1. PADRES DE SEGUNDA MANO
Había dos maridos, y a ninguno de los dos le gustaron los huevos.
A mí tampoco me gustan hechos así, les dije. Hacéoslos vosotros mismos. Los dos suspiraron al unísono. El uno tenía la cara lívida. El otro la tenía pálida.
¿Hay algo de beber?, preguntó Lívido.
Aquí no hay nunca bebida, dijo Pálido. No busques. Esta casa está siempre seca. Pálido empujó a un lado el plato de los huevos con una expresión de dolor y asco.
En serio, dijo Lívido, ¿hay algo de beber? ¿No habrá cerveza?, preguntó esperanzado.
No hay nada, dijo Pálido, que había estado buscando una camisa blanca por la despensa, los armarios y las neveras.
Maldita sea, qué razón tienes, le dije. Y me abroché el botón superior de mi guardapolvo azul. Luego me agaché debajo de la mesa de la cocina para coger una bolsa de papel marrón donde había un bordado que le pedía a Dios que Bendijera Esta Casa.
Quería terminarlo pronto para que protegiera a mis hijos, que también son hijos de Lívido. Aunque la verdad es que algunos meses atrás Lívido había enviado una carta a Pálido desde un lugar muy lejano —las llanuras británicas de África— en la que le hacía una hospitalaria invitación: Te aseguro, le decía, que son muy buenos chicos. Yo también los quiero, pero su madre es Faith y ahora Faith es tu esposa. Yo paso mucho tiempo lejos. Así que, amigo mío, si quieres considerar que son tuyos, me parece muy bien.
Hombre, gracias, le contestó Pálido por correo aéreo, abrumado ante tanta amabilidad. Luego les imploró a los niños que, cuando no estuviera siendo utilizada, se fueran a jugar a su habitación. Hizo grandes esfuerzos por mostrarse amable.
Y mientras hablábamos ahora del pasado y el presente, bordé la casita de campo que se refugia a la sombra de una nube y un arce noruego, justo debajo de las letras doradas.
¡Ja, ja, ja!, dijo Lívido, que se tiró el café en los pantalones del pijama, ¿a que no adivinas a quién me encontré, Faith?
¿A quién?, le pregunté.
Vi a Clifford, aquel novio que tuviste, en el Green Coq. Tiene buen aspecto. Hay que reconocer, añadió dirigiéndose a Pálido, que sabe cuidar a sus hombres.
Es cierto, dijo Pálido.
¿Cómo está Clifford?, pregunté fríamente. ¿A qué se dedica? Hace dos años que no le veo.
Ni te lo imaginas. Va a casarse. Con una chica preciosa. Ella también estaba. Unas tetas pequeñitas, un culito redondo, y una barriguita de bebé. Debe de tener veintidós años, pero parece que tenga diecisiete. Por la espalda le cuelga una larga trenza rubia. Preciosa. La nariz chata, el labio inferior grueso. Llevaba los ojos maquillados. Tenía los hombros bajos, como una bailarina… y el cuello delgado. Preciosa, sí, preciosa.
Parece que te fijaste mucho, dijo Pálido.
Mi retina funciona muy bien, dijo Lívido. Después continuó. Tienes que ir con cuidado, Faith. Te sorprendería ver la cantidad de pollitas que están rompiendo la cáscara. Las colegialas bronceadas han salido a la conquista. Confío que esta vez lo tuyo sea definitivo. Para mí, todo lo que queda atrás es como si hubiera ocurrido en otro mundo. Pero desde el punto de vista histórico tú sigues siendo un personaje importante de mi vida, dijo. Y por eso me siento justificado al hacerte esta advertencia. Me considero obligado a hacerlo. ¡Cuidado, corazoncito!, dijo al tiempo que se inclinaba para susurrar roncamente a mi oído, lo que me causó un terrible dolor de tripas.
¿De qué estás hablando?, preguntó muy inocentemente Pálido. En primer lugar, Faith ya ha encontrado a su hombre…, y, además, sigue siendo una mujer atractiva. Mírala.
Sí, francamente, dijo Lívido mirándome. Una mujer atractiva. A veces es magnífica.
Estuvimos callados durante unos segundos en honor de tan generoso comentario.
Luego Lívido dijo, Sí, magnífica, pero me consideraba obligado a advertirte, Faith.
Por fin empujó su plato de huevos a un lado y volvió al tema de Clifford. Es un misterio envuelto en un enigma… Me pregunto por qué quiere casarse.
