse entre las sombras, sobresaltado hasta el tuétano por los reflejos casuales. En numerosos espejos, algunos de Venecia o Ámsterdam, vio su rostro repetido y repetido, como si fuera un ejército de espías; sus propios ojos lo encontraron y lo localizaron; y el sonido de sus propios pasos, a pesar de su levedad, turbaron el silencio que lo rodeaba. Y mientras llenaba sus bolsillos, su mente lo acusaba con implacable reiteración de los mil fallos de su plan. Debió escoger una hora más tranquila; debió prepararse una coartada; no debió utilizar una daga; debió mostrarse más precavido y limitarse a saltar sobre el comerciante y privarle del sentido, sin asesinarlo; debió mostrarse más osado y asesinar también a la criada; su mente iba y venía, cambiando lo que no podía cambiarse, planeando lo que ahora era inútil, estructurando el irrevocable pasado. Entre tanto, y detrás de toda esta actividad, ciegos terrores, como un escabullirse de ratas en un ático desierto, llenaban de alboroto las más remotas células de su cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro, y sus nervios brincarían como un pez enganchado en el anzuelo; o contemplaba, en galopante desfile, el banquillo de los acusados, la prisión, el patíbulo y el negro ataúd.

El terror a la gente de la calle se instaló ante su mente como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que algún rumor de la lucha no hubiera alcanzado sus oídos y despertado su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus moradores inmóviles y con el oído atento: personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad alimentándose de recuerdos del pasado, y ahora bruscamente arrancadas de aquel tierno ejercicio; felices reuniones familiares, interrumpidas en plena comida de celebración, la madre todavía con el dedo levantado; docenas de oídos en tensión, docenas de ojos acechando, tejiendo la cuerda que rodearía su cuello. Markheim tenía la impresión de que no podía moverse con la suavidad indispensable; el reteñir de las altas copas de Bohemia resonaba tan ruidosamente como una campana; y alarmado por el tic-tac de los relojes, sintió la tentación de pararlos. Y luego, de nuevo, con una rápida transición de sus terrores, el silencio del lugar se le apareció como una fuente de peligro, como algo que debía llamar la atención de los transeúntes; y se movió con más osadía entre los objetos de la tienda, tratando de imitar los movimientos de un hombre ocupado en su propia casa.

Pero estaba tan acosado por diferentes alarmas que, mientras una parte de su mente permanecía alerta y sagaz, otra temblaba desaforadamente. Una alucinación, en especial, afectó de un modo intenso a su credulidad. El vecino acechando con rostro pálido al otro lado del escaparate, el transeúnte detenido en la acera por una horrible premonición… éstos, en el peor de los casos, podían sospechar, pero no podían saber; a través de las paredes de ladrillo y las cerradas ventanas sólo podían atravesar los sonidos. Pero aquí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que lo estaba; había visto salir a la criada, toda cintas y sonrisas, lo cual significaba que era su tarde libre. Sí, estaba solo, desde luego; y, sin embargo, en la mole de la casa vacía encima de él podía oír unos suaves pasos: estaba consciente, inexplicablemente consciente, de alguna presencia. Su imaginación recorría todos los cuartos y rincones de la casa; y ahora era una cosa sin rostro, pero que tenía ojos para ver; y ahora era una sombra de sí mismo.

De cuando en cuando, con un gran esfuerzo, volvía la mirada hacia la puerta abierta. La casa era alta, la claraboya pequeña y sucia, y la niebla llenaba las calles, y la luz que se filtraba hasta la planta baja era muy débil y no permitía distinguir claramente el umbral de la tienda. No obstante, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no se agitaba una sombra?

Súbitamente, en la calle, un caballero muy jovial empezó a golpear con un bastón la puerta de la tienda, acompañando los golpes con gritos y chanzas en los cuales el comerciante era llamado por su nombre. Markheim, convertido en hielo, miró al muerto. Pero ¡no! Yacía completamente inmóvil; estaba mucho más allá del alcance de aquellos golpes y gritos; estaba hundido bajo mares de silencio; y su nombre, que otrora le hubiese llamado la atención por encima del aullar de una tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y, de pronto, el jovial caballero desistió de seguir llamando y se marchó.

Aquello fue una especie de aviso para Markheim, advirtiéndole que debía darse prisa en lo que quedaba por hacer, para alejarse de tan acusadora vecindad, para sumergirse en un baño de multitudes londinenses y alcanzar, al otro lado del día, aquel puerto de seguridad y de aparente inocencia: su lecho. Un visitante había llamado; en cualquier momento podía presentarse otro y mostrarse más obstinado. Haber cometido un crimen y no obtener provecho de él sería un fracaso imperdonable. Lo que ahora preocupaba a Markheim era el dinero; y como un medio para llegar a él, las llaves.

Echó una ojeada por encima de su hombro a la puerta abierta, donde la sombra se agitaba aún; y sin ninguna repugnancia consciente de la mente, pero con un temblor localizado en el estómago, se acercó al cuerpo de su víctima. Lo que tenía de humano se había evaporado. Parecía un traje medio relleno de salvado, con los brazos extendidos, el tronco doblado, caído en el suelo. A pesar de todo, le inspiraba un instintivo sentimiento de repulsión. Y temió que el sentimiento se acrecentara al tacto. Cogió el cadáver por los hombros y lo volvió boca arriba. Era extrañamente ligero y flexible, y las extremidades, como si estuvieran rotas, cayeron en las más raras posiciones. El rostro estaba desprovisto de toda expresión; pero tenía una palidez de cera y aparecía manchado de sangre alrededor de una sien. Para Markheim, aquella era la única circunstancia desagradable. Le hizo recordar un día que había pasado en un pueblo de pescadores; un día gris, con un viento aullante, una multitud en la calle, el resplandor de las brasas, un resonar de tambores, la voz nasal de un cantor de baladas; y un muchacho yendo y viniendo, enterrado entre las cabezas de la multitud y fluctuando entre el interés y el temor, hasta que consiguió divisar una gran pantalla con varios cuadros, pésimamente dibujados, chillonamente coloreados: Brownrigg con su aprendiza; los Mannings con su huésped asesinado; Weare estrangulado por Thurtell; y otros crímenes famosos. La cosa fue tan clara como una ilusión; Markheim volvió a ser aquel muchacho, estaba mirando otra vez, y con la misma sensación de repugnancia física, aquellos cuadros; estaba ensordecido todavía por el resonar de los tambores. La música de aquel día volvió a su memoria; y por primera vez se sintió invadido por una sensación de náusea, una repentina debilidad de las articulaciones, la cual debía resistir y superar inmediatamente.

Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas consideraciones que huir de ellas, mirando con más osadía el rostro muerto, obligando a su mente a comprender la naturaleza y la extensión de su crimen. Muy poco antes, aquel rostro se había conmovido con cada cambio de sentimiento, aquella pálida boca había hablado, aquel cuerpo había estado lleno de vigor y de energía; y ahora, y como consecuencia de su acto, aquel trozo de vida había sido parado, del mismo modo que el relojero, interponiendo un dedo, para los latidos de un reloj. Pero sus razonamientos resultaron vanos: no consiguió despertar ningún remordimiento en su conciencia; el mismo corazón que se había estremecido con las efigies pintadas del crimen, permanecía inconmovible en su realidad. A lo sumo experimentó un atisbo de piedad por alguien que había sido dotado inútilmente con todas aquellas facultades que pueden convertir el mundo en un jardín de delicias, alguien que nunca había vivido y que ahora estaba muerto. Pero ni un solo temblor de arrepentimiento.

Aclarada en su mente aquella cuestión, encontró las llaves y avanzó hacia la puerta abierta de la tienda; afuera había empezado a llover, y el sonido del aguacero sobre el tejado había eliminado el silencio. Semejantes a una goteante caverna, las habitaciones de la casa estaban acosadas por un incesante eco, el cual llenaba el oído y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, mientras Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en respuesta a sus propios pasos cautelosos, los pasos de otros pies en la escalera. La sombra continuaba palpitando en el umbral. Markheim obligó a sus músculos a un esfuerzo sobrehumano y tiró de la puerta.

La brumosa luz diurna brillaba débilmente sobre el suelo desnudo y la escalera; sobre la armadura apostada, alabarda en mano, en el rellano; y sobre los cuadros colgados contra los amarillos tableros del friso de madera. Tan intenso era el batir de la lluvia a través de toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a descomponerse en numerosos sonidos distintos. Pasos y suspiros, el desfilar de regimientos en la distancia, el tintineo de monedas en el mostrador, y el crujido de puertas entreabiertas, parecieron mezclarse con el repicar de las gotas sobre la cúpula y el discurrir del agua por los canalones. La sensación de que no estaba solo se hizo más intensa, enloquecedora. Por todos lados se sentía acosado y rodeado por presencias. Las oyó moverse en las habitaciones superiores de la tienda; oyó al muerto poniéndose en pie; y empezó a subir la escalera con un gran esfuerzo, siguiendo obstinadamente a sus pies, que huían delante de él. Sólo con que fuera sordo, pensó, poseería tranquilamente su alma… Y luego, de nuevo, despierta su atención, se bendijo a sí mismo por aquel incansable sentido que velaba por él, poniendo un fiel centinela sobre su vida. Su cabeza giraba continuamente sobre su cuello; sus ojos, desorbitados, lo escrutaban todo. Los veinticuatro peldaños hasta el primer piso fueron veinticuatro agonías.

En aquel primer piso las puertas estaban entreabiertas, tres de ellas como tres emboscadas, sacudiendo sus nervios como los estampidos del cañón. Nunca podría volver a sentirse, pensó, suficientemente acorazado contra los observadores ojos de los hombres; deseaba encontrarse en su casa, rodeado de paredes, enterrado entre sábanas, invisible para todos menos para Dios. Y ante aquella idea se inquietó un poco, recordando historias de otros asesinos y el temor que se decía experimentaban a vengadores celestes. A él no podía sucederle eso. Él temía a las leyes de la naturaleza, las cuales, en su rígida inmutabilidad, podían conservar alguna acusadora evidencia de su crimen. Temía diez veces más, con un terror supersticioso, alguna escisión en la continuidad de la experiencia del hombre, alguna intencionada ilegalidad de la naturaleza. Estaba empeñado en un juego de habilidad, que dependía de las reglas, calculando las consecuencias a partir de las causas. ¿Y si la naturaleza, como el derrotado tirano que vuelca el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su sucesión? Como había derrotado a Napoleón (según algunos escritores) cuando el invierno cambió la época de su aparición. Del mismo modo podía derrotar a Markheim; las sólidas paredes podían convertirse en transparentes y revelar lo que había detrás de ellas, como las de las abejas en una colmena de cristal; la casa podía derrumbarse y aprisionarle al lado del cadáver de su víctima; o podía declararse un incendio en la casa contigua, y los bomberos invadirían la vecindad. Ésas eran las cosas que Markheim temía; y, hasta cierto punto, esas cosas podían ser llamadas las manos de Dios extendidas contra el pecado. Pero, en lo que respecta a Dios, Markheim estaba tranquilo; su acto era excepcional, sin duda, pero también lo eran las excusas que tenía para haberlo cometido, excusas que Dios conocía; era allí, y no entre los hombres, donde Markheim esperaba encontrar justicia.

Cuando hubo entrado en el salón, y cerró la puerta detrás de él, se sintió más seguro. La estancia estaba completamente desmantelada, sin alfombras, y llena de cajas de embalaje y de muebles incongruentes; varios espejos enormes, en los cuales Markheim se contempló a sí mismo desde diversos ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos cuadros, con marco o sin él, en el suelo, apoyados contra la pared; un escritorio de madera finamente labrada, y un gran lecho antiguo, adornado con colgaduras. Las ventanas se abrían a la calle; pero, afortunadamente, los postigos estaban echados, y esto le ocultaba de los vecinos. Markheim se acercó al escritorio y empezó a buscar entre las llaves. Una elección difícil, ya que las llaves eran muchas. Además, podía darse el caso de que en el escritorio no hubiese nada, y el tiempo apremiaba. Pero el ocuparse en algo definido lo tranquilizó. Con el rabillo del ojo veía la puerta… incluso la miraba directamente, de cuando en cuando, como un comandante en jefe que se complace en asegurarse de la buena disposición de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. La lluvia cayendo en la calle sonaba natural y agradable. De pronto, al otro lado, las notas de un piano atacaron los primeros compases de un himno, y las voces de numerosos niños rompieron a cantar. ¡Qué agradable era la melodía! ¡Cuán frescas las voces infantiles! Markheim tendió el oído, mientras probaba las llaves; y su mente se llenó de ideas y de imágenes: niños desfilando hacia la iglesia a los majestuosos acordes del órgano; niños en el campo, persiguiendo mariposas bajo un cielo salpicado de nubes fugitivas; y luego, otra cadencia del himno volvió a recordarle la iglesia, y la somnolencia de los días de verano, y la voz amable del párroco, y las tumbas del pequeño cementerio, y la lápida con los Diez Mandamientos en el presbiterio.

Mientras permanecía así sentado, a la vez ocupado y ausente, Markheim experimentó un repentino sobresalto que le hizo ponerse en pie de un salto. Un destello de hielo, un destello de fuego, un violento borbotón de sangre se abatieron sobre él, dejándolo traspuesto y tembloroso. Unos pasos se acercaron lenta e implacablemente, una mano se posó sobre el pomo de la puerta, la cerradura obedeció a una llave invisible, y la puerta se abrió.

El miedo mantenía inmovilizado a Markheim. No sabía lo que esperaba, si al muerto resucitado, o a los representantes de la justicia humana, o a algún testigo casual dispuesto a llevarlo al patíbulo. Pero cuando un rostro asomó por la abertura, lo miró, asintió y sonrió en amistoso reconocimiento, y la puerta volvió a cerrarse detrás de él, Markheim dio rienda suelta a su terror profiriendo un grito con voz enronquecida.

El visitante volvió a presentarse.

—¿Me llamabas? —preguntó, amablemente, entrando en la habitación y cerrando la puerta.

Markheim lo miró fijamente. Tal vez tenía una especie de velo delante de los ojos, ya que los contornos del recién llegado parecían cambiar y oscilar como los de las figurillas a la vacilante luz de la vela en la tienda; y a veces creía conocerlo; y a veces creía reconocerse a sí mismo en aquella figura; y siempre, con una sensación de indefinible horror, tenía la seguridad de que aquel ser no era de la tierra ni de Dios.

Y, sin embargo, aquel ser resultaba de lo más vulgar, de pie junto a la puerta, mirando a Markheim con una sonrisa en los labios.

—Estás buscando el dinero, supongo… —dijo, con la misma amabilidad.

Markheim no respondió.

—Debo advertirte —continuó el otro— que la sirvienta se ha separado de su novio más temprano que de costumbre y no tardará en llegar. Si te encuentran en esta casa, no necesito describirte las consecuencias.

—¿Me conoces? —gritó el asesino.

El visitante sonrió.

—Desde hace mucho tiempo has sido un favorito mío —dijo—. No he dejado de observarte, y a menudo he pensado en ayudarte.

