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Notas sobre tecnociencia y reconfiguración económico-política

I

Hay acaso una forma destacada en que la tecnociencia contemporánea es una de las bases productivas para soportar las crisis cíclicas del mundo económico. En los términos de uno de los debates clásicos en la teoría económica de raigambre marxiana, la tecnociencia ha venido a representar una posibilidad de recuperación del capitalismo ante la caída tendencial de la tasa de ganancia histórica, y ello por medio de un reajuste sistémico de la producción social de valor económico mediante la mercantilización en escalas técnicas y bióticas impensadas. 

En este sentido, es útil recordar que la economía se ocupa, entre otras magnitudes sociales, de la comprensión de las crisis sistémicas: es una interpretación acerca de la capacidad de adaptación sistémica traducida en capacidad de valorización al interior de un sistema de sistemas cuya dinámica son ciclos tras ciclos de procesos críticos de destrucción creativa (innovación en sentido schumpeteriano) y valga la redundancia, destrucciones destructivas. En el estado actual de los procesos de valorización económica ligados a la tecnociencia, ella funciona como motor de ampliación significativa de los procesos de valorización económica en sostenidos contextos de crisis; es una vía de amplificación, una capacidad, de concretar valores de cambio científico-tecnológicos y asignarles un rol en el mercado, ya sea como 1) cinturón de fuerza que permita retener para el capital el privilegio de producción de valor, ya sea para 2) amplificar y renovar dicha producción, que es, en verdad, un entero socio-metabolismo. Como podrá suponerse, la dinámica en que se da este proceso es en verdad bastante incierta. A decir de Claudio Katz (2001),

La dinámica súper competitiva que prevalece en el “high tech” y la batalla por capturar una renta tecnológica, permanentemente amenazada por la caída de los precios retrata un cuadro de revolución tecnológica, pero en condiciones muy inciertas. Cuando se trabaja con un margen de beneficio tan amenazado por la competencia deflacionaria, sólo la sustancial ampliación del mercado permite seguir valorizando el capital (ibid.).

De esta forma, la tecnociencia funciona como una contratendencia explosiva de carácter histórico e incierto que definiría una nueva época de destrucción creativa schumpeteriana en la producción social. Se trataría, en tal caso, de una contratendencia crítica y característica del presente, en que los procesos de apropiación/expropiación de la riqueza pública y social existente —esto es, la conversión en mercancías de los recursos naturales, estratégicos, genéticos y culturales—, enmarcan continuamente la crisis sistémica por la que atraviesa el sistema-mundo en las décadas de desarrollo del capitalismo avanzado, pero sin llegar a definir una nueva era dorada en la producción capitalista o un boom sostenido hacia la superación de la lógica de escasez que el propio sistema impulsa para autolegitimarse.

II

La economía-política, subsume (no solo en el terreno de los fenómenos superficiales, como el intercambio y producción de mercancías en el mercado) a los procesos de producción científico-técnica que, por su parte, no hacen más que ampliar su horizonte de visibilidad y acción para la producción de valor. Se trata de una doble determinación del capitalismo contemporáneo: la tecnociencia es un inédito rostro del capitalismo avanzado y la economía-política es el espacio relativamente vacío que resignifica a la “innovación” (con sus ciclos de auge y crisis recesivas) por medio, ahora, de la “revolución tecnocientífica”. 

En palabras de Claudio Katz, en referencia al componente informático de la tecnociencia, lo realmente novedoso en la transformación tecnocientífica, «no es la gravitación de la información en la economía, sino el desarrollo de una tecnología para sistematizar, integrar y organizar el uso económico de la información» (Katz, 1998ª: 1). Si la tecnología es el proceso de la aplicación del conocimiento científico a la producción social, hay que tener en claro que las normas que regulan dicho proceso son las propias del capitalismo. 

Para este autor, el «cambio tecnológico» lo es precisamente en el nivel de una reorganización de las fuerzas productivas del capital. Pero se trata de una reorganización (por subsunción) de la tecnología revolucionada al sociometabolismo del capitalismo contemporáneo, y sus productos se someten a los ritmos que el mercado de las innovaciones impone. Sin poder escapar al ritmo vertiginoso de la acumulación con todas sus consecuencias sociales, termina por integrarse a la continuidad de los ciclos de crisis y auge que hacen parte de la historia del capitalismo en cuanto modalidad de realización de la civilización moderna. En este caso, la producción tecnocientífica no representa el horizonte de superación de los ciclos de crisis recurrentes en la historia de la modernidad capitalista, sino un reajuste a nivel productivo definido por procesos de innovación cuya tendencia en términos de ganancia global histórica está aún por definirse. De aquí que toda formulación de un telos poshistórico tecnológico, posindustrial o tecnocientífico, no haga más que estatuir un mito ideológico y una ilusión de superación de lo que es realmente constitutivo de la modernidad capitalista. 

III

A la celebración de las bondades de la sociedad informatizada y tecnocientífica, con su evangelio sobre las ventajas liberadoras de las mercancías simbólicas y de las nuevas tecnologías (compartida por autores tan disímiles como Castells, Hardt, Lash o Toffler) se opone precisamente el hecho de que tal sociedad de la información y el conocimiento es, a la vez, una concepción del mundo surgida en un contexto de crisis de reposicionamiento que busca diseñar maneras (tecnocientíficas) de renovar los ciclos de producción, distribución, circulación y consumo del capitalismo. Y tal rediseño, como bien anota Javier Echeverría (2003), corre a cargo de diversos agentes: gobierno, corporaciones, universidades, etc., de tal manera que hay una participación pública y privada, por así decirlo, en la producción tecnocientífica en un contexto de crisis.

