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Siliquastrum

Un cuento froidiano, cochino, anal, incestuoso, de pulgares untados con chile, palpablemente onírico, fálico, vagínico, aunque  también algo yungiano en cuanto bíblico, mítico y sexoso y eso sí, muy cocainómaco por ambos lares

Mmmmm, mi querida Ariadna, me pides que te diga cuánto te sueño y yo que te mantengo en un rosario de visiones. Muchas son las veces que me visitas durante la inconsciencia, en buena medida, porque soy casi todo el tiempo un inconsciente. No puedo describirte cada uno de mis sueños porque los sueños, como bien sabes, se diluyen en la nada, pero te daré los pormenores de algunos que he logrado sostener:

  1. Hay uno recurrente, por ejemplo, y que me gusta mucho, porque aparecemos, tras de un mantón de neblina, en las estribaciones del Popocatépetl, allá por donde los olmecas tomacocos subían carne humana a las nubes para devorarla; allá donde fuimos tan felices sin bañarnos hasta sudar crema por los orificios; pero en este sueño más bien parecemos unos niños y los dos vestimos con unos suéteres de lana muy muy roídos y pantalones de casimir con las rodillas rotas y tenis abiertos por enfrente donde se nos asoman los pulgares cochinos. Y resulta que somos pastorcitos y andamos todo el día trayendo gordas borregas —que más bien parecen pelotas de lana—, entre cañadas y bosques inmensos. Y tras de ondularnos como gusanos por las curvas de los montes, llegamos a una especie de llano anegado donde hay muchas flores violetas y azules y blancas y saltamos en los charcos con la tremenda intención de mojarnos el uno al otro, y reímos, reímos hasta caer a la tierra panza arriba, y me parece que incluso hay veces en que te veo chimuela de tan niña que eres y yo estoy puro y tú también eres pura. Igual que hongitos de nexapa. Y el cielo está plagado de grandes nubes tan blancas y gordas como nuestras borregas y la montaña huele a humo.
  2. Hay otro donde somos yo un cochino y tu chochina, en esa habitación  blanca (en la que coincidimos alguna vez en la vigilia) donde me prendía de entre tus muslos, atorando mi lengua en tu pepita, y bebiendo y bebiendo y bebiendo tus coágulos y tu sangre hasta que me ahogabas de tanta luna y comenzaba a asfixiarme y resultó que ciertamente me estaba ahogando no sé por qué. Quizá porque lo cochiztli o por la apnea. Y ya medio despierto me dije a mí mismo que aún no me moría y me volví a quedar dormido y regresé a esa habitación blanca, pero entonces había unas cortinas de seda, también albas, iguales a las de aquella vez, en la vigilia, en que cogiendo analmente cubrimos ese mismo cuarto y esas misma seda con tu caca, y me volví a prender en sueños de tu ano y con vehemencia porcina una y otra vez me azoté en mitad de tus nalgas, con la punta enhiesta, hasta que mojaste el parquet con tu agua de pepita.
  3. Y soñé que seguías quitándole la costra de chocolate a las conchas de pan de dulce, dejando nomás el mazacote, a escondidas de toda economía.
  4. No sé qué habré soñado otra cierta noche, pero te juro que desperté llorando y tú bien sabes que sólo despierto llorando con el nombre de mi mamacita (porque la maté) a flor de labios. Desperté llorando por ti, repitiendo tu nombre tres veces, como un invertido San Pedro frente al gallo, y tu rostro blanquísimo improntaba en mi perturbación igual que un Judas colgado en el siliquastrum de mi mente en fronda.
  5. Otra noche soñaba que tú y mi hijo me metían a nadar en aquella alberquita inflable que teníamos en nuestra cabaña del bosque talado. Primero me regaban con agua caliente y me cantaban cosas muy lindas, puros versos del refranero infantil del diecinueve; mas luego me echaron jarrones de agua fría y yo los injuriaba con groserías de tripero y ustedes me regañaron con la injusta maldad de una directora de primaria a la que el inspector regional de la secretaría de educación pública la apuntala con las más negras intenciones.
