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La casa de Lanudo

La función de cine

Cruzamos por una calle polvorienta que colindaba con el aparatoso mercado de La Florida y nos detuvimos frente a la fachada de un edificio maltrecho.

Roberto acabó por darme un rudo empujón por burlarme de su apellido. Caminábamos bajo el picante sol de la mañana en dirección desconocida. Las maestras, bravuconas y ofuscadas por el calor, nos arriaban tratando de mantener la fila uniforme sobre la banqueta. La columna era grande y bulliciosa. Salir de esa manera de la escuela solamente podía significar que íbamos hacia algo que no tuviera que ver con clases. En el peor de los casos nos estarían llevando a la iglesia, cualquier otra cosa ya era ganancia.

Cruzamos por una calle polvorienta que colindaba con el aparatoso mercado de La Florida y nos detuvimos frente a la fachada de un edificio maltrecho. Las maestras comenzaron a pasar lista y a recolectar los cinco centavos que pidieron el día anterior. En las filas corría el rumor de que nos llevaban al cine. Roberto aún seguía viéndome con rencor y se cobraba el agravio apretándome con mayor ahínco en la sórdida batalla de empujones que el entusiasmo de la noticia había generado.

Va a ser la de ET – gritó uno especulando sobre la posible película -. El resto lo siguió coreando insistentemente y en ascenso: ¡ET, ET, ET!

Sentí el nerviosismo de toda primera vez en el estómago, al mismo tiempo que el rumor de que una niña de quinto de primaria, Rosa, dejaba que le tocaran el trasero durante la función por cinco centavos. Por eso, no supe diferenciar si la inquietud que invadió mi cuerpo se debía a la emoción de ir por primera vez a una sala de cine o de imaginar el contacto con el cuerpo de Rosa.

El interior de la sala hacia justicia con su exterior. Olía a humedad y abandono. Era una bóveda de paredes altas y destartaladas. No había butacas sino una superficie en declive que terminaba en un tablado donde aún, por misericordia de quién sabe qué deidad, permanecía en pie una gran pantalla blanca que resplandecía con sigilo en medio de aquel ambiente opaco. Los de cuarto grado quedamos en medio de la sala dónde, de haber existido butacas, habría sido un lugar privilegiado para la vista. Pero sentados en el piso, por más esfuerzo que hacíamos no lográbamos divisar en qué lugar habían quedado Rosa y sus supuestos seguidores.

La luz se fue apagando, mientras las maestras lanzaban los últimos alaridos para que nos calláramos. Yo sentí un estrujamiento en el corazón en medio de aquella oscuridad.

La sensación aumentó cuando un pequeño filo de luz salió disparado de una recámara a nuestras espaldas y fue a estallar en la pantalla blanca. Maravillosamente, en medio de un espacio atestado de estrellas y ráfagas de fuego, fueron apareciendo las letras azules que anunciaban los nombres de los actores: Christopher Reeve, Marlon Brando, Gene Hackman… ¡era Superman a quien conoceríamos ese día!   

Una fanfarria de trompetas anunciaba el inicio de una épica aventura que poco a poco se fue desplegando frente a aquel mar de cabezas piojosas y despeinadas. La conmoción fue mayor de lo que hubiera podido esperarse de quien se enfrenta por primera vez a una maravilla moderna. Muchos apenas y podíamos contener el aliento y conforme la trama se desarrollaba nos fuimos involucrando más y más en la travesía del héroe. Gritábamos eufóricos, señalábamos a los traidores, alentábamos a Superman a seguir adelante. Él levantaba carros, rescataba helicópteros en el aire, lanzaba rayos láser con sus ojos, sojuzgaba a los malos y luego se echaba a volar por los aires.

Todos quisimos ser como él en esos instantes.

A mí se me ocurrió que un día podría salvar al amor de mi vida, Yarita, de una nave extraterrestre.

Cuando cayó derrotado y débil por la kriptonita, sentí la agonía de todos los días. Afuera del cine eran tiempos difíciles para todos. Y los que allí estábamos crecíamos en un mundo de carencias, desigualdades y miedos. Quizás por eso un furor infantil invadió nuestras bocas cuando movido por una fuerza interior, Superman hizo girar el planeta en sentido contrario desafiando toda lógica de tiempo y espacio.

Una especie de redención nos atravesó el cuerpo cuando el mundo volvió a su estabilidad, gracias al sacrificio de nuestro héroe. Todo había parecido posible dentro de aquella sala. Yo había olvidado por completo los deseos de Rosa y ya con la luz de la sala encendida busqué a Yarita con la mirada. La película nos había cambiado la vida al menos por unos instantes.

Cuando salimos, el sol estalló en nuestros ojos. Las maestras volvieron a los gritos para ordenar las filas y Roberto recordó que me odiaba. Esta vez me veía como si estuviera lanzándome rayos láser.

Por Jonatan Rodas

Cuentista, relator, memorioso. Escritor por urgencia, necesidad y vicio.

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