La cercanía entre crisis, gobierno, tecnología y capital es bien abordada El mundo tras la era del petróleo (1985), donde Bruce Nussbaum ya situaba a la OPEP como precursora de la crisis de la era pos-petróleo y, a la vez, casi accidentalmente, detonadora de la revolución tecnológica que sobrevino; de tal manera que, para él, la racionalidad gubernamental (neoconservadora), la crisis norteamericana, la tecnociencia, así como la informatización que la acompañaba, iban de la mano. No es, entonces, como parecen pensar no sin ingenuidad Castells o Michael Hardt, que la revolución tecnocientífica e informática que son parte de la producción actual, supongan el paso hacia una sociedad distinta que supera los viejos métodos de apropiación/explotación capitalista por medio del uso comunitario de bienes simbólicos: el “capital intelectual” de que habla Javier Echeverría. Ante lo que estamos es una redefinición del mundo social moderno/capitalista por medio de su subsunción en una reestructuración productiva. Gonzalo Zavala Alardín, incluso diría que es una retórica progresista (la tecnocientífica y de la sociedad de la información) que esconde viejas nostalgias conservadoras cargadas de ideología (1990).

Viendo críticamente tal celebración de las virtudes que podríamos llamar tecnocientíficas y en el entendido no determinista, pero sí precautorio, de que la tecnología no se determina a sí misma, no configura un mundo nuevo de manera asocial y autonomizada respecto a los procesos históricos, sino que ella es determinada por el proceso social de la acumulación, podemos entender cómo se somete a las reglas de la competencia y el beneficio para lograr “innovar”, de tal manera que no hay algo como un imperativo tecnológico (Katz, 1998b: passim). Hay determinaciones de carácter histórico-social y económico-políticas en el mundo tecnológico. No es la tecnociencia (juzgada como promesa de conciencia planetaria e indicio cuasi teológico irrefrenable de la misma) la que determina al mundo, sino que ella es determinada por la suma de las relaciones productivas que lo integran. 

Conformándose como complejo de complejos conceptual, la tecnociencia, es parte (subsumida) y producto de una totalidad que transforma la naturaleza de los objetos que la conforman (ciencia y tecnología) en mercancía. De ahí que la naturaleza de la acción tecnocientífica cambie profundamente las naturalezas anteriores de la acción científica y de la acción tecnológica. Por eso, con tino, Javier Echeverría, sostiene que “la revolución tecnocientífica crea una nueva modalidad de capitalismo, el tecnocapitalismo, muy diferente del capitalismo industrial” (Porta, 2016). 

Hasta aquí y juzgada de esta manera, como hipotética contratendencia a la caída de la tasa de ganancia histórica, la tecnociencia permitiría la expansión de los límites de crecimiento del capital, puesto que no incide meramente dentro del “mercado” como realidad fija históricamente constituida y terminada (locus del intercambio de bienes de consumo fenoménicamente trazables e insuperables), sino que, tendencialmente, incide en las ramificaciones todas de la entera vida socio-biótica, que devienen potencialmente mercancías presentes y futuras en niveles moleculares. Sin embargo, es preciso indicar que el curso de dicha contratendencia tecnocientífica no es claro aún. No parece todavía posible señalar que la tecnociencia representa una revolución a nivel de la recuperación en la tasa de ganancia global para el capital, deviniendo en una contratendencia definitiva a su tendencial caída en el marco de los ciclos de auge y crisis históricos. Para economistas y tecnólogos no está claro todavía que el proceso de reorganización y crisis del capital en que se inserta la tecnociencia pueda derivar en crecimiento económico en el largo plazo (Katz, 2001). 

IV

Para la teoría económica neoclásica, que es la que mayor influencia tiene en el campo de las acciones económico-políticas, la revolución tecnocientífica vendría a ser un proceso “innovador” de maximización (su posibilidad, ante todo) de la producción bajo condiciones de escasez. En este sentido, dicha teoría económica presenta el cambio tecnológico que viene de la mano de la informatización, le tecnogenética y las biotecnologías, etc., bajo los estrictos términos de una reactualización tecnificada para contrarrestar la escasez por el camino de una artificialidad expansora de los mercados, aplicados a metabolizar otras dimensiones de “lo vivo”, o si se quiere, de la Naturaleza. Se impone una definición de lo Natural tecnocientífico en contra de toda la dispersión que el pluralismo y relativismo culturales puedan apreciar como característica fundamental del sistema global viviente. Por ello Sunder Rajan (2006, passim), crítico de tales posiciones neoclásicas, piensa al gen como una unidad que, apropiada por las corporaciones capitalistas, resignifica ampliamente, por el camino de la innovación, la relación entre inputs y outputs económicos al ensanchar el campo del conocimiento tecnológico; el capital tendría una función parasitaria pues busca agentes de hospedaje a los que “cobra” a nivel material, simbólico, discursivo, etc. Los nombres de la subsunción pueden multiplicarse analíticamente hasta donde nuestra imaginación lo permita. Sin embargo, es posible afirmar que el objeto tecnocientífico así producido por la teorización neoclásica es fundamentalmente conceptuado en una ausencia de movimiento: el objeto tecnocientífico es estático. No podría lidiar con la tecnociencia como dinámica sometida a las tendencias históricas y sus combinaciones inter-temporales. 