—¿Quién eres? —gritó Markheim—. ¿El diablo?

—Lo que yo pueda ser —replicó el otro— no afecta al servicio que me propongo prestarte.

—¿Ayudarme tú? —exclamó Markheim—. ¡No, nunca! No me conoces todavía; gracias a Dios, no me conoces.

—Te conozco —replicó el visitante, con una especie de amable severidad—. Te conozco hasta el alma.

—¡Conocerme! —dijo Markheim—. ¿Quién puede conocerme? Mi vida ha sido un continuo engañarme a mí mismo. He vivido para contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos los hombres son mejores que este disfraz que crece a su alrededor y acaba ahogándolos. Los verás arrastrados por la vida, como alguien a quien unos bravucones han atacado, cubriéndole la cabeza con una capa. Si tuvieran el control de sí mismos… si pudieras ver sus rostros, serían muy distintos, los verías como héroes y como santos. Yo soy peor que la mayoría; mi verdadera personalidad está más oculta; mi disculpa la conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría revelarme a mí mismo.

—¿A mis ojos? —inquirió el visitante.

—A los tuyos de un modo especial —replicó el asesino—. Suponía que eras inteligente. Creía, puesto que existes, que sabías leer en los corazones. Y, sin embargo, te propones juzgarme por mis actos… Piensa en ello: ¡mis actos! Nací y he vivido en un país de gigantes; gigantes que me han arrastrado por las muñecas desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de la circunstancia. ¡Y tú quieres juzgarme por mis actos! ¿Acaso no puedes mirar hacia dentro? ¿No puedes comprender que el mal me resulta odioso? ¿No puedes ver dentro de mí la clara escritura de mi conciencia, nunca borrosa, a pesar de que con demasiada frecuencia haya hecho caso omiso de ella? ¿No puedes reconocer en mí a un ejemplar que seguramente debe ser tan común como la humanidad: el pecador renuente?

—Todo eso está muy bien expresado —fue la respuesta—, pero no me afecta. No me interesa lo más mínimo el impulso que pueda haberte arrastrado en una dirección equivocada. Pero el tiempo vuela; la criada se demora, contemplando los rostros de la multitud y los objetos expuestos en los escaparates de las tiendas, pero cada vez está más cerca. Y no olvides que es como si el propio patíbulo avanzara hacia ti a través de las calles navideñas… Quiero ayudarte. Y, ¿quién lo sabe todo? Te diré dónde encontrarás el dinero.

—¿A qué precio? —preguntó Markheim.

—Te ofrezco el servicio como regalo de Navidad —respondió el otro.

Markheim no pudo evitar el sonreír con una especie de amargo triunfo.

—No —dijo—, no aceptaré nada de tus manos. Si estuviera muriendo de sed, y tu mano acercara el cántaro a mis labios, encontraría el valor necesario para rechazarlo. Puedo ser crédulo, pero no haré nada que me ate irrevocablemente a ti.

—Puedes arrepentirte en tu lecho de muerte —observó el visitante—. No me opongo.

—¿Por qué no crees en la eficacia de ese arrepentimiento? —inquirió Markheim.

—Yo no diría eso —respondió el otro—. Pero yo miro esas cosas desde un ángulo distinto, y cuando la vida ha terminado cesa mi interés. El hombre ha vivido para servirme, para sembrar cizaña en el trigal… Cuando se acerca el fin, sólo puede añadir un acto de servicio: arrepentirse, morir sonriendo, y de este modo infundir confianza y esperanza a los más timoratos de mis seguidores supervivientes. No soy un amo tan severo. Ponme a prueba. Acepta mi ayuda. Complácete a ti mismo en la vida, como has hecho hasta ahora; complácete a ti mismo todavía más; y cuando la noche empiece a caer y las cortinas a correrse, te aseguro, para tu tranquilidad, que encontrarás fácilmente el modo de ponerte en paz con tu conciencia y con Dios. Yo llego ahora de uno de esos lechos de muerte, y la estancia estaba llena de deudos que experimentaban un sincero pesar y escuchaban las últimas palabras del hombre: y cuando miré aquel rostro, que había sido tallado como un pedernal contra la misericordia, lo encontré sonriendo con esperanza.

—¿Y supones, por tanto, que soy uno de esos seres? —preguntó Markheim—. ¿Crees que no tengo más aspiraciones que pecar, pecar y pecar, y, al final, colarme subrepticiamente en el cielo? ¿Es ésa tu experiencia del género humano? ¿O presumes tales bajezas porque me encuentras con las manos enrojecidas? ¿Acaso el delito de asesinato es tan impío como para secar las mismas fuentes del bien?

—Para mí, el asesinato no tiene ninguna categoría especial —replicó el otro—. Todos los pecados son asesinatos, puesto que toda vida es guerra. Yo contemplo a tu raza, como marineros muriéndose de hambre sobre una balsa, los unos alimentándose de las vidas de los otros. Yo sigo los pecados más allá del momento de su realización; descubro en todo que la última consecuencia es la muerte; y a mis ojos, la doncella que engaña a su madre a fin de poder asistir a un baile no es menos culpable que un asesino como tú. ¿He dicho que sigo los pecados? Sigo también las virtudes; no difieren entre ellos en el grosor de una uña: ambos son guadañas para el ángel de la Muerte. El mal, para el cual vivo yo, no consiste en la acción, sino en el carácter. El hombre malo es querido para mí; no el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos seguirlos lo bastante lejos a través de la catarata de los siglos, encontraríamos quizá más gloriosos que los de las más raras virtudes. Y si te he ofrecido mi ayuda para escapar, no es porque hayas asesinado a un comerciante, sino porque eres Markheim.

—Te abriré mi corazón —respondió Markheim—. Este crimen que acabo de cometer será el último de mi vida. En el camino que me ha conducido a él he aprendido muchas lecciones; el mismo crimen ha sido una lección, una trascendental lección. Hasta ahora había sido arrastrado a pesar mío a lo que no deseaba; era un esclavo atado a la pobreza. Existen virtudes robustas que pueden sobrevivir en medio de esas tentaciones; la mía no era de ésas: tenía sed de placeres. Pero hoy, y a consecuencia de mi acto, voy a obtener la riqueza y la decisión necesarias para ser yo mismo. Me convertiré en un actor libre sobre el escenario del mundo; empezaré a verme a mí mismo completamente cambiado, a considerar estas manos como los agentes del bien, con el corazón en paz. Algo llega hasta mí procedente del pasado; algo de lo que había soñado al oír el órgano de la iglesia, de lo que intuía al derramar lágrimas sobre las páginas de nobles libros, o al hablar, inocente chiquillo, con mi madre. He andado a la deriva unos cuantos años, pero ahora veo una vez más mi ciudad de destino.

—Piensas utilizar ese dinero en la Bolsa, ¿no? —dijo el visitante—. Y allí, si no me equivoco, has perdido ya algunos miles.

—Sí —asintió Markheim—. Pero esta vez tengo una cosa segura.

—Esta vez volverás a perder —afirmó el visitante.

—¡Pero conservaré la mitad! —exclamó Markheim.

—Y la perderás también —dijo el otro.

El sudor empezó a empapar la frente de Markheim.

—Entonces, ¿no puede haber salvación para mí? —gimió—. ¿Me hundiré de nuevo en la pobreza, continuaré hasta el fin renunciando a lo mejor? El bien y el mal conviven en mí, presionándome en sentido contrario. No me inclino decisivamente por el uno ni por el otro. Puedo concebir grandes hazañas, renunciamientos, martirios; y aunque he incurrido en un delito tan enorme como el asesinato, la piedad no es extraña a mis pensamientos. Compadezco a los pobres, ¿quién conoce mejor que yo sus aflicciones? Los compadezco y los ayudo; aprecio el amor, amo la risa honesta; no existe ninguna cosa buena, ninguna cosa verdadera sobre la tierra que yo no ame con todo mi corazón. ¿Acaso mis vicios han de dirigir mi vida, y mis virtudes han de quedar sin efecto, como un trasto pasivo de la mente? No, el bien es asimismo un manantial de actos.

Pero el visitante levantó su dedo índice.

—Durante los treinta y seis años que has estado en el mundo —dijo—, a través de muchos cambios de fortuna y variedades de humor, te he contemplado hundirte cada vez más. Hace quince años, la idea de convertirte en un ladrón te hubiera sobresaltado. Hace tres años hubieras palidecido ante la posibilidad de que te llamaran asesino. Si existe algún delito, si existe alguna crueldad que ahora te repugne, dentro de cinco años tu repugnancia habrá desaparecido. Cada vez más hundido: sólo la muerte podrá detenerte en tu caída.

—No puedo negarlo —admitió Markheim—. Hasta cierto punto puedo decir que he cumplido con el mal. Pero así ocurre con todos: los mismos santos, en el simple ejercicio de vivir, van haciéndose menos delicados y se adaptan al tono de lo que les rodea.

—Te formularé una simple pregunta —dijo el otro—, y de acuerdo con tu respuesta te leeré tu horóscopo moral. Has ido transigiendo paulatinamente con el mal; es posible que tuvieras derecho a hacerlo; y, en cualquier caso, lo mismo les sucede a todos los hombres. Pero, aceptado esto, ¿hay algún aspecto particular del mal que te resulte más difícil de acomodar a tu conducta?

—¿Algún aspecto particular? —repitió Markheim, meditando unos instantes—. ¡No! —añadió con desesperación—. ¡Ninguno!

—Entonces —dijo el visitante—, conténtate con lo que eres, ya que nunca cambiarás; y las palabras de tu papel sobre este escenario están irrevocablemente escritas.

Markheim permaneció silencioso largo rato, y en realidad fue el visitante el primero en volver a hablar.

—Siendo así —dijo—, ¿te digo dónde está el dinero?

—¿Y el perdón? —gritó Markheim.

—¿Acaso no lo has intentado? —replicó el otro—. Hace dos o tres años, ¿no te vi sobre el estrado en asambleas religiosas, y no era tu voz la que más se oía al entonar los himnos?

—Es cierto —dijo Markheim—. Y ahora veo claramente cuál es mi obligación. Te agradezco las lecciones que acabas de darme; mis ojos están abiertos, y al fin me contemplo a mí mismo tal como soy.

En aquel momento, el agudo tintineo de la campanilla de la puerta resonó a través de la casa; y el visitante, como si la llamada fuera una señal que había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.

—¡La sirvienta! —gritó—. Ha regresado, tal como te había advertido, y ahora se abre ante ti un camino más difícil. Tienes que decirle que el dueño de la casa está enfermo; ábrele la puerta y ofrécele un semblante serio: nada de sonrisas… No te pases de la raya, y te prometo el éxito. Una vez que esté dentro y la puerta cerrada, actúa con la misma rapidez y destreza que utilizaste con el comerciante y te librarás del último peligro que se yergue delante de ti. Cuando hayas eliminado ese peligro, tendrás toda la tarde, toda la noche, si es necesario, para apoderarte de los tesoros de la casa y pensar en tu seguridad. Ésta es una ayuda que llega a ti con la máscara del peligro. ¡Ánimo! —gritó—. ¡Ánimo, amigo! Tu vida pende de un hilo. ¡Ánimo, y actúa!

Markheim miró fijamente a su consejero.

—Si estoy condenado a actos de maldad —dijo—, hay todavía una puerta abierta a la libertad: puedo renunciar a la acción. Si mi vida es equívoca, puedo renunciar a ella. Aunque sea presa fácil para toda tentación, puedo, mediante un gesto decisivo, ponerme fuera del alcance de todas ellas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; pero a pesar de ello conservo mi odio al mal; y ese odio sabrá inspirarme la energía y el valor que ahora necesito.

Las facciones del visitante se animaron y suavizaron con una expresión de triunfo reflejando un portentoso cambio y, mientras se animaban, se hicieron borrosas y se difuminaron. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o comprender la transformación. Abrió la puerta y descendió la escalera muy lentamente, entregado a sus pensamientos. Su pasado se presentó delante de él; lo contempló tal como era, feo y asfixiante como un sueño, una escena de derrota. La vida, tal como ahora la veía, había dejado de interesarle; pero en su extremo más lejano intuía la presencia de un puerto tranquilo para su barca.

Al llegar al pasillo, Markheim se detuvo y miró hacia el interior de la tienda, donde la vela continuaba ardiendo junto al muerto. Estaba extrañamente silenciosa. La campanilla de la puerta, repitiendo su impaciente clamor, rompió aquel silencio.

Markheim se enfrentó con la sirvienta en el umbral; en su rostro se dibujaba algo parecido a una sonrisa.

—Será mejor que vaya en busca de la policía —dijo—. He asesinado a su amo.


https://es.wikipedia.org/wiki/Robert_Louis_Stevenson

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El bosque de noche Nuestra memoria Poesía Vérkell recomienda:

La ciudad interior: 20 poetas estadounidenses | Edición de Fernando Vérkell


<p class="has-drop-cap has-medium-font-size" value="<amp-fit-text layout="fixed-height" min-font-size="6" max-font-size="72" height="80"><em>America </em>no es un país, sino una enciclopedia de colonización y barbarie. Fue fundada sobre desiertos, bosques ya desaparecidos y cementerios originarios. Los colonos arrancaron de tajo la tradición ancestral y acabaron con los nativos y los bisontes, porque todo conquistador es por definición un asesino. Los <em>Founding Fathers</em> no eran altruistas patriotas: su necesidad de independencia y organización no brotó del corazón, sino del bolsillo, y con astucia crearon una identidad nacional glorificándola a fuerza de mitos instantáneos y hombres falsamente representativos.America no es un país, sino una enciclopedia de colonización y barbarie. Fue fundada sobre desiertos, bosques ya desaparecidos y cementerios originarios. Los colonos arrancaron de tajo la tradición ancestral y acabaron con los nativos y los bisontes, porque todo conquistador es por definición un asesino. Los Founding Fathers no eran altruistas patriotas: su necesidad de independencia y organización no brotó del corazón, sino del bolsillo, y con astucia crearon una identidad nacional glorificándola a fuerza de mitos instantáneos y hombres falsamente representativos.

Por fortuna también hay magia dentro del despilfarro: aunque los habitantes de las 13 colonias pronto se afincaron en una tierra que no era suya y la destruyeron, simultáneamente su humanidad brotó, y con ella el arte. La poesía estadounidense va desde el piadoso The Bay Psalm Book, datado en 1640, hasta el poeta desconocido que guarda sus versos en la nube. Miles de poetas y millones de versos entre ambas fronteras demuestran que la belleza brota igualmente desde la miseria de las máquinas y los imperios.

Como casi todas las poéticas modernas, la estadounidense oscila entre la excavación doliente del yo y el reconocimiento brumoso de la problemática social. Estos términos, aunque secuestrados por agendas y colectivos, han recorrido un sendero inmemorial y pertenecen a quien los limpia de nociones instantáneas.  En ocasiones, es cierto, el péndulo poético suele detenerse justo antes de cortar de tajo la delgada línea entre introspección y denuncia, pero el poeta verdadero es honesto y canta lo que ve y lo que quisiera ver; es un bardo de tres caras y cuatro dimensiones.