No lo sé. El matrimonio ata a los hombres, le dije.
Sin embargo, dijo Pálido muy serio, ¿qué sería de mí sin el matrimonio? Se le iluminó la mirada y él mismo se contestó, Un perro feliz.
En aquel momento entraron los niños: Richard el cuatrero y Tonto el pistolero.
¡Papá!, gritaron los dos. Tocaron a Lívido, le hicieron cosquillas, le desabrocharon la chaqueta del pijama, silbaron de admiración al ver los cabellos grises que coloreaban su pecho, le pellizcaron la oreja y le acariciaron la barba a contrapelo.
Bien, bien, dijo Lívido para que se estuviesen quietos. ¿Qué tal estáis, chicos? ¿Os va todo bien? Estáis muy fuertes. ¿Cómo va el colegio?, preguntó. Lívido soñaba que acababan de llegar de Eton a pasar las vacaciones.
Yo no voy a colegio, dijo Tonto, yo voy al parque.
Me gustaría oírle leer, dijo Lívido.
Yo sé leer, papá, dijo Richard. Tengo un libro de cien páginas.
Bien, bien, tráelo, dijo Lívido.
Hice más café. Lavé las tazas y convencí a Pálido para que abriese un pringoso tarro de mermelada de ciruelas damascenas. A los pocos instantes Richard había leído todo lo que sabía leer y Lívido se me acercó mientras se hacía vigorosamente el nudo del cordón del pantalón. Faith, dijo en tono de reprimenda, este niño no sabe leer. Y tiene siete años.
Ocho, le dije.
Sí, dijo Pálido, que acababa de acordarse del armario de los detergentes y husmeaba por allí en busca de una botella de cerveza. Si fueran mis hijos de verdad, los enviaría a una de esas buenas escuelas parroquiales que hay por aquí. Ahí sí que enseñan a leer. A Saint Bartholomew, a Saint Bernard, a Saint Joseph, a cualquiera de ellas.
Lívido se puso cárdeno y tragó saliva. Tendrás que pasar sobre mi cadáver antes de hacerlo. Merde, dijo por deferencia a los niños. Es cierto que te dije que podías considerar que eran hijos tuyos, pero si un día me entero de que se han acercado aunque sólo sea a un metro de una iglesia, te partiré el alma, cabrón. Tenía catorce años cuando mi sentido común me permitió salir de esa cueva del engaño con la cabeza bien alta. Serás hijo de puta, me importa un rábano que ahora quede muy au courant o esté de moda eso de dejarse ver bajo las cúpulas los domingos… ¡Mierda! Hipocresía. Corrupción. Cavernícolas. Idiotas. Subnormales.
Al recordar su infancia y su hogar el pobre Lívido se retorcía en su silla. Pálido le escuchaba con la cabeza inclinada y las cejas arqueadas como cúpulas de dolor.
Mira, dijo lentamente, nosotros, los iconoclastas…, los librepensadores…, los masones rezagados…, los idealistas…, los soñadores…, no estamos, en realidad, muy lejos de nuestra vieja madre la Iglesia. Y ella siempre permanece cerca de nosotros.
Dondequiera que estemos, siempre podemos oír, aunque sea sólo débilmente, las campanadas que marcan las horas. Tanto en el campo como en las ciudades. Y siempre le recuerdan a nuestra civilizada mentalidad la pasión de María. Cada hora a la hora en punto nos sorprende el recuerdo de lo que alguien hizo hace siglos por nosotros. POR NOSOTROS.
Lívido murmuraba, dolorido, ¡Esos cabrones, oh, oh, oh, esos despreciables cabrones malditos de Dios! ¿Es que vamos a tener que repetir otra vez todo el siglo XIX? Pues de acuerdo, aulló al tiempo que pasaba la mirada por todos nosotros, estoy dispuesto. ¡Ya verá ese cardenal Newman!, dijo, y se volvió hacia mí en busca de aprobación.
Ya sabes, le dije, que este tema no me ha interesado nunca. Sólo te apasiona a ti.
Pálido habló entonces con suavidad, perdida la mirada en las profundidades de su alma. Pues yo, aunque perdí a Dios hace muchísimo tiempo, siempre he conservado la fe[1].
¿De qué demonios estás hablando, so necio?, rugió Lívido.
Nunca he perdido mi amor por la sabiduría de la Iglesia del Mundo. Cuando me acuesto por las noches, rezo sin darme cuenta. Y también lo hago al levantarme. Y no le rezo a Dios, sino al unificador recuerdo de la infancia. Las primeras palabras que yo escribí fueron: ¿Cuáles son los sacramentos? Faith, ¿podrás olvidar alguna vez a tu abuelo entonando el kaddish[2]? No, jamás podrás olvidarlo.
