Un cuento froidiano, cochino, anal, incestuoso, de pulgares untados con chile, palpablemente onírico, fálico, vagínico, aunque también algo yungiano en cuanto bíblico, mítico y sexoso y eso sí, muy cocainómaco por ambos lares
Mmmmm, mi querida Ariadna, me pides que te diga cuánto te sueño y yo que te mantengo en un rosario de visiones. Muchas son las veces que me visitas durante la inconsciencia, en buena medida, porque soy casi todo el tiempo un inconsciente. No puedo describirte cada uno de mis sueños porque los sueños, como bien sabes, se diluyen en la nada, pero te daré los pormenores de algunos que he logrado sostener:
- Hay uno recurrente, por ejemplo, y que me gusta mucho, porque aparecemos, tras de un mantón de neblina, en las estribaciones del Popocatépetl, allá por donde los olmecas tomacocos subían carne humana a las nubes para devorarla; allá donde fuimos tan felices sin bañarnos hasta sudar crema por los orificios; pero en este sueño más bien parecemos unos niños y los dos vestimos con unos suéteres de lana muy muy roídos y pantalones de casimir con las rodillas rotas y tenis abiertos por enfrente donde se nos asoman los pulgares cochinos. Y resulta que somos pastorcitos y andamos todo el día trayendo gordas borregas —que más bien parecen pelotas de lana—, entre cañadas y bosques inmensos. Y tras de ondularnos como gusanos por las curvas de los montes, llegamos a una especie de llano anegado donde hay muchas flores violetas y azules y blancas y saltamos en los charcos con la tremenda intención de mojarnos el uno al otro, y reímos, reímos hasta caer a la tierra panza arriba, y me parece que incluso hay veces en que te veo chimuela de tan niña que eres y yo estoy puro y tú también eres pura. Igual que hongitos de nexapa. Y el cielo está plagado de grandes nubes tan blancas y gordas como nuestras borregas y la montaña huele a humo.
- Hay otro donde somos yo un cochino y tu chochina, en esa habitación blanca (en la que coincidimos alguna vez en la vigilia) donde me prendía de entre tus muslos, atorando mi lengua en tu pepita, y bebiendo y bebiendo y bebiendo tus coágulos y tu sangre hasta que me ahogabas de tanta luna y comenzaba a asfixiarme y resultó que ciertamente me estaba ahogando no sé por qué. Quizá porque lo cochiztli o por la apnea. Y ya medio despierto me dije a mí mismo que aún no me moría y me volví a quedar dormido y regresé a esa habitación blanca, pero entonces había unas cortinas de seda, también albas, iguales a las de aquella vez, en la vigilia, en que cogiendo analmente cubrimos ese mismo cuarto y esas misma seda con tu caca, y me volví a prender en sueños de tu ano y con vehemencia porcina una y otra vez me azoté en mitad de tus nalgas, con la punta enhiesta, hasta que mojaste el parquet con tu agua de pepita.
- Y soñé que seguías quitándole la costra de chocolate a las conchas de pan de dulce, dejando nomás el mazacote, a escondidas de toda economía.
- No sé qué habré soñado otra cierta noche, pero te juro que desperté llorando y tú bien sabes que sólo despierto llorando con el nombre de mi mamacita (porque la maté) a flor de labios. Desperté llorando por ti, repitiendo tu nombre tres veces, como un invertido San Pedro frente al gallo, y tu rostro blanquísimo improntaba en mi perturbación igual que un Judas colgado en el siliquastrum de mi mente en fronda.
- Otra noche soñaba que tú y mi hijo me metían a nadar en aquella alberquita inflable que teníamos en nuestra cabaña del bosque talado. Primero me regaban con agua caliente y me cantaban cosas muy lindas, puros versos del refranero infantil del diecinueve; mas luego me echaron jarrones de agua fría y yo los injuriaba con groserías de tripero y ustedes me regañaron con la injusta maldad de una directora de primaria a la que el inspector regional de la secretaría de educación pública la apuntala con las más negras intenciones.