Esta selección no es un panfleto, no obstante, sino una muestra poética, una breve cartografía de un territorio inexplorado y tantas veces releído. No son poemas cronológicos ni están ordenados por temáticas. Simplemente son una muestra de mis predilecciones poéticas y de autores que he ido descubriendo en mis vagabundeos bibliográficos. Mi intención es que el lector busque la obra original de estos autores, la compre y los disfrute tanto como lo he hecho yo.

Al traducirlos, no he olvidado que vienen de una lengua noble: un lenguaje de espadas, mares y corsarios; por eso, para proveer al lector de una referencia en el idioma original, decidí que los títulos permanecieran en inglés.

Leer poetas estadounidenses es otra manera de honrar una lengua que arde hoy junto a sus bosques, sus tuits y sus catástrofes, pero que nutrió de verbos y adjetivos a poetas de la talla de Poe, Emerson, Longfellow, Dickinson, Frost, Eliot, Berryman, Merwin y tantos otros amigos antologados aquí.


Contenido
 
Anne Bradstreet | Contemplations [fragmento]
William Carlos Williams | Danse Russe
Bill Holm  | Advice
Vachel Lindsay | Rain
Thomas Wolfe | For, Brother, What are We?
Etheridge Knight | The Bones of My Father [fragmento]
Sharon Olds | The Guild
Stanley Kunitz | The Portrait
Edna St. Vincent Millay | Soneto XXX
Gwendolyn Brooks | La vida de mi hijo es simple
Langston Hughes | El Negro habla sobre los ríos
David Budbill |  What I Heard at the Discount Department Store
W. S. Merwin | Yesterday
Paréntesis: 3 epígrafes sobre poesía
Gerhart Haupmtann
Samuel Johnson
William Holdsworth
Charles Olson | These Days
Gary Snyder | Why Log Truck Drivers Rise Earlier Than Students of Zen
Charles Bukowski | The Secret
Jo Carson | I am Asking You to Come Back Home
Robert Frost | Fire and Ice
Katha Pollitt | Onions
Felix Pollak | The Dream
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Narrativa Nuestra memoria Vérkell recomienda:

Truman Capote: Una luz en la ventana


Truman Streckfus Persons (Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924-Los Ángeles, 25 de agosto de 1984), más conocido como Truman Capote, fue un literato y periodista estadounidense, autor conocido principalmente por su novela Breakfast at Tiffany’s y su novela-documento In Cold Blood (1966). Este relato pertenece al libro Música para camaleones (1980).


Una vez me invitaron a una boda; la novia sugirió que hiciera el viaje desde Nueva York con una pareja de invitados, el señor y la señora Roberts, a quienes no conocía. Era un frío día de abril, y en el viaje a Connecticut, los Roberts, un matrimonio de cuarenta y pocos años, parecieron bastante agradables; no el tipo de gente con los que uno quisiera pasar un largo fin de semana, pero tampoco tremendos.

No obstante, en la recepción nupcial se consumió gran cantidad de licor, y debo decir que mis conductores ingirieron la tercera parte de ello. Fueron los últimos en dejar la fiesta —aproximadamente, a las once de la noche—, y yo me sentía muy reacio a acompañarlos; sabía que estaban borrachos, pero no me di cuenta de lo mucho que lo estaban. Habríamos recorrido unas veinte millas, con el coche dando muchos virajes mientras el señor y la señora Roberts se insultaban mutuamente en un lenguaje de lo más extraordinario (efectivamente, parecía una escena sacada de ¿Quién teme a Virginia Wolf?), cuando míster Roberts, de modo muy comprensible, torció equivocadamente y se perdió en un oscuro camino comarcal. Seguí pidiéndoles, y terminé rogándoles que pararan el coche y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus invectivas que me ignoraron. Por fin, el coche paró por voluntad propia (temporalmente), al darse una bofetada contra el costado de un árbol. Aproveché la oportunidad para bajarme de un salto por la puerta trasera y entrar corriendo en el bosque. En seguida partió el condenado vehículo, dejándome solo en la helada oscuridad. Estoy convencido de que mis anfitriones no descubrieron mi ausencia; Dios sabe que yo no les eché de menos a ellos.

Pero no era un placer quedarse ahí, perdido en una fría noche de viento. Empecé a andar, con la esperanza de llegar a una carretera. Caminé durante media hora sin avistar casa alguna. Entonces, nada más salir del camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana alumbrada por una lámpara. De puntillas, entré en el porche y me asomé a la ventana; una mujer mayor, de suave cabellera blanca y cara redonda y agradable, estaba sentada ante una chimenea leyendo un libro. Había un gato acurrucado en su regazo, y otros dormitaban a sus pies.

Llamé a la puerta y, cuando la abrió, dije mientras me castañeteaban los dientes:

—Siento molestarla, pero he tenido una especie de accidente; me pregunto si podría utilizar su teléfono para llamar a un taxi.

—¡Oh, vaya! —exclamó ella, sonriendo—. Me temo que no tenga teléfono. Soy demasiado pobre. Pero pase, por favor. —Y al franquear yo la puerta y entrar en la acogedora habitación, añadió—: ¡Válgame Dios! Está usted helado, muchacho. ¿Quiere que haga café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi marido; murió hace seis años.

Dije que un poco de whisky me vendría muy bien.

Mientras ella iba a buscarlo, me calenté las manos en el fuego y eché un vistazo a la habitación. Era un sitio alegre, ocupado por seis o siete gatos de especies callejeras y de diversos colores. Miré el título del libro que la señora Kelly —pues así se llamaba, como me enteré más tarde— estaba leyendo: era Emma, de Jane Austen, una de mis escritoras favoritas.

Cuando la señora Kelly volvió con un vaso con hielo y una polvorienta media botella de bourbon, dijo:

—Siéntese, siéntese. No disfruto de compañía a menudo. Claro que estoy con mis gatos. En cualquier caso, ¿se quedará a dormir? Tengo un precioso cuartito de huéspedes que está esperando a uno desde hace muchísimo tiempo. Por la mañana podrá usted caminar hasta la carretera y conseguir que lo lleven al pueblo, y allí encontrará un garaje donde le arreglen el coche. Está a unas cinco millas.

Me pregunté, en voz alta, cómo es que podía vivir de manera tan aislada, sin medio de transporte y sin teléfono; me dijo que su buen amigo, el cartero, se ocupaba de todo lo que ella necesitaba comprar.

—Albert. ¡Es realmente tan encantador y tan fiel! Pero se jubila el año que viene. No sé lo que haré después. Aunque algo se presentará. Quizá un nuevo y amable cartero. Dígame, ¿qué clase de accidente ha tenido usted exactamente?

Cuando le expliqué la verdad del caso, me respondió, indignada:

—Hizo usted exactamente lo que debía. Yo no pondría el pie en un coche con un hombre que hubiera olido una copa de jerez. Así es como perdí a mi marido. Casados durante cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque un conductor borracho lo atropello. Si no fuera por mis gatos…

Acarició a una gata de color anaranjado que ronroneaba en su regazo.

Hablamos ante el fuego hasta que se me cansaron los ojos. Hablamos de Jane Austen («Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído sus libros tan a menudo que me los sé de memoria») y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, Maupassant. Era una mujer de mente sana y variada; la inteligencia iluminaba sus ojos de color de avellana, igual que la lamparita brillaba encima de la mesa, a su lado. Hablamos de los crudos inviernos de Connecticut, de políticos, de lugares lejanos («Nunca he estado en el extranjero, pero si alguna vez tengo oportunidad, África sería el lugar a donde iría. A veces he soñado con ella, las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elefantes andando por ahí»), de religión («Me educaron como católica, por supuesto, pero ahora, casi siento decirlo, tengo una mentalidad abierta. Demasiadas lecturas, quizá»), de horticultura («Cultivo y conservo todos mis verduras; por necesidad»). Finalmente:

—Disculpe mi cháchara. No puede figurarse el gran placer que me proporciona. Pero ya pasa de su hora de acostarse. Y noto que es la mía.

Me acompañó al piso de arriba y, tras estar cómodamente instalado en una cama de matrimonio bajo un dichoso peso de bonitas colchas confeccionadas con trozos de desecho, volvió y me dio las buenas noches, deseándome felices sueños. Me quedé despierto, pensando en todo aquello. Qué experiencia tan extraordinaria: ser una vieja que vive sola y apartada, que un desconocido llame a la puerta en plena noche y no sólo abrirla, sino darle una cálida bienvenida, nacerle entrar y ofrecerle albergue. Si nuestra situación hubiera estado invertida, dudo que yo hubiera tenido valor para hacerlo, por no hablar de la generosidad.

A la mañana siguiente me dio de desayunar en la cocina. Café, gachas de avena con azúcar y leche condensada, pero me encontraba hambriento y me supo a gloria. La cocina estaba más sucia que el resto de la casa; el fogón, un traqueteante frigorífico, todo parecía al borde de la extinción. Todo salvo un objeto amplio y en cierta forma moderno, un congelador encajado en un rincón de la habitación.

Ella estaba con su cháchara:

—Adoro los pájaros. Me siento muy culpable por no echarles migas durante el invierno. Pero no puedo tenerlos alrededor de la casa. Por los gatos. ¿Le gustan a usted los gatos?

—Sí, una vez tuve una gata siamesa llamada Toma. Vivió doce años y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Y cuando murió, no tuve corazón para buscarme otro.

—Entonces, quizás entienda usted esto —dijo, llevándome hacia el congelador y abriéndolo. En el interior no había sino gatos: montones de gatos congelados, perfectamente conservados, docenas de gatos. Aquello me produjo una extraña impresión—. Todos mis viejos amigos. Que se han ido a descansar. Es que, sencillamente, no podía soportar el hecho de perderlos. Completamente. -Se rió y añadió—: Supongo que pensará que estoy un poco loca. Un poco loca. Sí, un poco loca, pensaba yo al andar bajo el cielo gris en dirección a la carretera que ella me había indicado. Pero radiante: una lámpara en una ventana.


Extraído de Música para camaleones (Anagrama). Puede comprar el libro aquí.

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Arte y cultura Ensayo Narrativa Nuestra memoria

Giorgio Van Straten | Walter Benjamin: Una pesada maleta negra (Cataluña, 1940)

La vida de Walter Benjamin acaba el 26 de septiembre de 1940 en un pueblecito situado en la frontera entre Francia y España, Portbou. Y es él quien lo decide.

Resulta extraño pensar que uno de los intelectuales más importantes del siglo XX, un hombre de grandes países y grandes capitales, tenga que elegir, o mejor dicho sufrir su propio destino, en un lugar situado en la periferia de todo.

Cuando digo que es uno de los intelectuales más importantes del siglo XX sé que no exagero, y debería añadir aún otro adjetivo para definirlo: europeo. Porque si hubo un hombre que se considerara europeo, en aquellos años en que Europa no era más que una expresión geográfica, fue precisamente él, que se desplazó de una nación a otra empujado no solo por las circunstancias históricas y por la persecución de que era objeto por su condición de judío, sino también por sus intereses y su curiosidad.

Nacido en 1892 en Alemania, en Charlottenburg, tras la promulgación de las leyes de Núremberg se vio obligado a trasladarse a Francia, y París se convirtió en su segunda patria, el lugar de sus pasiones intelectuales, hasta el punto que una de sus obras fundamentales, aunque inacabada, Passages, está enteramente dedicada al París del siglo XIX.

Creo que Benjamin es una figura absolutamente excepcional, porque me resulta difícil encontrar otra persona que haya unido a la erudición enciclopédica, a la enorme afición por la acumulación de materiales e informaciones, al refinamiento que coincide a menudo con el hecho de ser un epígono —no el que encabeza una corriente sino el que le pone fin— una gran capacidad de innovar, de interpretar el mundo bajo una luz distinta, captando los elementos, aunque solo iniciales, de las transformaciones históricas que nos aguardaban. Por lo general el que revoluciona no se preocupa del estilo, sino solo de romper, destruir, inventar sin prestar demasiada atención al lenguaje.

Benjamin, en cambio, fue un revolucionario refinadísimo.

Fue el primero, por ejemplo, en comprender que la posibilidad de reproducir la obra de arte, de poder verla sin estar físicamente en el lugar donde se conserva, vaciaría a esa misma obra de arte de su aura, de ese conjunto de distancia, unicidad y maravilla que marcaba la superioridad del artista respecto al mundo.

¿Qué hacía ese intelectual refinado y creativo, tan profundamente urbanita, en aquel pequeño pueblo fronterizo? Y, sobre todo, para introducirnos en el tema de mi investigación, ¿cuál fue el libro que perdió Benjamin? Porque ya se habrá entendido que si le he seguido hasta aquí, en las estribaciones que de los Pirineos descienden hasta Cataluña, es para descubrir qué ocurrió con el texto mecanografiado que llevaba consigo en una pesada maleta negra de la que no quería separarse nunca.

Retrocedamos unos meses. Como ya he dicho, en 1933 Walter Benjamin se instaló en París con su hermana Dora. Pero en mayo de 1940, tras un período de absoluta inmovilidad del frente entre Francia y Alemania, las tropas alemanas invadieron los territorios de dos países neutrales —Bélgica y Holanda— y penetraron en territorio enemigo sin hallar resistencia, precisamente porque nadie se esperaba un ataque por aquel flanco. Entraron en París el 14 de junio de 1940 y el día antes, tan solo el día antes, Benjamin decidió abandonar aquella ciudad tan querida pero que se estaba convirtiendo para él en una trampa.

Antes de hacerlo, entregó a Georges Bataille, un intelectual como él, con un espíritu interesado y curioso, las fotocopias —digamos ur-fotocopias, fruto de los primeros intentos de reproducir fotográficamente los documentos— de su gran obra inconclusa sobre París, los Passages. Este hecho tiene importancia porque, aunque la maleta citada hubiese contenido el original de aquel trabajo, la certeza de que otra persona conservaba una copia difícilmente justificaría el apego morboso a aquella bolsa negra.

Cuando Benjamin huyó de París, tenía intención de dirigirse a Marsella y desde allí, provisto del permiso de emigración a Estados Unidos que sus amigos Theodor Adorno y Max Horkheimer le habían conseguido, llegar a Portugal y embarcar hacia América.

Walter Benjamin no era un hombre anciano, solo tenía cuarenta y ocho años, aunque entonces pesaban más que ahora. Pero era un hombre cansado y enfermo —los amigos le llamaban el viejo Benj, padecía asma y había tenido un infarto—, incapaz desde siempre de la más mínima actividad física y acostumbrado a pasar el tiempo leyendo o en conversaciones cultas. Cada traslado, cada esfuerzo físico representaban para él un trauma, aunque sus circunstancias personales le habían obligado a cambiar de dirección más de veintiocho veces. Y además era incapaz de enfrentarse a la cotidianidad de la existencia, al prosaísmo de la vida.