¿Qué dices? Me enfurecía que me obligasen a entrar en la discusión. ¿El kaddish? Y a mí qué me importa el kaddish. ¿Se ha muerto alguien? Ya sabes perfectamente bien cuáles son mis opiniones. Sólo creo en la diáspora. Para mí la diáspora es más que un hecho, es un bien. Desde un punto de vista técnico estoy en contra del Estado de Israel. Me decepciona que hayan decidido convertirse en un Estado precisamente durante mi vida. Creo en la diáspora. Al fin y al cabo, son el pueblo elegido. No te rías. Lo son, de verdad. Pero ahora que les han metido en un rincón del desierto han dejado de serlo. Ahora son como los demás, como los franchutes, los italianos, nacionalidades temporales. La única esperanza para los judíos consiste en que sigan siendo un vestigio en el sótano de la política mundial. No, no es eso exactamente, tienen que seguir siendo una astilla clavada en el dedo gordo del pie de las civilizaciones, una víctima que pese sobre su conciencia.
Mi estallido dejó aturdidos a Lívido y Pálido, pues casi nunca expreso mis opiniones sobre los asuntos serios. Me limito a vivir mi destino, que consiste en ser, hasta el día que me toque expirar, y sin dejar de reír ni por un momento, sierva del hombre.
Y continué. Tengo entendido que ya no tienen ni siquiera aspecto de judíos. Se han convertido en un montón de sucios campesinos que no tienen ni tiempo para leer.
Son nuestro pueblo, me acusó Pálido, dilatando las aletas de la nariz y apretando las mandíbulas. Y están siendo víctimas de durísimos ataques. No es momento para criticarlos.
Yo había vuelto a mi bordado. Solté un suspiro. Ahora mi aguja estaba clavada en unas nubes de color gris perla, nubes de última hora de la tarde. Lo único que trato de decir es que los judíos no deben preocuparse por la geografía, sino por la historia. No deberían ocupar un espacio, sino perpetuarse en el tiempo.
Me miraron con expresiones tan llenas de dolor, que decidí no olvidar los demás aspectos de la cuestión. Probablemente, dije, Cristo tuvo todos esos problemas porque sabía que conquistaría el mundo entero, pero se había olvidado de Jerusalén.
¿Y tú?, preguntó Pálido. ¿Te olvidaste tú de Jerusalén cuando te casaste con nosotros?
Nunca olvido nada, le dije. Por cierto, ¿a que no sabes una cosa? Inglaterra está en plena bancarrota. El país entero está empapelado con letras de cambio.
La mano de Lívido tembló mientras ofrecía fuego a Pálido. Tonterías, dijo. No es cierto. Tonterías. La isla de Gran Bretaña es el pequeño y contundente puño del brazo de la Commonwealth.
Lo que es verdad es verdad, le dije sonriente.
Bueno, parece que no se mueve nadie, dije. ¿Creéis que alguno de los dos será capaz de llegar a tiempo a su trabajo?
Pero, querida, si hace más de un año que no os veía ni a ti ni a los niños. Se está la mar de tranquilo aquí esta mañana, dijo Lívido.
¿Verdad?, dijo Pálido, el sorprendido anfitrión. Además, hoy es sábado.
¿Qué te parecen los niños?, le pregunté a Lívido, su progenitor.
Muy americanos, muy americanos, peleones e incontrolados. Pero tú estás muy bien, Faith. Un poco más redondita, pero muy femenina y muy bien.
Muy bien, dijo Pálido, satisfecho.
Pero ¿y los chicos, Faith? ¿No es hora de que empiecen a aprender algo? Me parece estúpido que se pasen el día poniendo en fila soldados de plástico, la verdad.
Son muy pequeños, dijo Pálido —el padre de segunda mano— tratando de justificarse.
Mejor será que os vayáis los dos a vuestros asuntos, sugerí mientras hacía un nudo en el hilo gris perla atardecer. Por favor, antes de iros dejad los platos en el fregadero. Y siento lo de los huevos.
Lívido bostezó, se estiró, miró el reloj y dio un suspiro. Aunque sea sábado, mi tiempo no me pertenece. Tengo una cita en el centro dentro de cuarenta y cinco minutos, dijo.
Yo también, dijo Pálido. Iremos en el mismo metro.
