“¿Qué querés ver en Brasil?”, me preguntó en su portugués personal. Salimos un jueves de viaje con una mochila más chica que la del supermercado. “Si total usamos los mismos vestidos y los vamos cambiando”, dijo. Me parecía tan lindo cambiarnos la ropa, y cuando se acababa el día de puro mar, la tela estaba dura de tanta sal. Como una galletita. Esa fue la primera vez que puse el olfato en el centro de mi acción. Olía con ojos cerrados y pisaba cemento tibio. Y le hablaba a mis articulaciones mentales y les contaba que había aprendido a oler, ese día, ahi mismo. De noche podía oler diferente, como una destreza nueva; cierto perfume a jazmín que ella tenía habitualmente en las manos, creo que por una crema, bajo el agua caliente de la ducha y el vapor que ablandaba la ropa y lavaba la sal, todo eso junto, un perfume nuevo, más el olor a humedad de la habitación, y el de mi shampoo, que casi siempre era como el olor de una naranja recién exprimida. Y el olor del sexo afuera del tiempo, como un sexo al que se le pone dos broches en una secuencia de tránsito cercano, quedando ahí, suspendido, un poco colgado de la existencia y también de las ilusiones, un sexo que no sé bien cuándo empieza ni cuándo termina porque no tiene bordes.No tenía idea de qué quería ver en Brasil. No porque no tuviera a Brasil bien investigado y lleno de postales mentales, sino porque me encantaba esa pregunta. La hacía con los ojos muy abiertos y una media sonrisa que se le desarmaba cuando terminaba de vestirse. Mi voluntad estaba diluída en eso, en la música de una pregunta. No existe (ni debe existir) vocabulario disponible para decir que uno ya vio, en una sola persona, todo lo que le interesa del quinto país más grande del mundo.
A veces se le subía despacito el vidrio polarizado de los ojos. Efecto tremendo de los ojos humanos.
Seis meses después me mandó un vestido suyo a Buenos Aires, y una nota: «Porque nunca me dijiste qué querías ver de Brasil».