I
La barbarie se trasviste continuamente bajo la forma de los documentos del progreso, precisamente aquellos que corresponden a las formas culturales altamente tecnificadas que, en el plano simbólico, la construcción de la imagen occidental se ha encargado de proveer. Este viejo planteamiento benjaminiano, traspasa el umbral que el anti-momento de la política acéfala y zombificada de nuestros días, supone como mecanismo eficiente para generar el detenimiento necesario y ubicuo que la esquizofrenia ontológica del capital, precisa para maquinizar lo existente y eternizar la lógica de la fábrica.
Nuestras sociedades moderno/coloniales, civilizadas y progresistas, fundadas en el mito de la razón (instrumental) —referido a un entero marco normativo autoproclamado como el único válido, con desprecio de otras formas de saber que no son reconocidas como tales—, se han construido sobre el descrédito al pasado cuando él es, en el presente, semilla potencial de las pedagogías del conflicto posibles. Este pasado se ha juzgado, cuando menos, como reaccionario, puesto que siempre se tenía que mirar hacia el futuro, hacia lo nuevo siempre nuevo; hacia el futuro tecnológico, científico y novedoso, ante el cual el presente no es más que una transición pasajera, una vía de paso hacia un futuro que se anuncia como camino en pos de la perfectibilidad monológica e infinita.
Este ya viejo parecer, fue compartido tanto por aquellos que usufructuaban anchurosos la riqueza y la cultura, como por quienes la producían con su fuerza de trabajo. Los unos y los otros en la cadena vertical de la explotación compartían la convicción acerca de la necesidad de fundar una moderna fe en el progreso. Esta fue la historia de los movimientos socialistas de obreros en la Europa decimonónica que se contraponían a la burguesía capitalista. Ambos creían con firmeza en la cara idea del Progreso, lo siempre nuevo instalado en un futuro prometedor y cargado de cierta determinación positiva ineludible. Para unos, se trataba del progreso hacia una infinitud capitalista de liberalidad económica —contrapesada hasta cierto punto por la liberalidad estatalista, que compartía la fe en el progreso, pero no en los modos, tiempos y ritmos de las aplicaciones modernizantes necesarias para alcanzarlo—, regulada “naturalmente”, a través de la fuerza espirituosa de la “mano invisible del mercado”, es decir, la teocracia moderna del valor que se valoriza; para los otros, los explotados, estaba en el horizonte inminente (inevitable) el mismo progreso, pero en dirección de un futuro socialista e imperecedero bajo la égida del proletariado. El desenlace de esta historia guiada por la ideología del Progreso ha sido el de la mayor opresión para los trabajadores del sistema-mundo todo, es decir, para todos aquellos que sobreviven vendiendo su mercancía fuerza de trabajo en todo el orbe.
En esa lucha abanderada por el progreso desde ambos lados, el ‘virtual triunfo’ fue para la burguesía internacional, triunfo que está simbolizado en el llamado “fin de la historia”. Es por esto, como dijera Boaventura de Sousa, que los oprimidos no creen ya en el futuro como progreso, porque en su nombre han visto precarizarse sus condiciones de vida, salud, ingreso, etc. Quizá sea tiempo de voltear entonces, de nuevo, hacia el pasado, un pasado que sea capaz de trasmitir no la quietud y el cinismo triunfalista de nuestros días, sino una indignación resarcidora de nuestro ser político —perdido en la marea vertiginosa de la política apolítica del neoliberalismo—, constructor de sentido e identidad histórica. Un pasado que contiene, escribía Bolivar Echeverría, “la miseria ancestral y la resistencia a ella, de las que provienen y a las que están conectadas la miseria y las luchas actuales de los explotados”. Una visión de pasado entonces, que vea en la memoria el cemento que integre lo desintegrado en el espacio-tiempo de la historia que, por cierto, no ha dejado de ser nuestra historia. La historia de los muertos pasados que en el camino del dolor y el sufrimiento, de la explotación y la dominación van desbordando poco a poco la escritura de los vencedores, el falseado monumento de la historia oficial que se quiere hacer pasar por verdad y que respira artificialmente.
Esos muertos pasados que nos hablan con lo que parece una entrecortada voz de rayo, yacen en sus tumbas apiladas unas sobre las otras, sometidas, como dijera Walter Benjamin, al huracán del Progreso, que con su terrible fuerza va borrando exitosamente los nombres cargados de memoria que recordaban a las nuevas generaciones quienes eran sus antepasados; recuerdos en cuyas enaguas las nuevas generaciones se reproducen con sus muertos a través de identidades de larga duración que hacen y son constitutivas de la cultura. Mientras estas nuevas generaciones puedan aún mirar aquellos nombres, quizás la marcha de la moderna destrucción cultural encuentre cierta resistencia, pero la destrucción es larga y en el cinismo posmoderno la vida se agota.
En medio de ese cinismo del presente —donde la propia autodestrucción es disfrutada como si fuera un espectáculo hollywoodense—, las hordas de tumbas esperan a ser llenadas por el olvido de las generaciones presentes y venideras, a menos que pensemos en una o varias maneras de detener el continuum de esa destrucción del mundo de la vida, su memoria e identidades, ocultas bajo la máscara del progreso de la modernidad/colonialidad. Y aún si el olvido alcanzara de una vez por todas a aquellos que han quedado en el camino pasado, no habría tregua posible para los que quedamos, puesto que si en ese olvido se consiguiese una cierta paz, no sería más que una paz indolente que comprometería aún más nuestro devenir en un presente que no es tal, pues no hay olvido que la modernidad capitalista —y la destrucción de la cultura que ha sido constitutiva de ella— perdone ahora y ayer. Como dijo Benjamin, “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. El historiador, decía Benjamin, que está compenetrado con esto último, tiene consigo el don de “encender en el pasado la chispa de la esperanza”.
