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Jeanny Chapeta | Rosario y Marina

Rosario despierta porque escucha que el vidrio de la ventana de la puerta que da a la calle se rompe estrepitosamente. El miedo la hace cubrirse con sus sábanas de verano hasta el pelo, pero deja descubiertos sus ojos porque no sabe qué pasa. Alguien forcejea un rato, un ratito, con la perilla de la puerta hasta que logra abrirla. Rosario escucha que caminan a tientas dentro de la casa vieja en la que ella vive.

El grito agudo de una mujer se escucha a unos metros de Rosario y aunque se asusta, recuerda que su hermana, Marina, está allí. Adelgazando su voz hasta volverla viento, le pide a su hermana que por favor se calle. Marina le responde con una risa histérica que no se va a callar. Desde la puerta se escucha un gemido involuntario, Rosario niega con la cabeza y recuerda que es inútil hacer entrar a su hermana en razón, porque se le salió por los ojos de tanto llorar hace mucho tiempo.

Rosario piensa en su Marina antes de la locura. En su sonrisa dulce y sus ojos oscuros que invitaban a hablar. Recuerda que así la conoció Víctor, un muchacho tímido que pasó algunas tardes en la sala. Rosario piensa en su amor breve, pero piensa más en el día que volvió a casa y encontró a Marina llorando sobre el regazo de papá mientras este acariciaba su cabello. Víctor se iba a casar con otra (le dijo papá gesticulando) y Marina dijo que iba a volverse loca del dolor. Papá dijo que ya pasaría y Rosario asintió, diciendo que todo era cuestión de tiempo, pero el llanto de Marina se extendió por meses y cuando se secó de llorar era incapaz de reconocer a nada ni a nadie.

Aun así, tenerla en casa era lo más prudente. El dinero era poco y los centros de atención carísimos. Además, no le hace daño a nadie, justificaba papá, por el miedo profundo que tenía a desprenderse de su hija –Rosario siempre lo supo– más querida.

Todo habría marchado bien si no fuera porque a Marina le dio por intentar asfixiar a Rosario mientras dormía porque creía que le había quitado a Víctor. Eso gritaba. El “incidente” –así le llamó papá– se repitió un par de veces y cuando Rosario amenazó con llamar a los servicios sociales para que se llevaran a su hermana, decidieron habilitar el fondo de la casa para proteger –aunque lo que Rosario quería decir era encerrar– a Marina de sí misma. Allí lleva los últimos treinta o cuarenta años. Rosario ya no recuerda bien.

Todos en el pueblo se alejaron y Rosario –aunque quería– no pudo conseguir novio ni nada. Hace ocho o nueve años –Rosario tampoco recuerda bien– papá enfermó de gravedad y le pidió que no dejara que el servicio social –que llevaba algunos años insistiendo– se llevara a la pobre Marina. Dijo que nadie la iba a cuidar mejor y aunque Rosario odiaba duchar, peinar y llevar al baño a su hermana –sobre todo porque eso conllevaba limpiarla– se obligó a cumplir con la promesa de papá que murió días después.

Rosario deja de recordar porque ve una luz al fondo de la casa y supone que quien esté adentro debe llevar linternas o algo. De inmediato, piensa en Marina y en cómo se verá a la luz de la linterna y se aterra. Entonces piensa que hace cuatro años –tal vez cinco (ya le es difícil contar el tiempo hacia atrás)– cuando iba a dejarle el desayuno, encontró a su hermana ahorcada con su ropa de dormir. Rosario siente que el frío le invade las manos y piensa en lo mucho que le costó llevar a su hermana a la cama y arreglarla lo mejor posible. Rosario no sabe por qué no la sacó de casa pero esta es la primera vez que piensa en ello.

Marina no supo nunca que se había muerto. A mediodía, Rosario escuchó la voz de su hermana diciendo que tenía hambre y aunque pasó toda la tarde arreglando los muebles de la casa, la voz de su hermana seguía rebotando en las paredes pidiendo comida.