Hannah Arendt repitió a propósito de Benjamin lo que Jacques Rivière había dicho de Marcel Proust:

Ha muerto de la misma inexperiencia que le ha permitido escribir su obra. Ha muerto por ser extraño al mundo y por no saber cómo se enciende el fuego, cómo se abre una ventana.

Y luego añadió una nota propia:

Su falta de destreza le llevaba inevitablemente al encuentro con la mala suerte.

Y ese hombre inútil para las cosas de la vida diaria se veía obligado a trasladarse en plena guerra, en un país a la desbandada, en medio de una terrible confusión.

En cualquier caso, y milagrosamente, tras largas paradas forzosas y etapas recorridas con extrema dificultad, Benjamin consiguió llegar a Marsella a finales de agosto, a una ciudad que en aquel momento era la encrucijada de miles de prófugos y personas desesperadas que pretendían huir del destino que les perseguía. Y para sobrevivir, para poder salir de aquella ciudad, había que poseer documentos y más documentos: en primer lugar, el permiso de residencia en Francia, luego los visados para abandonar el país, para atravesar España y Portugal y, finalmente, el de entrada en Estados Unidos. Benjamin fue presa del desánimo.

Por otra parte, volviendo a la frase de Hannah Arendt sobre la mala suerte, Benjamin siempre había estado convencido de que le acechaba el infortunio, de que le perseguía el hombrecillo jorobado que en las canciones infantiles alemanas es la personificación del gafe. Y en su vida ya le había golpeado en muchas ocasiones la mala suerte: desde el fracaso en la oposición a cátedra en Alemania, donde había presentado una obra, El origen del drama barroco alemán, que nadie entendió, hasta el hecho de que para escapar de los bombardeos que le aterrorizaban huyera a la banlieue parisina y acabara en un pueblecito que fue el primero en ser destruido porque era un importante nudo ferroviario (y él obviamente no lo sabía).

En Marsella consiguió solucionar algunas cosas. Entregó a Hannah Arendt el texto de sus tesis Sobre el concepto de historia para que lo llevase a sus amigos Horkheimer y Adorno (por tanto, tampoco podía ser este el contenido de la maleta negra) y retiró el visado para Estados Unidos; pero le faltaba un documento fundamental: el permiso para salir de Francia, que no podía pedir en la comisaría porque se denunciaría automáticamente como apátrida y sería entregado de inmediato a la Gestapo.

No le quedaba más que una posibilidad: pasar a España clandestinamente a través de la ruta Líster, por el nombre del comandante de las tropas republicanas españolas que desde allí, recorriéndola en sentido inverso, había conseguido poner a salvo a una parte de sus brigadas al final de la guerra civil.

Fue una sugerencia de un viejo amigo que Benjamin encontró en Marsella: Hans Fittko. Su mujer Lisa, que estaba en Port Vendres, cerca de la frontera con España, se encargaba de pasar al otro lado a quienes se hallaban en su misma situación. Así que Benjamin emprendió la marcha, junto con una fotógrafa, Henny Gurland, y su hijo Joseph de dieciséis años: un grupo poco homogéneo y sin preparación alguna.

Llegaron a Port Vendres el 24 de septiembre. Y aquel mismo día, guiados por Lisa Fittko, recorrieron una primera parte del trayecto a modo de prueba. Pero cuando llegó el momento de regresar, Benjamin decidió no acompañarles. Les esperaría allí hasta la mañana siguiente, para reanudar juntos el camino: estaba muy cansado y prefería salir de allí al día siguiente para ahorrarse un poco de cansancio. «Allí» era un pinar. Destrozado físicamente y desmoralizado, Benjamin se quedó solo, y cuesta imaginar cómo pasaría aquella noche: si presa de sus inquietudes o cautivado por aquel silencio, por el cielo estrellado de un septiembre mediterráneo tan distinto del frío de un otoño alemán.

Poco después del amanecer, llegaron sus compañeros de viaje. El camino formaba una pendiente cada vez más pronunciada, a veces era casi imposible distinguirlo entre las rocas y los barrancos. Benjamin sentía cómo aumentaba el cansancio e ideó un sistema para resistir: caminar durante diez minutos y descansar uno, de forma regular, con la precisión de su reloj de bolsillo. Diez minutos de marcha y un minuto de reposo. Cuando el sendero se hizo más empinado, las dos mujeres y el muchacho tuvieron que ayudarle, porque él solo no podía con la maleta negra que se negaba a abandonar, afirmando que era más importante que llegase a América el manuscrito que había dentro que él mismo.

El cansancio fue extremo y el pequeño grupo a punto estuvo de rendirse, pero al final llegaron a la cresta y desde allí apareció el mar, inundado de luz, y un poco más allá el pueblecito de Portbou: lo habían conseguido.

Lisa Fittko se despidió de Benjamin, Henny Gurland y su hijo, y emprendió el camino de regreso. Los tres prosiguieron la marcha hacia el pueblo y se dirigieron al puesto de policía, convencidos de que, como había ocurrido a todos los que les habían precedido, obtendrían de la policía española el permiso para continuar el viaje. Pero las órdenes habían cambiado justamente el día antes: la persona que entraba ilegalmente era devuelta a Francia. Para Benjamin esto significaba ser entregado a los alemanes. La única concesión que obtuvieron, teniendo en cuenta el cansancio y la hora tardía, fue pasar la noche en Portbou: pudieron alojarse en el Hotel Franca, Benjamin en la habitación número 3. Se aplazó la expulsión hasta el día siguiente.

Pero el día siguiente no llegó nunca para Walter Benjamin: se mató durante la noche con las treinta y una pastillas de morfina que llevaba consigo por si reaparecían los problemas de corazón.

Aquella noche tal vez pensó que el hombrecillo jorobado que parecía perseguirle desde siempre había vuelto para atraparlo definitivamente. SÍ hubiesen llegado el día antes, nadie habría puesto objeciones a su deseo de proseguir el viaje hacia Portugal; si, en cambio, hubiesen pospuesto el paso hasta el día siguiente, habrían tenido tiempo de enterarse de que las reglas habían cambiado. Habrían tenido la posibilidad de estudiar soluciones alternativas, y desde luego no se hubieran entregado a la policía española. Solo había un intervalo de tiempo que podía llevarles a la peor situación posible. Y precisamente ese fue el que les correspondió. La mala suerte había vencido y Walter Benjamin se rindió.

Durante muchos años no se supo nada más de él: cualquier rastro del intento de fuga parecía haberse perdido. Ni siquiera los muchos estudiosos de su obra que en los años setenta —cuando finalmente se reconoció todo el valor de su trabajo— fueron a Portbou, estimulados por los recuerdos de Lisa Fittko, que explicaba a todo el mundo que había sido ella la que había llevado a aquel hombre a España, consiguieron encontrar nada. Ni la maleta negra, ni la tumba. Parecía que a Walter Benjamin se lo había tragado la tierra.

Aún hoy, entre ese cúmulo de informaciones, a veces falsas, que es Internet, hay quien sigue dando crédito a esta versión de los hechos. De la maleta y de su contenido nunca se supo nada más.

Por suerte, además de Internet tengo amigos. Uno de estos, Bruno Arpaia, escribió hace unos años una buena novela sobre la historia de Walter Benjamin, que se llama L’angelo della storia. Y es él quien me explica cómo ocurrieron realmente las cosas. Porque es cierto que durante muchos años nadie logró encontrar ningún rastro de la presencia de Benjamin en Portbou, pero luego se aclaró el misterio: los españoles creyeron que Benjamin era el nombre, puesto que como tal existe en español aunque con una pronunciación distinta, y Walter el apellido, de modo que registraron en los archivos municipales y luego depositaron en el tribunal de Figueres todos los documentos relacionados con el pensador en la letra W.

Se descubrió entonces que había sido enterrado en el cementerio católico y trasladado tiempo después a la fosa común, y que todas sus propiedades habían sido registradas con bastante precisión y, en parte, conservadas: una maleta de piel (sin especificar el color), un reloj de oro, una pipa, un pasaporte expedido por las autoridades estadounidenses de Marsella, seis fotografías de carnet, una radiografía, unas gafas, algunas revistas, cartas, unos papeles, un poco de dinero. No se habla de textos mecanografiados ni de manuscritos, aunque ¿qué querrá decir «unos papeles»?

Y, sobre todo, ¿qué era eso tan valioso que Benjamin llevaba consigo, qué texto que no fueran los Passages entregados a Georges Bataille o las tesis Sobre el concepto de historia confiadas a Hannah Arendt?

Nadie tiene una respuesta a esta pregunta, ni siquiera Bruno Arpaia que en su novela, en la ficción literaria, confía esas hojas a un joven partisano español con la promesa de que las pondrá a salvo, pero durante la noche, en los montes, presa del frío y de la desesperación, las utiliza para encender un fuego y salvar su vida.

El fuego, como ya he observado antes, aparece en muchos de los libros perdidos, porque, como es notorio, el papel arde fácilmente. Pero en nuestro caso real, en un pueblecito cercano a la frontera entre Francia y España, en la habitación número 3 de la modesta pensión de un pequeño pueblo, parece que no se encendieron fuegos.

Hay quien cree que la bolsa negra no contuvo nunca ningún manuscrito. Ahora bien, ¿qué motivo podía tener Benjamin para mentir a sus compañeros de infortunio, y para fatigarse hasta la extenuación trasladando aquella maleta si solo contenía cuatro efectos personales? Estoy convencido de que algo había en aquella bolsa. Tal vez las notas para continuar su trabajo sobre los Passages, tal vez una versión corregida del ensayo sobre Baudelaire. O quizás otra obra, la que nos falta y no sabemos ni siquiera si existió.

No, Bruno Arpaia no tiene la respuesta, pero al final de nuestra conversación me regala otra historia, porque Portbou sabe mucho de páginas perdidas.

Poco más de un año antes de que llegase Benjamin, entre las tropas en retirada de la república española —medio millón de personas que huyendo de las bombas de los aviones italianos y alemanes intentaban pasar la frontera en sentido inverso al de los prófugos que huían de Francia— se encontraba Antonio Machado, el gran poeta español, él sí realmente anciano. Y también Machado llevaba una maleta que contenía muchas poesías y que tuvo que abandonar en Portbou para conseguir expatriarse a Francia, a Colliure, donde murió pocos días después.

¿Dónde están aquellas poesías, tan comprometedoras entonces porque habían sido escritas por un poeta enemigo del régimen franquista? ¿Dónde están las páginas que Benjamin conservaba tan celosamente? ¿Todo destruido, todo perdido?

Tal vez en un armario o en un viejo baúl abandonado en el desván de una casa de Portbou se encuentran las hojas amarillentas y olvidadas: las poesías del anciano poeta derrotado y las notas del intelectual europeo precozmente envejecido conservadas juntas, ignoradas incluso por el propietario de ese armario o de ese baúl.

¿Es esperar demasiado que alguien, antes o después —por casualidad, erudición o pasión— encuentre sus páginas y nos permita finalmente leerlas?


Fragmento del libro Historia de los libros perdidos por Giorgio Van Straten (Editorial Pasado y Presente, 2016).

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Grace Paley | DOS HISTORIAS CORTAS Y TRISTES DE UNA VIDA LARGA Y FELIZ


1. PADRES DE SEGUNDA MANO

Había dos maridos, y a ninguno de los dos le gustaron los huevos.

A mí tampoco me gustan hechos así, les dije. Hacéoslos vosotros mismos. Los dos suspiraron al unísono. El uno tenía la cara lívida. El otro la tenía pálida.

¿Hay algo de beber?, preguntó Lívido.

Aquí no hay nunca bebida, dijo Pálido. No busques. Esta casa está siempre seca. Pálido empujó a un lado el plato de los huevos con una expresión de dolor y asco.

En serio, dijo Lívido, ¿hay algo de beber? ¿No habrá cerveza?, preguntó esperanzado.

No hay nada, dijo Pálido, que había estado buscando una camisa blanca por la despensa, los armarios y las neveras.

Maldita sea, qué razón tienes, le dije. Y me abroché el botón superior de mi guardapolvo azul. Luego me agaché debajo de la mesa de la cocina para coger una bolsa de papel marrón donde había un bordado que le pedía a Dios que Bendijera Esta Casa.

Quería terminarlo pronto para que protegiera a mis hijos, que también son hijos de Lívido. Aunque la verdad es que algunos meses atrás Lívido había enviado una carta a Pálido desde un lugar muy lejano —las llanuras británicas de África— en la que le hacía una hospitalaria invitación: Te aseguro, le decía, que son muy buenos chicos. Yo también los quiero, pero su madre es Faith y ahora Faith es tu esposa. Yo paso mucho tiempo lejos. Así que, amigo mío, si quieres considerar que son tuyos, me parece muy bien.

Hombre, gracias, le contestó Pálido por correo aéreo, abrumado ante tanta amabilidad. Luego les imploró a los niños que, cuando no estuviera siendo utilizada, se fueran a jugar a su habitación. Hizo grandes esfuerzos por mostrarse amable.

Y mientras hablábamos ahora del pasado y el presente, bordé la casita de campo que se refugia a la sombra de una nube y un arce noruego, justo debajo de las letras doradas.

¡Ja, ja, ja!, dijo Lívido, que se tiró el café en los pantalones del pijama, ¿a que no adivinas a quién me encontré, Faith?

¿A quién?, le pregunté.

Vi a Clifford, aquel novio que tuviste, en el Green Coq. Tiene buen aspecto. Hay que reconocer, añadió dirigiéndose a Pálido, que sabe cuidar a sus hombres.

Es cierto, dijo Pálido.

¿Cómo está Clifford?, pregunté fríamente. ¿A qué se dedica? Hace dos años que no le veo.

Ni te lo imaginas. Va a casarse. Con una chica preciosa. Ella también estaba. Unas tetas pequeñitas, un culito redondo, y una barriguita de bebé. Debe de tener veintidós años, pero parece que tenga diecisiete. Por la espalda le cuelga una larga trenza rubia. Preciosa. La nariz chata, el labio inferior grueso. Llevaba los ojos maquillados. Tenía los hombros bajos, como una bailarina… y el cuello delgado. Preciosa, sí, preciosa.

Parece que te fijaste mucho, dijo Pálido.

Mi retina funciona muy bien, dijo Lívido. Después continuó. Tienes que ir con cuidado, Faith. Te sorprendería ver la cantidad de pollitas que están rompiendo la cáscara. Las colegialas bronceadas han salido a la conquista. Confío que esta vez lo tuyo sea definitivo. Para mí, todo lo que queda atrás es como si hubiera ocurrido en otro mundo. Pero desde el punto de vista histórico tú sigues siendo un personaje importante de mi vida, dijo. Y por eso me siento justificado al hacerte esta advertencia. Me considero obligado a hacerlo. ¡Cuidado, corazoncito!, dijo al tiempo que se inclinaba para susurrar roncamente a mi oído, lo que me causó un terrible dolor de tripas.

¿De qué estás hablando?, preguntó muy inocentemente Pálido. En primer lugar, Faith ya ha encontrado a su hombre…, y, además, sigue siendo una mujer atractiva. Mírala.