  6. ¡Ah, pero aquella vez que nos soñé en la Puebla de los Ángeles (angelis suis Deus mandavit de te ut custodiant te in ómnibus viis tuis)! (Dios mandó a sus mensajero acerca de ti que te guardasen en todos tus caminos). Fíjate que estábamos casados y por las tres leyes. Y vivíamos en una vecindad cerca del templo de San Juan de Dios —allá por donde el Señor de las Maravillas—, aunque andaba yo muy torcido en mis geografías, porque la vecindad más bien era igualita a ese hotel donde pecamos con cocaínas y travestis, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, el Hotel Venecia (Av. 4 Pte. 716, San Pablo de los Frailes, CP 72090, Puebla, Pue. Teléfono 222 232 2469, habitación 215 con vista a la calle) del barrio de las gayas. Y éramos padres de una casi niña llamada casi Ariadna. Y resulta que Ariadna era aquella prostituta a la que le dejé las joyas de tu madre, en ese mismo cuarto del Hotel Venecia, cuando me enteré de tus mentiras  y de que andabas jurando que mi hijo —al que te cogiste sin principios—, no era mi hijo. Ajá, esa pequeña Ariadna a la que secuestré en tu nombre. Ésa a la que le lamí las peludas axilas de 16 años sin lavarlas y que me supieron al zumo de cristo. Aunque —como te decía—, tú y yo nos casamos como es debido, yo de blanco, tú de negro. Y en el sueño vivimos casi cuarenta años una vida plena de poblanos: come santos, caga diablos. Cogiendo sapos en callejones. Besándole los pies a momias milagrosas y bebiéndonos la sangre que llora el niño santo por sus ciegos ojitos genitales. Y también devorábamos muchas tartitas de Santa Clara y camotes multicolores del Parián y carne de Arabia en trompos sin sazones (porque pastores no somos). E íbamos los tres juntos (tú, Ariadna y yo) al planetario que expropió Zaragoza a los franceses. Y asistíamos los domingos, sin falta, a ver las matinés que proyectaban sobre los altares estofados de las iglesias barrocas del centro. En especial los filmes nosferatus que programaban en las cúpulas de catedral y las películas pornográficas cuando hacían un cuarto oscuro y glory hole de la octava maravilla: el oro del Rosario dominico.  Mas aquella bonita vida ensoñada, se diluyó un día en que estúpidamente llegué de mi trabajo, vistiendo un traje gris de diamantina y dejando mi maletín de licenciado en una mesita de tripié antigua: ascendí, sin meditarlo, la escalinata porfiriana hasta una de las habitaciones del segundo piso, y allí las sorprendí a las dos: tú y Ariadna desnudas, ella en una silla y tú detrás peinando su largo pelo crespo de estuprada bíblica, pero ella era muy muy muy chiquita, casi una duendecita. Sus cabellos de oro y el peine de plata fina. Y tú mirabas el recorrer de las cerdas por la espesura de sus crines argivas, como hipnotizada, sin reparar en mi presencia de troyano. No obstante, Ariadna me veía con angustia porque tanto tú como ella chorreaban tinta blanca en un fino e involuntario squirt que les bañaba las piernas e inundaba el parquet desgastado. (Nota: malditos anglosajones, se han apropiado, mediante la certera evocación, de todo el glosario parafílico. Ha perdido el latino su supremacía en las orgías). Fue la última tarde en que estaríamos juntos, lo sé, porque el sol de aquella noche entraba por la ventana del balcón, y desde entonces ya no te vi.
  7. Hay otros sueños, sí, con los que hice un cuentito. Bueno, en realidad he usado imágenes de los tantos sueños en que sueño contigo para varios escritos. Pero éste del que te hablo terminó siendo el seudorelato fragmentario de un vampiro yungfroidiano que tragaba coágulos de luna. Lo publiqué en una revista guatemalteca. Si te interesa te lo muestro. Aunque, como verás, a mis sueños les falta esa luz de sombras o esa sombra de antorchas que los tuyos sí derrochan hasta hacerlos tan parecidos a la poesía. 

Ilustración de la artista plástico Erika Pérez Won (instagram: erika.przw)

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Niña oscura

Siempre he disfrutado las historias de amor incestuoso y del incesto mismo. Dirán que miento, y quizá sea verdad, no obstante que, en toda su violenta belleza, pude ver — aferrado a una ojiva de adobe, sobre un abismo—, cómo Amnón, fingiéndose enfermo, consiguió hacerse del cuerpo virgen de su hermana Tamar bajo el cielo azul de un mundo antiguo. Y antes y después también vi cosas parecidas.

