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El cadáver de tu ángel de la guarda baila en mis ojos (apuntes nigrománticos a La Niña Oscura de Juan de Dios Maya Avila)

El peor asesinato fraguado en contra de un escritor mexicano, es el del joven poeta José Carlos Becerra a manos de tres empusas griegas conjuradas por Salvador Elizondo, quien así se quiso ganar los favores de su patrón Octavio Paz, el cual se sintió amenazado por el brillo creativo de Becerra. Todo ello queda esclarecido en esta reseña que el propio Becerra, post mortem, ha hecho de La Niña Oscura.

Durante el último tercio del año 2023, nació —junto al Guadalquivir—, La Niña Oscura, gracias a los esfuerzos de la editorial cordobesa El Salto, propiedad del escritor Carlos Venegas. Venegas fue el único con el temple necesario para querer dar luz a la oscuridad de esa Niña. Otros editores, aunque celebraban la calidad de lo escrito, temían las consecuencias esotéricas de publicar tan siniestro compendio. Sobre todo, temían las consecuencias que podría acarrearles con supuestos seres hematófagos que estuvieron impidiendo la aparición de La Niña Oscura, por sentirse develados a tal grado que peligraba la secrecía de sus operaciones. Lo supo Venegas, que no pocas noches, mientras duró el proceso de edición, me dijo haberse sentido acechado por sombras que atacaban los rincones de la editorial. “Te vamos a comer”, le decían al oído cuando dormía. No obstante, se impuso a aquellos redivivos y el libro apareció. 

  • Ahora el problema es que nadie quiere hablar de él en España.

Me dijo durante una de nuestras conversaciones telefónicas.

  • Lo sé, tampoco en México ni con ninguno de los colegas en Latinoamérica. 

Un extraño rechazo hacia un libro que, no obstante, estaba teniendo un buen recibimiento entre cierto tipo de lectores, incluso en países ajenos al idioma en que se hallaba escrito. Alguna discreta nota en el periódico, quizá una mención en la radio. No más. 

Hace unos días, al finalizar febrero, me buscó Venegas:

  • Ya tengo quién comente La Niña, pero será un tanto fuera de lo común.
  • Todo con este libro ha sido fuera de lo común. Desde que comencé a soñarlo.
  • Pues bien, tengo una amiga gitana, Dámaris Nazarena, que hace años dejó Córdoba. Los dioses…sus dioses…la llevaron a vivir al barrio de Tepito. Quizá hasta escuchaste hablar de ella, es nigromante y zahorí. La buscan desde narcotraficantes hasta políticos (valga la redundancia)…
  • Sí, la conozco…
  • Ella me ha contactado para decirme que hicimos bien en publicar La Niña Oscura. Pero que habrá fuerzas invisibles que le han de querer aniquilar. Aunque también me ha dicho que hay seres de la otra vida, que están interesados en que tu libro prospere. En especial uno: José Carlos Becerra.

Esto último me heló la sangre. El “joven” poeta Becerra (Villahermosa, 1937—Brindisi, 1970) había sido, era, en muchos sentidos, un maestro para mí, y no sólo en la escritura. José Carlos Becerra, fue llamado por la elementalidad, para erigirse como el mejor poeta mexicano de nuestra era. Ello conllevaba enfrentarse a un vate oscuro que, a pesar de la excelsitud de sus versos, con un hambre insana quería destruir a aquellos que pusieran en peligro su papel de gran señor en la cultura nacional e hispanoamericana. Un papel que, por si fuera poco, venían construyéndole, mediante pactos de sangre y sacrificios satánicos, sus progenitores: Irineo, el abuelo, durante el porfiriato, y Octavio P. Lozano, en la revolución (durante la cual, para acomodarse entre las familias aristocráticas que habrían de controlar al país, traicionó a Emiliano Zapata). Cualquiera habrá podido percatarse ya que hablamos de Octavio Paz. 

Paz reconoció el extraño talento de Becerra desde la publicación, en 1965, de Palabra Oscura (Palabra Oscura / Niña Oscura), y desde entonces le preocupó que el joven tabasqueño alcanzara ciertos rincones umbroso que él ni siquiera vislumbraba. Se lo dijo a su espantoso séquito. Salvador Elizondo se ofreció a eliminarlo. Paz le dijo: espera. 

