En las últimas entregas de esta columna, he intentado esbozar lo que podría llamarse una crítica al liberalismo decimonónico mexicano. Sin embargo, frente al triunfo del liberalismo de ayer y a su radicalizada y sumamente destructiva reedición en el llamado neoliberalismo de hoy, caben unas notas finales. Valgan pues las siguientes líneas como una suerte de corolario sobre los delirios liberales decimonónicos y sus aspiraciones nunca realizadas de ser abrazados por la civilización capitalista euro-norteamericana, por encima de sus grandes mayorías «bárbaras» («atrasadas» o «subdesarrolladas», se dirá después). Pienso que no es ocioso regresar a buscar los indicios del desastre presente en el siglo XIX. Al final, las obsesiones liberales, se hallan fuertemente emparentadas con las del actual y hegemónico neoliberalismo en su mismo núcleo de supuestos normativos (sean ellos ontológicos, éticos o epistémicos), regulando todos ellos generalizadas y entronizadas prácticas sociales de muy diversa dimensión organizativa y económico-política. De ahí la relevancia que cobra el estudio del liberalismo de ayer para la comprensión del presente como historia.
I
La materialidad económica, política y social de la historia de las repúblicas latinoamericanas, viene acompañada de una gran ficción que se expresa como voluntad violenta de ser lo real, y que tiene el depósito metafísico de sus fantasías en el discurso fundacional de tales repúblicas oligárquicas. Se trata de la configuración ocultadora e ideológica del hecho fundacional de la barbarie modernizadora, hecho que entonces aparece ficcionalizado y travestido en la forma de la “sociedad política” de los señores de la producción. Es en este sentido, que las repúblicas latinoamericanas emanan de un artificio ficcionalizador —aquello que Valery llamaba la edad de las ficciones—, ahí donde la violencia se disfraza, precisamente, de civilización y progreso. No hablamos aquí de las viejas «robinsonadas» de la economía política y el liberalismo clásicos —con sus «estados de naturaleza» y sus individuos solos y aislados—, sino del aparato legitimador del poder político en las sociedades moderno-capitalistas, poder que se despliega ocultándose al mismo tiempo a través del recurso a la ficción. El núcleo paranoide y delirante de los discursos producidos por las élites liberales decimonónicas se inscribe en esta urdimbre.
Por otro lado, podemos incluso afirmar, que tal estratagema legitimadora de las relaciones de dominación/explotación/conflicto —que son constitutivas de la heterogeneidad ancilar latinoamericana—, es esencial para el propio devenir de la modernidad capitalista, pues ella implica, ciertamente, una mitificación y un ocultamiento de la violencia que define su carácter y sus críticas modalidades de desarrollo, marcadas así por la desmesura productivista a costa de los más.
II
La estratagema ficcionalizadora de la violencia y la desmesura del sistema, se ha presentado bajo los nombres de progreso y civilización, generando modalidades binarias (civilización y barbarie, lógos y mythos, etc.) que funcionan como 1) expresión de ontologías totalizantes y esencialistas destinadas a preservar una clasificación social ventajosa para los poderosos y 2) naturalización de la violencia política adelantada por las élites liberales. En el seno de tal estrategia, históricamente exitosa, descansan contradicciones abismales nacida de su universalidad exclusivista y colonial. A pesar de ello, perdura el consenso a su favor a través del tiempo, y en muchos sentidos seguimos atados a sus ilusiones y a sus “ensanchamientos” epistémicos como únicas salidas racionales a los dilemas del presente. En el proceso de despliegue de tal modalidad de dominación, la política revolotea entre la fundación “elitista» —combinada con formas continuadas de «epistemicidio»—, y una monología caracterizada en el presente por una política a-política, es decir, la anti-política de la reestructuración de la totalidad social neoliberal. La continuada repetición de sus slogans conforma a una “sociedad civil” que, avanzando dentro del armazón del miedo respetuoso a la “mano invisible”, quiere ver en la auto-negación el principio de toda civilidad y de todo comportamiento y hacer racional.
III
Ciertamente, los liberales decimonónicos han querido hacerse pasar por “hombres de espíritu”. Está ahí cifrada gran parte de su debilidad y de la equivocación de sus tendencias. Embebidos por la ilusión liberal han sido incapaces de llegar a conocer su lugar en el proceso de producción. Son pues hombres hechos de la realidad en permanente crisis de la que quisieron emanar artificialmente triunfantes, pero en cuyas contradicciones no han querido ahondar más allá del discurso.