¡Qué compleja hermosura! Quizá la más intrincada del amor. Bueno, no, porque siempre será superada por un padre o una madre que se enamora de su hijo o hija o viceversa. En fin, sé que es bien conocido el caso de aquella confidencia que transcribió un tal du Gard en la ciudad de Y. Pero yo la supe antes y de la boca del desdichado monstruo que resultó de esa insana pasión. Por eso le reprocho al petulante transcriptor que haya casi omitido al más terrible personaje de la trama: la oscura niña Micaela Luzzati.

Llevaba yo algunos meses alimentándome de los enfermos del sanatorio Font-Romeu, cuando la vi entrar en una silla de ruedas, silenciosa y ceniza, como la condenada a muerte que era. Cada noche, desde su arribo, yo irrumpí en su celda para alimentarme de la dulce sangre —aunque infestada de tuberculosis—, de esa hermosa muchacha que tenía el rostro sedoso y transparente de una máscara mortuoria. Pero luego sucedió que puse atención a sus gimoteos febriles cuando comía en su cuello. Y me interesé por la historia fragmentada (¡ah, los fragmentos!) que esos balbuceos me contaban cada madrugada. Entonces decidí escuchar a Micaela antes de ultimarle.

Era una niña suspicaz, quizá por su estado moribundo. Es probable que la muerte, o su inminencia, como dicen, dote de cierta penetrante y sabia luz antes de hundir al moribundo en la terrible oscuridad.