V

En el entendido de que la economía de corte capitalista es 1) una economía monetarizada de producción (y no una de intercambio), es decir, un modelo con supremacía de la actividad de producción/acumulación sobre la de intercambio/realización, y en donde 2) el motor de la actividad de producción es la inversión (acumulación privada de capital), aunada a decisiones de orden empresarial con capacidad de modificar con dinamismo el avance tecnológico y el uso combinado de factores productivos, es que se sostiene la ya referida relación de subsunción de la tecnología y la ciencia por el capital (Fugamalli, 2010: 27). Incluso revisando las tesis de Javier Echeverría (2003), que, aunque no profundiza en el contenido de la relación capital-inversión, sí hace mención de ella, es posible sostener que, en la tecnociencia, la inversión representa la manifestación del poder del capital. Tanto ha crecido tal poderío que, para comienzos del 2000, este autor ya notaba que si en “1968, la industria norteamericana sólo invertía en I+D la mitad que el Gobierno Federal [en] 1980, pasó a invertir más, tendencia que ha proseguido en las últimas décadas del siglo XX, hasta llegar al 70% de inversión privada en la actualidad” (2003: 19). 

Si acordamos que de la inversión dependen los éxitos del proceso de acumulación de capital, entonces es posible pensar que ella es una forma de poder en la tecnociencia (biopoder diría Sunder Rajan). Y lo es justo porque de ella dependen las modalidades/formas de la tecnociencia contemporánea. La inversión capitalista otorga por un lado 1) poder sobre los productos (mercancías) tecnocientíficas, ofertando la posibilidad de decidir cómo han de producirse (pero también su precio y cantidad) y 2) poder y, por ende, control, directo o indirecto (según las peculiaridades de la mercancía tecnocientífica concreta) sobre el trabajo tecnocientífico (y diría Foucault, sobre el cuerpo y la mente de los individuos), esto es, sobre las actividades propiamente tecnocientíficas. 

Lo anterior se liga con la noción de acción tecnocientífica de Javier Echeverría (2003), de evidente contenido económico y político, y sus condicionamientos, que no pueden ser establecidos en meros términos de un conflicto de valores donde lo económico (y con él, lo político) es tan solo un elemento más, pues, como lo sostenemos, tiende a subsumir y articular la totalidad tecnocientífica. 

Referencias: 

  • ECHEVERRÍA, Javier. La revolución tecnocientífica, México: FCE, 2003. 
  • FUGAMALLI, Andrea. Bioeconomía y capitalismo cognitivo, hacia un nuevo paradigma de acumulación, Madrid: Traficantes de sueños, 2010. 
  • KATZ, Claudio. “Crisis y revolución tecnológica de fin de siglo”, Realidad Económica, núm. 154, febrero, 1998a, pp. 34-49.
  • KATZ, Claudio. “Determinismo tecnológico y determinismo histórico-social”, Redes, vol. V, núm. 11, junio, 1998b, pp. 37-52.
  • KATZ, Claudio. “Mito y realidad de la revolución informática”, 2001, consultado en línea en: http://lahaine.org/katz/b2-img/Mito%20y%20Realidad%20de%20la%20Revoluci%C3%B3n.pdf 
  • NUSSBAUM, Bruce. El mundo tras la era del petróleo. México: Editorial Planeta, 1985. 
  • PORTA, Patricio, “Diálogos: Javier Echeverría”, Página 12, 16 de mayo de 2016, consultado en  línea en: https://www.pagina12.com.ar/diario/dialogos/21-299425-2016-05-16.html
  • SUNDER RAJAN, Kaushik, Biocapital: the constitution of postgenomic life, EU: Duke University Press, 2006. 
  • ZAVALA, Alardín. La sociedad informatizada, México: Trillas, 1990.
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Sobre imaginerías ilustradas de la nación artificial (II)

En estas notas continúan las breves reflexiones apuntadas en nuestra entrega pasada. Como fue posible notar, la crítica del liberalismo en la voz de sus decimonónicos representantes es el objeto de estos textos. En esta oportunidad, me refiero a lo que podríamos llamar la figura del indio imaginario, esa especie de ensoñación higienizada por la mente de los liberales que, en su artificial constitución (negadora del desastre en continuo despliegue sobre las comunidades indígenas), aparece en repetidos discursos, como el de Carlos María de Bustamente.

Más allá del aparente talante musealizado que pueden tener hoy las imaginerías de los liberales decimonónicos latinoamericanos, pienso que el conocimiento de tal momento constitutivo de las rotas naciones del subcontinente —oligárquicas y ancilares ya en su nacimiento—, puede dar luz sobre el devenir que la lógica liberal y su despliegue capitalista han cobrado en el siglo XX (el siglo de la barbarie tecnificada) y lo que va del XXI, con todas sus destructivas consecuencias, no solo para las comunidades indígenas —sobre las que la conquista es un proceso inacabado todavía—, sino sobre la totalidad latinoamericana sometida a los delirantes vaivenes del sistema-mundo moderno capitalista.