Rosario se armó de valor entonces y le llevó algunas frutas que dejó en la entrada y escuchó a su hermana llorando el resto de la tarde porque había olvidado cómo comer. Sin embargo, siempre pide comida y Rosario siempre se la da. La muerte llenó a Marina de necedades. A veces, se escuchaban sus gritos pidiendo sol y otros, lluvia. Algunas veces también se acordaba de Víctor y hacía ruidos infernales en el piso que obligaban a Rosario a cantar en voz alta hasta que la penumbra de la noche llenaba la casa de silencios.

Tal vez su peor necedad fue pedirle a Rosario que se quedara a dormir con ella. Rosario no le pudo decir que se había muerto, pero tampoco quería dormir al lado de un cadáver así que se las ingenió para separar sus camas con una reja del patio. Y así Marina dejó de llorar y gritar.

Rosario piensa que así han estado hasta ahora. Hasta ahora que alguien ha entrado a la casa. De noche y con linternas. Hasta ahora que van a descubrir que Rosario tiene un cadáver en casa y probablemente la culpen por el muerto. Marina ríe cuando ven un hilo de luz acercarse a la puerta de su habitación y Rosario esconde la cara entre su sábana de verano.

Marina dice que el sol las está visitando y Rosario –haciendo su voz viento– le pide que por favor se calle. Dos hombres –que tiemblan un poco– tienen cada uno una bolsa en la que han ido metiendo cosas de la casa y empuñan sus linternas con la otra mano, apuntando a un par de camas separadas por una reja. Rosario contiene la respiración y los oye murmurando. Marina empieza a hacer ruido pero los hombres parecen tener más curiosidad que miedo.

–¡Puta! –dice uno de ellos, después de acercarse a la cama de Marina. –¡Aquí hay un muerto!

Rosario siente un leve tirón de sábana al mismo tiempo que la luz de la linterna le chorrea directo a los ojos. Entonces contiene la respiración, preparándose para lo que pueda venir.

–¡Ni mierda! ¡Son dos! –escucha decir al hombre, que vuelve a taparla y siente pasos apresurados que desaparecen por el pasillo y una puerta que se cierra más escandalosamente de lo se abrió.

Marina ríe estrepitosamente, pide que el sol regrese, y Rosario recuerda que no sabe hace cuánto dejó de contar el tiempo y ve a Marina –con reproche– mientras piensa que su hermana tampoco le avisó que se había muerto.


Jeanny Chapeta. Nace en Guatemala en 1988. Estudia Lengua y Literatura en la Universidad del Valle de Guatemala. Sus cuentos han ganado diversos premios en certámenes universitarios, interuniversitarios y nacionales, entre ellos, el primer lugar de El Palabrerista en 2016. Editorial Extracto publicó una compilación de cuentos, Historias incompletas, en el año 2017, mismo año en que se publica su primera novela, El año en que Lucía dejó de soñar, con editorial Santillana. Su trabajo ha sido incluido en antologías universitarias, como la Revista de la USAC de manera impresa, y en la Revista Brújula de forma electrónica. Algunos de sus cuentos también aparecen en Te Prometo Anarquía. Publica regularmente en El Mierdiario, su blog personal.

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Tania Hernández | Gotas de agua

El cielo de la noche anunciaba tormenta. Primero la lluviecita de los pasos de mi mamá yendo a la cocina, como gotitas de agua que van pidiéndole permiso al suelo, para que no se enoje, para que no invoque el chaparrón que todo lo inunda, que todo lo disuelve. La vista nublada por los sollozos casi inaudibles de un miedo conocido. De pronto, la luz de la sala se enciende, la puerta se cierra en un trueno. Un rayo, un trueno: es mi padre, es el viento, es el huracán que entra. La voz de papá cayendo en aguacero que aplasta sin piedad.

