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La musa desnuda

Morena Bao | Reflexiones desde la biblioteca

Atreverse a interpretar a Borges, queriendo acercarlo a una realidad que la finitud no le permitió conocer, me resulta casi una blasfemia. La lógica red que mantiene las verdades del mundo en orden no me permitiría, hoy, sentarme en una mesa redonda y pintoresca, de un café porteño, frente a un fantasma para preguntarle (café cortado mediante) “¿Es que esto es lo que has querido decir?”. Por eso, quisiera hacer una aclaración: no pretendo interpretar intenciones sin antes preguntarlas, ni tampoco afirmar verdades que habrán conocido almas exentas ya de este camino.

            Mientras escribo esta columna en mi piso nueve, veo los árboles y me pregunto si, alguna vez, podré acercarme a ellos de la misma forma que antes. Observo las hojas de otoño y me cuestiono si podré pisarlas y respirar ese ruido de hojarasca sin que un pedazo de tela prevenga intrusos de origen viral. No me atrevo a formular una respuesta, quizás porque sé que, por ahora, no existen.

            En “La Biblioteca de Babel”, Borges relativiza y desordena para poder concretar y ordenar nuevamente. Describe pasadizos de un lugar desconocido que se presenta ante el lector, le estrecha la mano, y le deja como huella un poderoso aroma, aquél que marea, pero también es agradable. Para algunos, sería como oler gasolina. Para otros, simplemente el aroma del mar. Comienza así un viaje por los sentidos, guiado por el escritor argentino, que vuelve espirales las sensaciones más lineales. No es muy claro a dónde se dirige, qué significa, por qué lo escribe. Sin embargo, tal vez seamos nosotros, ávidos de significados y moralejas encubiertas, los que perdemos el punto cardinal de nuestro camino. Después de todo, no estamos aquí para hacer preguntas.

            No preciso conocer los elementos específicos de mi whisky para poder disfrutar su sabor, ni necesito entender precisamente los detalles del proceso que enciende mi fogata para poder abrigarme en su fuego. Preciso sentir que a mis ojos han arribado los mensajes de un alma que en papel y lápiz ha encontrado una forma de liberación. Puedo no comprender su lenguaje, y quizá nunca conozca realmente los sentidos que esconde, los secretos develados que no podría comprender sin calzar su misma talla de zapato, en el mismo momento y en el mismo lugar. Pero puedo sentir, puedo dejarme abrazar por las descripciones y las letras y los conjuntos que ha elegido un alma en necesidad de expresión. Y allá estará el sentido, que no será la respuesta a un cómo, a un qué, ni a un por qué.

            Borges explica que, en búsqueda de conocimiento y respuestas por la Biblioteca, “Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos”*. También explica que, ante la posibilidad de una sed saciada de conocimiento, ha surgido un temblor con triste desenlace: “A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva”*. Por otro lado, menciona la presencia de bibliotecarios que, en su búsqueda de certezas, se propusieron eliminar todos los libros inútiles, y detalla: “(…) a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de libros”*. Me pregunto qué haría a ese intenso hambre de respuestas el nacimiento de un ser minúsculo e invisible que entrase entre las páginas a cambiar las reglas, volviendo a la Biblioteca un recinto silencioso de máscaras e incertidumbres.

            A la luz de las estrellas del cielo argentino que me esconde, me pregunto si vendrán tiempos en que nos satisfagan los valores antes que la necesidad egocéntrica de respuestas infinitas. Una avalancha de insultos y gritos ciudadanos me recuerda que, quizá, será la violencia la que llegará más rápido. Será la impotencia convertida en egoísmo la que haga vencer el calendario de un conciudadano. La tolerancia, la vía racional, quizá tendrá los zapato de plomo que parece haber elegido hace años.

            Temo al encierro. Temo a una vida cercenada por un enemigo invisible. Pero, sobre todo, temo que el “afuera” y el “adentro” ya no importen tanto, ya no sean la vara de libertad. Porque no hay libertad si la sed individual está dispuesta a valerse de la última gota de agua colectiva. También temo a la incertidumbre. Y a la falta de respuestas. También a escenarios que mi mente construye a partir de esta misteriosa pandemia global.

Temo, temo, y temo un poco más. Y después, casi cumpliendo con mi deseo, Borges me regala una conclusión a uno de esos cuentos suyos que, en el desorden, también me han dado paz. Siento alguna fuerza asomándose por mi balcón y recordándome que mis incertidumbres y mis temores son mis construcciones subjetivas, y es esa misma fuerza la que me obliga a memorizar todas esas veces en las cuales temí en vano, o no pude conseguir quietud en el desorden pensando que el orden nunca llegaría. Sobre la Biblioteca, entonces, nos dice: “Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.*

13/06/2020 Día del Escritor.

*Todas las citas en cursiva en este texto refieren a Borges, J. L. (1941). «La Biblioteca de Babel». El jardín de senderos que se bifurcan. Página 103 a 120.

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