∞ ∞ ∞

A pesar de su propósito expreso de “explorar los vestigios de la antigüedad” que le hubiera llevado a las muy “serias reflexiones que produce la contemplación de unos tiempos que han cesado por muchos siglos”, reflexiones propias además de “un entendimiento noble que se deleita, no en satisfacer la curiosidad peculiar a una mente limitada”[i], Carlos María de Bustamante se inclinó por sustituir al indio real por uno imaginario (destinado al museo de lo inofensivo y lo inanimado, en trance de dejarse canibalizar por la modernidad y mestizarse), hecho a comodidad de la noción de “ciudadanía universal” —que trae aparejado el ocultamiento de las contradicciones internas que caracterizan a una sociedad fundada sobre una clasificación social racial/étnica, donde los indios son objeto de una continuada explotación «modernizadora».

Las élites criollas independentistas tienen, entre otras, tres pretensiones interrelacionadas expresadas en su necesidad de independencia: a) colocarse adecuadamente dentro del mercado mundial (anhelo frustrado de mimetizar a las naciones europeas capitalistas abandonando el modelo colonial y resolviendo por el proyecto primario-exportador en un escenario mundial que avala el libre-cambio; anhelo frustrado por la dependencia estructural en que nacen las Repúblicas latinoamericanas y que las llevará del “optimismo más ferviente al pesimismo más abyecto”[ii]); b) dar continuidad a la empresa de la Conquista por otras vías y con otros nombres (como el de Progreso, discurso positivo que oculta una lógica de explotación), perfeccionarla desde la convicción de que el desarrollo capitalista es la senda correcta; el discurso contra la barbarie del “terror colonial” (Lorenzo de Zavala dixit) se quiere presentar como ruptura cuando se trata de en verdad del intento de redefinir y perfeccionar por otras vías un proceso inacabado; y c) instalarse en una (artificial) centralidad socio-espacial del territorio reconocido para la nueva Nación con el propósito de dar forma y luego controlar el Estado republicano, para ello, entre otras estratagemas, se montaron sobre la noción de “ciudadanía universal” (igualar en la más terrible desigualdad naturalizada) con el ánimo de desestructurar a la sociedad de las “corporaciones” coloniales en todas sus pervivencias, resabios que impedían el Progreso[iii]. Mora describió este intento adelantado por la administración de Farías (que no es un simple cambio de nombre, sino una verdadera empresa de desestructuración de corporaciones opuestas al interés de las capas poderosas):

La existencia de diferentes razas era y debía ser un principio eterno de discordia, no sólo desconoció [Farías] estas distinciones proscritas de años atrás en lo constitucional, sino que aplicó todos sus esfuerzos a apresurar la fusión de la raza azteca en la masa general; así es que no reconoció en los actos de gobierno la distinción de indios y no indios, sino que la sustituyó por la de pobres y ricos, extendiendo a todos los beneficios de la sociedad[iv].

En el camino de producir como ausencia al “indio”, una vez más, ausencia transmutada ahora en semi-ciudadanía que lo pone en franca situación de desventaja por vía del artificio del idealismo liberal, se lo margina (con modernidad e ilustración republicanas) y se lo sustituye por un amasijo poetizado con mala letra, reminiscencia de un pasado imperial brillante y glorioso, víctima de la Conquista y del cual se ha de recuperar, con Bustamante, el elemento aristocratizante idealizado y no alguna reivindicación de locuras tales como “soberanía popular” o demás alteraciones roussonianas.

Los criollos, como pretexto entre otros, se dicen llamados a libertar al indio del yugo español, pero siempre diferenciándose para no perder el piso de civilización que es el suyo “naturalmente”. Parte de esa diferenciación consiste en hacerle entender al indio, hasta en su propia lengua, “todo lo que os favorece en el nuevo código”[v], informarle también que, por arte de magia, son libres (“Sabed que ya estáis libres”[vi] les dice Bustamante), y ello dentro de una vieja contradicción colonial reformada, a saber, la de la imposibilidad y a la vez la necesidad de los colonizadores de inventar al otro como “bárbaro” (diferenciándose así de éste a través del mecanismo del “descubrimiento imperial”) y, a la vez, incorporarlo dentro un sistema social y cultural de dominación[vii].

Para Bustamante, el pueblo es irracionalidad sostenida; hay que hacérselo creer así al indio, hacerle saber sobre su no-existencia si no es por los vehículos eurocéntricos que pueblan el imaginario interesado del bloque hegemónico:

Españoles somos todos, y tenéis tanto derecho a los empleos públicos, como los blancos; pero mirad que esto ha de ser siendo virtuosos y justos, y así detestad la embriaguez que tanto os degrada: avergonzáos de haber sido por este vicio la irrisión de los demás, y el desprecio que se ha hecho de vosotros, hasta consideraros como brutos. Yo sé bien que no lo sois: que tenéis tanta filosofía natural como los demás hombres: y que conocéis todos los fenómenos y meteoros de la naturaleza con sus propios nombres, y no ignoráis sus causas: pero vuestro continuo trabajo no os deja lugar para pensar que sois racionales[viii].

