
El cine ha sido, desde su creación a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, un diverso archivo multimedia que registra, a partir de sus distintos géneros y formas, de manera intencionada o no, el contexto cultural y social del tiempo en el que se realiza.
Como la consciencia de los individuos en buena medida es determinada por el ambiente social preponderante en su época, y son los individuos quienes crean las distintas representaciones artísticas (por eso los griegos, en una bélica Grecia Antigua, escribían epopeyas y los renacentistas, en una Europa humanista y antropocéntrica, pintaban retratos), luego de ver cine, y así hacerse una idea lo bastante buena de cómo pensaban los directores, diseñadores y guionistas, o fijarse en qué gestos y acciones eran comunes entre los actores y actrices, es posible conocer, al menos en parte, la cosmogonía del tiempo en que estos vivieron. Por ejemplo, es sencillo inferir por qué en las producciones estadounidenses de la primera mitad del siglo XX, e incluso un poco después, era casi nula la aparición de actores afroamericanos, y cuando lo hacían era siempre en papeles totalmente secundarios e insignificantes, como sirvientes, ascensoristas o encargados del aseo, cuya puesta en escena era sobre la base del ridículo; claro se hace allí el pasado esclavista y la exclusión social que aún hoy tiene lugar. Cualquier registro cinematográfico posee, independientemente de su valor estético, un valor histórico importante.
En muchas ocasiones se había referido la historia de la damisela en peligro a la espera de que el príncipe viniera al galope de su elegante corcel dispuesto a cortarle la cabeza al dragón, o morir en el intento, para en definitiva salvarla; historias donde todo giraba alrededor de personajes masculinos, porque los femeninos, casi siempre secundarios, parecían ser más un adorno agraciado, insulso y sumiso.
Sin embargo, hacia mediados del siglo XX los movimientos feministas alrededor del mundo, con el alzar de sus voces, su lucha y su tesón, ya habían logrado reivindicaciones importantes para su género, entre las que resaltan el derecho al voto y la posibilidad de asistir a Universidades; así las mujeres empezaron a ser reconocidas como lo que siempre fueron: un personaje clave que juega un papel importante y decisivo, más a allá de ser madres o amas de casa. Ahora el cine, como testamento vivo de la identidad del cuerpo social, no iba a dejar de mostrar el nuevo rol de la mujer.
Fue un proceso lento, pero finalmente en las décadas de los 70 y 80 personajes femeninos protagonizaron grandes y famosas producciones, he aquí, entre muchas otras, a Carrie Fisher como la princesa guerrera Leia Organa, en la saga Star Wars, que se enfrenta al oscuro poderío del imperio en defensa de la libertad y la justicia de la galaxia; o a Sigourney Weaver como la valiente Teniente Ellen Ripley que combate, en una mortal lucha claustrofóbica y asfixiante, a aquel voraz Xenomorfo en Alien (1979). Personajes de este tipo se convirtieron en iconos que inspiraron y, aún hoy, inspiran a millones de personas, sobre todo a mujeres, en todo el planeta, al mismo tiempo que le abrieron el paso a las películas e historias protagonizadas (o al menos en las que se les daba un rol más importante) por otros magníficos y respetables personajes femeninos.
No solo los personajes y las actrices fueron abanderadas en esta escalada de película por la igualdad de género en la gran pantalla, sería una injusticia escribir un artículo que verse sobre feminismo y cine, y no nombrar a algunas de las mujeres que detrás de la cámara engrandecieron y engrandecen el séptimo arte, Dorothy Arzner, la única directora de cine en el Hollywood de los años 30; Ágnes Varda, la primerísima cineasta francesa, fallecida en 2019, y a quien se le concediera el Óscar Honorífico; la iraní Marjane Satrapi, que se haría mundialmente conocida por dirigir Persépolis (2007), película animada galardonada con el Óscar e inspirada en su novela gráfica de mismo nombre; o Sofia Coppola, ganadora del Óscar a Mejor Guion y directora de películas con una calidad inobjetable como lo son Lost in Translation (2003) o Marie Antoinette (2006).
Hoy que existen mujeres presidentes, deportistas y grandes intelectuales, el cine nos sigue mostrando que Harley Quinn es mucho más que la ayudante del Joker, que las heroínas como Lara Croft o Natasha Romanova pueden salvar al mundo tal como lo haría Batman o Superman, y que la damisela puede, por sí sola, cortarle cabeza al dragón y luego, al salir de la mazmorra, decirle al príncipe que no era necesario que viniese y que quizá él no lo hubiese logrado.
M.D.