Meto la cabeza bajo la chamarra, pero no puedo dormir. Tengo miedo de que al despertar encuentre la casa inundada y a mi mamá ahogada en un torrente de gritos, de insultos y de maltratos. Tengo miedo que, entre sueños, la humedad de mi propio llanto no me deje respirar.

El miedo. El miedo moja, el miedo arrasa, el miedo inunda. Hoy lo vi inundando los ojos de mi hijo. Se derramaba en gotas por sus mejillas. Y detrás del miedo me vi a mí mismo, convertido en tempestad. Convertido en un maldito plagio de lo que fue mi padre.


Tania Hernández nació en Guatemala, Ciudad. Es Ingeniera en Sistemas e Informática, con estudios de Filología Latinoamericana y Análisis Fílmico. Ha participado en varias publicaciones antológicas y así como en revistas y diarios locales. Cuenta con tres libros de cuentos cortos publicados: Love veintediez de Editorial Sin Tecomates, Desnudar santos de edición conjunta de La Maleta Ilegal y Alas de Barrilete, y Cuentos para adultos fantásticos de Editorial Alambique.


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Mayevi Hadith | El bosque

Hace un tiempo descubrí un bosque cerca de mi casa. Caminaba cerca y vi muchísimas huellas que se adentraban en él. Me propuse que alguna tarde iría a explorar para seguirlas y saber a dónde se dirigían.

Pasé varios días haciendo los preparativos para mi incursión al bosque. Debía estar lista para lo que pudiera encontrar. Las huellas no parecían de animal sino como de algún hombrecito, apenas marcadas en el suelo. Después de mi descubrimiento tomé algunas capturas con el teléfono de mi mamá. Luego, le pedí que me lo volviera a prestar para tomar fotografías en el bosque. Me preguntó qué querría fotografiar allí y le conté que no sabía exactamente, pero que sospechaba que podría tratarse de alguna ciudad de hombrecitos.

Cuando menciono estas cosas, mamá ya no me dice nada. Supongo que me cree, aunque le cueste un poco. Para mí también era increíble que hombrecitos pudieran vivir en el bosque y sin ser descubiertos. A veces los adultos se niegan a creer que los chicos estemos más despiertos para darnos cuenta de cosas tan pequeñas como esa. Siempre creen que somos diminutos y que todo lo vemos enorme, pero en realidad nos fijamos más en lo que es pequeño porque podemos sentirnos iguales.  En cambio, todo lo que es grande nos sorprende y es tan lejanos a nosotros. No nos preocupamos por ser mayores, pero sí por no dejar de ser niños.  Mamá me ha dicho que algún día seré adulta. Tal vez si crezco pierda el interés por el bosque, los hombrecitos y el millón de huellas que encontré.

A mi abuela también le conté de mi hallazgo y le pregunté qué creía que podría ser. Dijo que nada de lo que conoce deja huellas como las que fotografié. Pensaba que tal vez si sólo se aparecen para mí, significa que tengo algo especial. Yo no podía decir eso de las personas, las veía iguales a todas, menos a mi mamá y a la abuela porque viven conmigo y las quiero.

Llegada la tarde seleccionada, terminé de hacer mi mochila para el viaje al bosque. Segura de llevar el celular con la cámara, una linterna, galletas para compartir con los hombrecitos. Metí mis campanas y cascabeles porque en los cuentos dicen que a los duendes les gusta la música. Solo esperaba que sí fueran amigables y no monstruosos. Esperaba hacer amigos para jugar.

Me encaminé y esperé poder encontrar en el bosque el montón de huellas para seguirlas. Deseaba verlas allí y descubrir de qué se trataban.  


Mayevi Hadith (1993, Guatemala). Participó en la antología Flores de luna, publicada en el Festival Grito de Mujer Chihuahua, México en 2019. Ha participado en diferentes antologías internacionales en formato digital. Su cuento El hospicio forma parte de la antología de cuentos de fantasía y horror El camino del abismo, publicada por la editorial cartonera Alambique. Publica sus escritos en su Instagram personal (@mhady_7).

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