Aunque Bustamante profiere en plan republicano las bondades del mundo independiente, dice que “somos todos españoles” y hasta les habla a los indios de su “derecho” (todos tienen acceso a las bondades de la ley, la igualdad jurídica favorable a los más fuertes); no ceja en advertir, casi dicho así, que la “irrisión” del indio es fruto de su propio “trabajo”: es el propio indio quien ha trabajado para ocupar el lugar de los “brutos”, el lugar del “desprecio” y la irracionalidad. Pero no dejemos lugar a duda. Para Bustamante el “pueblo” —conformado por indios, mestizos pobres y quizá “negros”— (que no sus fábulas de altos aristócratas indios europeizados, porque esos viven en el pasado) es una “bestia feroz e ingrata, que perdido una vez el tino y respeto a la autoridad que lo manda no es fácil sujetarlo”, y es que “podrá haber uno que otro de oscuro nacimiento y de alma tan privilegiada que se porte como un caballero, pero éste es rara avis en tierra […] Dios ha puesto cierta aristocracia en todas las sociedades […] nuestros antiguos aztecas […] siempre confiaban las magistraturas y altas dignidades a los nobles tecutlis o caballeros”.[ix] Los indios del presente de Bustamante no son más que un resabio despreciable, violento, incivilizado en relación con aquellos nobles y antiguos aztecas que dice preferir.

“Miembro por status, si no por riqueza, de la élite criolla, Bustamante”, a decir de Brading, “alimentaba prejuicios aristocratizantes que lo llevaron a desaprobar la participación popular en el gobierno”[x]. En un sentido similar a Zavala o Mora, se lamentaba por la carencia de una clase de propietarios “suficientemente numerosa y educada que gobernara el país”[xi], únicos verdaderos portadores de modernidad y civilidad. Bustamante fue uno de los grandes nacionalistas mexicanos, dicho así a propósito y teniendo en cuenta a sus indios idealizados —así como su desprecio por los indios reales, por quienes tenía poca o nula simpatía— y las inclinaciones “aristocratizantes” que le llevaron a apoyar a los propietarios/hacendados de Chilapa contra los indios de la localidad al grito de guerra de castas[xii], pues él, junto con Mier, a pesar de (o más bien con ayuda de) sus “reivindicaciones” del indio ad hoc (aristócrata, europeizado) “siguieron siendo criollos de corazón, hijos y descendientes de españoles, que habían expropiado la antigüedad indígena con el único propósito de liberarse de España”[xiii]. Es más, puede afirmarse, sin lugar a dudas, que tal disposición despreciativa del indio real no se contradecía el carácter nacionalista de su pensamiento, sino que era definitorio del mismo.

Así, Bustamante se apropia/inventa una imagen del indio aristócrata y glorioso, que es la que le interesa en su mundo de musealizaciones; inventa una tradición histórica común de manera selectiva, con el ánimo de construirse frente a los europeos como su extensión tropical aceptable. Esa es su contribución. En el nacionalismo de Bustamante, sucede algo curioso cuando este se coloca “frente” a Europa, pues se trata en verdad de una puesta por demás teatral, una farsa simbólica que parte de un ficcionado diálogo (frustrado de inicio en la realidad real del capital mundial) donde la “Nación mexicana” se encuentra por fin en grado de paridad frente a una “señora inglesa” (que “es el vehículo de la instrucción que por medio de esta obrilla pretendo dar a las de su sexo”[xiv]) cuyo desdén por los “bárbaros”, se oculta al inventarla como espejo ad hoc de los propios delirios ensoberbecidos de un criollo (Mañanas de la Alameda de México)[xv].

Bustamante representa los anhelos republicanos de imitar, por una necesidad natural, los quehaceres y hábitos civilizadores, pasando por el reconocimiento de lo ineludible del escenario moderno/capitalista; como lo apunta Roitman:

Nadie se cuestionaría a costo de qué y el cómo se estaba realizando ‘la modernización’. Todos los representantes de la clase dominante [en las nacientes repúblicas oligárquicas], amén de los partidos políticos a los que daban vida, liberales o conservadores, blancos o colorados, radicales o progresistas, coincidirían en señalar los éxitos dependientes de la integración al mercado mundial[xvi].

Mas la realidad es la de la imposibilidad para integrarse en dicha dinámica en paridad con las naciones centrales, topándose con la “mano invisible del mercado” que pone freno a tales pretensiones de integración a la dinámica del mercado mundial. Las postrimerías decimonónicas de la “política económica de integración exportadora” de las Repúblicas en proceso de consolidación, serán la expresión de la “decadencia del sentimiento de nacionalidad”, consistente en:

Esa escasa personalidad propia [que] se traduce en la falta de ajuste y adaptación de la compleja semilla repartida por las naciones más evolucionadas, en el “seguidismo” cultural en su más amplia acepción, que transforma a nuestra política económica en un remedo de los principios y técnicas plasmados para la realidad británica o que determina que la orientación educacional un día sea alemana, otra francesa y después norteamericana, sin pasar por el tamiz de los factores autóctonos. Nadie puede extrañarse en consecuencia de las “indigestiones” y de los resultados contraproducentes[xvii].

Como dijera Bolívar Echeverría, las Repúblicas latinoamericanas, como aquella que sostiene a personajes como Bustamante, no son más que “representaciones, versiones teatrales, repeticiones miméticas de los [estados capitalistas europeos]; edificios en los que, de manera inconfundiblemente barroca, lo imaginario tiende a ponerse en el lugar de lo real”[xviii]; se trata en verdad de un despropósito donde se inflaman los pruritos delirantes de una breve cohorte de auto-idolatrados y auto-victimizados criollos, víctimas de un pasado necio que no quiere abandonar el timón que le corresponde por naturaleza a la razón.