Sin embargo, el año del 68 traería funestas secuelas.  La matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, cimbró el alma del joven Becerra, que fijó su postura contestataria, lo cual le hizo enemigo del gobierno mexicano, cuyos miembros, a la postre, darían su anuencia para el asesinato del tabasqueño. El 3 de octubre, en un palacete de Nueva Delhi, antes de recibir el parte de la matanza, Octavio Paz se entrevistó con un singular vampiro de los que habían sobrevivido a las mil y una noches. Este vampiro hindú le vaticinó a Paz que el Nobel no estaba destinado para él, sino para Becerra, al igual que el poder y el predominio. Aquella noche, el augusto Octavio hizo dos llamadas telefónicas fundamentales. La primera, con el orangután Díaz Ordaz: “renuncio”, le anunció. La segunda, con Salvador Elizondo: “hazlo”, le ordenó.

En 1969, José Carlos Becerra se hizo merecedor a la Beca Guggenheim (misma que ganara Paz en 1943). Ello le permitió realizar un periplo por algunas de las principales capitales europeas. Durante su estancia en Atenas, terminó su relación amorosa con la escritora mexicana Silvia Molina, al parecer, por que el poeta se había involucrado inesperadamente con una muchacha griega llamada Empusa. El comportamiento de Becerra comenzaba a ser errático. Si hubiese leído el genial Farabeuf (Joaquín Mortiz, 1965), de Elizondo, habría reconocido, un par de veces, en las torturantes líneas, a la vampira Empusa, y habría tenido, quizá, tiempo de ponerse en guardia. Error pueril. Los  jóvenes —aquileos sempiternos—, suelen  menospreciar a sus enemigos. Además de que los escritores mexicanos nunca leen a sus pares. Gracias al dicho Farabeuf, fue que Elizondo habría podido ser aceptado en contados círculos satanistas europeos, sobre todo en York, Córdoba, París, Viena y, tristemente, en Brindisi, donde ciertos de sus adeptos —cultores de la sangre— idearon el final del adverso tabasqueño.

El 29 de mayo de 1970, los principales encabezados de la prensa internacional, anunciaban la trágica e inesperada muerte, en un accidente automovilístico, de José Carlos Becerra. Apuntaron que habría sucedido el 28, luego recularon y dijeron que el 27. El viejo Volkswagen, que había adquirido el poeta mexicano en la frontera alemana, se hallaba destrozado. El cuerpo de Becerra, en cambio, salvo una inusual palidez, no mostraba signos de ruina. Su maestro, el también escritor tabasqueño Carlos Pellicer, quien fuera a reconocer el cuerpo, les mostró a las autoridades italianas una serie de orificios pareados que le atestaban el cuello y el pecho al difunto. La policía no hizo caso a Pellicer y dictaminaron la muerte por fractura craneal.  Pellicer indagó por cuenta propia. Al entrevistarse con lugareños, recabó testimonios donde decían que el auto había tratado de esquivar a tres mujeres (“le empusa erano tre”), mismas que, al colisionar el bólido, sacaron a rastras al conductor, aún vivo, y le atacaron hasta desangrarlo. Pellicer, incluso, consiguió ciertas pruebas gráficas que tenía planeado llevar a las embajadas y a la prensa. Desistió, luego de recibir una amable visita, en el hotel donde se hospedaba cerca de San Giovanni Al Sepolcro, de Salvador Elizondo y tres hermosas griegas que lo acompañaban.

  • La cuestión, querido Juan de Dios, es que Dámaris Nazarena me ha dicho que Becerra la ha contactado. Al parecer, quiere abandonar las sombras y actuar de nueva cuenta en la literatura de tu país.
  • ¿Pero cómo puede ser eso posible?
  • Dámaris sería el puente para que él pueda dictaminar sus impresiones con respecto al libro. Ella, adelantándose a tu aprobación, le ha hecho llegar, mediante ofrendas (ha quemado un ejemplar frente a su tumba, hoja por hoja), tu Niña Oscura.
  • Aún así, qué podemos hacer con ello…de qué manera nos ayudaría.
  • Nos hemos equivocado queriendo tener un impacto masivo (y no). Dámaris dice que lo que nos diga Becerra llegará a los oídos precisos, que tampoco es que sean cantidades insignificantes. Incluso me habló de sectas que han estado esperando a La Niña Oscura por lo menos desde hace una década. Parece que el asunto nos rebasa a ti y a mí. Ahora te creo, nada en tu libro era ficción…