Voy a coger un taxi, dijo Lívido.
Te pago la mitad, dijo Pálido.
Se fueron al baño, donde compartieron las cosas de afeitar, el lavabo, la ducha y todo lo demás como un par de buenos amigos.
Hice las camas y cerré la cama plegable. Antes de la noche Lívido habría encontrado hotel. Lavé los platos y organicé la terrible jornada: dinosaurios por la mañana, parque por la tarde, mantequilla de cacahuete en medio, y al final de todo, y para compensar toda una semana de padecer platos de habichuelas, un noble asado de cordero con cebollitas, bolitas de masa de pan hervida y salsa de manzana rosa.
¡Faith, ya me voy!, gritó Lívido desde el vestíbulo. Hice a un lado mi lista de la compra y fui a buscar a los niños, que andaban de una habitación a otra buscando a Robín de los Bosques. Id a decirle adiós a vuestro padre, les susurré.
¿A cuál?, me preguntaron.
Al de verdad, les dije. Richard corrió hacia Lívido. Y se estrecharon la mano como dos hombres. Pálido le dio un abrazo a Tonto y recibió a cambio de esa muestra de cariño una docena de besos.
Adiós, Faith, dijo Lívido. Llámame si necesitas algo. Lo que sea, cariño. Y me dio un beso muy amable en la mejilla. Dominante, Pálido me dio, tras largos preparativos, un beso detrás de la oreja.
Adiós, les dije.
Tengo que admitir que al final salieron a la calle convertidos en un par de hombres limpios y pulcros, bastante atractivos, hombres brillantes de treinta y tantos años dispuestos a enfrentarse a las importantes ocupaciones que les aguardaban. Adiós, les dije, que tengáis un buen día. La oscura noche, la búsqueda del placer y del olvido, quedaba todavía muy lejos. Adiós, les dije, que os vaya bien. Adiós, dijeron ellos una vez más, y partieron orgullosos por caminos que no me conciernen.
2. COSAS DE NIÑOS
Condenado a quedarse en casa los sábados, Richard dibujaba esquemáticos hombres de palo tamaño cuartilla que extendían los brazos. Tonto andaba con un caballo de plástico en la mano y lo llamaba Tonto porque tenía los ojos pintados de azul, igual que los suyos. Yo revisaba el dobladillo del vestido del año pasado para estar al día, para estar chic y au courant, para que aquella primavera la gente se volviera al pasar y comentara:
—Miradla, está preciosa. ¿Quién debe de ser su modista?
Clifford estaba en la ducha frotándose el cuerpo y cantando una canción popular rusa. Elevó su voz hasta alcanzar el do de pecho y luego le oí flagelarse la espalda. Por fin, después de cuatro duchas calientes y tres frías, apareció humeante, fuerte y feliz en la sala. Tenía la cara redonda y sonrosada, y la cabeza notablemente desprovista de cabello. ¿Había algo que impidiera que la lluvia o el agua de la ducha corriera alocadamente por su rostro? Sí, sus gruesas cejas morenas. Debajo de las cejas estaban sus ojos redondos y negros, en los que había una permanente expresión de sorpresa. Clifford, gran amigo mío, era inofensivo. Jamás le habría hecho daño a una mosca, y era vegetariano.
Se alegró al vernos, como siempre. Llevaba envuelta en torno a su cuerpo húmedo una toalla de baño muy grande.
—¡He aquí al hombre! —gritó al tiempo que dejaba caer la toalla. Y se quedó un momento así, resplandeciente y satisfecho. Richard y Tonto se quedaron mirándole.
—¡Haz el favor de taparte, por Dios, Clifford! —le dije.
—No te preocupes, Faith —dijo para tranquilizarme—, el mundo está cambiando.
De hecho, a Clifford apenas le importaba el decoro. No sabía ni para qué servía. Luego se asomó desde detrás de la planta de plástico donde habían caído sus pantalones y sus calzoncillos. Salió con ellos puestos y nos dijo:
—A ver si os despertáis de una vez. ¿Qué hacéis ganduleando todos por ahí? —Se agachó a darle unos golpecitos a Richard en la tripa y le dijo—: Deberías ejercitar estos músculos, chico. Despierta.
—Quiero dibujar, Clifford —dijo Richard.
—Tienes tiempo para dibujar los demás días. Aprovecha que estoy aquí. Puedes dibujar mañana. Ven, Rich, pelea conmigo. Pelea. Venga…, a ver si me puedes. Y prepárate, Richy, que esta vez te voy a tumbar. ¡Allá voy!