  • Mi gorda madre —dijo Micaela— es el más asqueroso ser que haya estado cerca de mí. ¿Ha conocido usted a mi tío Leandro?
  • ¿El hombre que viene a visitarla cada mañana?
  • Leandro Barbazano, sí. Mi tío. Hermano menor de mi madre. Pues resulta que…también es mi padre.
  • Ah, eso explica el estado disminuido de su cuerpo y…
  • …y el sabor tan irregular de mi sangre ¿no es verdad? No soy del todo ajena a la hematofagia. Le he visto a usted desde hace noches acercar su fauce a mi cuello y me he sentido liberada por su hambre, tanto más amable que la terrible morbidez que me consume tan lento. Soy una cifra de actos contra natura, un algo que no debía existir en la civilidad, pero que contra la voluntad divina, existió. Mi padre y mi madre me aborrecen. Aunque mi padre finja lágrimas piadosas cada que me mira. Mi madre ni siquiera me mira. Mi madre me traga con culpa en toda esa manteca que a diario engulle a escondidas. Yo debo morir para aclarar el mundo de ellos…ya…
  • Yo le ayudaré con ello, Micaela. Se lo prometo.
  • Concluya pronto con el bocado mordido que soy. Espero en otro lugar tener un mejor papel qué desempeñar. Dispense usted lo podrido de mi sangre, algo ha de significar, puesto que la sangre lo ha traído a usted aquí, y la sangre también me ha traído a mí a este punto. En la hacinación de los dos hermanos, huérfanos de madre, y cuyo terrible padre los obligó a vivir casi uno encima del otro en una estrecha buhardilla, la primera sangre menstrual de la niña hizo nacer, primero el miedo, luego la curiosidad, y al final el deseo de su hermano menor. Desde la menarca, cada mes él se estaba como un perro frente al charco, lamiendo por dos, tres días aquella sustancia viscosa y colorada. ¿Eso lo hace un hematófago? La sangre marcó el camino…
  • …la sangre es el camino, Micaela.
  • La sangre de mi madre atrajo la vehemencia de mi joven tío.
  • Su señora madre también es su tía…
  • Sí, también esa gorda infame es mi tía. Cuatro años amancebados en la buhardilla sin que nadie los descubriera. Sólo las obligaciones sociales los acechaban. Ella debía por compromiso contraer matrimonio. Mi abuelo le tenía deparado a un maduro contrahecho, aunque diligente con los dineros, de nombre Luzzati. Sin poder eludir el casamiento, fue ella quien convenció al hermano de que debía preñarla como símbolo irreductible de eso que había entre ellos y que no se atrevían siquiera a llamarlo amor. Yo soy el tercer intento, pues hubo dos nonatos que abortó mi madre. Mejor me hubiera valido seguir esa senda que por lo menos tiene un destino más piadoso: el purgatorio. Sin embargo, fui conjurada al mundo, y bajé o ascendí de quién sabe qué terribles regiones. Sé que los dos incestuosos desean mi muerte. Sobre todo mi madre, que al ser regalada por mi abuelo al señor Luzzati, se entregó a los embarazos y a la gula como escape desesperado de su desgracia. Sus otros ocho hijos, atroces, gordos, vulgares, tan Luzzatis, nada tienen que ver conmigo. Y el padre de ellos y mi madre y mi “tío”, lo saben.
  • Debe usted morir, Micaela…
  • Sabe, aunque no tuve tiempo de ser sentimental soy capaz de ternura. Antes quise hablar de esto pero nadie me creyó. No me explico por qué la gente  todo aquello que no comprende o que percibe como una amenaza o como una afrenta lo califica de inverosímil. ¿Qué no es la vida un sartal de fragmentos inverosímiles? ¿Acaso no la vida misma es una verdad inverosímil? ¿Acaso la vida es verdad?
  • Venga, niña, que se ha cumplido su tiempo, descúbrase el cuello…
  • El día en que entendí que mi padre era mi padre, él quiso describirme la triste buhardilla donde mi abuelo los desterró a él y a mi madre: Amalia. Cuando recién murió mi abuela, los tres dormían en la misma cama, en un gran cuarto que ocupaba los altos del local donde mi abuelo tenía su librería. Padre, hija e hijo durmiendo en la misma cama. Sobre libros. Quién sabe qué habría resultado de proseguir con esa conducta. Pero mi abuelo contrató una sirvienta para que le ayudase con las tareas domésticas y sucedió lo que sucede con todos los padres incapaces de sobrellevar un hogar: la sirvienta pronto se convirtió en la nueva esposa y sobre el gran cuarto que estaba sobre la gran librería, mi abuelo mandó construir una pequeña buhardilla donde hacinó a los hijos que ya no tenían cabida en su cama. Además de Leandro y Amalia, había dos cosas más en aquella estrechez: el colchón donde la sangre fuera causa y mancilla; y un cuadro polvoriento, en el que dos amantes se entregaban en un profundo beso. Sin embargo —según mi padre—, lo mejor del cuadro no era la intensidad de los amantes fundidos en el beso, sino la arcada de un balcón sobre un abismo en el fondo del sitio donde los amantes se entregaban, y cuyos arcos y columnas, quizá barrocos, quizá moriscos, quizá corintios, o quizá más antiguos (tan antiguos como los dioses), dejaban jugar en sus capiteles y vanos a la luz y a las sombras, teniendo como fondo (del fondo) al cielo cerúleo y a las nubes blancas como blancas llagas de oleo místico. Y es que no pocas veces el fondo resulta más esotérico que lo narrado en primer plano…
  • …venga ya, Micaela, que he entendido lo que usted me pedía desde su febrícula y acepto. Es usted tan ceniza, tan torcida, tan oscura, que he decidido obsequiarle esta hambre nuestra que seguro padecerá con menor escrúpulo…

  • ilustraciones de Stephen Mackey
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Roja

(Gli enigmi sono tre, la morte è una!  Che la lama guizzi, sprizzi sangue.

¡Los enigmas son tres, la muerte sólo una! Que la hoja resbale y escupa sangre.)

Turandot

Nos citamos en el antiguo teatro de la ópera para ver aquella Turandot que nunca vimos por estar atados el uno al otro entre las sombras. Te exaltaban cada una de las figuraciones y las metáforas y yo miraba las escenas, grisallas y silentes, en la cinestesia de tus ojos. Tus ojos que se pintaron de rojo cuando cundió la sangre de los tres enigmas. Sólo basta escribir esto, pensé, y nuestra propia obra comenzaría su transición.