Sí, francamente, dijo Lívido mirándome. Una mujer atractiva. A veces es magnífica.

Estuvimos callados durante unos segundos en honor de tan generoso comentario.

Luego Lívido dijo, Sí, magnífica, pero me consideraba obligado a advertirte, Faith.

Por fin empujó su plato de huevos a un lado y volvió al tema de Clifford. Es un misterio envuelto en un enigma… Me pregunto por qué quiere casarse.

No lo sé. El matrimonio ata a los hombres, le dije.

Sin embargo, dijo Pálido muy serio, ¿qué sería de mí sin el matrimonio? Se le iluminó la mirada y él mismo se contestó, Un perro feliz.

En aquel momento entraron los niños: Richard el cuatrero y Tonto el pistolero.

¡Papá!, gritaron los dos. Tocaron a Lívido, le hicieron cosquillas, le desabrocharon la chaqueta del pijama, silbaron de admiración al ver los cabellos grises que coloreaban su pecho, le pellizcaron la oreja y le acariciaron la barba a contrapelo.

Bien, bien, dijo Lívido para que se estuviesen quietos. ¿Qué tal estáis, chicos? ¿Os va todo bien? Estáis muy fuertes. ¿Cómo va el colegio?, preguntó. Lívido soñaba que acababan de llegar de Eton a pasar las vacaciones.

Yo no voy a colegio, dijo Tonto, yo voy al parque.

Me gustaría oírle leer, dijo Lívido.

Yo sé leer, papá, dijo Richard. Tengo un libro de cien páginas.

Bien, bien, tráelo, dijo Lívido.

Hice más café. Lavé las tazas y convencí a Pálido para que abriese un pringoso tarro de mermelada de ciruelas damascenas. A los pocos instantes Richard había leído todo lo que sabía leer y Lívido se me acercó mientras se hacía vigorosamente el nudo del cordón del pantalón. Faith, dijo en tono de reprimenda, este niño no sabe leer. Y tiene siete años.

Ocho, le dije.

Sí, dijo Pálido, que acababa de acordarse del armario de los detergentes y husmeaba por allí en busca de una botella de cerveza. Si fueran mis hijos de verdad, los enviaría a una de esas buenas escuelas parroquiales que hay por aquí. Ahí sí que enseñan a leer. A Saint Bartholomew, a Saint Bernard, a Saint Joseph, a cualquiera de ellas.

Lívido se puso cárdeno y tragó saliva. Tendrás que pasar sobre mi cadáver antes de hacerlo. Merde, dijo por deferencia a los niños. Es cierto que te dije que podías considerar que eran hijos tuyos, pero si un día me entero de que se han acercado aunque sólo sea a un metro de una iglesia, te partiré el alma, cabrón. Tenía catorce años cuando mi sentido común me permitió salir de esa cueva del engaño con la cabeza bien alta. Serás hijo de puta, me importa un rábano que ahora quede muy au courant o esté de moda eso de dejarse ver bajo las cúpulas los domingos… ¡Mierda! Hipocresía. Corrupción. Cavernícolas. Idiotas. Subnormales.

Al recordar su infancia y su hogar el pobre Lívido se retorcía en su silla. Pálido le escuchaba con la cabeza inclinada y las cejas arqueadas como cúpulas de dolor.

Mira, dijo lentamente, nosotros, los iconoclastas…, los librepensadores…, los masones rezagados…, los idealistas…, los soñadores…, no estamos, en realidad, muy lejos de nuestra vieja madre la Iglesia. Y ella siempre permanece cerca de nosotros.

Dondequiera que estemos, siempre podemos oír, aunque sea sólo débilmente, las campanadas que marcan las horas. Tanto en el campo como en las ciudades. Y siempre le recuerdan a nuestra civilizada mentalidad la pasión de María. Cada hora a la hora en punto nos sorprende el recuerdo de lo que alguien hizo hace siglos por nosotros. POR NOSOTROS.

Lívido murmuraba, dolorido, ¡Esos cabrones, oh, oh, oh, esos despreciables cabrones malditos de Dios! ¿Es que vamos a tener que repetir otra vez todo el siglo XIX? Pues de acuerdo, aulló al tiempo que pasaba la mirada por todos nosotros, estoy dispuesto. ¡Ya verá ese cardenal Newman!, dijo, y se volvió hacia mí en busca de aprobación.

Ya sabes, le dije, que este tema no me ha interesado nunca. Sólo te apasiona a ti.

Pálido habló entonces con suavidad, perdida la mirada en las profundidades de su alma. Pues yo, aunque perdí a Dios hace muchísimo tiempo, siempre he conservado la fe[1].

¿De qué demonios estás hablando, so necio?, rugió Lívido.

Nunca he perdido mi amor por la sabiduría de la Iglesia del Mundo. Cuando me acuesto por las noches, rezo sin darme cuenta. Y también lo hago al levantarme. Y no le rezo a Dios, sino al unificador recuerdo de la infancia. Las primeras palabras que yo escribí fueron: ¿Cuáles son los sacramentos? Faith, ¿podrás olvidar alguna vez a tu abuelo entonando el kaddish[2]? No, jamás podrás olvidarlo.

¿Qué dices? Me enfurecía que me obligasen a entrar en la discusión. ¿El kaddish? Y a mí qué me importa el kaddish. ¿Se ha muerto alguien? Ya sabes perfectamente bien cuáles son mis opiniones. Sólo creo en la diáspora. Para mí la diáspora es más que un hecho, es un bien. Desde un punto de vista técnico estoy en contra del Estado de Israel. Me decepciona que hayan decidido convertirse en un Estado precisamente durante mi vida. Creo en la diáspora. Al fin y al cabo, son el pueblo elegido. No te rías. Lo son, de verdad. Pero ahora que les han metido en un rincón del desierto han dejado de serlo. Ahora son como los demás, como los franchutes, los italianos, nacionalidades temporales. La única esperanza para los judíos consiste en que sigan siendo un vestigio en el sótano de la política mundial. No, no es eso exactamente, tienen que seguir siendo una astilla clavada en el dedo gordo del pie de las civilizaciones, una víctima que pese sobre su conciencia.

Mi estallido dejó aturdidos a Lívido y Pálido, pues casi nunca expreso mis opiniones sobre los asuntos serios. Me limito a vivir mi destino, que consiste en ser, hasta el día que me toque expirar, y sin dejar de reír ni por un momento, sierva del hombre.

Y continué. Tengo entendido que ya no tienen ni siquiera aspecto de judíos. Se han convertido en un montón de sucios campesinos que no tienen ni tiempo para leer.

Son nuestro pueblo, me acusó Pálido, dilatando las aletas de la nariz y apretando las mandíbulas. Y están siendo víctimas de durísimos ataques. No es momento para criticarlos.

Yo había vuelto a mi bordado. Solté un suspiro. Ahora mi aguja estaba clavada en unas nubes de color gris perla, nubes de última hora de la tarde. Lo único que trato de decir es que los judíos no deben preocuparse por la geografía, sino por la historia. No deberían ocupar un espacio, sino perpetuarse en el tiempo.

Me miraron con expresiones tan llenas de dolor, que decidí no olvidar los demás aspectos de la cuestión. Probablemente, dije, Cristo tuvo todos esos problemas porque sabía que conquistaría el mundo entero, pero se había olvidado de Jerusalén.

¿Y tú?, preguntó Pálido. ¿Te olvidaste tú de Jerusalén cuando te casaste con nosotros?

Nunca olvido nada, le dije. Por cierto, ¿a que no sabes una cosa? Inglaterra está en plena bancarrota. El país entero está empapelado con letras de cambio.

La mano de Lívido tembló mientras ofrecía fuego a Pálido. Tonterías, dijo. No es cierto. Tonterías. La isla de Gran Bretaña es el pequeño y contundente puño del brazo de la Commonwealth.

Lo que es verdad es verdad, le dije sonriente.

Bueno, parece que no se mueve nadie, dije. ¿Creéis que alguno de los dos será capaz de llegar a tiempo a su trabajo?

Pero, querida, si hace más de un año que no os veía ni a ti ni a los niños. Se está la mar de tranquilo aquí esta mañana, dijo Lívido.

¿Verdad?, dijo Pálido, el sorprendido anfitrión. Además, hoy es sábado.

¿Qué te parecen los niños?, le pregunté a Lívido, su progenitor.

Muy americanos, muy americanos, peleones e incontrolados. Pero tú estás muy bien, Faith. Un poco más redondita, pero muy femenina y muy bien.

Muy bien, dijo Pálido, satisfecho.

Pero ¿y los chicos, Faith? ¿No es hora de que empiecen a aprender algo? Me parece estúpido que se pasen el día poniendo en fila soldados de plástico, la verdad.

Son muy pequeños, dijo Pálido —el padre de segunda mano— tratando de justificarse.

Mejor será que os vayáis los dos a vuestros asuntos, sugerí mientras hacía un nudo en el hilo gris perla atardecer. Por favor, antes de iros dejad los platos en el fregadero. Y siento lo de los huevos.

Lívido bostezó, se estiró, miró el reloj y dio un suspiro. Aunque sea sábado, mi tiempo no me pertenece. Tengo una cita en el centro dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo.

Yo también, dijo Pálido. Iremos en el mismo metro.

Voy a coger un taxi, dijo Lívido.

Te pago la mitad, dijo Pálido.

Se fueron al baño, donde compartieron las cosas de afeitar, el lavabo, la ducha y todo lo demás como un par de buenos amigos.

Hice las camas y cerré la cama plegable. Antes de la noche Lívido habría encontrado hotel. Lavé los platos y organicé la terrible jornada: dinosaurios por la mañana, parque por la tarde, mantequilla de cacahuete en medio, y al final de todo, y para compensar toda una semana de padecer platos de habichuelas, un noble asado de cordero con cebollitas, bolitas de masa de pan hervida y salsa de manzana rosa.

¡Faith, ya me voy!, gritó Lívido desde el vestíbulo. Hice a un lado mi lista de la compra y fui a buscar a los niños, que andaban de una habitación a otra buscando a Robín de los Bosques. Id a decirle adiós a vuestro padre, les susurré.

¿A cuál?, me preguntaron.

Al de verdad, les dije. Richard corrió hacia Lívido. Y se estrecharon la mano como dos hombres. Pálido le dio un abrazo a Tonto y recibió a cambio de esa muestra de cariño una docena de besos.

Adiós, Faith, dijo Lívido. Llámame si necesitas algo. Lo que sea, cariño. Y me dio un beso muy amable en la mejilla. Dominante, Pálido me dio, tras largos preparativos, un beso detrás de la oreja.

Adiós, les dije.

Tengo que admitir que al final salieron a la calle convertidos en un par de hombres limpios y pulcros, bastante atractivos, hombres brillantes de treinta y tantos años dispuestos a enfrentarse a las importantes ocupaciones que les aguardaban. Adiós, les dije, que tengáis un buen día. La oscura noche, la búsqueda del placer y del olvido, quedaba todavía muy lejos. Adiós, les dije, que os vaya bien. Adiós, dijeron ellos una vez más, y partieron orgullosos por caminos que no me conciernen.

2. COSAS DE NIÑOS

Condenado a quedarse en casa los sábados, Richard dibujaba esquemáticos hombres de palo tamaño cuartilla que extendían los brazos. Tonto andaba con un caballo de plástico en la mano y lo llamaba Tonto porque tenía los ojos pintados de azul, igual que los suyos. Yo revisaba el dobladillo del vestido del año pasado para estar al día, para estar chic y au courant, para que aquella primavera la gente se volviera al pasar y comentara:

—Miradla, está preciosa. ¿Quién debe de ser su modista?

Clifford estaba en la ducha frotándose el cuerpo y cantando una canción popular rusa. Elevó su voz hasta alcanzar el do de pecho y luego le oí flagelarse la espalda. Por fin, después de cuatro duchas calientes y tres frías, apareció humeante, fuerte y feliz en la sala. Tenía la cara redonda y sonrosada, y la cabeza notablemente desprovista de cabello. ¿Había algo que impidiera que la lluvia o el agua de la ducha corriera alocadamente por su rostro? Sí, sus gruesas cejas morenas. Debajo de las cejas estaban sus ojos redondos y negros, en los que había una permanente expresión de sorpresa. Clifford, gran amigo mío, era inofensivo. Jamás le habría hecho daño a una mosca, y era vegetariano.

Se alegró al vernos, como siempre. Llevaba envuelta en torno a su cuerpo húmedo una toalla de baño muy grande.

—¡He aquí al hombre! —gritó al tiempo que dejaba caer la toalla. Y se quedó un momento así, resplandeciente y satisfecho. Richard y Tonto se quedaron mirándole.

—¡Haz el favor de taparte, por Dios, Clifford! —le dije.

—No te preocupes, Faith —dijo para tranquilizarme—, el mundo está cambiando.

De hecho, a Clifford apenas le importaba el decoro. No sabía ni para qué servía. Luego se asomó desde detrás de la planta de plástico donde habían caído sus pantalones y sus calzoncillos. Salió con ellos puestos y nos dijo:

—A ver si os despertáis de una vez. ¿Qué hacéis ganduleando todos por ahí? —Se agachó a darle unos golpecitos a Richard en la tripa y le dijo—: Deberías ejercitar estos músculos, chico. Despierta.

—Quiero dibujar, Clifford —dijo Richard.

—Tienes tiempo para dibujar los demás días. Aprovecha que estoy aquí. Puedes dibujar mañana. Ven, Rich, pelea conmigo. Pelea. Venga…, a ver si me puedes. Y prepárate, Richy, que esta vez te voy a tumbar. ¡Allá voy!

—Allá voy yo —dijo Tonto, que tiró a un lado su caballo y descargó un golpe en los riñones de Clifford.

—¿Quién ha sido? —dijo Clifford—. ¿Quién ha sido el que me ha atacado por la espalda?

—Yo, yo —dijo Tonto dando brincos—. ¿Te ha dolido?

—Casi me matas, sí, señor, un buen golpe. Pero ahora voy por ti —dijo mientras giraba sobre sus talones—. Voy a hacerte cosquillas, prepárate.

Levantó a Tonto por encima de su cabeza y después le lanzó contra el blando sofá.

Richard se acercó de puntillas con el oso de peluche elevado por encima de la cabeza, y le atizó a Clifford tres golpes en la cabeza.

—¡Socorro, asesinos! —gritó Clifford—. Todos luchan contra mí. No puedo con ellos.

Richard le dio una patada en la barbilla.

—Ya está —dijo Clifford—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera, chicos! ¡Fuera, fuera!

Tonto le escupió en pleno ojo. Clifford se limpió la mejilla, fingió desmayarse y logró esquivar un nuevo golpe del oso que blandía Richard. Tonto se montó sobre su espalda y le cogió las orejas.

—¡Ay! —dijo Clifford.

Richard vio un tubo de pegamento en uno de los estantes de la librería, lo cogió y lanzó chorros de su viscoso contenido contra el peludo pecho de Clifford.