—Allá voy yo —dijo Tonto, que tiró a un lado su caballo y descargó un golpe en los riñones de Clifford.
—¿Quién ha sido? —dijo Clifford—. ¿Quién ha sido el que me ha atacado por la espalda?
—Yo, yo —dijo Tonto dando brincos—. ¿Te ha dolido?
—Casi me matas, sí, señor, un buen golpe. Pero ahora voy por ti —dijo mientras giraba sobre sus talones—. Voy a hacerte cosquillas, prepárate.
Levantó a Tonto por encima de su cabeza y después le lanzó contra el blando sofá.
Richard se acercó de puntillas con el oso de peluche elevado por encima de la cabeza, y le atizó a Clifford tres golpes en la cabeza.
—¡Socorro, asesinos! —gritó Clifford—. Todos luchan contra mí. No puedo con ellos.
Richard le dio una patada en la barbilla.
—Ya está —dijo Clifford—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera, chicos! ¡Fuera, fuera!
Tonto le escupió en pleno ojo. Clifford se limpió la mejilla, fingió desmayarse y logró esquivar un nuevo golpe del oso que blandía Richard. Tonto se montó sobre su espalda y le cogió las orejas.
—¡Ay! —dijo Clifford.
Richard vio un tubo de pegamento en uno de los estantes de la librería, lo cogió y lanzó chorros de su viscoso contenido contra el peludo pecho de Clifford.
—Soy un salvaje —dijo Richard—. Soy un salvaje.
—Yo también —dijo Tonto—. Soy el niño más salvaje de todo el parque —añadió mientras tiraba con fuerza de las orejas de Clifford—. Arre. Soy el niño que monta el elefante.
—¡Es un camello perezoso! —chilló Richard—. ¡Venga, a trabajar, camello!
—Haz ver que soy un duende, Clifford —aulló Tonto—. Levántate.
—Soy una serpiente venenosa —chilló Richard, y se tiró al suelo y se enroscó en la pierna de Clifford—. Soy una serpiente venenosa —repitió mientras apoyaba el mentón en el empeine de Clifford—. Soy una terrible serpiente venenosa.
Luego levantó la cabeza como una víbora (¿y qué es, sino una víbora?) y, tras silbar, le dio al pobre Clifford un mordisco con sus incisivos recién estrenados en pleno talón izquierdo, el cual resulta ser su talón de Aquiles.
—¡Oh, no, no, no…! —gimió Clifford mientras se caía al suelo.
—¡Mamá, mamá, mamá! —gritó Richard casi llorando porque Clifford se había caído con todo su peso encima de él.
Tonto chillaba, derribado de su montura, entre un lío de patas de mesa y de silla.
Primero cogí a Tonto, y le abracé contra mi regazo.
—Mamá, me he hecho daño en la cabeza —sollozó—. Me gustaría estar dentro de ti.
Richard yacía tendido en el suelo como una serpiente aplastada; no lloraba, pero se había quedado sin respiración y estaba furioso.
¿Y Clifford? Había arrastrado su dolorida humanidad hasta un sillón y balbucía con su ensangrentada lengua, que se había mordido al caer:
—¡Esto es el colmo, Faith, el colmo!
Amoratados y llorosos, los niños decidieron hacer caso de mi sugerencia de que se fueran a la cama. Se olvidaron de decir que era demasiado temprano. Se olvidaron de exigir que les llevara sus osos. Se tendieron el uno al lado del otro, y se asieron mutuamente por el pulgar. Eran la imagen misma de ese amor que el mito, o la tradición, ha impuesto entre los hermanos.
Regresé a la sala, donde Clifford seguía sentado; un cono, semejante al sombrero de un astrólogo, apoyaba su ápice en el lugar donde la piel de su tendón había sido perforada. Justamente allí convergían las energías universales. El estacionario rol y el aire sin vida en el que giran los planetas tenían ahora el poder de curarle, de obrar, cada uno de acuerdo con su singular carácter, como una aspirina.
—Tenemos que hablar en serio —dijo—. No soporto a esos niños, la verdad. Quiero decir, Faith, que ya sabes que lo he intentado miles de veces. Pero no sé qué les has hecho. Has pervertido sus instintos, no sé. ¿Cómo puede ser que estuviéramos jugando la mar de divertidos, peleando y chillando, y que haya terminado todo tan mal? Siempre tiene que haber alguien que se haga daño. Me he hecho daño de verdad, Faith. Hubiéramos podido jugar tranquilamente y divertirnos sin hacernos daño, pero no hay modo.