            Ya cerca del final, te pusiste tus lentes oscuros y me dijiste ¡vámonos! Te seguí por los palcos y las galerías y luego por una escalera oxidada que nos llevó al techo del teatro. Aún no anochecía. El sol se desangraba en las nubes del horizonte. Nos tomamos de la mano y me besaste. Te quité los lentes y vi que tus ojos ya no eran tus ojos: la sangre se había hecho agua azul y verde. Y se habían empequeñecido, lo cual cambiaba radicalmente tu faz. Te liberaste de mis manos y agachaste el rostro, apenada. Te acaricié una mejilla e intercambiamos palabras tiernas.

            Cuando el sol terminó de morir, pareció que tu alma se vivificaba y me jalaste para que te siguiera y saltamos del techo del teatro a otros techos, como gatos excitados por la noche. Y uno de esos techos, ya roído por los siglos, se venció al sentir nuestro peso y caímos envueltos en polvo sobre el viejo cuarto de una vecindad en ruinas. Salimos entre estertores de ese muladar y llegamos al patio principal de la vecindad. Rostros y figuras se asomaban de los otros departamentos. Resultó que era una vecindad de brujos negros. Uno de ellos salió hasta donde estábamos nosotros. Traía consigo un saco de piel curtida y me pidió que metiera en él una mano.

  • ¿Qué son?— Preguntó.
  • Caracoles.
  • Caracoles para el oráculo Diloggún.

Una anciana vino por ti y te apartó de mi lado. Dijo que te iban a preparar. El brujo del Diloggún me llevó consigo. En una esquina de ese patio, vi que tenían un prisma móvil colgado del aire. El brujo y otros negros le aventaban piedras y el prisma se compungía y cambiaba de color, toda vez que su piel era como de escamas que se volteaban para dejar ver una luz distinta si una piedra le tocaba.

            El brujo puso el saco del Diloggún en mi mano y me pidió que escuchara los caracoles. Caí dormido y supe que soñaba y vi tu rostro en el cuerpo de una cierva y tenías tres ojos. Cuando desperté, me hallaba junto a ti en uno de los cuartos de la vecindad. La vieja negra detrás de nosotros y tú y yo en una cama. Nos ordenaron desnudarnos y lo hicimos con el febril deseo de dos que tienen mucho sin mirarse pero se hacen diario el amor en sueños. Miré nuestros genitales. Tu pubis totalmente depilado, desprovisto de los vellos de oro que tanto me calentaban; mi verga erecta, como un prisma, amarrada con una cuerda blanca a mis testículos. Parecía que, sin movernos, la cabeza de mi prisma urgía entrar en la humedad de tu vulva calva.

            Con una nueva orden nos indicaron que teníamos que recostarnos de nuevo y abrazarnos. Obedecí y me aferré a ti, y busqué tu rostro para besarlo y me mirabas con tres ojos verdiazules que destellaban en tu frente. Y te susurré:

  • Quienquiera que fuiste, quienquiera que seas, quienquiera que vayas a ser, te amaré.

Te reíste y escapando de mis brazos, me dijiste: espera. Y te fuiste junto con la bruja al patio de la vecindad. Yo salí detrás de ti rogándote pero en un idioma desconocido, una lengua cimarrona, criolla, de oscuras declinaciones y terribles formas. La bruja se suspendió en el aire tomando la forma de una estrella y cubrió tu rostro con un capirote oscuro y tu rostro brilló hasta llevar una flama a la punta del embozo.

  • ¡Otra vez soy yo!

Rugiste. Y te retiraron el capirote y volando viniste a mí y me miraste con furia pero tus ojos ya no eran ni verdes ni azules. Otra vez tu mirada se hizo roja. Roja como la sangre del sol muerto. Tus pupilas ahogadas en dos charcos de sangre. Tus pupilas que brillando escarbaban en mis ojos buscándome el llanto. Tus ojos crecieron hasta ocupar gran parte de tu rostro. Sólo tu boca se comparaba con ellos. La abriste. Dos agujas de plata ocupaban el lugar de tus colmillos. La vieja negra y sus negros bailaban en torno nuestro haciendo sonar los caracoles y cantando en criollo canciones trinas de viejos mundos. Tomaste mi rostro con tus manos rubias que se mancharon de eritro cuando desgarraste mi cuello y comiste mi sangre. Mis tres ojos se cerraron para siempre a tu absoluta noche.

ilustraciones de Stephen Mackey