Carlos Venegas nos contactó a Dámaris Nazarena y a mí, concertando la cita en el jardín de San Fernando, de la colonia Guerrero. Siempre San Fernando. Ya oscurecía cuando una mujer sumamente delgada, astrosa, de carne blanca atacada por escamas de mugre y un rubio cabello grasiento, se acercó a mí. Pensé que sería una más de las adictas que se prostituyen en la plaza. 

  • No soy, ni por asomo, ésa que concibes en tu mente…

Atajó sin dejarme siquiera disculparme. 

  • Vengo de parte del maestro José Carlos Becerra. Él ha conocido tu Niña Oscura. Quiere definirla ante ti, como nadie más lo hará. Y dice que tú sabrás qué hacer con sus palabras. Vamos, su cadáver nos está esperando…
  • Disculpe, ello es imposible. El maestro yace enterrado en Villahermosa.
  • No. Eso le hicieron creer a sus familiares. Unos estudiantes de la facultad de letras robaron su mortaja por órdenes de Elizondo y la trajeron al antiguo panteón de San Fernando. Tras de profanarle, lo enterraron en el sepulcro de Juan de Dios Peza para hacerlo sufrir por toda la eternidad.
  • Pobre del maestro…
  • Vamos, aún hallaremos el panteón abierto.

Y así fue. Los guardias nos permitieron el paso, aunque con cierto recelo por mi acompañante.

  • Si los descubrimos haciendo cosas indebidas los remitiremos a las autoridades, para eso están los hoteles.

Dámaris Nazarena los miró con quién sabe qué mirada que les hizo arrellanarse como ratas asustadas en sus sillas. La tumba de Peza casi que ni existía, arrumbada en una sombra del pasillo más lejano, mirando hacia la calle de Héroes. La placa partida de mármol y unas letras gastadas lo indicaron. Un gato gris, con múltiples manchas blanquecinas en el pecho y el cuello, dormía sobre ella. 

  • He, aquí, al maestro. Mire usted las marcas que le dejaron las Empusas.

Dámaris comenzó a dibujar un círculo con líneas paralelas que nacían del centro. En los espacios entrelíneas, dibujó signos egipcios, casi como letras. Reconocí el artilugio. Era una zairagia. Una especie de ouija mucho más antigua. Y efectiva. Prendió una veladora y un murmullo de susurros lastimosos se escucharon a nuestro alrededor.

  • Son los vampiros. No nos quieren aquí.

Curiosamente, dejaron de transitar personas por el portal del panteón y por las calles. Tampoco los guardias se hicieron presentes. Una niña vagabunda era la única que, aferrada a los barandales del cementerio, nos miraba desde afuera, casi como una mancha desnuda y blanca, de terribles ojos glaucos y la boca herida.

  • No la mires. Ahí tienes a tu Niña Oscura. Quiere comerte, de nuevo…

Cerré los ojos como un niño asustado. Escuché detrás de mí una risa infantil. 

  • Ya se escondió otra vez en la sombras, no temas…

Indicó Dámaris. Volví el rostro. Nadie había en la vieja verja.

  • Habla, pues, José Carlos Becerra…
  • …por el arcaduz de sangre mi cuerpo en tu cuerpo manantial de noche mi lengua de sol en tu bosque artesa tu cuerpo trigo rojo yo por el arcaduz de hueso yo noche yo agua yo lengua yo cuerpo yo hueso de sol…
  • ¡Calla, tú no eres Becerra, tú no eres Becerra!

Grité desesperado. Y Dámaris cortó la invocación y tomándome las manos, me trató de hacer volver:

  • ¿Quién es, Juan de Dios, quién está montado en Becerra?
  • Es Paz, esos versos son de Paz.

Dámaris hizo un agujero en la tierra y echó en él menudencias y cenizas y huesos y talismanes, y cubriendo el envoltorio, empezó a cantar cosas mágicas. El panteón se cimbró. Lo juro. Y aun así, nadie había en rededor nuestro. 