—Soy un salvaje —dijo Richard—. Soy un salvaje.

—Yo también —dijo Tonto—. Soy el niño más salvaje de todo el parque —añadió mientras tiraba con fuerza de las orejas de Clifford—. Arre. Soy el niño que monta el elefante.

—¡Es un camello perezoso! —chilló Richard—. ¡Venga, a trabajar, camello!

—Haz ver que soy un duende, Clifford —aulló Tonto—. Levántate.

—Soy una serpiente venenosa —chilló Richard, y se tiró al suelo y se enroscó en la pierna de Clifford—. Soy una serpiente venenosa —repitió mientras apoyaba el mentón en el empeine de Clifford—. Soy una terrible serpiente venenosa.

Luego levantó la cabeza como una víbora (¿y qué es, sino una víbora?) y, tras silbar, le dio al pobre Clifford un mordisco con sus incisivos recién estrenados en pleno talón izquierdo, el cual resulta ser su talón de Aquiles.

—¡Oh, no, no, no…! —gimió Clifford mientras se caía al suelo.

—¡Mamá, mamá, mamá! —gritó Richard casi llorando porque Clifford se había caído con todo su peso encima de él.

Tonto chillaba, derribado de su montura, entre un lío de patas de mesa y de silla.

Primero cogí a Tonto, y le abracé contra mi regazo.

—Mamá, me he hecho daño en la cabeza —sollozó—. Me gustaría estar dentro de ti.

Richard yacía tendido en el suelo como una serpiente aplastada; no lloraba, pero se había quedado sin respiración y estaba furioso.

¿Y Clifford? Había arrastrado su dolorida humanidad hasta un sillón y balbucía con su ensangrentada lengua, que se había mordido al caer:

—¡Esto es el colmo, Faith, el colmo!

Amoratados y llorosos, los niños decidieron hacer caso de mi sugerencia de que se fueran a la cama. Se olvidaron de decir que era demasiado temprano. Se olvidaron de exigir que les llevara sus osos. Se tendieron el uno al lado del otro, y se asieron mutuamente por el pulgar. Eran la imagen misma de ese amor que el mito, o la tradición, ha impuesto entre los hermanos.

Regresé a la sala, donde Clifford seguía sentado; un cono, semejante al sombrero de un astrólogo, apoyaba su ápice en el lugar donde la piel de su tendón había sido perforada. Justamente allí convergían las energías universales. El estacionario rol y el aire sin vida en el que giran los planetas tenían ahora el poder de curarle, de obrar, cada uno de acuerdo con su singular carácter, como una aspirina.

—Tenemos que hablar en serio —dijo—. No soporto a esos niños, la verdad. Quiero decir, Faith, que ya sabes que lo he intentado miles de veces. Pero no sé qué les has hecho. Has pervertido sus instintos, no sé. ¿Cómo puede ser que estuviéramos jugando la mar de divertidos, peleando y chillando, y que haya terminado todo tan mal? Siempre tiene que haber alguien que se haga daño. Me he hecho daño de verdad, Faith. Hubiéramos podido jugar tranquilamente y divertirnos sin hacernos daño, pero no hay modo.

—¿Quieres decir que si os habéis hecho daño es por culpa mía?

—Naturalmente que sí, Faith. Los has educado tan mal como has sabido.

—¿Sí? —le dije.

—Sí. Una educación horrible.

—¿Horrible? —le dije para darle una última oportunidad.

—¡Sí, Dios mío! ¡Peor que horrible! —dijo.

Por consiguiente, no estará de más incluir aquí una lista de explicaciones y quejas, de lo que ha sido mi vida hasta la fecha:

Es cierto que de lunes a viernes —a causa de mis éxitos en el trabajo— mi ego está que arde. Soy una estrella incandescente, y todos aquellos que quieran calentarse a mi vera son bienvenidos. Los hirientes insultos que, cual piedras de cortantes aristas, penetran en esa ardiente atmósfera se consumen igual que meteoritos antes de tocarme. Ilesa, difundo a mi manera mi brillo termodinámico.

Pero los sábados por la mañana me enfrento en casa a la ley sociológica de la llamada Intrusión de los Incontrovertibles. He tenido que educar a estos niños con una sola mano mientras con la otra le daba a las teclas de la máquina de escribir para ganarme la vida. Los he educado yo sola, sin la presencia de un padre con quien pudieran identificarse en el baño, como los demás niños que juegan con ellos en el parque. Reíos, si queréis. La inclemencia del Destino me forzó a firmar un contrato leonino con la vida bohemia, o lo que queda de ella. Y he cumplido todas las cláusulas a pesar de las tentadoras ofertas que en forma de pantalones de esquí, lecciones de piano o entradas para rodeos me han hecho insistentemente mis amables parientes. Durante todo ese tiempo he cuidado y alimentado a Richard y Tonto, les he enseñado a ir limpios y estar abiertos a las cosas que más interesan a los niños. De hecho, hemos progresado mucho y no necesitamos ir a escarbar en las cajas de ropa usada del Ejército de Salvación. He tenido la perversidad de hacerlo todo yo sola, menos el año en que su padre vivió en Chicago con Claudia Lowenstill y ella se horrorizó al enterarse de que sólo les mandaba una bicicleta el día en que cumplían cinco años. Consecuencia de ese descubrimiento fue que decidió pagarme un año entero el gas, la electricidad, el alquiler y el teléfono. Pero un buen día Claudia lo cogió in fraganti iluminado por la cegadora luz de la verdad: era un gran tipo, siempre dispuesto a mentir y a adular y a salirse por la tangente. Ahora él vive en la dorada costa de otro continente, donde está encantado por la supervivencia de civilizaciones clandestinas. Los dramas hogareños ya no le afectan.

De todos modos, di a Clifford otra oportunidad de retractarse y volver a ser amigo mío.

—¿Horrible? ¿Crees que les he dado una educación horrible? —le pregunté.

Esta vez no se molestó en contestar porque estaba muy ocupado recogiendo su ropa por los diversos rincones de la habitación.

Se me empezó a escapar el aire de los pulmones. El líquido de la pleura empezó a burbujear pugnando por colarse, y hubiera muerto allí mismo de pleuresía —nada más lejos de mi intención— de no ser porque mi mano agarró un cenicero de cristal y, sin esperar a que yo tomara una decisión firme, se lo arrojó.

Clifford estaba andando a gatas por el piso buscando los calcetines que habían caído bajo el sillón la noche del viernes. Estaba de espaldas a mí y su cabeza quedaba al final de la trayectoria del cenicero. Y hubiera fallecido como un estúpido idiota si no hubiera sido porque las lágrimas enturbiaron mi visión en el momento decisivo y al final sólo le arranqué un pedazo del lóbulo de la oreja, que, al fin y al cabo, no es más que un inútil vestigio de una fase superada de la evolución.

De todos modos, Clifford es una persona amable, un hombre con muy buena disposición. La visión de la sangre le dejó paralizado. Incorporó la mole de su cuerpo estremeciéndose, y se quedó de rodillas esperando que la Muerte, el Alguacil de la laguna Estigia, volviera a señalarle con el índice.

—No hay que decirle cosas así a una mujer —susurré—. ¡Maldito burro! No hay que decirle cosas así a una mujer. ¡Lávate, estúpido, o te vas a desangrar!

Le dejé solo para que se hiciera un torniquete o se cuidase como Dios le diera a entender.

Entré en el dormitorio de puntillas para ver a los niños. Seguían durmiendo. Los tapé, le di un beso a Tonto, mi pequeño, y dije:

—¡Ya eres un hombrecito, Richard!

Y también le besé. Después me senté en el suelo y noté con mi cara los pliegues de la manta de lana de Richard hasta que la respiración profunda y acompasada de mis hijos me calmó.

Al cabo de un par de horas, Richard y Tonto se despertaron y empezaron a pellizcarme y estornudar, primero con malhumor y luego muy contentos. Se quedaron admirados ante los milagros que había hecho yo con las tiritas para curarles las heridas. Richard tomó una sopa y Tonto jamón. No preguntaron por Clifford, porque éste tenía su llave y entraba y salía cuando quería.

Esa llave estaba ahora en la tierra de la maceta de mi planta del caucho enana. Me quedé en suspenso. De momento, no había nadie a quien me apeteciera dársela.

—¿Tenéis más hambre, chicos? —les pregunté.

—No, señor —dijo Tonto—. Estoy lleno hasta aquí —dijo mientras ponía la mano horizontal a la altura de los ojos.

—Ya sé lo que podéis hacer —les dije. Había tenido súbitamente una gran idea—. Podéis bajar a jugar a la calle.

—Sin empujar, señorita —me dijo Richard.

Me asomé a la ventana. Cuatro pisos más abajo estaba Lester Stukopf, armado hasta los dientes, esperando la llegada del enemigo. Y, como quien no quiere la cosa, le di a Richard esa información secreta.

—¿Está solo? —preguntó Richard.

—Sí —le dije.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Richard al tiempo que me dirigía una mirada triste—. Pero, recuérdalo, Faith, si bajo, es porque tengo ganas de bajar, y no porque tú me lo hayas dicho.

—Claro, claro —le dije.

—Yo me quedo —dijo Tonto.

—No seas bobo, Tonto, baja tú también. Hace un buen día. Coge esas pistolas nuevas que te envió papá. Anda, Tonto.

—No. Detesto a Richard y detesto a Lester. Y no me gustan nada esas pistolas. Son pistolas de niño pequeño. Se cree que soy un bebé. Podrías mandarle una foto, a ver si se entera.

—Pero Tonto…

—Se cree que me chupo el dedo. Se cree que me hago pipí en la cama. Por eso me envía esas pistolas.

—Pero qué va, cariño, si ya eres un chico muy mayor. Todo el mundo sabe que has crecido mucho.

—Es pequeño —dijo Richard—. Y todavía se chupa el dedo y se hace pipí en la cama.

—Richard —le dije—. Richard, si esto es todo lo que tienes que decir, prefiero que cierres tu maldita boca. No creas que ayudas mucho a Tonto recordándoselo continuamente.

—Adiós —dijo Richard negándose a discutir y consciente de su categoría de primogénito. A veces se porta bastante mal, pero nunca se muestra perezoso. Cuarenta y cinco segundos después, cuando ya estaba en el primer piso, subió corriendo las escaleras y me gritó desde la puerta—: ¡Mientras no se mee en mi cama, me da igual!

Tonto no le oyó. Estaba lavándose los dientes, que es una actividad a la que suele dedicarse varias veces al día con la esperanza de que así se le caigan antes. Creo que se le empiezan a aflojar.

Me serví un café en la sala. Me instalé lo más cómodamente posible en el sillón, llené la taza blanca en la que pone MAMÁ y tiré la ceniza del pitillo en un cenicero de cerámica que había hecho Richard. Luego me quedé mirando el rectángulo de luz de la ventana y me pregunté: ¿Por qué la mujer se arrodilla ante el hombre para adorarle?

Justo al poner el último signo de interrogación se acercó Tonto sin hacer ruido para decirme:

—Tengo que decirle una cosa a Richard, madre.

—No te asomes a esa ventana, Tonto. Por favor, ya sabes que me pone nerviosa.

—Tengo que decirle una cosa.

—No.

—Sí —dijo él—. Es importantísimo, Faith. Tengo que decírselo.

¿Cómo podía tolerarlo? Si se cayera, todo el mundo creería que era porque yo no le vigilaba porque estaba bebiendo cerveza en la cocina o poniéndome cremas en el tocador. Además, no quiero ni pensar lo triste que me quedaría. Mi abuela se pasó toda la vida llorando por una hija que se le murió de dolor de oído a los cinco años. El resto de sus hijos, que para entonces ya estaban retirados y vivían de pensiones federales o municipales, se acercaron a su lecho de muerte (mi abuela acababa de cumplir los noventa y un años) y todavía le oyeron decir:

—Anita, Anita, intenta respirar, mi pequeña.

Así que, con lágrimas en los ojos, le dije a Tonto:

—De acuerdo, yo te sostendré. Dile a Richard lo que tengas que decirle.

Tonto se lanzó al vacío y yo le agarré justo a tiempo por una rodilla.

—¡Richie! —chilló—. ¡Eh, Richie!

Richard levantó la mirada y buscó la voz.

—Eh, oye, Richie. Estoy jugando con tu fuerte y tus soldados nuevos.

Dicho esto, Tonto cerró la ventana de golpe, como si desconociera las propiedades del cristal, y corrió al baño para volver a lavarse los dientes triunfalmente.

Con la boca llena de pasta me dijo, como si hiciera gárgaras:

—Te juro que está loco —y luego, en tono más bajo, añadió—: Y se lo merece. Es un asqueroso.

—¡Tú también lo eres! —le grité enfurecida porque se había atrevido a levantar la voz contra su hermano mientras yo suspiraba recordando la hija que había perdido mi abuela—. ¡Asqueroso!

Luego fui a su cuarto y le dije:

—Escúchame bien. Quiero que salgas de casa. Vete a jugar a la calle. Necesito estar sola diez minutos. Anthony, si te quedas, podría asesinarte.

Me miró y me lanzó su aliento con olor a menta. Se quedó apoyado en un solo pie, levantó la vista hasta mis altos ojos y dijo:

—Bueno, mátame, Faith.

Me senté inmediatamente para que él creyera que yo era de su misma talla. Supuse que así dejaría de torearme.

—Por favor —le dije con toda mi dulzura—, ve a jugar con tu hermano. Tengo que pensar.

—No quiero. No tengo por qué ir adonde no me da la gana —dijo—. Quiero estar aquí, contigo.

—Por favor, Tonto, tengo que limpiar la casa. No podrás jugar ni hacer nada.

—No me importa —dijo—. Quiero estar contigo. Quiero estar a tu lado.

—Muy bien, Tonto. Muy bien. ¿Sabes qué? Vete a tu habitación un ratito, ¿eh?

—No —dijo mientras saltaba a mi regazo—. Quiero ser un bebé y estar todo el rato a tu lado.

—¡Oh, Tonto! —dije—. ¡Por favor, Tonto!

Traté de quitármelo de la falda, pero me pasó el brazo alrededor del cuello, se hizo un ovillo en mi regazo, se metió el pulgar en la boca y se dispuso a ser un bebé.

—¡Oh, Tonto! —exclamé. Ya desesperaba de poder quedarme sola ni un solo minuto—. ¿Por qué no puedes irte a jugar con Richard? Te divertirás mucho.

—No —me dijo—. No me importa que Richard se largue o que se largue Clifford. Que vayan a donde les dé la gana. Yo no me iré nunca. Me quedaré siempre contigo, a tu lado, Faith.

—¡Oh, Tonto! —le dije.

Tonto se sacó el dedo de la boca, abrió la mano del todo y la apoyó sobre mi pecho.

—Te quiero —me dijo.

—Y yo a ti —le dije—. Ya sé que me quieres, Anthony.