—¿Quieres decir que si os habéis hecho daño es por culpa mía?
—Naturalmente que sí, Faith. Los has educado tan mal como has sabido.
—¿Sí? —le dije.
—Sí. Una educación horrible.
—¿Horrible? —le dije para darle una última oportunidad.
—¡Sí, Dios mío! ¡Peor que horrible! —dijo.
Por consiguiente, no estará de más incluir aquí una lista de explicaciones y quejas, de lo que ha sido mi vida hasta la fecha:
Es cierto que de lunes a viernes —a causa de mis éxitos en el trabajo— mi ego está que arde. Soy una estrella incandescente, y todos aquellos que quieran calentarse a mi vera son bienvenidos. Los hirientes insultos que, cual piedras de cortantes aristas, penetran en esa ardiente atmósfera se consumen igual que meteoritos antes de tocarme. Ilesa, difundo a mi manera mi brillo termodinámico.
Pero los sábados por la mañana me enfrento en casa a la ley sociológica de la llamada Intrusión de los Incontrovertibles. He tenido que educar a estos niños con una sola mano mientras con la otra le daba a las teclas de la máquina de escribir para ganarme la vida. Los he educado yo sola, sin la presencia de un padre con quien pudieran identificarse en el baño, como los demás niños que juegan con ellos en el parque. Reíos, si queréis. La inclemencia del Destino me forzó a firmar un contrato leonino con la vida bohemia, o lo que queda de ella. Y he cumplido todas las cláusulas a pesar de las tentadoras ofertas que en forma de pantalones de esquí, lecciones de piano o entradas para rodeos me han hecho insistentemente mis amables parientes. Durante todo ese tiempo he cuidado y alimentado a Richard y Tonto, les he enseñado a ir limpios y estar abiertos a las cosas que más interesan a los niños. De hecho, hemos progresado mucho y no necesitamos ir a escarbar en las cajas de ropa usada del Ejército de Salvación. He tenido la perversidad de hacerlo todo yo sola, menos el año en que su padre vivió en Chicago con Claudia Lowenstill y ella se horrorizó al enterarse de que sólo les mandaba una bicicleta el día en que cumplían cinco años. Consecuencia de ese descubrimiento fue que decidió pagarme un año entero el gas, la electricidad, el alquiler y el teléfono. Pero un buen día Claudia lo cogió in fraganti iluminado por la cegadora luz de la verdad: era un gran tipo, siempre dispuesto a mentir y a adular y a salirse por la tangente. Ahora él vive en la dorada costa de otro continente, donde está encantado por la supervivencia de civilizaciones clandestinas. Los dramas hogareños ya no le afectan.
De todos modos, di a Clifford otra oportunidad de retractarse y volver a ser amigo mío.
—¿Horrible? ¿Crees que les he dado una educación horrible? —le pregunté.
Esta vez no se molestó en contestar porque estaba muy ocupado recogiendo su ropa por los diversos rincones de la habitación.
Se me empezó a escapar el aire de los pulmones. El líquido de la pleura empezó a burbujear pugnando por colarse, y hubiera muerto allí mismo de pleuresía —nada más lejos de mi intención— de no ser porque mi mano agarró un cenicero de cristal y, sin esperar a que yo tomara una decisión firme, se lo arrojó.
Clifford estaba andando a gatas por el piso buscando los calcetines que habían caído bajo el sillón la noche del viernes. Estaba de espaldas a mí y su cabeza quedaba al final de la trayectoria del cenicero. Y hubiera fallecido como un estúpido idiota si no hubiera sido porque las lágrimas enturbiaron mi visión en el momento decisivo y al final sólo le arranqué un pedazo del lóbulo de la oreja, que, al fin y al cabo, no es más que un inútil vestigio de una fase superada de la evolución.
De todos modos, Clifford es una persona amable, un hombre con muy buena disposición. La visión de la sangre le dejó paralizado. Incorporó la mole de su cuerpo estremeciéndose, y se quedó de rodillas esperando que la Muerte, el Alguacil de la laguna Estigia, volviera a señalarle con el índice.
—No hay que decirle cosas así a una mujer —susurré—. ¡Maldito burro! No hay que decirle cosas así a una mujer. ¡Lávate, estúpido, o te vas a desangrar!
Le dejé solo para que se hiciera un torniquete o se cuidase como Dios le diera a entender.