  • Tenías razón, por eso era necesario que vinieras conmigo. Ya me habían parecido extrañas ciertas maneras del muerto que me hablaba. A veces me parecía Becerra, a veces no. Luego, una casi imperceptible voz de mujer, que apenas se escuchó por fracción de un segundo, me hizo sospechar. Hoy tú me lo has confirmado. Paz quiere seguirse alimentado de Becerra incluso en el inframundo.
  • ¿Y la mujer? ¿Es acaso Salvador Elizondo?
  • No. Una que antes fuera esposa de Paz y que, a pesar de las frívolas miradas, era de su misma calidad y sustancia.
  • Elena Garro.
  • Sí. Las energías con lo que se destruyeron en vida, hoy les mantienen unidos, no sé si para hacerse sufrir el uno al otro eternamente, o para ser cómplices en atrocidades como éstas, o bien, para las dos cosas. Ambos yacían aferrados a la espalda de Becerra, con las uñas encajadas, sorbiéndole de tiempo en tiempo. El maestro está complacido (ya incluso le cerré la boca a Peza, a Paz y a Garro). Me ha dicho que está listo y dispuesto para comunicarse con todo aquel que lo busque desde la luz. 
  • ¿Dirá algo de mi libro?
  • Sí. Lo que él dirá de tu libro se deberá escribir y arrojarlo al mundo. El maestro José Carlos Becerra, el muerto por tres vampiras, ha revelado que él mismo te dictó en tus sueños episodios nodales de la vampira Niña Oscura, y advierte también “aquél que tenga oídos que oiga (el gato sobre el sepulcro despertó), porque la Niña Oscura es”:

El cadáver de tu ángel de la guarda que baila en mis ojos

Un olor de criaturas que en la noche no conocen el sueño que sólo detentan su amor entre sus garras con los ojos abiertos a la medida de su hambre durmiendo en la encarnación de la noche

La risa de los astros en los estanques negros

Seres cavando en la sangre apagada

Antigua destrucción de dioses antiguos

Viejos demonios que defecan sabiamente un olor donde el brillo de las urnas envejece

Tu corazón que abre sus alas negras

Tu piel partidaria del mar

Tu carne partidaria del mal

El tufo de la crucifixión que no te hace taparte la nariz de niña “que no sabe nada” “que no entiende nada”

El beso monstruoso y bello de aquello que todavía llamamos el alma

Lázaro conversando con sus sepultureros mostrándoles su anillo de compromiso con la divinidad

Poniente en descomposición, alma pintada de cal

He utilizado la palabra amor como un bisturí y después he contemplado esa cicatriz verdosa que queda en lo amado y en el amante

Los cabellos de la Niña Nocturna arderán como una mano hechizada

Porque todos sabemos de alguna manera que el terror es una pasión sagrada una puerta en escena de nuestra propia inocencia

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Por Juan de Dios Maya Avila

Juan de Dios Maya Avila (Tepotzotlán, 1980) Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico. Ganó el Concurso Internacional de Cuento, Mito y Leyenda Andrés Henestrosa 2012 y el Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés 2019. Ha publicado los libros La venganza de los aztecas (mitos y profecías) (traducido parcialmente por la Texas A&M International), Soboma y Gonorra (Resistencia, 2018), El Jorobado de Tepotzotlán (Literatelia, 2020), La Serpiente y el Manzano (Paserios, 2021), Las oraciones paganas (San Agap, senó Icaró: sal) (Pequeña Ostuncalco Editorial, 2023), Niña oscura y otros relatos de vampiras (El Salto, 2023) y Eztlán (Hoja en Blanco, 2023. Libre descarga en: https://www.hojaenblancoeditorial.com/_files/ugd/db6fb7_e778fc4f350943f5aec0dac319a3f8d1.pdf), y editado y antologado los libros Érase un dios jorobado, Érase una bruja Malinalco y Érase una Villa de carbón. En el año 2013 funda el Concurso Estatal Pensador Mexicano de Literatura escrita por Niños y Jóvenes. Colabora permanentemente con la revista hispanoamericana El Camaleón y con la Revista de Arte Boticario. Su obra ha sido traducida al inglés, esloveno y ñathó (otomí).

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