Fotografía: @yllak
Durante la infancia esperaba con ansias la llegada de la Semana Santa. Esas dos largas semanas para no ir a la escuela y en las que los adultos también tenían descanso para llevarnos a pasear a algún sitio. Nuestro destino favorito era el río o la playa. A pesar de que salíamos durante los días de guardar, mi abuela tenía la creencia de que el viernes santo nunca debía usarse para el placer, ningún tipo de placer. Los adultos de aquella época pensaban que no era más que una superstición, así que en aquellas vacaciones salimos de casa, desde muy temprano en viernes, con destino a la playa.
Alrededor de las diez de la mañana nos instalamos en la playa de Mocambo. El día estaba nublado, pero la playa estaba casi vacía. No pudimos resistir la tentación de tener tanto espacio para nosotros, así que aún con las nubes que presagiaban una tormenta, nos pusimos la ropa para nadar y corrimos al agua. Durante un rato no pareció una mala elección; ya estábamos ahí, el viento empezó a soplar más fuerte y pensamos que, a pesar del frío, en cualquier momento las nubes darían paso al sol radiante que esperábamos encontrar.
El viento no dio paso al sol, no arrastró consigo a las nubes para llevarlas a otro paisaje; el día se oscureció más y empezamos a temblar de frío estando en el agua. Escapar del agua significó atravesar una playa feroz, con el mar picado y el viento lanzando la arena sobre nosotros. Cada grano parecía un alfiler que se enterraba en la piel; apenas unos pasos equivalían a soportar los embates de un ejército invisible que lanzaba toda su artillería sobre cada centímetro de piel. La arena se pegaba en la garganta, nos hacía llorar y finalmente nos lanzó de la playa. Pegajosos, llenos de arena y tristes pensamos en volver a casa.
Cuando el espíritu viajero se había muerto por completo, el entusiasmo de unos cuantos empezó a esparcirse entre todos e idearon un nuevo destino: el río. Estando en el puerto, enfilamos rumbo al río cercano al rancho de mis tíos en Soledad de Doblado. Ahí llegaríamos a un lugar tranquilo y también tendríamos cerca a los parientes para visitarlos. Parecía la idea perfecta para salvar el día y el viaje.
Llegamos al río cuyo nombre olvidé con los años. Nos instalamos en la orilla de la manera tradicional: las mamás con el lunch y vigilándonos mientras cazábamos guarasapos1; los jóvenes nadando en la parte más profunda, riendo a carcajadas y buscando la manera de echarse clavados en el agua; mi abuela remojando sus pies y contemplando a toda la familia feliz con un paisaje soleado y campirano como escenario.
Todo iba bien hasta que llegaron más personas. Llegaron en una camioneta roja. Eran pocos, apenas un par de niños, tres mujeres y un par de señores. Quedaron casi frente a nosotros en la otra orilla del río. Aunque no nos molestaron jamás, habríamos preferido toda la corriente solo para nosotros. Mi abuela, como siempre, dijo que se sintió extraña con la llegada de más personas al río; “como que me llegó un presentimiento”, dijo más tarde mientras comíamos.
Después, cuando todos estábamos absortos en nuestra alegría, llegó otra camioneta. Nos dimos cuenta hasta que los tripulantes bajaron de ella todos al mismo tiempo; la camioneta negra, sin placas y vidrios polarizados puso en alerta a los adultos. Uno de los hombres que se encontraba en la orilla no los vio llegar. Lo amenazaron con armas y el griterío de las mujeres me hizo distraerme de los guarasapos. Levanté la vista y miré de golpe todo el escenario: hombres armados golpeando al tipo de shorts mojados, mujeres gritando y abrazando a los niños; luego el mismo hombre de shorts flotando boca abajo en el agua. Todo pasó tan rápido que no me di cuenta cuando mamá me había sacado del río. Todos corrimos a escondernos, y mis papás repetían con insistencia que nadie volteara a verlos, que no los miráramos.
Desde el escondite escuchamos las llantas de la camioneta arrancar sobre la terracería y alejarse. Nos asomamos y vimos mujeres llorando. Yo volví a ver al hombre flotando en el agua y pregunté si estaba muerto. Nadie contestó. Rápidamente nos subimos a la camioneta en la que íbamos nosotros y nos dimos prisa para llegar al rancho del tío Manuel, el más lejano de Soledad y más escondido entre los sembradíos. Mi papá dirigió el camino. Los demás permanecimos callados, llenos de miedo.
Llegamos al rancho y los tíos nos ofrecieron de comer. Estábamos hambrientos y nos sentamos a la mesa sin demora. En el fogón se veía la olla de frijoles, el comal con las tortillas recién hechas. Al centro de la mesa estaba el molcajete con una salsa que tenía un olor delicioso. El embeleso de la comida fue disipando el miedo. Empezamos a deleitarnos con el plato de frijoles con chorizo que habían hecho para nosotros. Mientras comíamos empezamos a reír, a charlar sobre el viaje, sobre lo que vimos. La abuela no desaprovechó la oportunidad para decirnos que jamás debimos salir de casa los viernes santos porque son días de guardar y no podemos jugar con eso. Ya nadie debatió con ella. Con aquella comida, sentados a la mesa de los tíos, todos nos sentimos de nuevo en casa. Ahora mi padre siempre me dice que no debemos salir de casa ese día. Nunca más, desde entonces, hemos vacacionado en viernes santo.
1Guarisapos.