Es un mundo de ensoñaciones propias de letrados eurocéntricos y religiosamente modernos. En todas estas construcciones imaginarias de los criollos que miran por encima del hombro a la realidad, en su condición de “simples rentistas disfrazados de comerciantes y usureros”, queriendo o haciéndose ilusiones de llegar a ser los grandes “prohombres de la industria y el progreso”[xix], el indio inventado es manifestación del silenciamiento de la realidad indígena, y estos silencios se sostienen (hasta hoy) de manera diversa y sirviendo en todo momento a los intereses sociales y políticos de las élites dominadoras.

La Nación de personajes como Bustamante, en su discurso, incluye a lo homogéneo inventándolo previamente y excluye a lo otro relegándolo a la esfera de lo anti-moderno, incivilizado, bárbaro, o como extensión de la naturaleza (concepto ampliado de naturaleza), por oposición al sujeto racional cuya misión es el dominio/explotación de esta última (relación propiamente moderna entre sujeto-naturaleza). Se recurre a la ontologización a partir de modalidades binarias en medio de la materialidad de relaciones de saber y poder desiguales, ello con la finalidad de tener el control y la sumisión de los otros (los naturales, indios, sudacas, etc.). El de la Nación es un relato legitimador, una ficción legitimadora de la barbarie que se oculta tras el “documento de cultura”, como dijera Benjamin. Las Repúblicas latinoamericanas han ascendido de la “brutalidad hasta el orden”: tal es su mito. Las nuevas Nación-estado en estado de gestación, amuñonadas por su innata condición de dependencia respecto de las decisiones que en los centros del capital se toman para ellas, ha comprendido que “la barbarie es la era del hecho” y por ello ha sido preciso y necesario que el orden llegue como caudal de ficciones y artificialidades, como re-mitificaciones propiamente modernas, pues “no hay poder”, como decía Valery, “capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”[xx]. La coerción por sí misma es insuficiente, de ahí que se halla invocado al poder de la ficción de la Nación criolla, de la “ciudadanía universal”, etc. A la nación de los criollos mexicanos le fue preciso hacer creer en la existencia de una cierta aquiescencia y aceptación, le fue necesario inventar y construir historias destinadas a hacer creer una determinada versión de los hechos. Es una ficción que pretende ocultar las contradicciones internas y solapar la violencia ejercida contra los bárbaros presentándola como labor civilizadora, puesta en contra de toda reminiscencia del “terror colonial”.  

El monopolio del pasado que creen detentar los letrados criollos, próceres de la República, con toda su manufactura (y celebración) agigantada de simbologías, monumentos y santuarios de la Nación; la configuración así mismo del indio mayoritario, vienen a ser un proceso nodal en el establecimiento de las formas e instituciones de la Nación- estado. Este indio es en verdad absorbido en calidad de (semi) ciudadano en el “ser nacional” y se convierte así en un invisible. Cuando este se resiste (y lo hace activamente a todo lo largo del siglo XIX), siempre están a la mano los temas de la necesidad colonizadora y mestizante, los embates de la “raza” y el racismo así como los “evolucionismos” de fines del XIX (como en Cosmes o Bulnes p. e.), la opresión de género, con todo un caudal institucional favorable a su reproducción, etc.; estos implementos están puestos al servicio de los bloques sociales hegemónicos y las políticas estatales que respaldan los intereses y compromisos adquiridos por esos bloques en el México decimonónico.

La identidad nacional de la República independiente está atravesada por la exclusión, se conforma en torno a ella. Su tarea esencial aparece en la continuación de la Conquista, en el grito de “guerra de castas” de Bustamante contra el indio real, que no en sus angelados y aristocráticos aztecas ficcionales. Enfrentados desde el comienzo de la Colonia al problema siempre presente de la mezcla de razas, los mestizos, estuvieron permanentemente obligados a incorporar y a la vez reprimir al elemento “bárbaro”, al indio viviente y rebelde que debe ser negado, aquel que se hace presente en los estallidos de violencia, en las bravuconadas “bárbaras” que salen al exterior y en la carencia de autocontrol (el civilizado no se ofende p. e.)[xxi]. Los criollos se angustian ante la necesidad de distinguirse del indio, buscan declararse librados de la contaminación del mestizaje y se declaran herederos de la luz civilizada de la identidad hispana, pretendiendo ser reconocidos de esa manera por quienes, desde el siglo XVII, señalan el envilecimiento que yace en los vientres de las nodrizas indias y en el clima, en referencia a aquel hechizo de los trópicos que hace tender a las gentes hacia la “barbarie” y la “irracionalidad”, y que inclina al criollo, con el desarrollo de tales influjos maléficos, a perecerse cada vez más al indio fatídico. Se trata para ellos — y eso es lo que indica el término nación (que en muchos sentidos “reservan” para sí mismos)— de construir aquella versión donde, librados higiénicamente de la contaminación mítica y pre-racional del indio, se afirmen en igualdad racial con los españoles. Como lo señala Muratorio, sin embargo, irónicamente y como ejemplo están las historias de Bustamente mencionadas arriba, que en el fondo no se contradicen con lo anotado antes, pues no son más que “versiones antisépticas —y frecuentemente republicanizadas— de las civilizaciones imperiales que habían derrocado [los colonizadores, y que] se convirtieron en las fuentes primarias de la identidad cultural de los criollos encarnadas en el concepto de ‘patria’”[xxii].