Entré en el dormitorio de puntillas para ver a los niños. Seguían durmiendo. Los tapé, le di un beso a Tonto, mi pequeño, y dije:
—¡Ya eres un hombrecito, Richard!
Y también le besé. Después me senté en el suelo y noté con mi cara los pliegues de la manta de lana de Richard hasta que la respiración profunda y acompasada de mis hijos me calmó.
Al cabo de un par de horas, Richard y Tonto se despertaron y empezaron a pellizcarme y estornudar, primero con malhumor y luego muy contentos. Se quedaron admirados ante los milagros que había hecho yo con las tiritas para curarles las heridas. Richard tomó una sopa y Tonto jamón. No preguntaron por Clifford, porque éste tenía su llave y entraba y salía cuando quería.
Esa llave estaba ahora en la tierra de la maceta de mi planta del caucho enana. Me quedé en suspenso. De momento, no había nadie a quien me apeteciera dársela.
—¿Tenéis más hambre, chicos? —les pregunté.
—No, señor —dijo Tonto—. Estoy lleno hasta aquí —dijo mientras ponía la mano horizontal a la altura de los ojos.
—Ya sé lo que podéis hacer —les dije. Había tenido súbitamente una gran idea—. Podéis bajar a jugar a la calle.
—Sin empujar, señorita —me dijo Richard.
Me asomé a la ventana. Cuatro pisos más abajo estaba Lester Stukopf, armado hasta los dientes, esperando la llegada del enemigo. Y, como quien no quiere la cosa, le di a Richard esa información secreta.
—¿Está solo? —preguntó Richard.
—Sí —le dije.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Richard al tiempo que me dirigía una mirada triste—. Pero, recuérdalo, Faith, si bajo, es porque tengo ganas de bajar, y no porque tú me lo hayas dicho.
—Claro, claro —le dije.
—Yo me quedo —dijo Tonto.
—No seas bobo, Tonto, baja tú también. Hace un buen día. Coge esas pistolas nuevas que te envió papá. Anda, Tonto.
—No. Detesto a Richard y detesto a Lester. Y no me gustan nada esas pistolas. Son pistolas de niño pequeño. Se cree que soy un bebé. Podrías mandarle una foto, a ver si se entera.
—Pero Tonto…
—Se cree que me chupo el dedo. Se cree que me hago pipí en la cama. Por eso me envía esas pistolas.
—Pero qué va, cariño, si ya eres un chico muy mayor. Todo el mundo sabe que has crecido mucho.
—Es pequeño —dijo Richard—. Y todavía se chupa el dedo y se hace pipí en la cama.
—Richard —le dije—. Richard, si esto es todo lo que tienes que decir, prefiero que cierres tu maldita boca. No creas que ayudas mucho a Tonto recordándoselo continuamente.
—Adiós —dijo Richard negándose a discutir y consciente de su categoría de primogénito. A veces se porta bastante mal, pero nunca se muestra perezoso. Cuarenta y cinco segundos después, cuando ya estaba en el primer piso, subió corriendo las escaleras y me gritó desde la puerta—: ¡Mientras no se mee en mi cama, me da igual!
Tonto no le oyó. Estaba lavándose los dientes, que es una actividad a la que suele dedicarse varias veces al día con la esperanza de que así se le caigan antes. Creo que se le empiezan a aflojar.
Me serví un café en la sala. Me instalé lo más cómodamente posible en el sillón, llené la taza blanca en la que pone MAMÁ y tiré la ceniza del pitillo en un cenicero de cerámica que había hecho Richard. Luego me quedé mirando el rectángulo de luz de la ventana y me pregunté: ¿Por qué la mujer se arrodilla ante el hombre para adorarle?
Justo al poner el último signo de interrogación se acercó Tonto sin hacer ruido para decirme:
—Tengo que decirle una cosa a Richard, madre.
—No te asomes a esa ventana, Tonto. Por favor, ya sabes que me pone nerviosa.
—Tengo que decirle una cosa.
—No.
—Sí —dijo él—. Es importantísimo, Faith. Tengo que decírselo.
¿Cómo podía tolerarlo? Si se cayera, todo el mundo creería que era porque yo no le vigilaba porque estaba bebiendo cerveza en la cocina o poniéndome cremas en el tocador. Además, no quiero ni pensar lo triste que me quedaría. Mi abuela se pasó toda la vida llorando por una hija que se le murió de dolor de oído a los cinco años. El resto de sus hijos, que para entonces ya estaban retirados y vivían de pensiones federales o municipales, se acercaron a su lecho de muerte (mi abuela acababa de cumplir los noventa y un años) y todavía le oyeron decir:
—Anita, Anita, intenta respirar, mi pequeña.