- ¡Ah, pero aquella vez que nos soñé en la Puebla de los Ángeles (angelis suis Deus mandavit de te ut custodiant te in ómnibus viis tuis)! (Dios mandó a sus mensajero acerca de ti que te guardasen en todos tus caminos). Fíjate que estábamos casados y por las tres leyes. Y vivíamos en una vecindad cerca del templo de San Juan de Dios —allá por donde el Señor de las Maravillas—, aunque andaba yo muy torcido en mis geografías, porque la vecindad más bien era igualita a ese hotel donde pecamos con cocaínas y travestis, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, el Hotel Venecia (Av. 4 Pte. 716, San Pablo de los Frailes, CP 72090, Puebla, Pue. Teléfono 222 232 2469, habitación 215 con vista a la calle) del barrio de las gayas. Y éramos padres de una casi niña llamada casi Ariadna. Y resulta que Ariadna era aquella prostituta a la que le dejé las joyas de tu madre, en ese mismo cuarto del Hotel Venecia, cuando me enteré de tus mentiras y de que andabas jurando que mi hijo —al que te cogiste sin principios—, no era mi hijo. Ajá, esa pequeña Ariadna a la que secuestré en tu nombre. Ésa a la que le lamí las peludas axilas de 16 años sin lavarlas y que me supieron al zumo de cristo. Aunque —como te decía—, tú y yo nos casamos como es debido, yo de blanco, tú de negro. Y en el sueño vivimos casi cuarenta años una vida plena de poblanos: come santos, caga diablos. Cogiendo sapos en callejones. Besándole los pies a momias milagrosas y bebiéndonos la sangre que llora el niño santo por sus ciegos ojitos genitales. Y también devorábamos muchas tartitas de Santa Clara y camotes multicolores del Parián y carne de Arabia en trompos sin sazones (porque pastores no somos). E íbamos los tres juntos (tú, Ariadna y yo) al planetario que expropió Zaragoza a los franceses. Y asistíamos los domingos, sin falta, a ver las matinés que proyectaban sobre los altares estofados de las iglesias barrocas del centro. En especial los filmes nosferatus que programaban en las cúpulas de catedral y las películas pornográficas cuando hacían un cuarto oscuro y glory hole de la octava maravilla: el oro del Rosario dominico. Mas aquella bonita vida ensoñada, se diluyó un día en que estúpidamente llegué de mi trabajo, vistiendo un traje gris de diamantina y dejando mi maletín de licenciado en una mesita de tripié antigua: ascendí, sin meditarlo, la escalinata porfiriana hasta una de las habitaciones del segundo piso, y allí las sorprendí a las dos: tú y Ariadna desnudas, ella en una silla y tú detrás peinando su largo pelo crespo de estuprada bíblica, pero ella era muy muy muy chiquita, casi una duendecita. Sus cabellos de oro y el peine de plata fina. Y tú mirabas el recorrer de las cerdas por la espesura de sus crines argivas, como hipnotizada, sin reparar en mi presencia de troyano. No obstante, Ariadna me veía con angustia porque tanto tú como ella chorreaban tinta blanca en un fino e involuntario squirt que les bañaba las piernas e inundaba el parquet desgastado. (Nota: malditos anglosajones, se han apropiado, mediante la certera evocación, de todo el glosario parafílico. Ha perdido el latino su supremacía en las orgías). Fue la última tarde en que estaríamos juntos, lo sé, porque el sol de aquella noche entraba por la ventana del balcón, y desde entonces ya no te vi.
- Hay otros sueños, sí, con los que hice un cuentito. Bueno, en realidad he usado imágenes de los tantos sueños en que sueño contigo para varios escritos. Pero éste del que te hablo terminó siendo el seudorelato fragmentario de un vampiro yungfroidiano que tragaba coágulos de luna. Lo publiqué en una revista guatemalteca. Si te interesa te lo muestro. Aunque, como verás, a mis sueños les falta esa luz de sombras o esa sombra de antorchas que los tuyos sí derrochan hasta hacerlos tan parecidos a la poesía.
Ilustración de la artista plástico Erika Pérez Won (instagram: erika.przw)