Y me puse a acunarle. Cerré los ojos y apoyé la cara en su cabeza morena. Pero el sol, siguiendo su curso, se asomó por entre las torres de los edificios de oficinas de la parte baja de la ciudad y, de repente, me iluminó con toda su fuerza. Y luego, a través de los gordos y cortos dedos de mi hijo, enterrado para siempre, como un rey tras las rejas en Alcatraz, mi corazón se iluminó a listas.

[Traducción de Enrique Hegewicz]


Grace Paley (Nueva York, 11 de diciembre de 1922 – Thetford, Vermont, 22 de agosto de 2007) fue una escritora profesora y activista política estadounidense. Paley fue conocida por su pacifismo y activismo político. Escribió sobre las complejidades de las vidas de hombres y mujeres abogando por lo que ella pensaba que era una mejora en la vida para cada género. En los años 1950 se unió a compañeros que protestaban por la proliferación nuclear y la militarización estadounidense. Trabajó en el American Friends Service Committee estableciendo grupos vecinales pacifistas a través de los cuales conoció a su segundo marido Robert Nichols. Fue distinguida con War Resisters League Peace Award, el Women’s Caucus for Art Lifetime Achievement Award (1980), el Premio Rea (1993) y el Premio PEN/Malamud (1994).

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W. S. Merwin | Ayer


Yesterday

My friend says I was not a good son
you understand
I say yes I understand
he says I did not go
to see my parents very often you know
and I say yes I know
even when I was living in the same city he says
maybe I would go there once
a month or maybe even less
I say oh yes
he says the last time I went to see my father
I say the last time I saw my father
he says the last time I saw my father
he was asking me about my life
how I was making out and he
went into the next room
to get something to give me
oh I say
feeling again the cold
of my fathers hand the last time
he says and my father turned
in the doorway and saw me
look at my wristwatch and he
said you know I would like you to stay
and talk with me
oh yes I say
but if you are busy he said
I don't want you to feel that you
have to
just because I'm here
I say nothing
he says my father
said maybe
you have important work you are doing
or maybe you should be seeing
somebody I dont want to keep you
I look out the window
my friend is older than I am
he says and I told my father it was so
and I got up and left him then
you know
though there was nowhere I had to go
and nothing I had to do

Ayer

Mi amigo dice no fui un buen hijo
entiendes
digo sí entiendo
dice no visité
a mis padres muy a menudo sabes
y digo sí lo sé
incluso cuando vivía en la misma ciudad dice
quizá iba una vez
al mes o tal vez menos
digo oh sí
dice la última vez que visité a mi padre
digo la última vez que vi a mi padre
él dice la última vez que vi a mi padre
me estaba preguntando sobre mi vida
cómo la iba pasando y mi padre
fue a la habitación contigua
a traer algo para darme
oh digo
sintiendo de nuevo la frialdad
de la mano de mi padre la última vez
él dice y mi padre se detuvo
en el dintel y me vio
miró mi reloj y mi padre
dijo sabes me gustaría que te quedaras
y charlaras conmigo
oh sí digo
él dice mi padre
dijo quizá
tienes algún trabajo importante pendiente
o tal vez deberías reunirte
con alguien no quiero retenerte
vi afuera a través de la ventana
mi amigo es más viejo que yo
él dice y le dije a mi padre que así era
y me levanté y entonces me marché
sabes
aunque no tenía adonde ir
y no tenía nada que hacer

William Stanley Merwin (Nueva York, 30 de septiembre de 1927 – Haiku, Hawái; 15 de marzo de 2019) fue uno de los poetas estadounidenses más influyentes del siglo xx. Está considerado uno de los más destacados traductores de la poesía de lengua castellana al inglés, habiendo publicado versiones al inglés de obras de Federico García Lorca y Pablo Neruda (Veinte poemas de amor y una canción desesperada), entre otros autores.

Traducción de Fernando Vérkell.


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Nuestra memoria | Diario Militar

El Diario Militar es el nombre que recibe un listado de 183 personas desaparecidas a manos de las fuerzas de seguridad guatemaltecas entre agosto de 1983 y marzo de 1985. Fue publicado por primera vez en mayo de 1999 por la revista Harpers Magazine​ y está considerado como un documento único en su género, ya que prueba la sistematización de la represión en Guatemala durante las dictaduras militares que ensangrentaron el país.

El Diario Militar consta de 53 páginas tamaño carta, perforadas en su lado izquierdo para permitir su clasificación en carpetas de anillas. Cada una de las páginas consta de un número variable de entradas (entre tres y cinco), escritas a máquina y acompañadas de una fotografía tamaño carnet. Cada entrada está encabezada por el nombre de la víctima, escrita a máquina en mayúsculas y subrayada, seguida de una descripción en la que consta su alias, la organización a la que pertenecía, la fecha de su captura, una breve descripción de la misma y un código numérico de significado variable: «300», que aparece en la mayoría de las fichas, significa el asesinato del detenido. En total, hay registradas 183 personas (24 mujeres y 159 hombres, entre los 12 y 82 años de edad), de las cuales 101 figuran como ejecutadas. El registro comienza con el nombre de Teresa Graciela Samayoa Morales y concluye con el de Ricardo Gramajo Cifuentes. Los pocos detenidos que consiguieron escapar con vida, como Álvaro Sosa Ramos (número 87 de la lista), han presentado declaraciones consistentes con el infierno que deja entrever el Diario: Sosa declaró en Canadá que había sido «brutalmente golpeado, azotado, torturado con descargas eléctricas, privado de agua y colgado de los pies durante largos periodos de tiempo. Podía oír los alaridos de los detenidos en las celdas adyacentes».

El Diario Militar es un documento único en su género: ha permitido, por un lado, la identificación directa de un centenar de desaparecidos, mientras que por otro prueba la planificación de un régimen de terror cuyo objetivo era la supresión física de todo aquel individuo identificado como enemigo del orden establecido. Una de las personas secuestradas y asesinadas que figuran en el Diario es el escritor Luis de Lion, autor de la novela El tiempo principia en Xibalba que figura con el número 135 del listado, secuestrado el 15 de mayo de 1984 y asesinado el 5 de junio del mismo año. Actualmente el Diario es consultable vía internet y ha proporcionado la base del trabajo que actualmente se realiza en el arriba mencionado archivo histórico de la antigua Policía Nacional de Guatemala.

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Sergio Hernández | Norte Desierto y otros poemas


NORTE DESIERTO


Ancla en la soledad más desolada,
Antofagasta enciende sus crepúsculos,
arde en el mar
El grito de sus tardes
derramando azafrán
sobre los cerros.



Este es el norte sol
todo silencio;
más antigua es la tierra
en esta tierra.



Este es el norte sol
todo desierto;
me parece aquí el hombre
más humano,
más solo en su tarea de estar solo.
Como faro en el mar
canta el pimiento.



Sólo la tierra reina
en esta tierra;
el árbol es aquí
niño extraviado,
un pájaro sin canto
que sueña ensimismado
con praderas y ríos de otros cielos.



Sólo la tierra sola
es la que reina
tierra, más tierra y tierra y pura tierra
y en la soledad soledad salada,
la más pequeña brizna
es una selva.



Antofagasta, 1963



CANTO EN YO



Canto en yo,
porque no se me ocurre hacerlo
de otro modo;
canto en simple,
porque no veo otra manera;
canto en yo,
porque todo lo que existe
se me agolpa,
porque las urbes vienen a mi mano;
porque las risas vienen
y acuden los sollozos.



Canto en yo,
porque la Y se parece a mi esqueleto
y la O tiene la forma de la tierra;
porque la Y es un río bifurcándose
y la O, el sol que nos gobierna.
Canto en yo,
porque no soy yo quien canta,
sino muchos;
porque no soy yo,
sino una llaga.



Canto en yo,
porque soy yo el que vivo;
porque soy yo el que muero;
porque conmigo empieza
y termina el universo.



VOCACION



Soy sólo profesor
poseo un traje gris
y una corbata;
no puedo tener novia
ni automóvil
ni casa.
Engaño en mi función
en forma refinada:
hablo del bello mundo
y de la patria,
reviso mil cuadernos por segundo,
yo paso mi programa,
le limpio la nariz a mis alumnos
aunque nadie me paga.
Las gentes ignorantes
me escupen en la cara,
me pisan en las micros,
me denigran, me ultrajan.



Mas viendo yo a los niños,
alumbra la mañana,
retórnanse a su sitio mis sentidos
sumérjome en mi acuario conocido.



Poemas extraídos de:
Hernández, Sergio. Registro, Nascimiento, Santiago, 1965.

Sergio Hernández (1931-2010) Escritor y profesor chileno nacido en Chillán perteneciente a los llamados «poetas de provincia» que escribían desde los lugares más recónditos del país. En su juventud se relaciona con lo más selecto de la poesía de su época y fue cercano a Neruda. Es recordado por ser el primer chillanejo en pertenecer a la Academia Chilena de La lengua y por los versos que escribió a su ciudad, sin embargo, su obra ha quedado relegada a pequeños círculos, tal vez por su poco interés en la publicación. Algunos de sus libros son «Registro»(1965), Últimas señales (1979) y «Adivinanzas» (1998). 

Colaboración de Patricio Alejandro Rodríguez, Santiago de Chile. 


*Nuestra memoria es una sección de El camaleón que busca recuperar textos de autores fallecidos o injustamente olvidados. La revista no lucra con los textos y siguen siendo propiedad de autores o sus herederos. El camaleón se declara no responsable de cualquier infracción de derechos de autor. Para colaborar envíe el texto, además de una foto del autor, su biografía y el lema: «La presente colaboración está libre de derechos y/o compromisos editoriales» al correo librosdelcamaleon@gmail.com


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George Floyd

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Ignacio Ezcurra | En el Valle de A Shau

La noche se hace interminable durmiendo en un diminuto búnker construido por los norvietnamitas. Los morteros y los cañones de los cinco puestos establecidos en el valle bombardearon los senderos por donde podía circular el enemigo. Y dos veces la montaña tembló

Son los B-52 que atacan a dos o tres kilómetros de aquí. Bombas de 500 kilos. Imagínense cómo las sienten ellos.

A las seis de la mañana todo el mundo estaba en pie, calentado y maldiciendo las raciones de combate: latas verdes con galletitas, chocolates, dulces, pavo, sopas o carne. Parecen ricas, pero después de unos meses…

No quiero ir. Ese lugar está ‘buku’ (lleno) de ‘guks’ (norvietnamitas)», suspiró el soldado Steve Arnold, de California. A las 7 estaban los 70 hombres al pie de la montaña en el camino construido por los norvietnamitas, con los fusiles M-16, ametralladoras M-60, lanzagranadas, bazukas y miedo. «Miedo, no tengo vergüenza de confesarlo», dijo con pesado acento sureño Lui Gregore. Para evitar convertirse en blancos preferenciales los oficiales y suboficiales se arrancaron las charreteras, y los que llevaban radio disimularon la antena. «Siempre empezarán con nosotros».

Mientras un pelotón iba por el fondo del valle, comenzamos a recorrer el camino en dirección a Laos, distante a unos cuatro kilómetros.

Tres horas después habíamos recorrido un «click» (mil metros) cuando comenzaron a silbar las balas y desde un búnker se escuchó el ladrido seco del AK-47, el fusil automático. Al tercer intento los alcanzaron con una bazuka. Eran dos norvietnamitas. Vestían buenos uniformes, pero como calzado llevaban dos ojotas de cubiertas de camión». Pobres, con esos elementos no sé cómo pelean», se compadeció un soldado norteamericano.

Cien metros después nos comenzó a buscar una ametralladora pesada desde la montaña que teníamos enfrente. La infantería de marina mandaría un pelotón a silenciarla. A la caballería no le importa gastar unos dólares más con tal de cuidar a sus hombres. «Alguna vez dejé caer un millón de dólares sobre un tirador emboscado». Un llamado de radio y pocos minutos después estaban sobre la montaña dos helicópteros con sus «miniguns» zumbando a 4000 tiros por minuto.

La ametralladora les contestaba impasible. «Que venga la aviación». Tardaron menos de 15 minutos en llegar tres aviones de chorro que troncharon media montaña con bombas de 250 libras y el alarido de sus ametralladoras.

De una cueva salieron corriendo cinco ‘guks’ y un soldado alcanzó a tres con su fusil. Se fueron los jets y el valle quedó por un momento en silencio. «Volvamos. Ha sido un buen día».


Ignacio Ezcurra (1939- 1968), uno de los periodistas más dedicados y talentosos que vio la Argentina. Su pluma recorrió y retrató numerosos países como cronista para el Diario La Nación. Murió a los 28 años, como corresponsal en Vietnam.Su trabajo periodístico lo llevó a diversos escenarios, como el conflicto en Medio Oriente, en 1965; y a Estados Unidos (1967) dónde investigó los conflictos raciales, entrevistando a personajes como Martin Luther King y Robert Kennedy.Su vida fue breve, pero no su obra. Sus notas recuerdan a un hombre preocupado por despertarle emociones al lector, en las cuales sus vivencias son parte imprescindible para retratar a los personajes que entrevistaba.

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Colaboración de Guillermo H. Pegoraro (Córdoba-Argentina)

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José Carlos Gallardo | Otoño del 53 (Poema para leerse lejos)

Para leer poesía recomendamos
cambiar a "versión de ordenador".
Yo no sé quién me ha dicho que era Otoño
y que las playas se han quedado solas.
   (Octubre es un pulmón del tiempo.
El otro pulmón está en Abril).
   Y por eso se caen las hojas, ahora,
como se cae la sangre desde algunos hombres.
Sólo porque es Octubre.
   Otoño.
   Porque la vida busca su última calle
y se retira, como un perro apedreado.
   Sólo porque es Otoño.
   Octubre.
 
Debemos procurar
no andar descalzos.
(Octubre pone el suelo frío);
ni abrir la boca cuando
salgamos del amor,
(Octubre tiene el aire frío);
ni soñar con el alma destapada,
(Octubre tiene noches frías);
ni vivir como viven los demás,
(Octubre tiene muertes frías).
 
   Otoño.
   Sólo porque es Octubre,
porque la sangre se deshoja, y cae.
 
   Pienso en el día trece de septiembre.
   Pienso en mi juventud 
             conteniendo las ramas
de los árboles
para que no cayera ni una hoja,
para que no bajase ni una sangre,
sólo porque era Otoño.
   Octubre.
 
   Pero miro hacia ti, 
que tienes la Primavera
-¡antorcha, olor, ventana, corazón!-
encendida en la mano,
y me olvido de todo este silencio
tendido de cama a cama,
de hombre a hombre, 
de una tristeza a otra tristeza
porque estás en Abril,
¡Primavera!
   Y no es el golpe ya de un cuerpo duro
que se quedó amarillo, como un árbol
dentro de Octubre.
   Es el ponerse en pié
y alcanzar a tu mano,
solo por la ventana, amor, por la ventana,
para asomarme de una vez al mundo
y verlo desde ti
antes, amor, de que las hojas caigan;
antes, amor, 
de que los labios digan “es Octubre”.
 
   Otoño.