Así que, con lágrimas en los ojos, le dije a Tonto:
—De acuerdo, yo te sostendré. Dile a Richard lo que tengas que decirle.
Tonto se lanzó al vacío y yo le agarré justo a tiempo por una rodilla.
—¡Richie! —chilló—. ¡Eh, Richie!
Richard levantó la mirada y buscó la voz.
—Eh, oye, Richie. Estoy jugando con tu fuerte y tus soldados nuevos.
Dicho esto, Tonto cerró la ventana de golpe, como si desconociera las propiedades del cristal, y corrió al baño para volver a lavarse los dientes triunfalmente.
Con la boca llena de pasta me dijo, como si hiciera gárgaras:
—Te juro que está loco —y luego, en tono más bajo, añadió—: Y se lo merece. Es un asqueroso.
—¡Tú también lo eres! —le grité enfurecida porque se había atrevido a levantar la voz contra su hermano mientras yo suspiraba recordando la hija que había perdido mi abuela—. ¡Asqueroso!
Luego fui a su cuarto y le dije:
—Escúchame bien. Quiero que salgas de casa. Vete a jugar a la calle. Necesito estar sola diez minutos. Anthony, si te quedas, podría asesinarte.
Me miró y me lanzó su aliento con olor a menta. Se quedó apoyado en un solo pie, levantó la vista hasta mis altos ojos y dijo:
—Bueno, mátame, Faith.
Me senté inmediatamente para que él creyera que yo era de su misma talla. Supuse que así dejaría de torearme.
—Por favor —le dije con toda mi dulzura—, ve a jugar con tu hermano. Tengo que pensar.
—No quiero. No tengo por qué ir adonde no me da la gana —dijo—. Quiero estar aquí, contigo.
—Por favor, Tonto, tengo que limpiar la casa. No podrás jugar ni hacer nada.
—No me importa —dijo—. Quiero estar contigo. Quiero estar a tu lado.
—Muy bien, Tonto. Muy bien. ¿Sabes qué? Vete a tu habitación un ratito, ¿eh?
—No —dijo mientras saltaba a mi regazo—. Quiero ser un bebé y estar todo el rato a tu lado.
—¡Oh, Tonto! —dije—. ¡Por favor, Tonto!
Traté de quitármelo de la falda, pero me pasó el brazo alrededor del cuello, se hizo un ovillo en mi regazo, se metió el pulgar en la boca y se dispuso a ser un bebé.
—¡Oh, Tonto! —exclamé. Ya desesperaba de poder quedarme sola ni un solo minuto—. ¿Por qué no puedes irte a jugar con Richard? Te divertirás mucho.
—No —me dijo—. No me importa que Richard se largue o que se largue Clifford. Que vayan a donde les dé la gana. Yo no me iré nunca. Me quedaré siempre contigo, a tu lado, Faith.
—¡Oh, Tonto! —le dije.
Tonto se sacó el dedo de la boca, abrió la mano del todo y la apoyó sobre mi pecho.
—Te quiero —me dijo.
—Y yo a ti —le dije—. Ya sé que me quieres, Anthony.
Y me puse a acunarle. Cerré los ojos y apoyé la cara en su cabeza morena. Pero el sol, siguiendo su curso, se asomó por entre las torres de los edificios de oficinas de la parte baja de la ciudad y, de repente, me iluminó con toda su fuerza. Y luego, a través de los gordos y cortos dedos de mi hijo, enterrado para siempre, como un rey tras las rejas en Alcatraz, mi corazón se iluminó a listas.
[Traducción de Enrique Hegewicz]
Grace Paley (Nueva York, 11 de diciembre de 1922 – Thetford, Vermont, 22 de agosto de 2007) fue una escritora profesora y activista política estadounidense. Paley fue conocida por su pacifismo y activismo político. Escribió sobre las complejidades de las vidas de hombres y mujeres abogando por lo que ella pensaba que era una mejora en la vida para cada género. En los años 1950 se unió a compañeros que protestaban por la proliferación nuclear y la militarización estadounidense. Trabajó en el American Friends Service Committee estableciendo grupos vecinales pacifistas a través de los cuales conoció a su segundo marido Robert Nichols. Fue distinguida con War Resisters League Peace Award, el Women’s Caucus for Art Lifetime Achievement Award (1980), el Premio Rea (1993) y el Premio PEN/Malamud (1994).