Los “hombres de espíritu” han querido elevarse por encima de la situación crítica en que se vieron envueltos invocando el alto soplo de la civilización, que es, por definición, el anhelo de ninguna parte, un discurso alucinante que alumbra con vértigo y vehemente lógica de explotación los lugares por donde pasa a ciegas. Los liberales mexicanos, sin haber hecho la carrera a ciegas, han querido elevarse por encima de sus propios pasos después de todo y, ya presa de su propio delirio, han buscado ser “hombres de espíritu”. Más la realidad de la explotación no puede ser vencida por el Espíritu —que mira desde su desmesura—, sino por aquellos que habiendo recorrido el camino se tornan ellos mismos en la geografía del mundo y sus heridas.
No basta con corroer desde dentro del poder político al “terror” pretérito, ni tratar de exorcizarlo con estrategias surgidas de la ilusión liberal. Los liberales mexicanos no renunciaron nunca a su cuna ni a su educación privilegiada; no dejaron de abrazar las ilusiones propias del Espíritu ilustrado ni desistieron de su ciudad letrada, que aunque con miradas en el abismo de lo “popular” y sus miserias, siempre se vieron a sí mismos como la voz de una sociedad que se levanta por encima de la sociedad real y la desdeña con la mirada de quien se sabe portador de una verdad imperecedera, verdad que tarde o temprano ha de realizarse por la palabra de un moderno augur que predice la llegada del futuro destronado por los errores del pasado.
He ahí el gigantismo del liberalismo latinoamericano y su discurso —gigantismo que inflando la palabra, trata de ocultar su debilidad, es decir, la pérdida de vigencia o la debilidad de esa palabra como lugar de la toma de decisiones y de la actuación de la voluntad política—, que hubo querido cargar con la inmensa carga del Espíritu para aniquilar al pasado y a su propia condición de anclaje al pasado colonial, que no es otra cosa que el relato de un pasado que los criollos independientes construyen para luego demolerlo —con voluntad cesarista— y darle así sentido a su propia metafísica, a su propio y recién adquirido esencialismo, moderno y antimoderno a la vez.
Personajes como Fray Servando Teresa de Mier o Lorenzo de Zavala (no otros como el ya tratado Bustamente) pudieron ver al “hombre abstracto” del liberalismo y adivinar su limitada suerte en medio de un nacimiento (el de la nueva República) que llevaba ya la mácula de una crisis permanente. Más no pudiendo renunciar a la sombra de las faldas que aquel hombre abstracto les hubo prodigado como escudo protector, hubieron de construir su discurso de crítica al pasado colonial desde las categorías y formas de fe que aquel resguardo les ofrecía. Declararon siempre henchidos en su ilusión, añorando un futuro al que se mira desde un tiempo ausente (que es un tiempo que no llega, gobernado por el deber ser y no por el saber estar), y que tenía en Norteamérica, Inglaterra y Francia sus más contundentes demostraciones.
Lo revolucionario no estaba ciertamente en oponer el Espíritu del liberalismo moderno y capitalista al “terror” del pasado colonial, como quisieron creerlo los liberales latinoamericanos. No se trataba de la lucha del Espíritu contra el pasado reaccionario opuesto al Progreso, sino de la lucha de los miserables, los colonizados, contra todo yugo ya no sólo colonial, sino contra la misma dinámica de la colonialidad del poder que pervive más allá de las independencias político-administrativas decimonónicas. Un intelectual, para ser revolucionario, tiene que ser traidor a su propia clase, los liberales ciertamente no lo fueron. Sólo buscaron una «mejor versión», en algunos casos purificada por el trabajo, más acabada y consciente de sí por la fuerza de su ímpetu de apropiación, que si bien es prólogo de muchas vilezas, pensaban, constituye la única vía posible para alcanzar la civilización y el natural orden de las cosas, dos metas imposibilitadas por la presencia de los errores coloniales, con todas sus pervivencias nativas, antimodernas y bárbaras.
IV
Se cierran estas notas finales con un comentario relacionado con el mencionado Lorenzo de Zavala, de quien suele decirse que fue un traidor. Tal es su lugar en el relato de la historia nacional mexicana tras haber apoyado la causa separatista de los texanos en 1835-36. Sin embargo, pienso que sigue siendo un personaje fundamenta para entender los descalabros del liberalismo mexicano en el siglo XIX, y, por lo tanto, el malogrado nacimiento de la república mexicana.