En la negación de la contradicción a que hicimos referencia antes, la de incluir/excluir al “otro”, los potentados criollos de la República independiente, inventaron una identidad hegemónica que “incorporó” a indios míticos sin nombre (preferentemente hombres), pertenecientes a aristocráticos mundos de grotesca ensoñación donde se esgrimían monumentos y gigantomaquias sordas ante la miseria rampante y cotidiana de los más. Los incorpora de manera inofensiva, ya vueltos mercancía para el consumo de las ensoñaciones burguesas sobre mundos pasados a los que la modernidad no habría llegado, destinados así a desaparecer o tal vez, a ser canibalizados por ella, mundos ya desvanecidos o en camino de estarlo. En cierto sentido, los nacionalismos “indigenistas” de gente como Mier y Bustamente son un precedente de la ideología indigenista mestiza del siglo XX, con su afanosidad por convencer de que el camino de la integración a la nación es la vía (única) para los indios, ya que no hay otra alternativa frente al Progreso, la modernización y la Nación. (Se trata de un desplazamiento de la política de los criollos a la política de los mestizos frente a los pueblos indígenas, desplazamiento en el que se reproduce al presente como ausencia).

El “debate” ilustrado y racional continua con su ensimismamiento y sus operaciones auto-legitimadoras. De ahí que, por ejemplo, el “debate sobre la identidad mestiza y el mestizaje en América Latina, que comenzó desde los primeros años después de la Conquista, sigue vigente hoy en día, vinculado a la percepción de los movimientos indígenas”[xxiii] en sociedades latinoamericanas que se perciben muchas veces como “naciones mestizas” y donde se piensa sin mayor problema “que el racismo no existía en estos países”[xxiv]. Dicha visión está presente en muchos personajes del XIX, pensamos en Rabasa, por ejemplo, o en Justo Sierra cuando decía que:

La familia mestiza, llamada a absorber en su seno a los elementos que la engendraron, a pesar de errores y vicios que su juventud y su falta de educación explican de sobra, ha constituido el factor dinámico en nuestra historia; ella, revolucionando unas veces y organizando otras, ha movido o comenzado a mover las riquezas estancadas en nuestro suelo; ha quebrantado el poder de castas privilegiadas, como el clero, que se obstina en impedir las constitución de nuestra nacionalidad sobre la base de las ideas nuevas, hoy comunes a la sociedad civilizada; ha cambiado en parte, por medio de la desamortización, el ser económico de nuestro país. Ella ha opuesto una barrera a las intentonas de aclimatar en México gobiernos monárquicos, ella ha facilitado por medio de la paz el advenimiento del capital extranjero y las colosales mejoras del orden material que en estos últimos tiempos se han realizado, ella, propagando las escuelas y la enseñanza obligatoria, fecunda los gérmenes de nuestro progreso intelectual; ella ha fundado en la ley, y a la vuelta de una generación habrá fundado en los hechos, la libertad política[xxv].

Percepción negativa, anclada en visiones de muy largo aliento, sobre el cargo de responsabilidades y el lanzamiento de los chivatazos en contra de aquellos responsables de que no hayamos por fin, alcanzado la modernidad.

La violencia modernizadora ejercida contra el indio —en verdad destructiva, pues “persigue la abolición o eliminación del otro como sujeto libre […] construye al otro como enemigo, como alguien que sólo puede ser aniquilado o rebajado a la animalidad”[xxvi]— es violencia que el liberalismo encuentra legítima, pues el indio osa afirmarse en la negación de la animalidad social o animalidad de la sociedad civil (de propietarios privados), se niega a llevar a cabo el movimiento en favor de la animalidad propia del productivismo capitalista; se afirma, por el contrario, en una animalidad natural arcaizante que no se decide por fin a superar la escasez constitutiva, originaria, y ata a los otros, a los modernos, al “subdesarrollo”. No se decide el indio a llevar a cabo de una buena vez, la superación definitiva, racional, de dicha escasez a favor de un reino de la abundancia sin precedente (el inmenso cúmulo de las mercancías de la riqueza de la sociedad burguesa); dicha superación consiste en su desaparición/suicidio, resignada y voluntariosa en favor del “valor que se valoriza”. Ello debe llevarse a cabo sin contratiempo visible, sin brumas ruidosas que alteren la “paz social” de la sociedad civil.

Hay dos caminos: que el indio se convenza de la necesidad de su auto-canibalización, que se forme en el convencimiento de llevar a cabo su autoanulación pues toda resistencia es anodina, prolongación inútil que tarde o temprano se abrirá hacia el futuro o solo entorpecerá su llegada, la “retrasará”. El segundo consiste en la avanzada de la voracidad ineludible de los civilizados o la puesta en práctica de la violencia social o civilizada, violencia de la sociedad política contra aquellos espacios/tiempos que entorpecen el Progreso (no podemos olvidar la figura de Sarmiento en Argentina). Es una violencia ejercida ante la incapacidad de suprimir y controlar las continuadas manifestaciones de disidencia de los “bárbaros” indígenas, derivada de la incapacidad y el rechazo a tratar de “entendérselas con sus causas originarias”. De aquí se derivan periodos de la historia donde “aparecen en escena no solamente figuras y remedios fantasiosos, sino también los ‘realistas’ del rechazo represivo de toda crítica”[xxvii] ejercida por los movimientos de resistencia —como en el caso de los pueblos indígenas— a la monología denominadora. En esto no hay camino alguno para formas de violencia dialéctica entre verdugos y víctimas históricas: es una pura violencia destructiva contra las pervivencias de la “antimodernidad” encarnadas en los indios, aquellos que en su sufrimiento y explotación, en sus múltiples adaptaciones destinadas a la supervivencia, así como en sus rebeliones frente a la opresión sistémica constitutiva de lo propiamente moderno, han sido la cara oculta de dicha modernidad. Como señaló Bolívar Echeverría, en relación con “el retorno ortodoxo del estado liberal”, “la violencia dialéctica de quienes resisten violentamente a la violencia destructiva merece […] una descalificación inmediata por parte del discurso neoliberal, como si fuera ella la violencia destructiva”. No hay contradicción alguna aquí: se ejerce la violencia en nombre de la sociedad política, pues ella se ve obligada dadas las presiones que sufre de parte de los elementos retrógrados de la sociedad; no puede, en tal confrontación contra el pasado bárbaro, permitirse una inclusividad que podría ser altamente dañina, no hay posibilidad de amplitud alguna y en cambio, habrán de fijarse con rigor los límites que el Progreso necesita para florecer con la exclusión de los elementos negadores de tal avance. La sociedad política, no puede defenderse sólo por medios “tolerantes, al igual que la sociedad pacífica no puede ser defendida únicamente por medios pacíficos”.