II
Nuestras sociedades se construyen sobre la repetición de sí mismas dice Boaventura de Sousa. La teoría del “fin de la historia”, tan de moda hace unas dos décadas, ¿qué historia cuenta? En principio la suya es la celebración del presente, pero de un presente vacío, presente que no es presente, un presente ausente que se repite. Lo que dice esa teoría, que celebra el presente ausente, es lo siguiente: el triunfo del capitalismo es definitivo: es la opción que caracteriza al mejor de los mundos posibles, al único. Se trata del there is no alternative de Margaret Tatcher y la dilapidación de lo que quedaba del “Wellfare State” o “Estado benefactor” euro-norteamericano del siglo XX, que significa también la dilapidación de derechos sociales legítimamente conquistados por las clases trabajadoras occidentales. Con el ‘Estado de bienestar’ se va algo de lo poco que habían logrado arrancar las clases trabajadoras a la burguesía internacional. Si bien el Estado de bienestar no representó la conquista de las demandas históricas de los grupos históricamente oprimidos, ni terminó con las relaciones coloniales en el sistema mundial, sino que, por el contrario, se benefició de ellas, sí fue resultado de las presiones (no un regalo) de grandes contingentes sociales que lograron por fin el reconocimiento de derechos sociales que ahora se estipulaban como básicos.
Al mismo tiempo, la teoría del fin de la historia se refiere también —y no precisamente en segundo lugar, como me parece que lo afirmaría cierto ensimismamiento eurocéntrico—, al mundo no-occidental, y en el caso de América Latina, a la continuación y agudización, vista con cinismo, de su situación de colonizada y pauperizada en la división internacional del trabajo y la clasificación social mundial avanzada desde hace más de quinientos años a través de la idea de ‘raza’ y el sexismo como eficaces mecanismos de dominación. La teoría del fin de la historia es la continuación del sufrimiento y la destrucción de la dignidad porque defiende, entre otros, el valor de la libertad individual como valor supremo, jugada en el mercado, por encima de todo, por encima de la justicia, la igualdad y la fraternidad ilustradas; porque la libertad individual, que se ha de jugar y proteger en el mercado capitalista, se consigue y ha de conseguir a costa de éstas y porque, al fin y al cabo, no todos son ciudadanos ilustrados, ‘blancos’, quizá europeos: precondiciones o definiciones de lo racional y lo moderno. Para dicha teoría, el “fin” quiere decir, fin de aquello que a la ‘lógica del cálculo de utilidad’ se oponía, ya sea como proyecto alternativo a la modernidad/colonialidad capitalista, inscrito en un distinto marco normativo, “antisistémico” o “no-capitalista” por decir, o como avanzada, no necesariamente opuesta, de un agente que disputaba con la lógica del cálculo de utilidad el poder sobre la producción social, sin intención de modificar la desigualdad estructural ni la explotación sistémica mundial, la apropiación ni la dominación colonialistas, es decir, sin intención de modificar el patrón de poder vigente: el “despotismo burocrático” soviético, como dijera Aníbal Quijano. En un sentido, la teoría del fin de la historia, como dice Boaventura de Sousa, encuentra su grado de verdad en que “ella es la máxima consciencia posible de una burguesía internacional que ve finalmente el tiempo transformado en la repetición automática e infinita de su dominio”. Esto es lo que quiere decir, como dijimos arriba, la celebración del presente que se repite, ahí donde el capitalismo se ve como la única alternativa posible.
III
Lo pasado ha sido visto y definido como arcaico, antimoderno y atado a formas conservadoras, envejecidas. Esta dualidad entre moderno y premoderno se ha mantenido, por ejemplo, en la idea de las sociedades duales de tan larga data (y todavía de cierta presencia recurrente no ya quizá en los debates académicos y como motivo de ponencias y seminarios, sino como parte de una episteme naturalizada que ha interiorizado los mitos que fundan su ser colonial). Aquellas donde se supone que conviven formas y tiempos-espacios totalmente contrarios: campo-ciudad, progresista-retrograda, civilización-barbarie, ciencia-saberes mágico religiosos, etc., y en términos de las cuales se cifra la desgracia presente y los subdesarrollos condenantes que frenan todo intento de emancipación social, por mínimo que sea, en América Latina. En esa concepción dualista, colonial, el campo por ejemplo, representa el atraso con respecto a la ciudad y la frustración de los adalides de la modernización colonialista y el desarrollo, sin reconocerse que este mismo campo “atrasado”, en el caso digamos de América Latina, es producto del mismo proceso de modernización, del mismo desarrollo que define la historia de la región; un campo que en su momento, pensando en la época de la minería colonial, representó el centro del desarrollo económico, pero que fue abandonado tras ser rapiñado y explotado, para trasladar la explotación/apropiación productiva hacia otras zonas. En ese proceso, lo que antes fue centro de desarrollo deviene zona ruinosa, atrasada, arcaica y “antimoderna”.
Todo desarrollo moderno conlleva un subdesarrollo; no se trata de lógicas opuestas. Más bien lo que vemos son procesos coetáneos e indisociables dentro del proceso de modernización/colonial capitalista. Evidentemente, la dicotomía campo-ciudad no reconoce este proceso de rapiña, esta lógica moderno/colonial productora de ausencias, por demás oculta bajo el celebratorio discurso del progreso, cargado de positividad. Así, el Progreso realmente existente, no es más que un discurso artificiosamente positivo y dicotómico, que oculta una lógica explotadora colonial/moderna y que está en la base de la racionalidad instrumental moderna, definida por una violenta lógica d medios y fines donde, históricamente, los medios siempre han tendido a rebasar dichos fines.