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Hombre contra el mar

A la espera

¿Cuándo el amor dejará de ser muerte?,
¿Cuándo el tiempo dejará de ser su arma?,
¿Cuándo ambos dejarán de atormentar al hombre,
Cuando éste despierte solo en su cama,
O cuando sienta cómo a través de la ventana
Entra el olor tardío de una mañana?

Con los ojos puestos en el sol,
O el sol puesto en tus ojos,
¡Corre, hombre estúpido!, ¡corre!
Tú que mueres de amor y no de hambre.

Corre hacia ella, corre hacia la vida,
Que siempre está paciente y tranquila;
Corre con el viento arrasador que busca el norte,
El único que conoce mundo,
El de los malos y el de los pobres,
El de los vivos y el de los muertos,
El mundo de todas las ensoñaciones.

¡Corre, hombre iluso!, ¡corre!
Haz a un lado el amor y vive
En serio por un efímero minuto;
No apartes la soledad que siempre estará contigo,
Haz que se detengan los mundos,
Puesto que, cuando se espera
Paciente la muerte verdadera,
La vida es fuente de la alegría.
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Hombre contra el mar

La Márgara

La Márgara se levanta temprano, a oscuras busca sus sandalias desde la alta cama y se pone el vestido que anduvo el día anterior, lo sacude un poco antes, luego se hace un moño, se lava la cara; escucha las chicharras, siente el sereno. Abre el chorro y deja que la pila agarre agua. Escucha el ruido que hace el portón del vecino cuando éste abre, mientras ella trata de recordar dónde puso los fósforos. Lo más duro es cocinar; cocinar se ha vuelto difícil para la Márgara, puesto que eso le trae alegres recuerdos que se quedan como ecos y bombas que explotan en la casa. Ella calienta el café y deja freír los plátanos en un viejo sartén, regresa a su habitación para hacer la cama, donde no encuentra a su marido pues a esa hora ya iba de camino; se dirige al cuarto de los hijos, bajo las sábanas de éstos cobija el suspiro que se le escapa del pecho, y hasta que el olor del café se esparce, el sol se asoma al terreno que tiene por patio trasero. Entonces la Márgara sirve el pan y los plátanos, café en una taza, y sentada en la mesa, repite lo que hizo el día que ellos partieron y ya no volvieron; a pesar que ella continúa espantando las moscas que merodean en los platos servidos, cuya comida, con el correr de la mañana, se enfría y sigue intacta.

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Hombre contra el mar Narrativa

Familia

Desperté con los ramajes asomándose a la ventana, otra vez me trajeron la mañana, y por el frío que lamía mis pies descubiertos, me levanté con la mente vacía, sin ningún pensamiento invasor.

Pero al escuchar el portazo que anunció la salida de mi hermana, encontré el periódico y el café sobre el comedor; entonces recordé la preocupación que durmió conmigo la noche anterior.

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El Jardín de Eva

Yace ahí, fría, como las antiguas mañanas decembrinas, vestida con un traje blanco y sus manos entrelazadas en su estómago el recuerdo de mí Evita. No me queda más que besar sus mejillas pomposas y ruborizadas que no perdieron ese colorcito de mujer tímida y enamorada aun postrada en aquella cama de sábanas blancas.

– Evita, han venido a verte – le susurré al oído mientras le ponía en su cabeza una corona de rosas frescas, que al besarle sus labios pálidos se convirtió en hermosos dientes de león que volaron como los pájaros, dejándole sus cabellos teñidos de blanco como la nieve inexistente – Despierta, querida, despierta – le dije.

Recuerdo a Evita en su jardín, continuo al patio de nuestra casa, con su cabello corto, castaño y ondulado; vestida con trajes de diferentes colores y hechuras, floreciendo como sus rosas una vez terminado el invierno. Mantenía en una de sus orejas una azucena y corría como niña pequeña por toda la amplitud verde y boscosa, haciéndome muecas que consideraba patéticas y a veces seduciéndome como adolescente curiosa. Su aroma era fresco y mañanero, su sudor cálido como las aguas de un lago.

Y ahí estaba yo, mirándola desde lejos mientras comía frutas, o con un periódico en la mano hasta que cierto día cayó.

– Evita, háblame – le dije.

Y el hilo de sangre que salió de su nariz se deslizó generoso hasta su barbilla, mientras una nube oscura cubrió el color de sus ojos, la misma que regresó con un potente trueno cuando Eva estaba postrada en una cama de pétalos, siempre hermosa; rodeada de lo que a ella le gustaba: de toda clase de flores.

Amigos y familiares le observaban, pero ninguno, ¡ninguno! la observó como yo, ni siquiera su madre a quien tanto odié por despreciar la sensualidad que mi Eva emanaba hasta por la mirada.

– Augusto – dijo la mujer a mi lado – Lo lamento más por ti que por mí. Lo peor que le pudo pasar a Eva es que le crecieran las caderas, fue eso y su bondad lo que hizo que muchos hombres me dejaran sentada en el sofá como una viuda ridícula. La verdad es que nunca pude ser como ella y me arrepiento haberlo intentado cierto día. Imagínate, tanta belleza y no la salvó de nada, mientras yo, por muy fea y amargada que esté, sigo viviendo y haciéndome más fuerte. Que Diosito te bendiga y te dé la resignación que necesitas, Augustito.

– Y a usted que Dios le dé el perdón, doña Eva.

Yace ahí mi Eva, mi E- VI-TA, mujer que da vida.

Sé que se pasea amorosa por este jardín en las madrugadas, siempre encuentro café hecho por la mañana y escucho la radio encendida en la sala. Como ya habrá visto, la casa sigue siendo azul a pesar que la pintura de las paredes se está cayendo, he dejado que crezca el césped y probablemente eso le causa cierto desgano, además de las manzanas podridas y los mangos que han caído de los árboles debido a las últimas tormentas.

La cruz que tiene plasmado su nombre continúa aquí. El pasado noviembre la adorné con gallardetes y frutas, la barnicé y la perfumé un poco, dejé caer la colilla de mi cigarro para que sintiera mi olor; recuerdo que un pequeño ramaje está creciendo a sus pies.

– Evita, ¿qué será de mi mañana?, ¿existe la posibilidad de acompañarte en este viaje a lo desconocido? Sigo siendo miedoso, pero he tenido días difíciles. ¿Por qué siempre que te veo a través de la ventana te quedas allá, lejos como un lucero, y entras a la casa mientas duermo? Háblame a través de mis sueños, cuéntame que se siente dejar el infierno, ¿has visto a Dios?, ¿has visto a los ángeles?, ¿has cantado con ellos? Como lo hiciste cuando estuve enfermo y postrado en cama sin tener si quiera la fuerza para acariciarte el cuerpo con la yema de mis dedos. Bésame, Eva, sólo una vez más, como lo hiciste en aquella eterna madrugada de febrero, déjame sentirte en mi pecho para enredar mis manos en tus cabellos, para decirte cuánto te quiero.