Desde las resistencias indígenas coloniales hasta el levantamiento (neo) zapatista, esta imagen de los indios como causa del atraso y no realización de la modernidad pulula entre la “opinión pública”. El indio es ese otro —antimoderno, despreciable y rebelde— que la higiene cínica y proto-fascista de la “sociedad civil” de los propietarios, enuncia con horror y desprecio “democrático” y «civilizatorio».


[i] BUSTAMANTE, Carlos María de. Mañanas de la Alameda, t. II, disponible en línea en: http://www.cervantesvirtual.com/obra/mananas-de-la-alameda-de-mexico-tomo-ii–0/ 

[ii] ROITMAN, Marcos. América Latina en le proceso de globalización, los límites de sus proyectos, México, CEIICH/UNAM, 1994, p. 15.

[iii] Propósito que culmina con la Reforma, “cuando los pueblos de indios, así como las instituciones eclesiásticas y los ayuntamientos, fueron clasificados como corporaciones y legalmente descalificados como sujetos de propiedad de la tierra” (BRADING, David, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1996, p. 106).

[iv] José María Luís Mora apud BRADING, David, op. cit, p. 105.

[v] BUSTAMANTE, Carlos María de. La Malinche de la Constitución. Se trata de un manifiesto escrito en náhuatl. Al parecer fue dictado o escrito y luego traducido por alguien más pues Bustamante no hablaba la lengua. Hace referencia a los “indios mexicanos” y comienza con una breve intromisión donde Bustamante trae la buena de la Constitución a los indios que por esa vía tendrán por fin, por decirlo así, la luz de la razón constitucional. (El documento viene acompañado de una breve presentación de Fernando Horcasitas). El texto está disponible en la página del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM: http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/nahuatl/pdf/ecn08/110.pdf

[vi] Ibid.

[vii] Vid. MURATORIO, Blanca. “Discursos y silencios sobre el indio en la conciencia nacional”, op. cit. La idea de esta “contradicción” puesta así en términos algo posmodernos viene de Gerald Sider, y retomada por Muratorio.

[viii] BUSTAMANTE, Carlos María. La Malinche de la Constitución, op. Cit.

[ix] Bustamante apud BRADING, David, op. cit, p. 121.

[x] Ibid, p. 120.

[xi] Ibid, p. 121.

[xii]Vid. Ibid, p. 128.

[xiii] Ídem.

[xiv] Mañanas de la Alameda de México, op. Cit.

[xv] En el mundo criollo y su pequeña Nación, hay un desplegado de iconografías acerca del indio y el nacionalismo para el consumo europeo, entre ellas la mencionada obra de Bustamante, Mañanas de la Alameda de México, op. cit. Para el caso ecuatoriano como y sus similaridades, ver MURATORIO, Blanca, op. cit.

[xvi] ROITMAN, Marcos, op. cit, pp. 15-16.

[xvii] Encina apud ROITMAN, Marcos, op. cit.

[xviii] ECHEVERRÍA, Bolívar. “América Latina: 200 años de fatalidad”, Contrahistorias, núm. 15, Sep 2010- Feb 2011, p. 79.

[xix] Ibid, p. 80.

[xx] Paul Valery apud PIGLIA, Ricardo. “Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades)”, texto disponible en línea en: http://www.casa.cult.cu/publicaciones/revistacasa/222/piglia.htm

[xxi] Cfr. MURATORIO, Blanca. “Discursos y silencios sobre el indio en la conciencia nacional”, op. cit.

[xxii] Ibid., p. 366.

[xxiii] STAVENHAGEN, Rodolfo. “Repensar América Latina desde la subalternidad: el desafío de Abya Ala”, en Los pueblos originarios: el debate necesario, Buenos Aires, CTA Ediciones/Instituto de Estudios y Formación de la CTA/CLACSO, 2010, p. 105.

[xxiv] Ibid, p. 117.

[xxv] Justo Sierra apud CÓRDOBA, Arnaldo. La ideología de la Revolución Mexicana, la formación del nuevo régimen, México, ERA, 1985, p. 65.

[xxvi] ECHEVERRÍA, Bolívar. “Violencia y modernidad”, en Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 1998, p. 107.

[xxvii] MÉSZÁROS, István. La crisis estructural del capital, Venezuela, Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información, 2009, p. 95.