Tan sólo quisiera decir que no es claro que haya traición a una patria que no existe más que como entelequia elitista o como afirmación realmente maravillosa. Puede que su radical fe liberal, se dice, le llevara a integrarse a las filas del proyecto norteamericano, donde habían alcanzado su máxima realización (o eso creía él) el fundamentalismo de la propiedad, la civilización y el progreso; había que acelerar y dejarse llevar por esa marcha y es así como debe entenderse quizá su idea sobre la sangrienta victoria que los EU tendrían tarde o temprano sobre las «naciones incivilizadas». Puede también que haya visto no más que por su interés como propietario de extensiones importantes de territorio en Texas. Difícilmente puede argüirse, por otro lado, como se ha hecho (con sensiblería nacionalista), que fue su falta de arraigo patriotero (o del esencialismo reaccionario que supone todo nacionalismo) lo que derivó en la traición, pues no existía en aquel momento una clara noción de patria ni del consiguiente “sentimiento patriótico”. De estas tres hipótesis quizá esta última demuestre mejor la pervivencia idealista de una condición alienada propia del discurso histórico nacionalista. De alguna manera Zavala percibía lo ilusorio de la República independiente y se fue, con sus propias ilusiones, hacia un lugar que le permitiese quizá, una más cómoda realización de su utopía privada.
Los traidores son un elemento esencial del relato nacionalista, así como los héroes. Le dan sentido a dicho relato y le permiten mantenerse en permanente respiración artificial. Las glorias cesaristas de la historia nacional, protagonizadas por héroes y traidores, están fraguadas en la victoria del liberalismo mexicano. Sabido es (pero a lo mejor no suficientemente) que los vencedores han escrito la historia de México (y de Latinoamérica). Las heroicas tragedias de los liberales, sus batallas fundantes de la promesa del progreso y la civilización en el siglo XIX (en contra de la pervivencia del fantasma colonial y la barbarie), así como las nunca terminadas empresas de la modernización, el crecimiento y el desarrollo que maman de sus supuestos travestidos, ya en el siglo XX y lo que va del XXI, forman parte de esa victoria inflada y neurótica que oculta el patrón de poder constitutivo que está en el centro del desastre latinoamericano.
Como bien decía Bolívar Echeverría —acerca del curso de la “fatalidad” en que se va desenvolviendo nuestra historia desde la fundación de las Repúblicas independientes, ahí donde nada, en el escenario de la política, ha sido realmente real y en cambio todo ha sido realmente maravilloso—:
La vida política que se ha escenificado [en las Repúblicas latinoamericanas] ha sido más simbólica que efectiva; casi nada de lo que se disputa en su escenario tiene consecuencias verdaderamente decisivas, o que vayan más allá de lo cosmético. Dada su condición de dependencia económica, a las Repúblicas nacionales latinoamericanas, sólo les está permitido traer al foro de su política, las disposiciones manadas del capital, una vez que éstas han sido ya filtradas e interpretadas convenientemente en los Estados donde él tiene su residencia preferida. Han sido Estados capitalistas adoptados sólo de lejos por el capital, ciudades ficticias, separadas de “la realidad”.
V
Como se dijo al iniciar estas notas finales, asomarse en la historia del siglo XIX sigue siendo uno de los caminos posibles para explicarnos el embrollo de nuestro presente sin presencia. Aún vivimos de varios de los sentidos y vicios presentes en su historia. A lo largo de estas entregas, hemos querido trazar algunas hipótesis iniciales que pueden servir para plantear preguntas problemáticas con miras a rescatar la historia que vive bajo los grandes monumentos nacionales. Certamente, no se trata de reducir el sentido de la historia a la crítica del liberalismo, la realidad es más compleja que las simples ilusiones liberales. Pero la persistencia de las mismas en la forma de su radicalización neoliberal hace pensar que dicha intromisión es necesaria y productiva, pues ella puede ayudarnos a destrabar y quizá desmontar los marcos normativos en que solemos basar nuestro “sentido común” y sus ideas de presente, pasado y futuro. En última instancia puede ayudar a “vernos” y a comprender el calado histórico de la crisis epocal que nos va tocando vivir, una en donde, más que nunca, el abandono radical de las ilusiones (neo)liberales será clave en la búsqueda de una reconfiguración renovada de la existencia social.
Nos encontramos el mes que viene.