José Carlos Gallardo nació en Granada en 1925 y vivió en Buenos Aires desde 1957 hasta su muerte, en 2008. Publicó más de 65 libros entre poesía, novela, cuento, ensayo.
El poema presentado pertenece a uno de sus primeros libros, «Hombre caído», escrito mientras esperaba su muerte en un sanatorio para tuberculosos: “Entré para morir y salí con el libro bajo el brazo” Colaborador: Ramiro Gallardo, Buenos Aires, Argentina


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Puntuación: 1 de 5.

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Federico García Lorca | Poeta en Nueva York

Considerada por la mayoría de críticos como la mejor obra del autor, en Poeta en Nueva York llegan a su punto culminante los procedimientos formales lorquianos, que sirven de base a una radical protesta social y a una penetrante indagación metafísica. Esta es la primera parte del libro completo.


Dedicatoria: A BEBE Y CARLOS MORA


Los poemas de este libro están escritos en la ciudad de Nueva york el año 1929-1930, en el que el poeta vivió como estudiante en Columbia University.


I: POEMAS DE LA SOLEDAD EN COLUMBIA UNIVERSITY

Furia color de amor / amor color de olvido

Luis Cernuda

VUELTA DE PASEO
 
Asesinado por el cielo.
Entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.
Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.
Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.
Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.
Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!
1910

 (INTERMEDIO)
 
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
no vieron enterrar a los muertos,
ni la feria de ceniza del que llora por la
 madrugada,
ni el corazón que tiembla arrinconado como un
 caballito de mar.
Aquellos ojos míos de mil novecientos diez
vieron la blanca pared donde orinaban las niñas,
el hocico del toro, la seta venenosa
y una luna incomprensible que iluminaba por los
 rincones
los pedazos de limón seco bajo el negro duro de las
 botellas.
Aquellos ojos míos en el cuello de la jaca,
en el seno traspasado de Santa Rosa dormida,
en los tejados del amor, con gemidos y frescas manos,
en un jardín donde los gatos se comían a las
 ranas.
Desván donde el polvo viejo congrega estatuas
 y musgos,
cajas que guardan silencio de cangrejos
 devorados
en el sitio donde el sueño tropezaba con su realidad.
Allí mis pequeños ojos.
No preguntarme nada. He visto que las cosas
cuando buscan su curso encuentran su vacío.
Hay un dolor de huecos por el aire sin gente
y en mis ojos criaturas vestidas ¡sin desnudo!
 
New York, agosto 1929.
 
FABULA Y RUEDA DE LOS TRES AMIGOS
 
Enrique,
Emilio,
Lorenzo.
Estaban los tres helados:
Enrique por el mundo de las camas;
Emilio por el mundo de los ojos y las heridas de las
 manos,
Lorenzo por el mundo de las universidades
 sin tejados.
Lorenzo,
Emilio,
Enrique.
Estaban los tres quemados:
Lorenzo por el mundo de las hojas y las bolas de billar;
Emilio por el mundo de la sangre y los alfileres
 blancos;
Enrique por el mundo de los muertos y los
 periódicos abandonados.
Lorenzo,
Emilio,
Enrique,
estaban los tres enterrados:
Lorenzo en un seno de Flora;
Emilio en la yerta ginebra que se olvida en el vaso;
Enrique en la hormiga, en el mar y en los ojos vacíos de los pájaros.
Lorenzo,
Emilio,
Enrique,
fueron los tres en mis manos
tres montañas chinas,
tres sombras de caballo,
tres paisajes de nieve y una cabaña de azucenas
por los palomares donde la luna se pone plana bajo el
 gallo.
Uno
y uno
y uno,
estaban los tres momificados,
con las moscas del invierno,
con los tinteros que orina el perro y desprecia el
 vilano,
con la brisa que hiela el corazón de todas las madres,
por los blancos derribos de Júpiter donde
 meriendan muerte los borrachos.
Tres
y dos
y uno,
los vi perderse llorando y cantando
por un huevo de gallina,
por la noche que enseñaba su esqueleto de
 tabaco,
por mi dolor lleno de rostros y punzantes
 esquirlas de luna,
por mi alegría de ruedas dentadas y látigos,
por mi pecho turbado por las palomas,
por mi muerte desierta con un solo paseante
 equivocado.
Yo había matado la quinta luna
y bebían agua por las fuentes los abanicos y los
 aplausos.
Tibia leche encerrada de las recién paridas
agitaba las rosas con un largo dolor blanco.
Enrique,
Emilio,
Lorenzo.
Diana es dura.
pero a veces tiene los pechos nublados.
Puede la piedra blanca latir con la sangre del ciervo
y el ciervo puede soñar por los ojos de un
 caballo.
Cuando se hundieron las formas puras
bajo el cri cri de las margaritas,
comprendí que me habían asesinado.
Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
abrieron los toneles y los armarios,
destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
y que el mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados.
 
TU INFANCIA EN MENTON
 
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes
JORGE GUILLÉN
 
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se quebraban.
Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
Allí, león, allí furia del cielo,
te dejaré pacer en mis mejillas;
allí, caballo azul de mi locura,
pulso de nebulosa y minutero,
he de buscar las piedras de alacranes
y los vestidos de tu madre niña,
llanto de media noche y paño roto
que quitó luna de la sien del muerto.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor. Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no te entiende.
Amor, amor, un vuelo de la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y tu niñez.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Ni tú, ni yo, ni el aire, ni las hojas.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
 

Continuará.

La obra de Federico García Lorca es de dominio público desde 2017.

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Círculo de lectores Narrativa Nuestra memoria

Giovanni Papini | La ciudad abandonada

Tien-Tsin, 13 diciembre

Relato originalmente publicado en Gog (1931).

La ciudad más maravillosa que he visto en toda el Asia es sin duda alguna aquella que descubrí, una noche de octubre, al oriente de Khamil, en pleno desierto.

La caravana de camellos reunida con gran trabajo en Turfan, era demasiado lenta para un hombre habituado, en América y Europa, a la rapidez de los trenes de lujo. Además, los conductores mongoles de camellos se me habían hecho odiosos en las tres etapas, durante las cuales había tenido que dominarme para no fustigar a los más desaprensivos. Al llegar a Khamil, con la excusa de hacer nuevas provisiones, parecía que ya no se querían mover de allí. Desesperado al verme detenido en aquella puerca ciudad donde no tenía nada que hacer ni que ver, pregunté al jefe de los sirvientes, Ghitaj, si era posible marchar adelante a caballo, para esperar a la caravana en pleno desierto.

A la mañana siguiente dejamos la repugnante Khamil montados en dos caballos peludos y pequeños, pero rapidísimos, y corrimos hacia el Este.

El aire era frío, pero sereno. La pista se alargaba casi recta entre la hierba corta y dura de la inmensa estepa. Cabalgamos muchas horas en silencio, sin encontrar alma viviente. Al recuesto de una duna arenosa hicimos alto para comer el carnero asado que llevábamos. Ghitaj consiguió hacer un poco de fuego con las malezas y me ofreció la bebida famosa de los mongoles: el té con manteca fundida. Los caballos pacían bajo el sol blanco. Reanudamos la carrera hasta el crepúsculo. Ghitaj decía que junto al camino debíamos encontrar un campamento de pastores de caballos. Pero no se descubría ninguna humareda en parte alguna del horizonte. En el crepúsculo, todavía límpido, se distinguía aún la pista. Una luna casi llena se elevó, a Levante, sobre la línea de la llanura.

Los caballos ya daban señales de cansancio. No podía hacerse nada más que seguir. Volver a Khamil significaba deshacer todo el camino que habíamos hecho, es decir, cabalgar durante toda la noche. Ghitaj continuaba espiando en la polvareda blancuzca de la inmensidad una señal del campamento, que según él, debía hallarse cercano. La luna se había elevado y los caballos relinchaban; se levantó el viento gélido de la noche, no contenido por los montes ni por las plantas. De cuando en cuando, Ghitaj se detenía para escuchar y para beber algún sorbo de vodka. Ninguna tienda, ningún rumor, ninguna voz. Miré el reloj: eran las diez. Hacía dieciséis horas que cabalgábamos. Los caballos marchaban al paso y temíamos que, de un momento a otro, se tendiesen en el suelo, agotados.

De pronto se levantó ante nosotros, a una media milla, una larga sombra alta, maciza, rectilínea. Ghitaj no supo decirme de qué se trataba. En algunos puntos la sombra se elevaba recta, como una torre. Conforme nos acercábamos, más seguro me parecía que se trataba de las murallas de una ciudad. Ghitaj, más taciturno que de costumbre, no respondía a mis preguntas.

No me equivocaba. En la blancura velada de la luna otoñal, se alzaba ante nosotros la cinta inmensa de una alta muralla, con sus redondas atalayas. ¡Una ciudad!

Me sentí feliz. Aquellas murallas significaban un cobijo, un albergue, una cama, la salvación. Pero Ghitaj permanecía siempre callado y no me pareció muy satisfecho de hallarse allí. Le pregunté el nombre de la ciudad, pero no quiso decírmelo.

—Es mejor no entrar —me dijo de pronto.

No comprendí. Había llegado ante una puerta altísima, de vieja madera, constelada de grandes clavos de hierro. Se hallaba cerrada. Golpeé con la culata del fusil. Nadie contestó. Ghitaj se había apeado del caballo y permanecía de pie, meditabundo.

Viendo que nadie abría, pensé en dar la vuelta a la muralla para encontrar otra puerta. A una media milla, entre dos torres, se abría una vasta bóveda vacía, especie de boca de un agujero. Entré allí dentro, pero después de haber dado unos veinte pasos el caballo se paró. En el fondo del arco aparecía una puerta cerrada. Mis golpes quedaron sin contestación. No se oía ningún rumor más allá de los batientes gigantescos.

Salí de nuevo para continuar la vuelta al recinto. Las murallas se alzaban siempre altas, vetustas, desiguales, hoscas, como una escollera que no tuviese fin. A poca distancia de la puerta grande se abría una poterna poco aparente, pero visible, porque sobre ella aparecían esculturas de mármol ennegrecido: me parecieron, a la luz contusa de la luna, dos serpientes antropocéfalas que se besasen. Estaba cerrada como la otra, pero haciendo fuerza parecía que cediese. Ordené a Ghitaj que me ayudase. A fuerza de golpes de hombro los dos batientes de madera podrida se desencajaron y resquebrajaron.

Pero Ghitaj no quiso entrar conmigo. No le había visto nunca tan abatido. Se tendió en el suelo, con la cabeza apoyada en la muralla, y sacó una especie de rosario.

—Ghitaj espera aquí —dijo—. Ghitaj no entra. Usted no debería entrar.

No le escuchaba. Mi caballo estaba cansado, pero parecía que la proximidad de aquellas construcciones le había dado nuevo vigor. Entré en un laberinto de calles estrechas, desiertas, silenciosas. Ninguna luz en las puertas, en las ventanas: ninguna voz, ningún signo de vida. Todas las salidas estaban cerradas. Las casas eran bajas y, a lo que me pareció, pobres y de deplorable aspecto.

Llegué a una plaza vasta, inundada por la luz de la luna. Alrededor me pareció percibir una corona de figuras, demasiado grandes para ser hombres. Al acercarme vi que eran estatuas de piedra, de animales. Reconocí el león, el camello, el caballo, un dragón.

Las casas eran más altas y más majestuosas, pero cerradas y mudas como las otras que había visto antes. Probé de llamar a las puertas, de gritar. Ninguna puerta se abría, nadie respondía. Ni el rumor de un paso humano, ni el ladrido de un perro, ni el relinchar de un caballo, rompían aquella taciturna alucinación… Recorrí otras calles, desemboqué en otras plazas: la ciudad era, o me lo pareció, grandísima. En un torreón que se alzaba en medio de un inmenso claustro me pareció columbrar un resplandor de luces. Me detuve para contemplar. Un batir de alas me hizo comprender que se trataba de una bandada de aves nocturnas. Ningún otro ser viviente parecía habitar la ciudad. En una calle vi algo que blanqueaba en un pórtico. Me apeé del caballo y a la luz de mi lámpara eléctrica reconocí los esqueletos de tres perros, todavía unidos al muro por tres cadenas oxidadas.

No se oía en la ciudad desierta más que el eco de las cansadas pisadas de mi caballo. Todas las calles estaban embaldosadas, pero, según me pareció, crecía muy poca hierba entre piedra y piedra. La ciudad parecía abandonada desde hacía pocas semanas, o, todo lo más, desde pocos meses. Las construcciones se hallaban intactas; las ventanas de postigos barnizados de rojo, cuidadosamente cerradas; las puertas, apuntaladas y atrancadas. No se podía pensar en un incendio, en un terremoto, en una matanza. Todo aparecía intacto, pulido, ordenado, como si todos los habitantes se hubiesen marchado juntos, por una decisión unánime, con calma, a la misma hora. Deserción en masa, no destrucción ni fuga. Encontré de pronto en el suelo un jubón de mujer y un saquito con algunas monedas de cobre. Si me detenía de pronto para escuchar, no oía más que el roer de las carcomas o el escarbar de los topos.

Cabalgaba por las rayas geométricas que formaba la luna entre las sombras desiguales de las construcciones. Llegué a un palacio, enorme, de ladrillo, que tenía el aspecto de una fortaleza y había sido, tal vez, un alcázar o una prisión. En el portal mayor, dos colosos de bronce, dos guerreros cubiertos de armaduras mohosas, dominaban como centinelas de los siglos muertos, mirándose fieramente desde el fondo de sus cuencas vacías.

Y entonces comencé a sentir el horror de aquella ciudad espectral, abandonada por los hombres, desierta en medio del desierto. Bajo la luna, en aquel dédalo de callejones y de plazas habitadas únicamente por el viento, me sentí espantosamente solo, infinitamente extranjero, irrevocablemente lejano de mi gente, casi fuera del tiempo y de la vida. Me sentía sacudido por un escalofrío, tal vez de cansancio y de hambre, tal vez de espanto. El caballo caminaba ahora muy lentamente, con el belfo hacia el suelo, y de cuando en cuando se detenía y temblaba.

Conseguí, por fortuna, encontrar la poterna por donde había entrado. Ghitaj, envuelto en la pelliza, dormitaba. A la madrugada divisamos una humareda lejana: era el campamento que creíamos poder encontrar la pasada noche. Mi caravana llegó dos días después.

Nadie, en toda la Mongolia, ha querido decirme el nombre de la ciudad deshabitada. Pero con frecuencia, en Tokio, en San Francisco, en Berlín, vuelvo a verla como un sueño terrorífico, del cual, tal vez no se desearía despertar. Y me siento punzado por la nostalgia, por un gran deseo de volverla a ver.


Giovanni Papini, (Florencia, 1881 – 1956) Escritor y poeta italiano. Fue uno de los animadores más activos de la renovación cultural y literaria que se produjo en su país a principios del siglo XX, destacando por su desenvoltura a la hora de abordar argumentos de crítica literaria y de filosofía, de religión y de política.


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Un alma triste puede matarte más deprisa que un germen, mucho más rápido.

John Steinbeck, Viajes con Charley